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PRELUDIO A LA PRIMERA EDICIÓN

A lo largo de los años he conocido a muchas mujeres que tenían, a mi modo de entender, dones y cualidades maravillosas que, por alguna extraña razón que escapa a mi entendimiento, parecían ignorarse a sí mismas, viviendo por esa causa al margen de ellas. Dicha exclusión ignorante daba lugar a las más variadas estrategias para tratar de recuperar, o de restituirse a sí mismas, lo que ellas consideraban que les había sido arrebatado, robado, negado o ultrajado por los hombres y/o la sociedad. Víctimas de sí mismas —sin reconocer que nadie les hubiese hecho nada si ellas no lo hubiesen permitido—, suelen exclamar: «¡Las circunstancias no me fueron favorables!». Al parecer, siempre hay alguien a quien culpar o hacer responsable de nuestras desdichas como mujeres, ya que nosotras, las que llevamos traje físico del modelo femenino, al parecer poseemos y carecemos de ciertos dones que, mire usted por dónde, suelen poseer los hombres. Y viceversa, los que nosotras ofrecemos ellos suelen haberlos perdido. Así las cosas, mal podríamos llegar a un acuerdo si nuestros dones son mutuamente excluyentes y sólo sirven, al parecer, para echarnos un pulso sin fin los unos a los otros, donde nadie es vencedor y todos somos vencidos. Y en el amor, qué les voy a decir, ocurre tres cuartos de lo mismo.

Muchas de las mujeres que conozco se empeñan, una y otra vez, en escribir libros, poemas, artículos, o en arengar e idear la manera de demostrar que ellas, las mujeres, son mejores que los hombres, que han de ser tenidas en cuenta porque hacen esto y lo otro que, por supuesto, no hacen los hombres... Y ellos se defienden, claro. ¿Qué haría usted en su lugar? Ellos opinan que las mujeres son menos, seres de inferior intelecto y hundido espíritu, sin más adorno que el cabello y las joyas que disfrazan su maquillaje de seres bellos sin alma alguna. Pero ¿quiénes los criaron? Mujeres, por supuesto. Mujeres que se creyeron el cuento chino de ser inferiores. Mujeres que se apropiaron del reducto del hogar que, cual migajas de compasión, les arrojaron los hombres para tenerlas entretenidas. Y es que a ellos no les interesa tener mujeres compitiendo en su terreno de guerra, el cual actualmente no es otro que el reino de la empresa o del territorio de lo profesional. Al parecer, ha existido una perenne lucha entre hombres y mujeres, esfuerzo baldío por tratar de alejarlas de territorios de clara apropiación masculina. Recordemos como ejemplo que hace unos cuatro siglos en España a la mujer le estaba prohibido escribir, ¡válgame Dios! No obstante, a pesar de semejante prohibición, algunas se atrevieron a hacerlo. Pero lo que más me asombra es que actualmente muchas mujeres no se atreven a transgredir la prohibición tácita de carecer de pareja, negándose a sí mismas la elección de vivir independientes por temor al rechazo social, por miedo a exponerse a la «seudoletra escarlata» que más o menos significa «nadie la quiere; no debe merecer la pena cuando ningún hombre la ha escogido».

Prohibiciones, amenazas silenciosas que siguen tolerando para ser aceptadas y amadas, y es que cualquiera tiene más ascendencia sobre ellas que ellas mismas. Mientras se nieguen a sí mismas ciertos recursos, habilidades y capacidades, no les quedará otra opción que mendigarlas a un hombre, tratando de unirse a él para así crear una ilusión virtual de ser completo, de dotarse de sentido a través de otro que parece poseer lo que a ellas les ha sido negado. Madurar, crecer como ser humano, es una tarea que muchas mujeres no quieren asumir. Quizá por ello siguen empecinadas en hacerse trizas el corazón a base de sumirse, y hasta humillarse, en relaciones disfuncionales, degradantes de la autoestima y silenciadoras de los dones. Todo antes que erguir la cabeza orgullosas y proclamar la nueva raza emergente: ¡personas! Una raza libre de la dicotomización esquizoide de «bueno versus malo», «mujer versus hombre», «mejor versus peor». Una raza libre de esa creencia que dice —el título de un famoso libro— «los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus».

