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ОглавлениеCorría el año 1898. Los liberales colombianos habían estado planeando toda una década la revolución armada en contra del Gobierno. El Istmo de Panamá era importante para los liberales ya que por su posición aislada era un lugar ideal para iniciar tácticas divisionarias.
Casi todos los pueblos del litoral eran simpatizantes del movimiento liberal sin ser Chumico la excepción. La consigna ya estaba dada por los dirigentes liberales. Había que iniciar una serie de pequeñas rebeliones que mantuvieran al ejército colombiano acantonado en Panamá entretenido, de modo que no fueran transferidos a Colombia cuando la revolución final comenzara. Chumico por ser un pueblo tan aislado, recibía noticias de los movimientos liberales esporádicamente. Cuando regresaba «La Princesa» de sus viajes mensuales, todos trataban de obtener información de lo que estaba sucediendo en el resto de la región. Así se enteraron del exilio del Dr. Belisario Porras, una figura muy destacada del liberalismo, quien andaba por Centroamérica solicitando ayuda para el movimiento.
Francisco antes de enfermarse había estado muy ligado al partido liberal por los años noventa. Por eso, tuvo que salir huyendo de San Miguel apresuradamente con su familia, cuando el Alcalde de la isla mandó a ponerlo en prisión por sus actividades políticas. Fue así como la familia Muñoz llegó a Chumico. Manuel, desde chico había oído a su padre contar las atrocidades cometidas por los conservadores y cómo la prensa había sido amordazada por las fuerzas gubernamentales. Lo que más le molestaba al pueblo era el aumento desaforado de los impuestos y los fueros y privilegios concedidos por la iglesia católica a los aliados del movimiento oligarca de los conservadores. En el noventa y seis el Gobierno envió a Chumico un destacamento militar compuesto de cinco soldados, quienes pronto fueron aborrecidos por el pueblo.
Les vendían los alimentos a precio de oro y ni Ah Sing aceptaba en pago el papel moneda que el Gobierno había fabricado últimamente. Los soldados, a culatazos obligaban a los chumiqueños a recibir el papel que todos consideraban sin valor alguno. Pero a pesar de las amenazas e injurias no pudieron obtener ningún alimento de los sufridos pescadores. Por dos semanas nadie en el pueblo salió a pescar o a cazar y con el ayuno voluntario le dieron una lección a los obstinados colombianos que de casa en casa registraban en busca de comida. Soldados criados en tierra adentro, tenían miedo a salir a pescar en la bahía por temor a los tiburones que por esas aguas abundaban. Al final, el hambre los apretó y se dieron por vencidos. Fueron a la tienda del chino a comprar pescado, arroz y carne de monte a cambio de pesos de plata. Milagrosamente, en pocas horas pudieron obtener todos los artículos que necesitaban.
—Eso es para que aprendan a respetarnos. No somos esclavos de nadie, —decían los chumiqueños muy ocupados contando sus ganancias.
Cuando estallaron las primeras rebeliones liberales en Coclé, la noticia llegó a Chumico a las pocas semanas y los cinco soldados abandonaron la guarnición, dirigiéndose a la capital en la nave que trajo las nuevas.
La fragata que arribaba cañoneando al pueblo, era el primer indicio de que el Gobierno no olvidaba del todo a los pueblos del litoral. Después de mucha discusión, Juancho organizó una comitiva para que bajara a la playa a recibir a los militares. Manuel fue incluido en el grupo a última hora por su insistencia y, además, porque Francisco Muñoz había sido un liberal importante.
—No digan nada hasta que ellos nos hablen, —les amonestaba Juancho—. Tenemos que conservar la calma; acuérdense de que tienen las armas. Las mujeres que vuelvan a sus casas. Usted también, niña Carmen. Mandaremos a buscarla si hace falta.
Bajaron por la calle con paso solemne, hasta llegar a la playa, una veintena de hombres, en su mayoría viejos, porque los jóvenes estaban trabajando río arriba en el sembrado. Sin hacer el menor esfuerzo por ayudar a los soldados que trataban de encallar el bote que los traía a la playa, esperaron a que los militares llegaran hasta ellos. Las fuertes olas de la marea les impedían maniobrar los pesados botes y con grandes esfuerzos en medio de los juramentos de los oficiales trataban por todos los medios de desembarcar en la playa sin mojarse las botas. Finalmente lograron bajar y marcharon hacia el grupo de hombres que los esperaban al lado de la plaza de la iglesia.
—¿Quién es el Alcalde de este pueblo?, —preguntó el oficial de más rango del grupo, un Capitán, evidentemente de muy mal humor por lo difícil del desembarque.
Obsequioso y con cierto dejo de malicia Juancho le contestó:
—Yo soy el alcalde su Honor. ¿En qué puedo servirle?
—¿Dónde está el destacamento militar asignado a este pueblo?
