Читать книгу El ataúd en uso - Rosa María Britton - Страница 13
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ОглавлениеEl calor pesaba en el cuerpo como un puño de hierro presagiando la lluvia que se avecinaba. Los muchachos, que en forma desordenada iban saliendo de la escuela, se entretenían tirando piedras a los pájaros.
—Sigan directo a sus casas y no se distraigan en la playa que va a llover —amonestó la maestra desde la puerta de la escuela.
Con gesto de cansancio volvió a entrar y se puso a recoger los útiles escolares regados por la mesa que le servía de escritorio. A lo lejos se escuchaban los truenos que desde la montaña anunciaban con sus redobles la tormenta que se aproximaba. La improvisada aula de pisca de tierra y paredes de caña brava, malamente acomodaba a los cincuenta y tres chiquillos de todas las edades que allí acudían a recibir sus enseñanzas. Algunos sentados en banquetas y la mayoría en el suelo a duras penas trataban de aprender el abecedario.
—Usted se queda castigado Pedro —dijo la maestra dirigiéndose a uno de los alumnos—. Se ha portado peor que nunca. No crea que no me di cuenta de que estaba halándole los moños a sus compañeras. Si continúa así voy a tener que decirle a su mamá que no puedo tenerlo más en la escuela.
—¡Ay no maestra! No llame a mi mamá que me van a dar una buena rejera. Le prometo que no volverá a suceder. ¡Por favor! Que no se entere mi papá que me mata.
—Bueno, bueno, ya veremos si cumple sus promesas. Coja una escoba y póngase a barrer.
La lluvia comenzó de golpe batiendo con furia el alero de pencas, hasta apagar con su estruendo los ruidos de la tarde. Casi sin aliento, Manuel entró corriendo en la escuela sombrero en mano y un ramo de flores en la otra, mojado de pies a cabeza por el torrente de agua que arreciaba.
—Buenas tardes, Carmencita. ¡Qué barbaridad de lluvia tan fuerte! Aquí le traigo estas flores que recogí en la montaña. Espero que sean de su agrado.
Sin poder disimular la turbación que le producía la presencia del hombre, la muchacha las aceptó sin decir nada e hizo un gesto al chiquillo que había interrumpido la tarea y curioso los contemplaba.
—Pedro, haga el favor de traerme una vasija con agua para las flores y termine de barrer que se hace tarde.
Con una mueca traviesa en los labios, Pedro agarró un pote de barro de un rincón y saliendo del aula lo llenó con agua de lluvia.
—Gracias Manuel son muy bonitas, pero no debía haberse molestado, —dijo Carmen mientras las arreglaba en el improvisado florero. Aprovechando la distracción, el chiquillo salió corriendo sin importarle la lluvia que seguía cayendo torrencialmente, contento de haberse librado de su castigo tan fácilmente.
Desde el día en que Carmen llegó a Chumico, Manuel la cortejaba asiduamente. A él le tocó llevarle los baúles hasta la casita que le habían asignado a la maestra, situada a un costado de la improvisada escuela. A su llegada, casi todo el pueblo había bajado a la playa a recibirla y algunos escépticos al verla murmuraban entre sí.
—¿Esta es la maestra que nos han mandado? ¿Qué podrá saber si es casi una niña?
Eugenia tuvo que ser cargada desde la panga a la playa todavía mareada por la travesía. Con ademanes hoscos, rechazaba las ofertas de ayuda de las mujeres del pueblo que solícitas acudían a sujetarla, cuando puso pie en tierra. Ella y Carmen se sentían tan cansadas que preferían que las dejaran solas lejos de la curiosidad de los chumiqueños. Juancho y Manuel cargando los pesados baúles, las llevaron hasta la casa que le habían construido a la maestra. De eso ya habían transcurrido casi cuatro meses. Manuel pasaba por la humilde vivienda todos los días, haciéndose útil en varios menesteres. Algunas veces ayudaba a la vieja a encender el fogón o a arreglar el aula que malamente acomodaba a todos los alumnos.
