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De la paz a la guerra

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Walter fue enviado lejos de Berlín para pasar dos años en un internado en el campo y Emil estaba pletórico. El aire libre, el senderismo y la rutina escolar robustecerían a su retoño. Así fue. Y se sintió radicalmente distinto al resto de sus compañeros desde el primer día y tuvo que transformarse en una especie de tortuga que, a la mínima, se escondía en su caparazón. Funcionaba. Se había despedido de sus hermanos y de su madre con lágrimas, con ese miedo mezclado con euforia tan palpable como la pérdida de los dientes de leche, pero fue empezar a vivir fuera y ya tenía mejor color, ni siquiera le costaba conciliar el sueño sin los cuentos de su madre. Como solución, decidió dormir menos y pasar las noches dedicado a la lectura; luego desayunaba, acudía a las clases y se permitía breves siestas. Así, se ahorraba tener que tratar con nadie, mientras su prodigiosa agilidad mental se revelaba inversamente proporcional a su lento desplazamiento corporal y ese caminar pesado devenía en frecuentes paradas para reflexionar, acompañadas de la doble exclamación francesa, «Tiens, tiens», que había aprendido de la nurse.

Por ello, algunos compañeros lo apodaron jocosamente «Tiens-tiens» y esas burlas lo obligaron a sacar un mal genio que nadie habría imaginado que tenía. El Walter bonachón se había esfumado y sufría violentos ataques de cólera por nimiedades, como perder una partida de ajedrez, y en esa atmósfera se sucedieron los cursos, hasta que ganó el acceso a las universidades más reputadas de Berlín y Friburgo y el pequeño melindroso pasó a ser un jovencito desmañado que sacaba cada vez mejores calificaciones académicas, pero que también le sostenía cada vez mejor la mirada a su padre. A esto último el señor Benjamin le quitaba hierro, confiado en que la disciplina de la vida universitaria le pondría fin en poco tiempo. Todo lo contrario.

—Tendría que darme algún dinero más esta semana, padre.

Emil miraba muy serio.

—¿Cuánto dinero y para qué?

—He encargado libros y tengo que pagarlos sin falta.

—¿Cuánto? —insistía.

—Me arreglo con sesenta o setenta marcos —respondía con respeto, pero sin bajar la mirada.

—Hace poco te di ochenta —recordaba Emil, despacioso—. ¿Se puede saber qué haces con el dinero?

—Lo empleo bien —respondía el hijo, sombrío y con la lección aprendida, pues entonces preguntaba a Emil por sus negocios: a eso sí jugaba con agrado el señor Benjamin. Se le llenaba la boca, como si su hijo fuera uno de sus colegas, al contarle lo bien que iban últimamente sus proyectos urbanos, tan innovadores: esos que lo mantenían durante horas al nuevo aparato de teléfono que habían instalado en casa entre el cesto de la ropa sucia y el gasómetro.

—Pronto, hijo, estarás preparado y podrás ayudarme en mis prósperos negocios. Así podrás disponer de tu propio dinero…

Walter no tenía la más mínima intención de hacer eso. Esbozaba una sonrisa tras cada ingenuidad burguesa de su padre. ¿Qué prósperos negocios? Estaba informado.

Sabía que los sucesos de octubre de 1917 en Rusia y las tormentas políticas que habían conmocionado a Europa entera avanzaban de nuevo, tras una aparente tregua. Su padre era un iluso de tomo y lomo. ¡Menudas discusiones tendrían, si le dijera lo que pensaba!

Pero el señor Benjamin no sabía ni la mitad de lo que hacía y pensaba Walter; haberlo averiguado entonces lo habría dejado atónito. Emil se limitaba a pagar facturas académicas, mientras la sangre revolucionaria hervía en las venas de su hijo mayor, pues Walter estaba perfeccionando esa habilidad para rebelarse en silencio que le había faltado durante la infancia y sus únicos proyectos de futuro eran leer, escribir, recortar, pegar, armar y desarmar historias. Sin embargo, Emil insistía y, finalmente, durante unas vacaciones, decidió que era el momento de que entrara a trabajar en un banco, como había hecho él a su edad. Se lo anunció en la mesa a la hora de los cafés.

—Por desgracia, voy a tomar otro camino, padre.

