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—Francisco… Francisco… Ven a comer. —La mujer gritaba desde la entrada de la casita, protegiéndose los ojos del resplandor del sol con una mano, mientras se esforzaba por distinguir la figura del hombre, en la playa que comenzaba a unos metros cuesta abajo. En el horizonte, el sol ya iba desplomándose en el confín del mar, llenando las aguas con un rubor de sangre. Con gestos de cansancio, el hombre comenzó a recoger las herramientas regadas alrededor del esqueleto de un barco a medio hacer, montado sobre caballetes colocados debajo de un almendro.

—¡Francisco! —La voz insistente rompía el silencio.

—Ya voy mujer, no grites tanto, —masculló el hombre.

Echándose al hombro la caja de herramientas, subió la empinada cuesta arrastrando los pies. En un rincón de la humilde habitación la mujer abanicaba un fogón de leña llenando de humo toda la casa.

—Juana, ¿dónde están los muchachos? —Preguntó entre dientes.

Sin voltear la cabeza la mujer contestó:

—Nicolás está bañándose en el chorro antes de que anochezca y Manuel no ha regresado aún. Se fue bien temprano con los Vásquez a buscar perlas en las islas.

De repente, Francisco comenzó a toser fuertemente, casi ahogándose mientras la mujer lo miraba con ojos de alarma.

—Esa tos suya no me gusta; ya lleva meses enfermo a pesar de todos los remedios que ha tomado. Debiera ir a la capital a ver al doctor.

—No es nada —susurró Francisco, casi sin aliento, cubriéndose la boca con un trapo que sacó del bolsillo.

—Es este clima tan húmedo. En San Miguel nunca me enfermaba.

—Bueno, haga lo que le dé la gana, pero cada día lo veo peor. Yo creo que tiene la tisis. Ya me di cuenta que está tosiendo sangre.

Encasquetándose el sombrero de paja, Francisco salió sin contestar y se alejó de la casa por el sendero rumbo al pueblo. Juana lo dejó partir sin decirle nada. Acercándose al fogón, quitó la olla del fuego y la colocó a un lado en el piso de tierra. Salió al patio y se sentó en un taburete desvencijado con la mirada perdida en el horizonte. Por el lado de la playa venía corriendo un muchacho con dos remos al hombro. Al llegar junto a la mujer jadeando le gritó con alegría.

—Mamá, mire lo que le traigo. —Orgulloso le mostraba un puñado de perlas envueltas en un trapo. Cuando vaya a Panamá, le voy a mandar a hacer un collar bien bonito.

Un rictus de tristeza marcó el rostro surcado de arrugas de la mujer prematuramente envejecida. Con un gesto de abandono apartó una greña de pelo gris que le caía lacio sobre la mejilla.

—Mejor guarde sus perlas hijo para cuando le hagan falta. A mí esas cosas no me gustan. Vaya ahora a bañarse antes de que oscurezca y de vuelta pase por casa de Juancho a ver si tiene carne de monte. Felicia me dijo que él había salido de cacería ayer.

Juana entró en la casa y fue a sentarse al lado del fogón en una banqueta. Del bolsillo sacó un rosario y se puso a repasar las cuentas, recitando a media voz letanías interminables. El muchacho se encogió de hombros y entró en el cuarto adyacente. Empinándose, agarró un canuto de bambú que tenía escondido encima del horcón. Allí era donde guardaba su tesoro de perlas. Lo cerró cuidadosamente y lo volvió a colocar en su escondrijo. Salió de la casa y silbando alegremente se dirigió cuesta arriba por el sendero que conducía al pueblo. Por el camino venía cabizbajo Francisco y al ver al muchacho se detuvo bruscamente.

—Hijo, buceó algo bueno hoy, —preguntó.

—Sí papá. Viera Usted qué perlas más bonitas sacamos. No son grandes, pero sí de las redonditas. Ya casi llené el canuto.

—Bien, bien. Mañana me las enseña.

Sin más, Francisco siguió caminando hasta llegar a la playa. Iba descalzo pero casi no notaba las puyadas de las espinas en los matojos. La arena aún mostraba las huellas misteriosas de las patas de cangrejos. Al llegar a la orilla se sentó en una de las rocas negras que aquí y allá sobresalían de la arena. La marea iba retrocediendo apresurada y alguna que otra gaviota todavía buscaba afanosa el pescado desde el cielo, aprovechando los últimos destellos de luz. A esa hora ya comenzaba a sentirse el fuerte olor, mezcla de salitre y marisco podrido, característico de la lama de las playas del Pacífico. El hombre suspiró hondamente. Se sentía muy mal y a pesar de sus negativas sabía bien que estaba enfermo. Le dolía el pecho de tanto toser. A veces, sentía como si una mano gigante lo estuviera estrujando y cada día el trabajo se le hacía más difícil.

