Читать книгу Asja - Roser Amills Bibiloni - Страница 11
Hacia Watt
ОглавлениеQuien fuma exacerba la respiración. La inhalación se vuelve profunda, y en consecuencia, la exhalación, como cuando suspiramos. Cabría preguntarnos, entonces: ¿por qué suspiramos? Eso se preguntaba Asja una y otra vez. ¿Y por quién? Eso sí lo sabía. Las circunstancias adversas como disculpa, pero, luego, la mala conciencia: un trágico sentimiento de culpa. Tachó el primer párrafo. Walter. Tachó el segundo y los reproches que habían empezado a emerger. Con lápiz rojo, como cuando corregía los diálogos de sus obras de teatro y miraba el horizonte de enfrente como si buscara un interlocutor. Volvió a comenzar por el principio. Escribió «no, no hay línea recta ni carretera iluminada hacia quien te ha dejado. Hay que escarbar y además es escurridizo».
También cuando Walter vivía había que mirar muy atrás para llegar a él. Necesitaría emborronar muchas hojas en blanco para alcanzarlo, con sus gafitas que todo lo veían, y para comprenderlo, a él que todo lo comprendía. Demasiado. Lo primero que Asja debía tener en cuenta era de dónde venía Walter, y hacerlo sería, con toda probabilidad, asomarse a un pozo sin fondo. Estaba lista. Asja sintió vértigo pero estaba lista. Vértigo del Walter que se había quedado atrás, de todos esos recuerdos pálidos, deslavazados, hechos una ruina, de la infancia de Walter que él mismo le había relatado tantas veces.
Sentía el sudor frío en la frente. Le vendría tan bien un descanso, unos días… Pero no quería esperar: no había prisa para regresar a ese pequeño mundo de siempre de pensar en sí misma. Hizo cola. Había entrado en una papelería de la plaza de la estación y había elegido un cuaderno de muchas páginas. Si la tendera no se daba prisa, perdería el tren de regreso a Moscú.
Dos monedas. Pensó en el trayecto que la esperaba. El cambio. Un sobre y unos sellos para Bert. Deberían haber conversado más. Sería un viaje incómodo y largo y pesado; casi cuatro mil kilómetros: la distancia perfecta para rumiarlo todo desde el principio, tomar notas, rescatar imágenes, cartas y conversaciones, lo que ella le había respondido; recuperar de cada instante detalles de esa época lejana pero intensa que habían compartido.
Con los oídos obstruidos por el repiqueteo de las ruedas sobre la vía, Asja se dijo que sería como si lo sacara todo de un pozo y luego lo limpiara y ordenara en el regazo con la pulcritud del buscador de tesoros. Lo que él le había desvelado y habían descubierto juntos, anécdotas sutiles como el polvo sobre los muebles de una casa abandonada, emociones e interpretaciones.
Interpretar. Ahí era donde debía mantenerse en guardia si quería ser fiel a la verdad. Su experiencia en teatro representaba una ventaja: sabía que se recuerda del único modo que se puede, que se impregna todo así de interpretaciones, que se contamina; ya lo vería. Quizás, cuando hubiera terminado, se lo daría a Brecht para que la ayudara a revisarlo.
* * *
Dicen que todas las historias hay que comenzarlas por el principio… Los primeros momentos de la vida de Walter que él había compartido con Asja se remontaban a 1900 —un tiempo que él recordaba dorado y de una tediosa calma—, a un día cualquiera de alguna primavera del pasado.
Entonces, le gustaba decir a Walter, los europeos aún tenían buenas razones para confiar en el futuro. Desde la guerra franco-prusiana había habido una expansión de la producción y la riqueza, los alimentos eran mejores y más baratos, la higiene y la medicina habían experimentado avances espectaculares y la rapidez de la correspondencia —telégrafo público a buen precio incluido— permitía una comunicación más eficaz entre los países.
Era difícil pensar entonces que Europa se encaminaba hacia el abismo.
—Que los envidiosos envidien.
Este fue el lema del padre de Walter a la hora de encargarle al maestro de obras el diseño de su nuevo hogar. Algo así como su escudo de armas.
De estatura media, grueso, pelo castaño y difícil que le daba un aspecto corriente si no iba tocado con su perenne sombrero de hombre elegante, el señor Emil Benjamin deseaba parecer a toda costa un dandi y había trabajado duro durante la juventud para lograrlo. Había triunfado y ahorrado e iba a sufragar una vida de ciudadanos impecables para él y su descendencia: se había convertido en un tiburón de las finanzas. Era, en definitiva, el más claro ejemplo de capitalista europeo que se pudiera imaginar.
