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La decisión de Dora

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Walter y sus extrañas relaciones con las mujeres… Aunque ella tampoco podía considerarse ejemplo de nada. Asja estaba incómoda. Se daba cuenta de que, quizás, lo que hacía con esa rememoración que había emprendido en su largo viaje de tren era reconquistar a Walter. Quería recuperarlo de ese foso de muerte al que él se había lanzado sin ella en Portbou, sin nadie que lo acompañara; quería ponerse por encima de todos, sobre todo de Dora, y por eso se narraba quién había sido con él: para congraciarse, para llamar su atención. Quería dirigirse a él más allá de sus trucos y máscaras de mujer de teatro que había sido; se sinceraba, se entregaba, más allá de su defecto de hacerse la difícil.

Sí, iba a contarle lo que le había ocultado durante tantos años: lo feliz que había sido al amarlo, mientras trataba con todas sus fuerzas de hacerle creer todo lo contrario.

* * *

En un principio, Dora había sido casi infalible, pues poseía todo lo que Walter podía desear en ese momento de su vida: inteligencia, belleza y estatus social. ¡Era tan bella! Una mujer estilizada que lucía vestidos ligeramente ceñidos, que hablaba dos lenguas extranjeras, tocaba el piano y —el aspecto de su personalidad que le resultaba más cautivador— tenía una gran fe en el romanticismo. Los encuentros con ella y su incesante trabajo académico lo llenaban por completo y eso aceleró los días hasta esa tarde en que Dora añadió, en una conversación intrascendente sobre lecturas compartidas —lecturas de Rimbaud, Lautréamont, los grandes alquimistas, los presocráticos—, como de pasada, que se iba a separar de su marido.

Como si aquellas palabras fueran un relámpago, la voluntad de Walter ardió. Todo, de pronto, se volvió frenético.

—Sé que no tienes aún recursos para casarte, pero mi familia sí y ya soy libre, Walter —decía con una caída de ojos de esas suyas, irresistible.

Ella ya se veía en el altar con un traje de encaje Chantilly y un magnífico manto de gasa plateada, y él, qué remedio, abandonó a la que había sido hasta entonces su novia en la distancia, Grete Radt, una espigada activista del Movimiento Juvenil, y le pidió formalmente a Dora que se casara con él.

Era una situación horrible, una especie de intercambio, pero qué mayor muestra de amor podían ofrecerse… Cuando Walter informó a sus padres, quedaron de lo más sorprendidos. Aquello supuso todo un acontecimiento. Resultaba cuanto menos curioso que aquella mujer quisiera casarse con él, pero averiguaron, con sofoco, que en el pueblo de donde venía, Seeshaup, cerca del lago Starnberg, donde Dora había vivido en la rica villa de su marido hasta hacía unas semanas, la consideraban una mujer «intensa», por decirlo de algún modo. También supieron que de lo que estaba deseosa aquella mujer no era de amar a Walter, sino de marcharse, para que los vecinos la dejaran en paz.

—¿Así que está casada, Walter?

—No, ya no.

No quería hablar más, contar que la amaba con la esperanza de que le contagiara su energía, de que lo salvara de su melancolía; que la había elegido porque ella sí sabía lo que había que hacer para ganarse la vida mediante la labor intelectual, pues Dora también escribía poesía y cuentos; porque los unía el exceso de imaginación y podrían dedicarse a la docencia o a hacer milagros con su melancolía; porque lo ayudaría a vivir de una manera adulta, fluida… Ella lo comprendería y amaría. Era la mujer de su vida: lo apoyaría en todo y Dora jamás pretendería que fuera banquero ni nada parecido.

El matrimonio fue el dieciséis de abril, y de luna de miel Dora lo acompañó a Dachau para cumplir su palabra: en un sanatorio especializado en ciática, Walter logró el anhelado certificado médico que le permitiría librarse de tener que participar en la guerra. Parecía imposible que la hipnosis surtiera efecto, pero funcionó y la parálisis y los dolores propiciados fueron todo un éxito. En fin, liberado de participar en la guerra, felizmente casado, podría continuar sus cursos en la Universidad de Berna. ¡Qué más podía desear!

Asja

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