«Tendré que irme a la capita», pensó. «La vieja tiene razón. No puedo seguir así. Mañana temprano le aviso a Pastor que saldré con ellos en este viaje de “La Princesa”».

Tristemente, dibujaba con la mano en la arena cosas y nombres casi olvidados. Regresó tarde, cuando la oscuridad envolvía la casa. Juana, todavía rezando, había prendido una lámpara de querosene que alumbraba la habitación débilmente.

—Coma algo Francisco, todavía el arroz está caliente, —le dijo al verlo entrar.

—Está bien, está bien. No moleste más. Mañana salgo para Panamá —musitó—. Arrégleme la ropa temprano.

Tres días más tarde se embarcaba. Tuvo suerte, porque a veces transcurrían meses sin que pasara una nave por esas aguas. En el día de las despedidas, Manuel le entregó el canuto lleno de perlas.

—Aquí tiene papá. Quiero que le mande a hacer un collar bien bonito a mi madre. Ella dice que no le gustan esas cosas, pero usted sabe cómo son las mujeres. A veces dicen lo que no sienten.

Juana oyó la conversación del muchacho con el padre. Discretamente, esperó la oportunidad de hablar a solas con Francisco.

—Use las perlas para pagarle a los doctores. Los buenos cobran bastante y las medicinas cuestan mucho. Yo no necesito adornos.

Francisco no dijo nada. Se echó al hombro el saco de yute con sus pertenencias y con los pantalones arremangados bajó a la playa en donde lo esperaba una panga para llevarlo a bordo del barco que se mecía en aguas tranquilas en medio de la bahía.

Francisco regresó a Chumico tres meses más tarde pálido y delgado. El viaje de vuelta había sido largo y difícil; las velas, empujadas por vientos contrarios, casi hicieron zozobrar la nave. Juana lo vio venir desde la playa cuando desembarcó y salió a su encuentro en un revuelo de polleras recogidas. Al Ilegal cerca de él y notar su cara desencajada, paró bruscamente.

—¿Cómo le fue? ¿Vio al médico? ¿Qué le dijeron en el hospital? ¡Dios mío, pero qué delgado está! —dijo entrecortadamente. Sin tocarla, ni siquiera extendiendo la mano para saludar, el hombre la interrumpió de malhumor.

—Cállese la boca mujer. Usted habla demasiado.

Siguió rumbo a la casa dejándola sola en medio del camino sin volver la mirada. Con un gesto de resignación Juana siguió caminando detrás, arrastrando los pies, como quien lleva un peso inmenso. Jamás volvieron a discutir el asunto de la salud de Francisco. Tampoco los hijos se atrevieron a preguntarle nada, pero se dieron cuenta de lo desmejorado que se veía su padre. Manuel se le acercó unos días después.

—Papá ¿qué hizo con las perlas? ¿Mandó a hacer el collar?

—Tuve que venderlas hijo —contestó hosco y malhumorado—, los doctores son muy caros.

—No se preocupe usted. Ya bucearé más, —dijo el muchacho resignado.

Francisco se hizo un cuarto para él solo con la puerta hacia afuera y una ventana con vista al mar. Allí colgó su hamaca y no dejaba entrar a nadie. Separó su plato de tagua y su cuchara y él mismo lavaba su ropa en el río. Solamente dejaba que Juana le cocinara los pocos alimentos que consumía. Siguió trabajando todos los días, construyendo un hermoso barco con el esmero y la paciencia del artesano que sabe lo que hace. Pasaba los días retraído y solo; era la preparación silenciosa del hombre a su muerte sin querer compartir el camino con nadie, ni siquiera con Juana la compañera de toda su vida, como si al aislarse del resto de la familia la enfermedad que lo poseía se tornara muda y secreta y solamente él pudiera reconocerla. Ni el compadre Juancho lograba arrancarle más de tres frases cuando venía a visitarlo a diario trayéndole las últimas noticias del pueblo. Cuando él llegaba, se sentaba en el suelo fuera del cuarto de Francisco, fumando una pipa rellena de una brea que exhalaba un olor espantoso de «mona en celo» como decía Juana. Con voz rasposa el amigo le comentaba los acontecimientos locales y hasta rumores de guerra sin desanimarse por el silencio y la indiferencia de Francisco.