—Se fueron hace meses sin decir ni adiós mi Capitán, —contó Juancho.
—Bueno, sírvase guiarme a una casa o cualquier lugar donde podamos dialogar. No quiero permanecer más tiempo hablando tonterías en esta playa infernal, —les gritó el Capitán, mientras el viento cada vez más fuerte casi ahogaba sus palabras.
En silencio se dirigieron a la iglesia. Romualdo Pérez con gran esfuerzo abrió las enormes puertas que crujían con pereza. Ese era el único lugar en el pueblo lo suficientemente amplio como para albergar a todo el grupo. Uno a uno se fueron sentando en las desvencijadas bancas todas carcomidas por el comején y el tiempo. El Cristo de Chumico con ojos de mudo asombro contemplaba la extraña reunión.
—¿Qué los trae por aquí Capitán?, —preguntó Juancho con voz tímida para no aumentar más la ira que vivamente reflejaba el rostro curtido del militar.
Con voz cortante el Capitán inició su discurso. Primeramente anunció la elección de Don Manuel Sanclemente a la Presidencia de Colombia.
—Pero si nosotros no votamos, —murmuraron algunos asombrados—. ¿Cuándo?
—¡Silencio! Dentro de media hora deseo que se reúna toda la población, —los interrumpió con un ademán de impaciencia el Capitán.
—Pero Capitán, ¿qué está pasando?, —preguntó Juancho.
—Hemos sido informados de que existe un foco de insurrección cerca de esta costa y queremos advertirles a todos las consecuencias si cooperan con los rebeldes. El grupo que operaba en San Miguel ha sido capturado y todos han sido ajusticiados.
Un murmullo de indignación acogió las palabras del Capitán. La mayoría de los presentes tenía parientes en San Miguel, o por lo menos amigos, y la crueldad de la noticia los cogió de sorpresa. Unos a otros se miraban sin saber qué hacer y algunos a duras penas trataban de contener los deseos de violentarse con los militares que los observaban con desprecio al ir desfilando por el atrio de la iglesia. Romualdo se quedó detrás luchando en vano por cerrar las inmensas puertas que empujadas por el viento se negaban a obedecer. El Capitán detuvo bruscamente a Juancho sujetándolo con fuerza por el brazo.
—Ya sabe Señor Alcalde. En media hora quiero a todo el pueblo aquí. Además, deseo que nos consiga algunas provisiones que necesitaremos antes de zarpar con la próxima marea. Sin contestarle siguieron todos loma arriba dejando a los soldados que en la plaza despreocupadamente conversaban entre sí. Las noticias se fueron propagando por el pueblo de balcón en balcón, de casa en casa. Algunas mujeres angustiadas lloraban al enterarse del asunto de San Miguel. Otras más aguerridas, como Leonor y Felicia, estaban dispuestas a sacar las viejas escopetas y comenzar a disparar allí mismo en contra de los soldados para vengar a los muertos.
Como una sombra, Juancho iba por todo el pueblo calmando los ánimos y prometiendo que cuando llegara el momento oportuno tomarían algún tipo de represalia. Manuel lo acompañaba. A pesar de sus cortos años, el muchacho se daba cuenta de la gravedad de la situación y sabía que no era el momento para hacer demostraciones de fuerza. Los bien armados soldados podrían diezmarlos con facilidad. ¡Ya llegaría el día de la retribución!
Carmen esperaba en la escuela las noticias ansiosamente en compañía de un grupo de mujeres y sus hijos que habían acudido a ella para obtener información. Doña Eugenia se había quedado en la casa, metida en su cama, vuelta un mar de lágrimas. Carmen le había hecho un té de tilo para calmarla sin lograrlo y por fin, a la fuerza, la había obligado acostarse, mientras que ella se iba a la escuela.
—Niña Carmen, ¿qué está pasando? Díganos por favor, —preguntaban nerviosas las mujeres—. Dicen que han llegado muchos soldados y que están en la iglesia con los hombres. ¡Dios nos ampare a todos! Son muy capaces de fusilar a alguien.
Juancho llegó con Manuel. En tono lúgubre les contó rápidamente los últimos sucesos y aconsejó a todos que debían conservar la calma. El viejo tenía el alma desgarrada. Sus hermanos vivían todos en San Miguel y Juancho sabía que eran activos del partido liberal. Temía por su seguridad pero no se había atrevido a preguntar nada a los soldados por miedo a represalias. En su fuero interno, maldecía a los invasores con todas sus fuerzas, pero sabía que de su presencia de ánimo dependía la tranquilidad en el pueblo. Manuel no saludó a Carmen. Ella se dio cuenta de su preocupación y mantuvo la distancia entre los dos.
—No hay por qué asustarse señoras. Vamos todos a la iglesia. El Capitán quiere hablarnos y es preferible escucharlo sin interrupciones. Los niños que se queden en sus casas. Tenemos que mantener la calma.
