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¿Héroe o culpable?
ОглавлениеNo hay que dar muchas vueltas para comprender la aversión que el bachiller Benjamin sentía por la propaganda patriótica que había penetrado en su universo académico ni el efecto que tuvo en él aquel doble suicidio que había convertido el fervor liberal e ilustrado en el que había crecido Walter en una profunda conmoción que lo sacudió. No sabía si debía sentirse héroe por seguir vivo o culpable por no haber hecho lo mismo que sus amigos, muertos porque veían la guerra como el sacrificio inútil y espantoso de una generación traicionada… En cualquier caso, aquella confusión agrietó su espíritu y lo silenció durante un tiempo.
—La historia debería poder leerse en los posos de café para evitar estas cosas —confió un día a uno de los mejores amigos de la pareja de jóvenes poetas que había volado de su lado.
Sí. Deberían haberlo previsto. Fritz y Rika se habían llevado con ellos buena parte del desparpajo casi recién inaugurado de Walter y sus amigos: lo habían inhabilitado al volar ligeros como plumas, víctimas del pesimismo que había invadido a los jóvenes ante el inminente alistamiento en una guerra en la que no creían, pero, paradójicamente, para que nadie supiera de su extremo pavor, Walter optó por hacerse el despreocupado y no regresar a casa en verano. Prefería, dijo, pasar más días de viajes caros y llenos de lluvia refrescante, con nuevas excusas académicas que sufragaría su confiado padre. Podía ahora amenazar a sus padres con el suicidio, bromeó, sarcástico.
Pasó así un curso entero de idas y venidas. ¿Por qué no aprovechar que estaba vivo, que su familia aún podía darle una vida acomodada de tabletas de chocolate, muebles nobles, copos de nieve al otro lado de la ventana y saquitos de lavanda en los armarios, además de los mejores estudios?
—No te inquietes más, Pauline. A esta edad los muchachos están en su mundo. Cuando uno es joven, se muestra impaciente con cuantos lo rodean. Ya hablaré con él más adelante…
No era solo eso. Sus amigos suicidas, además de aquella extrema melancolía, le habían inoculado el veneno de la poesía y Walter había empezado a traducir a Baudelaire, con el argumento de que podría ganar dinero si lograba publicar esas traducciones.
Pero no era tan fácil.
La verdad fue que gastó más tiempo del debido en aquella empresa y pronto volvió a quedarse sin dinero, aunque también sus reseñas aparecieron casi cada semana, al menos dos veces al mes, bien visibles en el Frankfurter Zeitung y en el Literarische Welt. Sin embargo, todo era en vano: seguía sin ser independiente… Llegó diciembre —el final del semestre, el frío invierno— y sus padres lograron que regresara y Emil se alegró de haber estado en lo cierto desde el principio: bastaba con cortarle el grifo del dinero.
Walter llegó a Berlín a regañadientes y se sintió perdido entre la multitud de paraguas, invadido por una mezcla de asco y placidez. Ya que no podía huir, podía aplicar la estrategia de asustar a sus padres. Tomó nuevas decisiones curiosas, como hacer una lista en un cuaderno de los libros que había leído desde el bachillerato —más de mil setecientos—, por si Emil se atrevía a echarle en cara que estudiara, o componer y recitar ante todos una triste y casi alevosa historia dedicada esta vez a su madre, Pauline, con ocasión de su cumpleaños. Sin embargo, el resultado no fue el de la vez anterior… Había perdido el desparpajo, la fuerza o lo que fuera que tuviera antes. En esta ocasión, nadie se dio por aludido ni se ofendió. Su temblorosa lectura en voz alta fue considerada, sencillamente, incomprensible y comprobó que había perdido pie: había perdido el rumbo, inmerso en su propia trampa.
Sí, había profundizado en sus estudios de filosofía y había adquirido soltura para pensar, se dijo, pero el problema que lo atenazaba ahora era expresarse. Pasó noches en vela, dándole vueltas al asunto, y, sin decírselo a nadie, a su regreso a la Universidad de Friburgo se matriculó en la facultad de Filología.
Iba a escribir. Con claridad. Para que le entendieran. Enfebrecido, también trató de montar una revista y presidió la Asociación de Estudiantes Libres de Berlín, tan crítica con el nacionalismo alemán que empezó a cultivar enemigos serios fuera de la universidad. Poco después, consideró que el entorno intelectual no era de su gusto y se dedicó a promover una reforma educativa. «¿Deseas impresionar a alguien?», le preguntaban sus compañeros más prudentes, extrañados ante tantos cambios y excitación.
El impresionado era él. Lo acababan de reclamar para que se alistara en el ejército y le temblaban las piernas solo de pensarlo. Justo a tiempo, obtuvo una licencia de estudiante, pero volverían a insistir en menos de un año, y la guerra se había hecho mundial.
—Hijo, si no aceptas esta vez el puesto en el banco, ya puedes despedirte de mi soporte para estudiar. Ya no tienes edad para ensoñaciones juveniles.
Sí. Para colmar el vaso, había una guerra en la guerra: aquella que sostenía con sus padres, que le reclamaban que sentara la cabeza. Por eso decidió marcharse un poco más lejos y se desplazó a estudiar a Múnich, donde no le quedó otro remedio que volver a matricularse en Filosofía; de lo contrario, su padre habría descubierto su vacilación académica, su fragilidad, y, aunque a Pauline la asustó esta decisión, porque iba a estar aún más cerca de las zonas de peligro, finalmente ni hubo peligro ni a Walter le sirvió nada de todo aquello para aclarar las ideas de lo que deseaba hacer en el futuro. Otra experiencia decepcionante.
Era un burgués más, debía reconocerlo. Uno tan solo y aburrido como la mayoría de la gente, solo que él aún podía permitirse cambiar de facultad, de ciudad; cada vez más descentrado, como en una centrifugadora. Y solitario, siempre solitario, salvo por algunas almas afines. Así lo reconoció cuando descubrió la sinceridad despiadada de aquel joven pálido, Rainer Maria Rilke, o la ambición de hacer algo importante en la vida de su nuevo amigo Gershom Scholem, un estudiante de matemáticas como su tío Arthur… Fue precisamente este último quien le hizo notar lo ridículo de seguir dando tumbos, perdiendo el tiempo, mientras miles de hombres morían en las trincheras. Debía ser útil. ¿Cómo? Gershom lo inspiraría.