«Compadre, usted se está muriendo, compadre. Déjese ayudar un poco. No es bueno irse así solo», pensaba, «para eso somos amigos».

Juana sentada en su taburete y los muchachos en el suelo, escuchaban la verborrea de Juancho que se divertía desnudando las intimidades del pueblo entre chupada y chupada de su pipa infernal. Los ávidos oídos de sus interlocutores recogían sus frases y comentarios, interrumpiéndole de vez en cuando para hacerle preguntas y retorciéndose de risa.

Dentro de su cuarto, Francisco indiferente, contemplaba su muerte lenta sin prestar oídos a las divagaciones de los que afuera trataban de romper el cerco de su terca soledad. La vigilia de la muerte no duró mucho. Tres meses más tarde, la noche en que el negro Eustaquio se peleó con Pastor y le prendió fuego al pueblo, Francisco comenzó a toser por última vez. La agonía fue corta; su deseo de ausentarse de este mundo sin testigos se cumplió. Murió solo, ahogado en el chorro de su propia sangre. El resto de la familia estaba ayudando con lo del fuego que consumía a medio pueblo.

Cuando le llegó su hora, aún tuvo tiempo para asombrarse a pesar de que estaba preparado. Los segundos se convertían en horas, detenidos en su garganta que se negaba a abrirse para recibir el aire que tanto necesitaba. Juana y los muchachos regresaron en la madrugada y lo encontraron en su hamaca frío, con la mirada perdida en el techo, ojos de angustia de muerto sin paz ni consuelo. Todos se dieron cuenta enseguida a pesar de la poca luz que había en la habitación. La mujer comenzó a llorar con lágrimas de despedida sin ternura y los hijos, sobrecogidos ante la presencia de la muerte, no atinaban a consolar a la madre. Salieron al frescor del amanecer y comenzaron a construir un ataúd con tablas arrancadas del hermoso barco de Francisco ya casi terminado. Todo el pueblo vino al velorio. Los autores del gran fuego de la noche anterior, ya repuestos de su borrachera, llegaron a ofrecer sus respetos.

—Mi sentido pésame doña Juana. Ya descansó el pobre, —una y otra vez le repetían al oído a la mujer que en silencio asentía tratando de secarse los ojos hinchados de tanto llanto. Lo enterraron ya de tarde, cuando el sol deja de quemar la piel como hierro candente y la brisa del mar hace susurrar de placer a los árboles en la loma del cementerio. Esa noche no hubo rezos. Rosa, la comadrona, tenía que atender un alumbramiento y ella era la única que se dedicaba a esos menesteres. Cuando Juana regresó del cementerio entró en el cuarto de Francisco y quitándose los zapatos se sentó en la hamaca. Del bolsillo sacó el rosario mientras musitaba el ora pro nobis rodando las cuentas entre los dedos temblorosos. Al día siguiente, bien temprano, llegó Juancho a visitar a la viuda.

—Tenga usted buenos días comadre —comenzó a decirle obsequioso—. Perdone mi atrevimiento. No quisiera tener que molestarla en un día como hoy, estando mi compadre como quien dice acabado de enterrar; pero él me hizo varios encargos antes de partir y quisiera cumplir lo antes posible.

Juana lo miró sin entender lo que le decía. Juancho volvió a insistir.

—Óigame comadre, Francisco no quería que se contagiaran. El doctor que vio en Panamá dijo que esa enfermedad que él tenía se pega. Me dejó encargado de quemar toda su ropa y las cosas que tenía en este cuarto. Por favor salga usted de esa hamaca—.

Juana continuaba meciéndose sin hacerle caso, los labios rumiando sus eternas letanías. A pesar de ella, Juancho entró en el cuarto y comenzó a recoger del suelo la ropa, zapatos y el sombrero de paja, compañero inseparable de Francisco. En una esquina, debajo de unos sacos de yute, encontró un estuche negro, de esos en que los joyeros exhiben sus alhajas a la codicia femenina. Juancho lo abrió lleno de curiosidad y atónito contempló un hermoso collar de perlas, que descansaba en todo su esplendor sobre el terciopelo oscuro que resaltaba su oriente. En una esquina del estuche, reposaba una tarjeta de pergamino casi transparente. En ella se leía escrito, con la elegante caligrafía de un letrado, la leyenda: «A mi Madre en su día», firmado Manuel. •

El ataúd en uso

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