Las primeras semanas habían sido muy difíciles para Carmen. No se imaginó que las cosas estuvieran tan mal en Chumico; la mayoría de los muchachos, algunos hasta de quince años de edad, nunca habían tenido ningún tipo de enseñanza. Estaban acostumbrados desde niños al bregar del trabajo diario pero muy pocos dispuestos a aprender el abecedario. Lo peor de todo era tener muchachos de edades tan distintas en la misma aula. Los más grandecitos añoraban la libertad de la playa y el monte y no era fácil dominarlos pero poco a poco los fue domando. Algunos acabaron interesándose en aprender a leer y escribir y otros acataban la disciplina que administraba con la fuerza de su personalidad, ya que a pesar de sus cortos años, Carmen impresionaba a los que bajo su tutela estudiaban. A veces, comenzaba leyéndoles algo interesante y para mantener la atención de sus pupilos los dejaba en suspenso con la promesa de continuar la historia al día siguiente. Manuel se las arreglaba para llegar siempre a la hora de la lectura y embelesado escuchaba las palabras de la maestra. Era entonces cuando ella leía más elocuentemente páginas y más páginas de las historias que había traído de Panamá. Las hazañas de Napoleón eran seguidas por las vicisitudes de Ulises o la historia de los emperadores romanos.
Por las tardes, después de terminar sus labores en la escuela, iba al chorro de las mujeres a bañarse acompañada por la vieja Eugenia que no la dejaba salir sola ni un instante.
—No confío en esta gente, —refunfuñaba—, y menos de ese joven Manuel. Está viniendo demasiado por aquí.
A regañadientes, accedió a acompañar a la pareja en largos paseos hasta la playa y a veces al otro extremo del pueblo cerca del río Tatumí. Caminando lentamente no se le escapaba la más mínima palabra que los jóvenes intercambiaban. Varios meses habían transcurrido desde su llegada a Chumico pero Eugenia tenía poca amistad con los habitantes del pueblo porque los consideraba inferiores a su persona. Ella venía de la capital y desdeñaba las costumbres sencillas y algo primitivas de los chumiqueños.
—Este pueblo de micos y alacranes, —le decía a Carmen— la mayoría vive en pecado mortal. Ni siquiera hay un sacerdote permanente y además todos son negros.
—Tía, por favor, déjese de hablar así —le suplicaba Carmen—. Alguien la puede oír y me daría mucha vergüenza. Estas señoras han sido muy amables con nosotras.
—¡Bah! —Continuaba la terca vieja—, esta gente vale poco. Comen hasta carne de loro; carne negra y dura. ¡Qué asco me da… Nosotras seguiremos comiendo solamente pescado. Por lo menos es más civilizado. Gracias a Dios que ya llegaron las camas de Panamá, de tanto dormir en hamaca la reuma me está matando.
Habían arreglado la casita poco a poco con muebles y cortinas que Evarista les había mandado a petición de Eugenia. Hasta un viejo armario que tenía en la casa de la capital llegó a Chumico y fue desembarcado con gran dificultad del bongo.
—Habrase visto tal lujo, —murmuraban las comadres del pueblo—, ni que fueran ricas…
La mayoría de las mujeres no gustaban de Eugenia por sus ademanes altaneros y desplantes, pero la joven maestra con su dedicación al trabajo y sus modales amables se había ganado el respeto y cariño de todo el pueblo. A diario le traían de regalo pescado, verduras o carne de monte. Los tiempos eran duros, pero en Chumico la comida no faltaba. Mientras que los hombres cortaban monte adentro los preciosos maderos que tan buena ganancia traían en las mueblerías de la capital, los muchachos jóvenes se dedicaban a la pesca en la bahía en pequeños chingos que manipulaban con gran destreza. Unos cuantos como Manuel, buceaban la ostra perlífera, tarea peligrosa porque a catorce varas de profundidad abundan los tiburones. Ya a los veinte años, Manuel estaba un poco sordo del oído derecho, dolencia que se le agravó con el transcurrir de los años. Carmen se estremecía al oír las historias que contaban los buzos. Rocas negras en las profundidades del abismo que guardaban sus tesoros. Los muchachos más tímidos se tiraban del barco amarrados con una soga por la cintura; otros más arriesgados, no tomaban tal precaución y buceaban en las áreas más profundas aguantando hasta casi dos minutos debajo del agua sin salir. Cada día las perlas disminuían y los riesgos aumentaban.
—Manuel, hasta cuándo va a seguir arriesgándose usted tanto?, —le preguntaba Carmen.
—No se preocupe Carmencita. Después de este mes no buceo más. Tengo suficientes perlas para comenzar un buen negocio. Quiero comprar dos barcos grandes para transportar mercancía a la capital, —anunció Manuel ufano.
