Читать книгу El ataúd en uso - Rosa María Britton - Страница 12
04
Оглавление—Mamá, me voy a trabajar a un pueblo que se llama Chumico, —anunció Carmen.
—¡Dios mío! ¿y en dónde queda eso? —Preguntó Evarista.
—En la costa sur. Hay que embarcarse tres o cuatro días para llegar hasta allá.
Al oír la palabra «embarcarse» a doña Evarista le dio un vahído.
—¡Dios mío, Dios mío! ¿qué he hecho yo para merecer este castigo? Mi pobre hija quiere irse a la selva a trabajar. ¡Quién sabe qué clase de peligros hay por allá! ¡Todos esos pueblos son de negros casi salvajes! —La pobre mujer se retorcía las manos con desesperación y lágrimas en los ojos.
—No importa de qué color es la gente por allá, —replicó la muchacha—. Han pedido una maestra y el Gobierno me pagará diez pesos al mes por trabajar. Para eso estudié mamá, para enseñar a los que más lo necesitan.
—Hija mía, piénselo bien. Ese trabajo es una locura. Usted es todavía una niña. ¿Cómo va a irse tan lejos?
Fueron días de discusiones y llanto. Finalmente la madre acabó por acceder a los deseos de la muchacha. A regañadientes aceptó que Carmen se fuera a Chumico, pero eso sí: tenía que ir acompañada de la tía Eugenia, vieja solterona hermana de Evarista que había vivido con ellas desde hacía muchos años.
—Una chiquilla no puede viajar sola tan lejos por muy maestra que sea. Eugenia irá con usted o no va. —Carmen accedió. En el fondo le daba un poco de miedo la gente desconocida. Además, ella se llevaba muy bien con la vieja Eugenia, a pesar de lo rezongona que era. Las hermanas de Carmen se persignaban cada vez que se mencionaba Chumico en su presencia.
«¿Habrase visto, loca? —comentaban con burla—, quiere irse a un pueblo de negros y culebras. Allí no hay más que mosquitos y enfermedades.
—Irene ya se había casado con el español de la mueblería y llegaba todas las tardes a regañar a la hermana menor, vanidosa luciendo sus prendas y vestidos de tafetán y el coche nuevo. Carmen, sin hacer caso de sus argumentos, seguía preparando su baúl para embarcarse en el próximo bongo que saliera rumbo a Chumico.
Por esos días doña Evarista estaba pensando seriamente en volver a casarse con un Oficial de la guarnición que por meses la había estado cortejando entre bocado y bocado en la fonda. Don Francisco Biendicho y Larrañaga era hijo segundón de una familia muy importante de Madrid, como decían los rumores que de él corrían por el Cuartel. Solterón empedernido y asiduo concurrente de la fonda, el romance comenzó con alabanzas a los guisos que salían de las manos primorosas de Evarista y terminó con una proposición formal de matrimonio.
—Por favor Evarista, cásese conmigo. Yo necesito compañía en este destierro a que mi pobreza me condena y usted también está muy sola.
A Evarista el corazón se le saltaba del pecho entre suspiros y silencios y para disimular su turbación, tapaba y destapaba ollas en la cocina tratando de librarse sin conseguirlo de las manos del español cada vez más audaces que hasta allá iban a buscar su cintura. Cuando Carmen anunció que había conseguido trabajo de maestra en Chumico, en el fondo de su alma se alegró aunque jamás lo hubiera confesado a sí mismo. Al librarse de la responsabilidad de la hija más joven podría realizar los deseos que tenía de casarse con el español. Las otras dos ya tenían novio y era seguro que se irían de la casa en pocos meses.
Cuando Evarista anunció sus intenciones de contraer nupcias con don Francisco Biendicho, el escándalo en la familia fue de tales proporciones que todas se olvidaron de Carmen y de su trabajo en Chumico. Las hijas se ahogaban de vergüenza por la conducta de la madre y la llenaron de recriminaciones. Ella se sentía tan feliz que olvidó a las hijas y la fonda. Por las calles de Panamá paseaba su romance sin importarle el qué dirán; después de todo, tenía solamente cuarenta años cumplidos y todavía se sentía joven y atractiva. Los años de viudez no habían apagado los fuegos de la cama matrimonial. Había sido una buena madre para sus cuatro hijas y ya necesitaba pensar en sí misma. Aunque la fonda prosperaba, era un trabajo muy agotador y ninguno de los empleados había logrado aprender a cocinar como ella. Anhelaba dejar todo ese trabajo atrás y dedicarse solamente a las labores hogareñas en compañía de don Francisco. Cada vez que veía el apuesto perfil del oficial, se decidía aún más a casarse con él, a pesar de las objeciones de sus hijas.