Emil era hijo de padres adinerados de origen askenazi, liberales y perfectamente integrados, así que había estudiado bastante, pero como lo que le atraía de veras era moverse en los ambientes refinados, poco le había aprovechado. Mimado y mimoso, se había volcado en dejarse ver en los mejores restaurantes y por eso no era precisamente un hombre instruido. Era uno que tocaba el piano con dos dedos sin pudor, malcriado por su madre en Colonia; uno afortunado que logró pronto un puesto de banquero en París.
Tras hacer fortuna, se había mudado a una de las zonas más acomodadas de la capital alemana para casarse y fundar una familia, con una damisela bellísima y tan supuestamente refinada como él —quizás un poco más— a la que no amaba, que iba a quedarse en casa y a consagrar su actividad a vigilar y dirigir las labores del hogar, a cuidarlo, a fabricar y alimentar a sus hijos… De ese impecable acuerdo burgués provenía Walter, el primogénito. Un niño de ojos grandes y mentón pequeño, enfermizo. Un muchachito que llevaba con unción el pesado orinal, pero que, en realidad, era un rico coleccionista de mariposas, sellos y cromos que odiaba a la nurse parisina, un visitador ocasional de tías viejísimas y un espía que para leer escogía rincones discretos, temeroso, mientras a Emil apenas se lo veía pasar de camino a sus asuntos.
Pauline, la madre de Walter, era también enfermiza y trece años menor que Emil, así que el cabeza de familia no puso ningún reparo en que la abuela materna de sus retoños —Brunelle Meyer, viajera empedernida que había llegado al desierto africano y tomaba varios trasatlánticos al año— viviera con ellos, con la condición de que la suya tuviera también su habitación.
La villa de los Benjamin era tan espaciosa que podrían haberse instalado en ella más familiares, de haberles parecido preciso. Cuando su madre estaba en casa, Pauline era risueña, pero, poco a poco, a medida que los viajes se iban sucediendo y pasaba cada vez más tiempo a solas con su suegra, su carácter se fue volviendo más agrio.
—Te felicito, hijo, tiene la piel sonrosada: el punto justo de un rosbif.
Pauline Schönflies se sentía como una mercancía comprada a buen precio también cuando oía a su suegra contar a las visitas que aquella boda había sido un acierto por la dificultad innata para quejarse que tenía Pauline. Sí: ni la anciana señora Benjamin ni Emil disimulaban que habían elegido a Pauline por eso y por ser de buena familia, una muchacha a la que sus padres habían dado paciencia de santa y varios idiomas. Le habían enseñado a hacer postres, servir el té y tocar el piano con soltura y no esperaban absolutamente nada más de ella. Cada mañana —un ritual—, Emil leía el periódico mientras tomaba un café muy aguado y casi eterno junto a su madre y la anciana se dedicaba a decidirlo todo con él y poco más. A hacer brillar los cabellos blancos con un reflejo azulado que ella misma se aplicaba con añil.
Pronto Pauline puso a Emil exactamente en su lugar.
—Emil, últimamente me dices que me quede en la cama cuando te levantas y te acuestas siempre mucho más tarde que yo. ¿Soy la única mujer casada que tiene esta sensación de ser tan insignificante? Empiezo a pensar que prefieres leer el periódico o salir de casa a hablar conmigo.
—¡Qué cosas tienes! —había respondido la suegra. Y asunto zanjado.
Pauline, para consolarse, se refugió en un discreto defecto. Por sí misma y tras dar a luz a su tercer hijo, una niña, se había aficionado a la lectura y, en consecuencia, se había vuelto huraña y un poco respondona. Emil, sin embargo, aseguraba que no había de qué preocuparse, por el momento. Así, la tristeza del matrimonio, cercada por pantallas de lámparas, pedestales, cojines y cortinas, fue germinando y trepando por las paredes, abonada por ambas partes. Y no: no era, ni mucho menos, que el señor Benjamin tuviera una amante, como sucedía en otras casas. Era mucho peor.
Tan rubia, tan perfumada, tan silenciosa, simplemente sucedía que Pauline era un fantasma sin densidad para el señor Benjamin y su madre y ni se les ocurría que tuviera que ser de otro modo.