La amistad entre los jóvenes asustaba a Eugenia. Ya no encontraba la forma de disuadir a Carmen del interés que le despertaba la persona de Manuel. Con sus modales corteses y las muchas atenciones que a diario les hacía, se había hecho casi imprescindible en el hogar de las dos mujeres. A menudo, se quedaba hasta tarde leyendo en voz alta a la luz de la guaricha, con el pretexto de refrescar los conocimientos adquiridos hacía años en la escuela de San Miguel. Las comadres del pueblo trataban por todos los medios de enterarse de los pormenores de la vida que llevaban las capitalinas y con cualquier pretexto se llegaban a visitar a Carmen muy llenas de motivos, precisamente a las horas en que Manuel se encontraba allí estudiando. Maliciosamente una que otra le comentó a Eugenia:
— ¡Habrase visto el enamoramiento que tienen esos dos. Si parecen tortolitos…!
Ante estas insinuaciones, ¡la vieja tía negaba lo que a la vista de todos saltaba! Carmen y Manuel se notaban muy enamorados. Ese batir de miradas y rubores por cualquier frase sin consecuencia, esas sonrisas misteriosas, esos enfados por tonterías, esas interminables despedidas Sin embargo, entre los dos no se había intercambiado ni una sola frase de amor.
«¿Cómo me declaro si ella es tan seria», se preguntaba Manuel.
«¿Por qué no me dirá nada, será porque soy fea y no le agrado?», suspiraba Carmen.
Ya le habían contado los rumores cada vez más persistentes de las aventuras amorosas del muchacho.
—Tenga cuidado con Manuel, hija. Él es muy mujeriego, —le comentaba Leonor—. No estoy segura, pero dicen que la hija mayor de Tiburcio Peña, la que se llama Lastenia, estuvo muy enredada con Manuel.
El ir y venir de beatas y comadres que a su puerta llegaban con toda clase de chismes y rumores de Manuel llenaban a Carmen de angustia. A veces, le parecía injusto no darle oportunidad al muchacho para que se defendiera de sus acusadoras. Ella no tenía derecho a reclamarle nada; eran solamente amigos y la vida privada de Manuel no era de su incumbencia. Eugenia, mientras tanto, rezaba para que llegara el verano y la hora de regresar a la capital. A través de las influencias del flamante marido, Evarista le había conseguido el traslado a Carmen para una escuela en Panamá a partir del próximo año. En vano le había rogado a la muchacha que regresaran antes del final del año escolar. Evarista se sentía muy preocupada por el tono ominoso de las cartas de Eugenia, quien no se había atrevido a contarle a la madre que el motivo de su ofuscación era el romance de la hija con el pescador. En sus cartas, insinuaba toda clase de oscuros problemas, si la muchacha no era trasladada cuanto antes a un lugar más civilizado. Por todos los medios trataba de mantener a Carmen y a Manuel alejados, pero sin tener mucho éxito en sus gestiones. Por lo menos, nunca los dejaba solos, aunque a veces le costaba trabajo ahuyentar el sueño que se apoderaba de ella durante las largas tertulias que sostenían los jóvenes. En esas ocasiones apelaba a todas las huestes celestiales para que le dieran fuerza y resistencia. Ella tenía el deber sagrado de cuidar a su sobrina y por nada iba a cejar en este empeño.
Y fue así como en una tarde lluviosa Carmen se quedó sola en la casa. Eugenia había ido a visitar a la partera Rosa, una de sus pocas amigas, que se encontraba postrada con un mal en las piernas. Como era sábado no había clases y Manuel se había ido a bucear a las islas hacía más de cuatro días. Agobiada por el calor, Carmen se sentó cerca de la ventana a leer uno de sus libros. La humedad de la tarde pegaba la fina camisola de batista al cuerpo sudoroso de la muchacha. Gruesos nubarrones negros cubrían el cielo, presagiando la tormenta que estaba por caer. De vez en cuando una ráfaga de aire refrescaba el ambiente, levantando en vuelo las cortinas de la casa. La lluvia llegó de repente con la fuerza de un torrente.
De la puerta llegó el sonido urgente de una mano presurosa. La fuerza del toque sobresaltó a Carmen que no esperaba que Eugenia regresara tan rápidamente de su visita. Al abrirla se sintió gratamente sorprendida al ver a Manuel en el umbral, mojado de pies a cabeza, cargando una canasta llena de pescados y jaibas que pugnaban por salirse de su prisión.
—No lo esperaba hasta mañana, Manuel. Pase adelante.
—El buceo se hacía difícil. La mar está muy picada y tuvimos que regresarnos. Aquí le traigo estas jaibas y unos pescados. Espero que le gusten.
