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Intuición filosófica

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La tarde de su duodécimo cumpleaños, Walter leía en un rincón cuando sonaron las cinco menos cuarto con más ajetreo que de costumbre, pues entró la criada con unas manzanas para hornear en la estufa y, con ella, un mozo que se encargaría de encender todas las lámparas. En todas las habitaciones las había, grandes y de cristal de roca, pero no se encendían más que la mitad de sus bombillas. Excepto cuando lo ordenaba el señor Benjamin.

Solía ser cuando tenían visitas y los niños debían subir a sus cuartos con la madre, pero esta vez mandaron al piso de arriba a sus hermanos y Watt —así le llamaban en casa— tuvo que quedarse en el salón. Con su padre.

—Deja ya de leer, hijo: vas a perder la poca vista que te queda.

¡Qué le importaban sus dioptrías a Walter! Lectura, música y chocolate, excelentes divinidades para su edad; pero, dócil, abandonó ese libro espléndido que describía con grandes ilustraciones el desarrollo de los planes de batalla y los acontecimientos de la guerra franco-prusiana y aguardó instrucciones con ojos dubitativos, mientras Emil untaba mantequilla sobre un panecillo.

Watt era tan enclenque que no aparentaba ni nueve años, y que su padre quisiera tenerlo cerca era una situación incómoda. No tenían apenas relación y el pequeño hubiera preferido mil veces ayudar a su madre a ordenar el armario de ropa blanca, como la tarde anterior.

A veces, los adultos no entienden lo solitario que es ser niño.

Pauline estaba también en el salón. Apartada, junto a la antepuerta, inmóvil, con el vestido muy entallado, sugirió que Watt podría estudiar los preparativos de las manzanas con canela y miel que la doncella había dispuesto sobre la estufa. Unos minutos y la piel de las manzanas empezaría a tostarse. El azúcar burbujearía y… Entró el hermano matemático de Pauline, profesor titular en Frankfurt y una eminencia según todos.

—Menuda sorpresa, hermanito. No sabía que ibas a visitarnos hoy —lo saludó, con esa expresión ambigua de cuando anunciaba, un par de veces al año, que había que deshacerse de una camada de gatos.

Arthur Schonflies también estaba incómodo y Emil, que se había citado con él durante semanas, le guiñó el ojo con una burlona mueca de tristeza y dio un sobresalto a Watt: lo llamó Walter de nuevo y lo invitó a darle la mano a su tío y a sentarse a su lado. La doncella podía servir las manzanas y el té.

Walter recibió la suya, pero no se atrevía a comer ni a moverse. Solía tener calor a todas horas en aquella casa, pero se había quedado helado, así que pensó en calentarse las manos bajo el bol de la manzana, como un ave que incuba, y no podía dejar de pensar en la cara que había puesto Pauline. Sí, sería peor cuando se enterara de que aquella familiaridad se debía a que su tío Arthur le había hecho numerosas pruebas de matemáticas durante semanas, a escondidas, por orden del señor Benjamin.

El tío Arthur se colocó las gafas sobre la punta de la nariz y empezó a hablar con su característica voz gangosa, levantando la cabeza de vez en cuando para mirar a Emil con una sonrisa enigmática que intrigaba a Pauline.

—… No hay duda: después de las pruebas a Walter, puedo constatar que está dotado —e hizo una pausa, pomposo— de intuición filosófica.

Walter apretó las manos. ¡Su madre entraría en cólera si lo descubría todo! Le dio vueltas al bol y, sin saber por qué, lo dejó caer al suelo. Un golpe seco y el cuenco quedó partido en media docena de pedazos.

Rompía cosas a menudo y era un alivio, la reprimenda: esa cantinela «Herr Ungeschickt lässt grüssen» —«el señor torpeza te saluda»— de su madre para espabilarle cuando cometía cualquier despropósito, olvidaba algo o tropezaba. ¡Tan a menudo…! ¿Y ahora? Quizás la niñera lo acostaría sin cenar y luego Pauline pasaría unos minutos por el cuarto y le contaría un cuento para sentirse buena madre tras haber tenido que castigarle… Pero aquella tarde todo cambió. Pauline ni se inmutó con los pedazos de porcelana desperdigados por el suelo y, en cambio, el señor Benjamin empezó a gritar a Walter como nunca. ¡Que dejara de hacer estupideces de niño malcriado, que ya estaba mayorcito para esas cosas, que…! Ordenó a la doncella que recogiera de inmediato el estropicio y les sirviera a él y a su cuñado una copa de vino dulce.

Walter rompió a llorar y se lanzó a los brazos de su madre con el deseo de aferrarse eternamente a ella, a ese amor excluyente, y esta vez Pauline, como si le hubiera leído el pensamiento, no lo rechazó como solía hacer, ya que en los ojos húmedos y oscuros de su hijo le había parecido ver la cristalización de todas esas penas inciertas que ella no podía evitar desde que se había casado. Entonces, ¿su hijito era filósofo, le decía el traidor de su hermano a su marido? ¿Ese era el truco, decir que el niño era filósofo? ¿Así iban a quitárselo? Apretó su cabecita contra el pecho.

Sí. Emil había dejado de reírse en los cabarets, en los cafés, en la pista de patinaje… Había decidido tomar cartas en la educación del hijo mayor, según él en peligro por culpa de Pauline y sus influencias. Desde hacía meses, se esmeraba en supervisar sus estudios y había solicitado la opinión de Arthur para tomar una decisión. Drástica, si fuera necesario. Temía que su esposa pudiera convertir a Walter en un pusilánime… Pauline se iba a poner a llorar de un momento a otro, mientras escuchaba todo aquello y apretaba los dientes, llevada por una rabia que no quería demostrar de hecho ni de palabra. Su hermano no se atrevía a mirarla siquiera.

—Walter, hijo, hubiera preferido una carrera con más futuro para ti, pero confío en el criterio de tu tío. Ha llegado el momento de mandarte a estudiar fuera y, si tienes que ser filósofo, pues lo serás.

—Bien pensado, es una carrera de buen gusto y perfectamente compatible con los negocios familiares —intervino el cuñado.

Emil pagaría los mejores colegios, resumió pomposo, y miró a Pauline de reojo y apuñaló el aire con su regordete dedo índice para añadir:

—Pero tendrás que ser el mejor cada año, ¡o recibirás un buen castigo! —y lo enfatizó con un manotazo en su hombro de pajarito: un golpe muy parecido al del martillo con que Emil remataba las ventas de subasta en su tienda.

Asja

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