Juntos salieron dirigiéndose al atrio de la iglesia en donde ya estaba reunida la mayoría del pueblo. Entraron en silencio, las mujeres sentándose en las bancas mientras que los hombres se quedaban de pie a los lados. Con paso firme el Capitán marchó hasta el altar colocándose en el medio detrás del comulgatorio para que todos lo vieran bien. Con un gesto altanero mandó a hacer silencio, mientras que el resto de los soldados permanecía parado en la entrada de la iglesia. El militar comenzó a hablar con la voz cortante del que está acostumbrado a mandar. Volvió a informarles de la elección del conservador Manuel Sanclemente a la Presidencia de la República y cómo él sería implacable con cualquier intento de revolución armada por parte de los sediciosos liberales que atentaban en contra de la seguridad y paz en el país.
—Un foco de rebeldes ha sido diezmado en San Miguel, algunos escaparon pero estamos seguros de capturarlos pronto. Si algunos de ustedes saben algo de esto, es su deber patriótico informarnos sobre el paradero de estos malhechores. Y les aseguro que los que se atrevan a esconderlos o darles albergue ante los ojos de la ley son tan culpables como los fugitivos y serán castigados duramente. ¡Ya lo saben! Después no reclamen que no se les advirtió.
Las palabras del Capitán eran recogidas por los oídos hostiles de los chumiqueños. Mientras hablaba el militar, más se enardecían los ánimos y menos dispuestos se sentían a obedecer las órdenes impartidas con tanta arrogancia.
«¿Amenazas a mí?», pensaba Juancho, «¿qué se habrán creído?».
—¡Váyanse al demonio!, —musitó doña Leonor entre dientes.
«En cuanto llegue el primer grupo de rebeldes liberales nos unimos al movimiento», pensaban los jóvenes.
—Se dará una buena recompensa al que nos informe el paradero de los fugitivos, —prosiguió el Capitán—. Aquí dejaremos un destacamento de diez soldados en el cuartel. Ellos se encargarán de mantener la seguridad en el pueblo. El Teniente Jaramillo estará al mando del grupo.
Señaló a un joven oficial, parado con el resto de los soldados cerca de la puerta de la iglesia, ojeando a las jovenzuelas que coquetas sonreían a los soldados sin hacer caso de las palabras del Capitán. Al darse cuenta de que el militar se refería a él, con paso apresurado se dirigió al frente para que todos pudieran verlo mejor.
—¿Y por cuánto tiempo se quedará el destacamento aquí en Chumico?, —preguntó Juancho.
—El tiempo que sea necesario para mantener el orden, —anunció el Capitán.
Súbitamente, la voz de doña Leonor se alzó indignada.
—Pero Capitán, aquí no ha habido ningún desorden. Este siempre ha sido un pueblo pacífico. Somos gente humilde y de costumbres sencillas y no podemos mantener un destacamento tan grande. ¡Sus soldados comen cada uno por diez y luego quieren pagarnos con papeles que no valen nada!
Un murmullo de asentimiento, ahogó las últimas palabras de la mujer. El recuerdo de las dos semanas de ayuno forzado a que se vieron obligados por la terquedad de los otros soldados seguía fresco en el estómago de todos. Con voz estridente la mujer volvió a insistir.
—Los soldados comen demasiado y no quieren pagar por sus alimentos.
El Capitán levantó las manos con un ademán de impaciencia para hacerla callar.
—Los soldados pagarán con dinero legal del Estado y los que no quieran obedecer las órdenes del Teniente Jaramillo se atendrán a las consecuencias.
—Esto es ley marcial, —protestó otra voz.
Vivamente irritado el Capitán contestó:
—Efectivamente: es ley marcial. Cuanto antes lo entiendan será mejor para todos. El Teniente Jaramillo tiene órdenes de mantener la paz y de fusilar a los rebeldes en cuanto caigan en sus manos. Todo el peso de la ley caerá sobre aquellos que colaboren con los fugitivos. Los soldados se quedan y pagarán sus alimentos con dinero del Estado.
—¡Carajo! Ya veremos, —musitó Juancho.
Fue así, con esta declaración, como empezó en Chumico la guerra de los ochenta y cuatro días en contra del ejército colombiano.
Dando por terminada la reunión, el Capitán se dirigió al destacamento, ordenando que recogieran de la playa sus pertenencias y marcharan al pequeño cuartel situado al lado de la loma del cementerio. La tarde caía majestuosa y algunos pericos, alborozados, discutían en un árbol cercano los acontecimientos del día. La brisa del mar había disminuido su furia. A lo lejos se divisaba la fragata que había traído a los soldados, anclada en la bahía, sacudida por la marea que bajaba con rapidez. En un silencio preñado de hostilidad el pueblo vio partir a los soldados con un «ya veremos», prendido en todos los labios. •