Walter no quería dejar la universidad y lo que le proponía su padre era todo lo contrario de lo que había empezado a soñar. Emil se lo tenía merecido, por haberle hecho caso a su cuñado y haberlo embarcado en el dolor de la lucidez, por haberle hecho estudiar entre desconocidos y vivir solo, así que no hubo manera. Por más que Emil se soliviantó, no logró quitarle a su hijo la idea de que hacer carrera como docente universitario era el camino más adecuado. Walter lo decía tan seguro que intimidaba, con esa sonrisa madura que había empezado a curvarse en sus labios desde que firmaba polémicos artículos en una revista subtitulada «Arte y literatura del futuro», y se había empezado a interesar por corrientes de pensamiento extrañas, por todo aquello que solo compartía con su hermano Georg —quien, por su parte, se había vuelto un comunista del todo discreto—, y juntos se interesaban por lo que fuera en contra de la burguesía. No sabían qué les depararía el futuro ni en qué condiciones lo vivirían, pero habían resuelto que sería en un mundo más ancho que el de los convencionalismos en que se habían criado, lejos de esa forma de entender la vida a la que pertenecían por familia, aunque ya no por sus ideas, invadidos ambos por una energía desconocida.

Le gustaba a Walter reír y gastar ocurrentes bromas a los catedráticos envarados y su pseudónimo para que no descubrieran sus artículos era Ardor. Walter, el estudiante de filosofía que costaba una fortuna, iba a por todas contra cualquier hipocresía y el señor Benjamin también se habría llevado las manos a la cabeza, de haberlos leído.

—Hijo, ahora eres joven y te crees que lo sabes todo, pero ya hablaremos cuando empieces a ver mundo...

Y Walter decidió, de inmediato, empezar a viajar en serio.

Engañó con facilidad a su padre cuando le aseguró que escribiría crónicas sobre su encuentro con la pinacoteca de Brera, La última cena de Leonardo da Vinci o la Arena de Verona. El veto de las fronteras tras la guerra acababa de levantarse. Luego, otro viaje a Italia en Pentecostés, con dos amigos, y, al cabo de unos meses, a Suiza. El año siguiente fue a París… Y en todas partes nunca se acostaba antes de las dos o las tres de la madrugada y leía filosofía cuando empezaba la verdad de la noche, literatura de Heinrich Mann, Hermann Hesse y Guy de Maupassant. Las mañanas las pasaba en el Louvre, Versalles, Fontainebleau y el Bois de Boulogne; por las tardes, las calles, las iglesias y los cafés le hacían señas, y sucumbió a películas y cabarets. En el teatro y en el bulevar se sentía en casa.

De pensar por sí mismo, de niño tímido y acomplejado, había derivado en joven osado, autónomo, bello, intocable, pero que aún conservaba rosadas mejillas, el cabello negro rizado de querubín y la frente amplia. Adquirió también un brillo cínico en los ojos después de desvirgarse con una mujer de pago como aquellas que, años atrás, su madre no había querido que su padre imaginara siquiera. Sin embargo, sus amistades eran superficiales y todavía le costaba tener amigos de verdad. Generaba algo indescriptible, parecido a la desconfianza.

Sus labios gruesos y sensuales, mal ocultos por un bigote espeso, eran un rasgo que no encajaba con su vehemencia, su postura corporal tan apocada y sus gestos tensos. En definitiva, carecía de espontaneidad, excepto cuando hablaba de los asuntos en que estaba involucrado.

Entonces sí se hacía oír.

A la vuelta de sus viajes, fundó un círculo literario, alrededor de una mesa sostenida por caballetes que cojeaban, y empezaron a discutir textos de Marx y Engels, junto con obras de Shakespeare, Hebbel e Ibsen.

—Los lazos que mantienen la burguesía son el aburrimiento y el dinero —repetían en Suiza, entre copas de vino y tabaco de pipa, Walter y los amigos que habían empezado a leer a Marx.

Era un apartamento alquilado entre todos y podían acudir también —en riguroso secreto, porque estaba prohibido— muchachas que hubieran perdido el recato por completo, ávidas de conocimientos y con las que Walter y sus amigos tratarían de tener disparatadas, gallardas, inagotables aventuras… Aunque sufrieron reiterados desengaños con las jovencitas burguesas, quienes, a la hora de la verdad, no se dejaban ni besar, las reuniones en ese estudio, su célula de resistencia contra lo establecido, fueron fructíferas. Eran pensadores. Eran rebeldes y, definitivamente, el señor Emil Benjamin, como los padres de los demás compañeros, había perdido su autoridad.

Aquellos jovenzuelos se especializaron en el ataque a lo antiguo y a las contradicciones de sus adinerados padres, y de la soledad de no poder seducir a las estudiantes se consolaban cada quince días con la efímera compañía de alguna meretriz, lo que maravillaba a los compañeros más pacatos, y precisamente de eso querían filosofar también, pues eso sí los unía a sus padres. Resolverlo fue uno de los temas que más prestigio otorgó a Walter en el círculo.