Silenciosa, la muchacha lo dejó entrar, cerrando la puerta.
—Perdone que haya tocado tan fuertemente. Está lloviendo muy duro y temía que no me oyeran.
La sintió temerosa y turbada. La intimidad de la tarde, oscura por el aguacero, les golpeaba los sentidos y por primera vez notó la sencilla camisola que dibujaba el cuerpo joven.
—¿Y doña Eugenia? —preguntó Manuel extrañado de no oír la voz estridente de la vieja, que acudía corriendo en cuanto se daba cuenta de que él había llegado.
—Fue a casa de la señora Rosa. Le avisaron que estaba enferma y usted sabe que mi tía la aprecia mucho.
—Entonces me retiro. Usted perdone Carmen.
—Está lloviendo mucho Manuel. No se moje más que puede hacerle daño.
—No se preocupe; yo estoy acostumbrado, —le contestó riendo. La idea que un poco de agua fuera a enfermarlo le parecía jocosa. Él, que había pasado la mitad de su vida en el agua.
«Estas capitalinas tienen cada ocurrencia, pensó, la gente por allá es medio melindrosa».
—Espere a que escampe. Por favor, siéntese acá.
—Gracias Carmencita, le agradezco su amabilidad.
Pero en vez de sentarse ambos se dirigieron a la ventana para contemplar la lluvia que seguía cayendo con fuerza. La cortina gris oscurecía la calle y casi no se divisaba el mar.
«Estamos solos; finalmente puedo hablarle», pensó Manuel. «¡Cómo me excita verla así con esa ropa pegada al cuerpo!». La agarró por los hombros estrechándola contra su pecho con fuerza y sus labios buscaron los de ella besándola con pasión. La sintió palpitando entre sus brazos con la timidez del deseo incipiente y le besó la frente, los ojos, la boca, él cada vez más ardiente y ella muy asustada.
«¡Dios mío, ayúdame! No quiero cometer un pecado», pensaba la muchacha tratando de negar el placer que sentía por las caricias del hombre.
Al darse cuenta del intenso desasosiego de la joven, abruptamente Manuel la soltó.
—Perdóneme Carmencita. No he querido faltarle el respeto. No sé qué bicho me picó. Perdone mi atrevimiento.
Carmen no atinaba a decir nada. Se sentía tan nerviosa que las palabras no le salían. Inclinó la cabeza sobre el pecho mientras las lágrimas se deslizaban por sus tersas mejillas. Él, al verla llorar, se sintió aún más culpable.
—Carmen no he querido ofenderla, créame. Usted se merece todo mi respeto y admiración. La quiero mucho Carmen, perdóneme.
Lágrimas y más lágrimas. La muchacha sollozaba inconsolable y el asustado Manuel acabó por cogerla entre sus brazos nuevamente esta vez con gran ternura. Entre besos y caricias le declaró sus honestas intenciones.
—Cásese conmigo Carmen. Yo quiero tenerla de esposa. Quiero compartir el resto de mis días con usted. Desde el primer día que llegó a Chumico me di cuenta de que era la mujer para mí. Cásese conmigo. Poco a poco la fue calmando y la muchacha se entregó de lleno a la emoción que la embargaba.
Cuando Eugenia regresó después del aguacero, Carmen radiante, le anunció su compromiso con Manuel y sus intenciones de casarse con él cuanto antes mejor. La tía cayó en un desmayo que le duró casi tres horas. Cuando se recuperó comenzó a increparla.
—No se puede casar con ese hombre Carmen, sería una locura. Él es un simple pescador y además negro. ¿Qué van a decir su madre y sus hermanas? Se morirán de la vergüenza cuando se enteren. Piense en su padrastro. Un hombre tan importante que nos ha hecho el honor de querer pertenecer a esta familia. Un hombre como él, que proviene de una raza tan distinguida no puede emparentar con un negro.
La joven se indignó ante estos argumentos de la tía que sofocada se abanicaba sin parar no fuera a desmayarse otra vez.
—Vergüenza debía darle, usted que tantos golpes de pecho se da. ¿Cómo se atreve a hablar así de Manuel, usted que se dice tan cristiana? ¿Es que no somos todos iguales ante los ojos de Nuestro Señor? Manuel no es un cualquiera y después de todo, nosotros no somos importantes. Nuestra familia siempre ha vivido una mentira, tratando de aparentar más de lo que es. Mi madre no tiene por qué disgustarse. ¿No es acaso peor casarse con ese español aventurero y a su edad…? Nosotros hemos sido tan pobres como cualquier pescador en Chumico.