En esta vida llevo traje de mujer, pero exhibo cualidades de ambos lados. Me refiero a que, como traje femenino, igual tengo la capacidad de determinación, arrojo, seguridad, acción, coraje, valor, proyección, análisis, lógica, etcétera, que posee un traje masculino. Y conozco hombres, ¡que no son homosexuales!, que poseen la capacidad de ternura, comprensión, diálogo, empatía, compasión, intuición, etcétera, catalogadas habitualmente como femeninas, es decir, patrimonio exclusivo de las féminas o portadoras del traje estilo hembra. Muchas mujeres se sienten inferiores y buscan desesperadamente vincularse a un hombre creyendo que así —vana ilusión— su vida cobrará sentido. De este modo se enredan en relaciones que no las ayudan a crecer ni les aportan nada constructivo. Muy al contrario, se someten a sí mismas en relaciones que les denigran el alma, y todo con tal de tener a un hombre en su vida, no importa quién, tan sólo un hombre. Pero no todos esos hombres son malos, no. A algunas mujeres —afortunadamente no a todas— les gusta pasarse la vida quejándose de sus parejas, ya sean novios, amantes o maridos. Todo menos tomar una determinación y hacer algo diferente para cambiar la situación. A veces, el hombre «malvado» lo es porque no ha accedido a someterse a los caprichos o deseos de su amada, por ejemplo, casarse con ella porque se ha quedado embarazada (a veces lo hace para ver si así le «pesca, o le hace comprometerse ya de una vez»), o porque ella ya lleva mucho tiempo invertido en la relación, es decir, haciéndole ver que ella es la mujer ideal para él, y claro está, ella espera un premio a su esfuerzo. Ella no se implica en la relación de verdad, puesto que lo único que quiere es un compromiso legal que le dé valor frente a la sociedad. Al no lograrlo, le es más fácil culpabilizar, manipular, coaccionar, insultar al otro que plantearse a sí misma la temible pregunta: «¿Cómo estaré yo contribuyendo a ésta situación?». Una mujer medianamente madura no se esfuerza en demostrarle al hombre que ella es maravillosa, sino todo lo contrario: emplea el tiempo y el esfuerzo en averiguar si ese hombre es digno de ella. Por lo tanto, no se dedica a ser elegida sino a elegir, que no es lo mismo que quedarse con lo que se le ofrece, cosa bien diferente. Hombres y mujeres harían bien en «entrevistar» a esas personas que les atraen, y puesto que hacemos muchas preguntas cuando vamos a comprarnos un electrodoméstico, una casa, o un coche, ¿cómo no hacerlo con esos seres que nos atraen? Pero, ¿por qué no preguntamos nada cuando queremos involucrarnos en una relación romántico-amorosa con alguien? ¿Cómo puedo saber si alguien es digno, apropiado y compatible conmigo y con mi idea de la pareja, si para empezar carezco de un perfil definido? Y, por lo tanto, no hago una entrevista de selección. ¿Cómo puedo despejar interrogantes? ¿Cómo? Parece obvio, pero la verdad es que no seleccionamos. Simplemente, nos quedamos con lo primero que aparece y parece —galimatías psicológico— ser el príncipe de nuestros sueños, aunque todo ello se trueque en pesadilla de la que es difícil despertar. Por esto y otras varias razones, muchas mujeres aspiran a hombres de elevada posición social, famosos, ricos, con carrera, ya que «creen firmemente» que de esta forma ellas «merecerán la pena, serán importantes» (silogismo categórico: si él merece la pena, y el que merece la pena me escoge, yo merezco la pena), puesto que un hombre importante sólo escoge mujeres acordes. Asimismo, la mujer se frustra sobremanera si el hombre que escogió desciende en la escala social con los años, o tiene que enfrentarse a una dura época laboral y/o social. Su identidad se viene abajo, se hace añicos, y la identidad es algo muy serio para un ser humano, razón de más para no darle sentido mediante el vínculo con otra persona.

En este libro he querido, a través de una historia en clave de metáfora, narrar las ventajas de ser un ser auténtico, comprometido con el crecimiento personal (el auténtico) de uno mismo, en la construcción de una identidad sólida, firme y a prueba de terremotos existenciales, que vive su vida en libertad escuchando tanto a su corazón como a su mente, y escribiendo su propio guión vital a cada momento: vivir la vida en función de uno mismo y no de lo que nos indican otros. La historia es a veces un diálogo chispeante, otras se convierte en un pleno de tristeza o de alegría, entre una mujer y un hada madrina —que fue terapeuta en otra vida—, si bien ambas son «personas». Y con ello quiero decir que no son dos típicas mujeres despellejando a los hombres, no. Todo lo contrario. Son dos seres sensatos, maduros y comprometidos en ayudar a la gente a entender que no somos tan diferentes, que podemos entendernos si cada uno asume la responsabilidad de crecer y madurar por sí mismo, y al mismo tiempo respetamos al otro su espacio y su libertad de ser como le dé la gana; y que escogemos desde la libertad y el amor, y no desde el vacío existencial o la desesperación (hambruna emocional de que «alguien dé sentido a nuestra vida»).

