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5. Política y rabia Antonia Moreno

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Antonia Moreno estaba molesta. No sabía bien por qué. O sí sabía, pero no quería pensar en eso. Miró a su alrededor. Una oficina ni muy grande ni muy pequeña, de seis por siete metros, paredes blancas, librero de dos metros de alto –lleno de papeles y carpetas–, dos sillas para visitas, mesita con impresora al lado del escritorio. Todos los muebles de madera enchapada, color caoba. Ventanas con persianas. Igual de feo que cuando lo vio la primera vez, hace un año. Igual al resto de las oficinas de los diputados. Ni la foto de Gladys Marín, ni el afiche de los 100 años del Partido Comunista, ni sus fotos familiares lograban dar a este espacio un aire distinto. Demasiado formal. Deshabitado. Lo único que le gustaba era la vista a la bahía de Valparaíso.

Sonó el timbre llamando a bajar a la Sala se Sesiones: partía un nuevo periodo legislativo. Recordó el mismo momento el año pasado. Casi irreal. Había sido electa diputada cuatro meses antes, en noviembre, por su comuna: San Miguel. A sus 25 años, llevaba más de doce en el Partido, pero jamás había soñado con ser una «profesional» de la política. Cuando ingresó a la Jota, todo era convicción, rebeldía y compromiso. Quedarse en el colegio planificando la marcha del día siguiente; comprar papel y pintura para los lienzos; conseguir botellitas de Pepsi y monedas para las bombas de ruido; o comprar Poxipol para el «chapazo». A lo largo de los años, hubo distintas responsabilidades y tareas, pero la pasión fue siempre la misma. Pero eso estaba cambiando, lo sentía. Y la tenía preocupada. Y molesta.

A la ceremonia de instalación del Congreso del año pasado, ella y otros tres diputados llegaron atrasados. Así es que tuvieron que prestar juramento solos, delante de los otros ciento dieciséis. Cuando tuvo que responder a «¿Juráis o prometéis guardar la Constitución Política, desempeñar fiel y legalmente el cargo que os ha confiado la nación, consultar en el ejercicio de vuestras funciones sus verdaderos intereses y guardar sigilo acerca de lo que se trate en sesiones secretas?», prometió. Pero en silencio. Y con dudas, por qué no decirlo. ¿Qué hacía ahí? Sentía rabia con ese lugar, con esos viejos acomodados que llevaban años empotrados en sus asientos, orgullosos de sus rituales burgueses, sumergidos en la pompa, las apariencias. Y no quería que nadie pensara que ahora era parte de todo eso. Por el contrario, ella venía a cambiar todo eso.

Pero después de un año estaba decepcionada. Pensó que iba a ser fácil llevar la visión de la calle al Congreso, «ciudadanizarlo». Pero no había sido así. El conservadurismo que estaba en todos lados, también en su partido, era capaz de detener casi cualquier cambio, de forma y de fondo. Conoció las peores prácticas: el egoísmo, la hipocresía, el doble estándar, el oportunismo, el personalismo, las peleas de poder por el poder; incluso dentro de su partido, que fue lo más decepcionante. Y desmoralizante. Y contra eso, lo único que hasta ahora encontraba para resistir era la rabia.

Tenía rabia con algunos de sus compañeros, que veía acomodados al cargo parlamentario y los beneficios asociados. Ya en su campaña se había llevado sorpresas. Cuando la propusieron como candidata al parlamento, hubo reparos. «Reparos políticos», dijo la Dirección. Pero ella supo que eran personales, machistas. Hubo comentarios que jamás pensó escuchar. Como que era una aparecida, una cabra chica, que otros militantes tenían más derecho a ser diputados porque habían luchado contra la dictadura y eso tenía más valor que ser figura del movimiento estudiantil. Pero ella decidió que una diputada joven, mujer y revolucionaria le haría bien al país, al Congreso y al partido. Y ganó.