Emil era viajado y cosmopolita, pero de carácter distante, como los espejos con el azogue agrietado del recibidor, y para ser feliz tan solo precisaba que sus éxitos hablaran por él, que sus propiedades le hicieran parecer más importante de lo que era. Obtenía notables beneficios en sus negocios. ¿Qué más podía desear? Sonrisas de mujeres hermosas y halagos de las que no lo eran tanto, nada más. Tanto su esposa como sus tres hijos, Walter, Georg y Dora, eran una inversión excelente… En definitiva, de puertas afuera, el matrimonio ofrecía una impecable imagen de éxito: él tenía garra para la prosperidad económica y Pauline compensaba la falta de estudios del señor. Apariencias. Había abierto una tienda de antigüedades, coleccionaba arte y tenían aquel vino tan caro y dormido, a la espera de revenderlo al mejor precio, en barricas de encina del Rin, en la bodega en la que llevaba miles de marcos invertidos.
Solo los más cercanos supieron ver que Pauline se había trastornado. Un día abrió los ojos: escuchó a los mozos que traían el carbón y bromeaban sobre mujeres con el señor Benjamin. Él reía a carcajadas, con las manos en los bolsillos del chaleco; su rostro bronceado y sus ojos dilatados brillaban de excitación. ¡Cuánto le disgustaron esa falta de discreción de su marido y aquellas carcajadas! Se volvió rígida y empezó a aplicar normas extrañas. Por ejemplo, ya que no podía imponérselo al padre, no dejaba salir a los niños a la calle más de tres veces al mes, y solo podían hacerlo acompañados de un adulto. Las calles no eran para ellos, decía: olían a puchero de carne y a leña quemada; los pobres parecían estatuas amenazadoras, las aceras, porcelanas resbaladizas, y había mujerzuelas, añadía, apoyadas en los portales, y niñeras sonrosadas y señoritas casaderas: todas esas pobres muñecas que formaban parte del mundo oculto de la burguesía, según las novelas que leía Pauline, horrorizada.
Walter y sus hermanos se dirigían a ella como «distinguida señora», en vez de llamarla «madre». Con ellos sí pudo imponerse a tiempo. Para cuando tuvieron uso de razón, ella ya se había convertido en una mujer de continuo molesta que dedicaba su tiempo a darles órdenes, a leer y a contemplar esas velas en vasos de vidrio que tardaban días en consumirse y que colocaba por todas partes. Pauline aseguraba que la gran mansión era oscura y fría, pero no dejaba abrir los portalones. Se sentía tan sola que tuteaba a sus criados, jugaba a las cartas con la doncella (que se dejaba ganar) y hablaba con el servicio externo con expresiones cariñosas (un verdadero escándalo). Los niños aprendían francés con la nurse y recibían clases extra de ciencias y de matemáticas entre las balaustradas, molduras y ventanas esmeriladas del hogar, mientras Pauline se ocupaba de supervisarlo todo al tiempo que bordaba una seda doblada sobre las rodillas o leía por enésima vez alguna de sus novelas románticas. ¡Y Emil salía tan a menudo de viaje de negocios…!
Hasta que un día, Emil, al observar que la falta de trato con niños de su edad y el aire libre había vuelto a sus tres hijos tímidos y pedantes, buenos estudiantes, pero silenciosos y asustadizos, la reprendió por tener descuidados a los pequeños en manos de nurses y profesores particulares y ella se volvió, airada, y le dijo que era hora de aplicar mano dura:
—Eres un desastre de marido, pero, como padre, eres aún peor que yo.
Lo dijo en presencia de los tres hermanitos. Sabían que los amaba, a su manera. Solo disgustaba a Pauline que el mayor fuera defectuoso, miope, aunque pronto descubrió que era el que más se parecía a ella, el único que consideraba un lujo el recogimiento y la soledad de la lectura. Era Walter un niño ensimismado como ella, capaz de decir que sí a todo y al que también se le había vuelto la mirada hacia adentro. Ojos astutos, increíblemente astutos, grisáceos tras los gruesos lentes.
—Menos mal de la literatura, ¿verdad, hijo? Es maravillosa —susurraba Pauline, moviendo los dedos como si cazara burbujas en el aire—, ¡consuela tanto con tan poco…!
En ningún lugar del mundo se afanó más una madre en perseguir las posibilidades de hacer a su hijo distinto a su marido, completamente distinto, lo que generó nuevos comentarios por parte del padre. Un padre y un enemigo.
Entonces Walter entornaba los pies y se miraba los zapatos.