—El sexo y el miedo mueven el mundo. La prostitución puede exigir que se la considere trabajo desde el momento en que el trabajo es prostitución…

Sí. Sus análisis solían ser impecables e incluso escribió relatos sobre esas zonas oscuras de las vidas de los adultos, sobre el deseo, la carne y la economía. Nadie de su edad se atrevía a expresarse así, lo que hacía que lo respetaran cada vez más, pero su padre insistía en contarle por carta los burgueses planes que tenía para él.

Un día, Emil rozó el ridículo. Trató de compartir sus preocupaciones. Por fin el señor Benjamin reconocía todo aquello de que Europa apenas empezaba a recomponerse y de que se avecinaba otra guerra. Y, si las cosas seguían por ese camino y Walter no lo ayudaba y se ponía a trabajar con él de inmediato, podían arruinarse.

—Puede que valga más así, padre: que nos arruinemos del todo y construyamos algo nuevo.

—No seas cínico —le regañó, un poco asustado—; menudas ideas.

Walter ya no le temía; lo deprimía escuchar a su padre. Sabía lo que había sucedido. Emil y los de su generación eran grises, y la vida, en color.

—Es inútil que insista, padre: voy a doctorarme. Este año no iré a casa a pasar las vacaciones, para poder ponerme al día en las materias.

—Te pondremos un plato en la mesa. Y, como no vengas, arruinarás la velada —amenazó Emil, y, tras decir eso, colgó el teléfono.

La unidad familiar navideña era la excusa de Emil para impedir cualquier distorsión y únicamente porque Walter decidió no tensar demasiado la cuerda esta vez aún se salió con la suya. No obstante, aquella Navidad fue diferente. Para vengarse, Walter había decidido abrir la caja de los truenos y propuso la lectura de uno de sus artículos, sentado en el comedor ante la familia al completo. Ya era hora de que supieran cuánto había cambiado y el señor Benjamin —que lo miraba con miedo, mientras el cuchillo de trinchar en su mano goteaba un líquido cremoso— reconoció perfectamente de qué hablaba aquel texto, por mucho que Walter hubiera cambiado nombres y lugares. El Walter protagonista del relato tenía unos doce años y contaba cómo Emil le había rogado que no contara en casa lo de aquella noche del Año Nuevo judío, aquel raro momento. Habían ido juntos a una pista de patinaje y ocio de Berlín, el Palacio de Hielo —con una importante participación financiera de Emil en su construcción, por cierto—, y una meretriz, con un traje de marinero blanco muy ajustado, sentada sola en la barra del bar, les había guiñado el ojo al hijo y al padre y Walter había observado que iba maquillada exactamente igual que Pauline en las ocasiones especiales. Aquella mujer, sin embargo, los miraba mucho más sonriente… Todo eso contaba Walter en aquel texto. Acababa de dejarle claro a su padre que podía contárselo todo al mundo entero: que ya pensaba por sí mismo.

El llanto desconsolado de Pauline fue como si una luz de alerta se encendiera. Emil recogió el guante: se propuso averiguar qué sucedía, qué hacía realmente su hijo en la universidad, y comprobó, desconsolado, que era cierto. Walter era un rebelde, se había convertido en un jovenzuelo engreído con un genio tan vivo que jamás callaba si corría peligro la libertad de pensamiento, que sonreía displicente, con sus dientes manchados de café y de tabaco, a la menor ocasión que tenía de criticar al poder, a los padres, a los catedráticos…

A la primavera siguiente, Emil dejó de ser despreocupado con su asignación, pero a Walter no le importó. Consideró que había ganado con aquello, pues, de regreso a la universidad, había relatado a sus colegas lo que había hecho y, con esa prueba de valentía inaudita, había obtenido la admiración de todos y la aceptación en un nuevo grupo un poco más rebelde aún. Los del nuevo colectivo de debate eran casi todos poetas y unos años mayores que Walter, quien se sentía en el punto álgido de su sociabilidad. ¡Qué feliz fue durante aquel período de bohemia artística y fraternidades!

Aquello duró casi todo un curso y aprendió que los que sueñan de día ven cosas que no verán nunca los que sueñan solo de noche. Descubrió a poetas clásicos y contemporáneos que lo embriagaban más que los licores que compartían de madrugada y que amenazaban con destrozarlos con la resaca posterior… Hasta que, a una semana de la guerra, dos miembros destacados —el joven poeta Fritz Heinle y su prometida, Rika Seligson— abrieron las espitas de gas de la cocina del apartamento de las reuniones y se suicidaron, al parecer, por el pavor que les producía el inicio de la violencia… La guerra había empezado a cobrarse víctimas, sin necesidad de llevarlas al frente.

Asja

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