En el proceso perdió a Alex, su novio desde hacía años, el secretario político del Comité Regional de la Jota de la Octava Región, con quien el amor, la militancia y el futuro eran parte del mismo proyecto, con quien se hizo dirigente comunista. Y con quien fue feliz.

Pero los roles se invirtieron. Antonia adquirió una relevancia pública y política que a Alex parecieron no gustarle. A poco andar, se transformó en su principal crítico y comenzó a sugerir que ella era políticamente débil.

El principio del fin fue una discusión sobre Claudio Kovacevic, también líder del movimiento estudiantil y su amigo personal. A juicio de Alex, pasaba demasiado tiempo con Antonia. Por supuesto que no eran celos, dijo, sino preocupación por la influencia política que pudiera tener en ella. Eso la indignó:

–¿Y no piensas que yo puedo influenciarlo a él?

Cuando Alex se opuso a su candidatura al Congreso, el quiebre fue inevitable. Dijo que otros compañeros tenían mayor experiencia y manejo político para el trabajo parlamentario. Ella respondió que se había transformado en un funcionario del aparato y le propuso terminar. Él dijo que se rehusaba a mezclar la política con temas personales. Ella lo mandó a la mierda.

Pero no solo perdió a Alex: también a sus padres –a quienes casi no veía– y a algunos amigos importantes. Como Claudio –el ahora diputado Kovacevic–, de quien se distanció por diferencias «legislativas». Algunos decían que así era la política, un cliché que acá se usaba para justificar casi todo. Pero Antonia lo echaba de menos.

Escuchó el timbre de la Sala sonar por segunda vez. Tenía que bajar. Salió al pasillo. «Diputada Antonia Moreno», decía en la puerta de su oficina, al igual que en su estacionamiento, su pupitre en la Sala y sus tarjetas de visita con el escudo de la Cámara impreso en cuño seco. Le seguía pareciendo raro. Y le preocupaba la posibilidad de finalmente acostumbrarse.

La ceremonia de hoy era simple. Iban a elegir a Ignacio Cruz, diputado PPD, como nuevo Presidente. Era lo acordado. Antonia lo conocía desde la época del movimiento estudiantil. Y de la tele. Aparecía en muchos programas que no tenían nada que ver con política. También había coincidido con él en la Comisión de Familia el año pasado. Tenía que reconocer que era uno de los pocos con los que había podido trabajar. Las comisiones no le importaban a nadie, salvo cuando se discutían proyectos más mediáticos; en general, los diputados entraban, completaban el quórum, esperaban que sonara la campanilla, que se abriera la sesión en nombre de Dios y la Patria, y después se levantaban y se iban. Casi todos. Quedaban tres o cuatro. Entre los que generalmente estaba Cruz.

Entró a la Sala y fue a su asiento. Casi todos habían llegado. Miró a su alrededor. Claudio Kovacevic conversaba con otros diputados. Miró hacia las galerías: en primera línea, los camarógrafos y fotógrafos apuntando hacia el hemiciclo. Varios la fotografiaron. Más atrás, familiares de diputados, gente de los distritos y funcionarios de la Cámara. Un grupo levantaba un lienzo que decía «Diputado Ignacio Cruz, Presidente de la Cámara 2015-2016».

Cuando el Secretario General anunció la elección de Cruz media hora después, la Sala estalló en aplausos. Él se notaba orgulloso. Antonia escuchó su discurso con desgano. Palabras escritas por encargo, con mea culpas, promesas y compromisos. Que después se hundirían en el pantano del Congreso. Ella era parte de ese pantano ahora. Ya no representaba al movimiento estudiantil sino a quienes detentaban poder. La habían criticado, confrontado, pifiado. Antes marchaba y gritaba. Ahora se sentaba en una comisión y discutía una ley. Se decía a si misma que mantenía las mismas ideas y objetivos. Que ahora podía influir en las decisiones legislativas. Que no estaba arrepentida. Pero a veces dudaba. Y entonces se refugiaba en lo único que no había cambiado: la rabia. Y hoy, cuando se reanudaba el periodo legislativo, sentía rabia.

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