Existen hombres maravillosos, tiernos, amables, humildes, sensatos, coherentes, afables, buenos padres, buenos maridos: no son una raza extinguida o que sólo ha podido existir en la imaginación de escritoras de novelas románticas. Yo, personalmente, conozco a unos cuantos, de alguno he tenido el privilegio de ser nieta, hija, hermana, discípula, amiga. Por lo tanto, doy fe de su existencia, lo mismo que la doy acerca de la existencia de mujeres valientes, auténticas, que llevan el timón de su vida, no le echan las culpas a nadie de sus dificultades o de lo mucho que hay que luchar para conseguir algo, ni le imponen a nadie la imposible tarea de hacerlas felices. Les parecerán hadas, pero son reales, y además guapas y guapos. Son seres espirituales comprometidos en su experiencia humana.

Por lo tanto, éste no es un libro de «autoayuda en el sentido de sustituir a una terapia, pero sí lo es en el de abrirse a la conciencia para mejorar nuestra vida y atrevernos a ser lo mejor de nosotros mismos». Tampoco se trata de una «historia de ficción», porque, a pesar de usar la fórmula de narrativa metafórica, es real como la vida misma, acontece cada día. La única diferencia puede estribar en que aquí la protagonista dialoga con su hada madrina, mientras que en el «mundo real» solemos hacerlo con el/la coach, el/la terapeuta, el mentor/a, el amigo/a, el/la guía espiritual... Por consiguiente, estamos ante una historia real contada en clave de metáfora, lo cual abre un campo de posibilidades de alcance inmenso por serle ésta accesible y propia del Alma, hablar el lenguaje de los sueños, el del inconsciente y el espiritual. De este modo, llega ampliamente a un mayor número de personas, no importando su sexo, ni su edad, ni su condición social. La metáfora es un lenguaje universal del alma que permite adaptarse al «nivel» de cada persona con suma facilidad, llegando a lo más profundo de su ser, a la vez que entretiene. Se trata de «la sabiduría de los cuentos de hadas», parafraseando a Rudolf Steiner (uno de sus libros lleva por título dicha frase), que «nos gustan tanto por hablar el lenguaje del alma y el de la infancia».

Me siento comprometida en la misión de «enseñarle a la gente a descubrir la magia que habita en su corazón, a descubrirles quiénes son, a derribar muros de diferencia e incomprensión». Estoy comprometida con la igualdad, aunque sea más difícil ser igual que sentirse inferior o superior; nos diferencia el traje físico, si bien disponemos del mismo software, y es tarea de cada uno el decidir dónde, cuándo, cómo, con quién y por qué ponemos en marcha determinados programas o no. Nuestras creencias determinan la utilización de ciertos «programas». En Programación Neuro Lingüística (PNL) se le concede mucha importancia a la creencia que sobre algo tenemos, puesto que el «mapa de esa realidad» determina cómo experimentamos un hecho, recurso, capacidad o habilidad. El psicólogo-escritor americano Wayne Dyer comenta en uno de sus libros: «Así pensamos, así somos (what you think about, is what you expand)». Personalmente, estoy de acuerdo con él, por experiencia propia. Por lo tanto, ya es hora de que despertemos, nos sintamos personas plenas y vivamos nuestras vidas desde esa plenitud, aspirando tan sólo a ser lo mejor de nosotros mismos. Hemos de cesar en nuestro empeño por «encontrar a alguien que nos quiera y dé sentido a nuestra vida, que nos proporcione la identidad perdida, que nos otorgue sentido y nos llene el alma de dicha, que nos haga feliz...». A lo que de verdad deberíamos comprometernos es a amarnos a nosotros mismos, a hacernos felices, y a valorar y apreciar el maravilloso ser espiritual que somos.

Dado que profesionalmente ejerzo de coach personal y, asimismo, soy entrenadora de Programación Neuro Lingüística, en el libro utilizo esta técnica como hilo conductor de la historia, de manera que cualquier lector no conocedor de la PNL pueda impregnarse igualmente del sentido del mensaje. No obstante, un profesional PNL podrá reconocer a lo largo del libro algunos modelos entretejidos entre esta historia de despertar a la leyenda mágica que todos llevamos en nuestro corazón.

Podría ser un libro de PNL, puesto que utiliza la metáfora y ésta es muy usada en esta técnica, al menos por Robert Dilts y Judy DeLozier. Como lo es, asimismo, por David Gordon, Stephen Gilligan (discípulo de Milton Erickson), Robert McDonald, de los que he tenido el privilegio de ser alumna también. Sobre todo la utilizaba Milton Erickson, de quien se dice que era un verdadero maestro y mago usando la metáfora, creando historias mediante las cuales ayudaba a sus pacientes a pasar de un estado no deseado (problema) a uno de solución.

Podría ser tan sólo un libro. Pero es algo más, es una sesión mágica de entrenamiento, muy efectiva y provechosa para despertar capacidades, talentos y magias humanas en todo aquel y aquella que decida hacerse un regalo.

ROSETTA FORNER

La danza del amor de las hadas

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