Irene acudió llorosa a consultar al párroco de la familia. Ella deseaba que el cura bonachón disuadiera a la madre de la locura que estaba a punto de cometer. Pero el sacerdote, sabio conocedor de la naturaleza humana, acabó por convencerlas de que no había nada pecaminoso en los deseos de Evarista y les aconsejó resignarse a los hechos para bien de toda la familia.
Doña Evarista Muñoz contrajo matrimonio con don Francisco Biendicho el día antes de salir Carmen hacia Chumico. En sencilla ceremonia en la Catedral después de la Misa de seis, unieron sus destinos acompañados por las cuatro hijas llorosas y acongojadas, la tía Eugenia rezongando y algunos oficiales de la guarnición, compañeros de armas del español.
—Bonita que está la viuda. Y dicen que tiene dinero. ¡Suerte que tiene el Capitán!
—¡Bah! Las hijas están mejor y son jóvenes.
—¿Será verdad lo que dicen que él estuvo casado en España y dejó a la mujer allá?
—Yo nunca me tragué el cuento de que era de familia noble. Todos estos españoles vienen a América con esas historias de grandeza para hacerse los importantes.
Las frases malévolas de los oficiales eran recogidas por el fino oído de Carmen. Con los ojos llenos de lágrimas y la tez cada vez más pálida trataba de concentrar su atención en el altar mayor, mientras rezaba fervorosamente para no oír las habladurías de cuartel.
Después de la ceremonia, los recién casados se dirigieron a la casa de Evarista, acompañados por los invitados que a pie seguían el coche nupcial. A esa hora de la mañana aún quedaba en el ambiente la caricia de las brisas de la madrugada y la caminata se hacía agradable por las estrechas calles. Felizmente no llovió en todo el día. El decoro exigía que siendo Evarista viuda, se sirviera a los invitados un sencillo desayuno compuesto de chocolate caliente y bizcochos mandados a hacer en la panadería francesa. A medida que llegaban los celebrantes la conversación subía de tono en la salita mientras Eugenia y las muchachas ayudadas por algunas amigas se esforzaban por atender a todos los invitados y curiosos que venían a presentar sus felicitaciones a los novios. Carmen era la única que se mantenía alejada del bullicio de la fiesta. Encerrada en su cuarto se dedicó a empacar su baúl para el viaje a Chumico. Todo el día fue un entrar y salir de gente casi hasta el anochecer. Al partir el último huésped fueron cerradas las puertas de la calle. Los novios se retiraron a la habitación de Evarista con un «buenas noches» lleno de reticencias y rubores. Eugenia se encargó de llevar los platos y tazas a la cocina, rezongando entre dientes. La pobre vieja no comprendía nada. Primero fue el asunto del viaje de Carmen a Chumico que la había llenado de terror. Accedió a acompañarla pero estaba segura de que algo terrible les iba a suceder durante ese viaje.
—Embarcarme yo que nunca he metido ni los pies en el mar! ¡Qué locura! Te ofrezco Señor este sacrificio como expiación a mis culpas, —recitaba piadosa arrodillada al lado de su cama.
Carmen sin poder conciliar el sueño deseaba intensamente que la mañana llegara cuanto antes. Los ruidos del amor se filtraban a través de las paredes y la llenaban de una intensa desazón. Estaba convencida de que nunca más podría vivir junto a la madre y el nuevo marido. Le sería difícil adaptarse a la presencia del militar en la casa. Todos fueron temprano a despedirla a la playita del mercado. Con la marea llena ella y Eugenia se embarcaron en el bongo caracaballo dejando atrás los consejos y recomendaciones que les hicieron hasta el último minuto las mujeres, mientras se enjugaban los ojos de un llanto de despedida lleno de temores. •