—¡No diga eso hija!, usted se equivoca. Ni sus amigas ni su familia le aceptarán nunca más si usted se casa con ese hombre. Razone Carmen. Esa unión es una locura.
Pero la muchacha se negó a escucharla y a pesar de todos los esfuerzos de la vieja, Carmen persistía en su decisión de casarse.
Finalmente, Eugenia decidió hablarle a Manuel. Ansiosa, vigilaba la ocasión de encontrarse a solas con el muchacho. Carmen presintiendo lo que se avecinaba no se separaba de Manuel cuando este venía a visitarla. Cada tarde después que terminaban las clases, él llegaba, cargando algún regalo para la vieja, tratando de apaciguar su furia. Eugenia logró sus propósitos de quedar a solas con él, utilizando la estratagema de enviar a Carmen a la tienda del chino a buscar un ovillo de hilo que dizque le hacía falta. Al llegar Manuel lo hizo pasar a la salita y lo invitó a sentarse en un taburete.
—Siéntese Manuel. Tengo que hablarle.
—Dígame doña Eugenia. ¿En qué puedo servirle?
—Mire Manuel, yo sé que usted le tiene mucho afecto a mi sobrina Carmen.
—Perdone que la interrumpa señora Eugenia. Es más que afecto. Yo estoy enamorado de ella y quiero hacerla mi esposa.
—Bueno, bueno. Como sea, pero quiero advertirle que esa unión es imposible.
—¿Y por qué señora? Carmen y yo nos amamos y somos libres. ¿Qué obstáculos ve usted a este matrimonio?
—No se haga el tonto, joven. ¡Una señorita como Carmen que viene de una familia importante no puede casarse con alguien como usted!
—Señora dígame sus razones, y no me ande con rodeos, —le gritó alterado Manuel.
Ante la cólera del joven la vieja no supo qué otra cosa decir. Angustiada, se exprimía las manos tratando de buscar palabras que con delicadeza expresaran la enormidad del prejuicio que la envenenaba. Los últimos destellos de humanidad le impedían herir al muchacho que tanto las había ayudado desde que llegaron al pueblo. El muy tonto no se daba cuenta de que podía traerle toda clase de problemas a Carmen si se casaba con ella.
La conversación fue interrumpida bruscamente por el estruendo de cañonazos que provenían de la bahía. Carmen entró corriendo casi sin aliento y al darse cuenta de la presencia de Manuel anunció con gran agitación:
—Ha llegado una fragata de guerra a la bahía y está tirando cañonazos al aire. Todos corren a esconderse. ¿Qué querrán Dios mío?
Manuel salió disparado de la casa sin despedirse. Con toda la velocidad de sus piernas jóvenes corrió hasta la tienda de Ah Sing en donde quizás podía obtener alguna información de lo que estaba sucediendo. Allí se habían reunido todos los hombres que estaban en el pueblo ese día. Juancho, que era el más viejo y el más locuaz, trataba de hacerse oír a través del estruendo de voces que al unísono trataban de explicar lo que significaba la presencia de un barco de guerra en las tranquilas aguas de la bahía de Chumico.
—¡Por favor, señores! Déjenme hablar, —en vano gritaba.
—Es un barco de guerra del Gobierno. Seguro que viene a supervisar las elecciones.
—Malditos conservadores! Todo lo quieren hacer a la fuerza…
—Ahora vienen por votos y el resto del año nos tienen abandonados.
—¡Vivan los liberales! No dejaremos que nos asusten con cañonazos.
En medio del tumulto de hombres y bravuconadas, el chino silenciosamente sacó de una alacena una bandera china que tranquilamente enarboló en una improvisada asta en medio del patio.
—Yo sel chino y no quelel ploblemas —anunció gravemente. El estruendo de los cañonazos fue seguido por un largo silencio. Algunos se atrevieron a asomarse a la calle. A lo lejos se distinguía la fragata anclada en medio de la bahía. Quedaron ansiosamente en espera de los acontecimientos.
—Ya desembarcan, —anunciaron unos chicuelos que desde la playa corrían asustados calle arriba. El pueblo entero vigilaba al bote que se acercaba. El mar encrespado presagiaba tormenta.
—No vienen a nada bueno —musitó un viejo— ¡mi Santo Cristo de Chumico, ampáranos! •