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1. Un espacio seguro de por vida Javiera Koch

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Cinco funcionarios estaban de pie en un hemiciclo vacío y silencioso, en penumbra. Cuando entré, solo reconocí a dos: una abogada que me había ayudado en unos trámites en Recursos Humanos y un señor que trabajaba en la Oficina de Partes. Vestían muy formales y hablaban en voz baja. Yo también vestía formal. O lo había intentado.

Otros tres se movían en la testera principal: revisaban micrófonos, ordenaban papeles y acomodaban un pequeño pódium de madera. Las banderas de Chile y de la Cámara de Diputados colgaban, como siempre, en los costados del muro de cobre verde. Las pantallas electrónicas de votación estaban encendidas y se podían leer los nombres de los 120 honorables. Debajo de ellas, los relojes digitales marcaban las 9.20 horas.

–Qué bonita tu chaqueta –le dije a la abogada a cuyo costado me paré.

–Sí, me la compré ayer –contestó sonriendo.

No supe qué más decir. Ni a ella ni a los otros funcionarios a mi alrededor, que ahora sumaban ocho.

Hace tres días había llegado una carta del Jefe de Personal a mi escritorio: «De mi consideración: de conformidad a lo preceptuado en el artículo 27, párrafo 4º, «Del Nombramiento», del estatuto de Personal de la Cámara de Diputados, vengo en informar a Ud. que deberá prestar juramento ante la Mesa y el señor Secretario General de la Corporación. Para dar cumplimiento a esta significativa y tradicional ceremonia, Ud. deberá presentarse en la Sala de sesiones, el día 4 de Mayo de 2015, a las 9.30 horas, en tenida formal. Es lo que puedo informar a Usted».

La ceremonia de juramento era un acto muy importante para los funcionarios. Significaba principalmente que quedabas incorporado de manera definitiva a la Cámara y que, por ende, tenías tu espacio asegurado allí de por vida. La idea no era especialmente atractiva para mí. Es más, me generaba cierta ansiedad. No me imaginaba de por vida en ningún lugar, menos de trabajo, y menos aún en la Cámara de Diputados. Más que quedarme hasta jubilar, mi idea era asegurarme un piso que me permitiera ordenar mi vida, ahorrar y obtener algo de estabilidad. Y, por supuesto, hacer un aporte a los necesarios cambios en Comunicaciones. Imaginaba que ello me tomaría algunos años, pero no más de siete u ocho. Me inquietaba la posibilidad de acostumbrarme y finalmente terminar siendo parte de la institución, de su ritmo, sus formas, su modo de vida.

La Cámara era un mundo aparte. Tras los muros del enorme edificio de Valparaíso se vivía una cotidianidad propia, ajena a lo que comúnmente se conoce como normal o anormal, correcto o incorrecto, deseable o indeseable, bueno o malo. Una vida articulada al alero de quienes tenían y ejercían poder. Y eran ellos y sus disputas lo que condicionaba la existencia de quienes funcionábamos allí a diario. Funcionarios, trabajadores parlamentarios, asesores y todos quienes laboraban en el Congreso nos veíamos, de una u otra forma, afectados por estas batallas. Y aunque fuera por añadidura y como actores secundarios, las implicancias de esa trama podían ser dramáticas para nuestras vidas.

Los funcionarios intentaban asumir esta dependencia con cierta normalidad. Y dignidad. La frustración, ansiedad, amargura y hasta angustia que a veces les causaba, se sobrellevaba haciendo hincapié en los beneficios del trabajo –sueldos, gratificaciones, vacaciones, días libres, etc.– y, sobre todo, aparentando que ellos también eran parte activa del mundo parlamentario. Esto se notaba por ejemplo en las conversaciones en el comedor de las jefaturas, donde a diario se tocaban los temas de la agenda legislativa, y donde las intervenciones de los comensales eran muy similares a las de los diputados.

–Se ve difícil que aprueben este proyecto en la Sala.

–Por lo que supe, en la Comisión de Hacienda están negociando los votos de Renovación Nacional.

–Pero en su comedor ayer comentaron que no iban a negociar nada si no se aceptaba la cláusula que ellos propusieron.

–Bueno, el Secretario ya fijó la sesión especial para el próximo miércoles en la tarde, así es que tienen hasta entonces para llegar a un acuerdo.

–En el cuarto piso me dijeron que anoche vieron a los jefes de bancada del PC, del PS y de la DC entrar a Presidencia con el Secretario…

Las primeras veces que los escuché, pensé que almorzaba con gente con mucha influencia. Y les ponía mucha atención. Luego me pareció que al menos tenían acceso a información de primera fuente acerca de lo que ocurría entre las paredes del palacio legislativo. Después me di cuenta de que influían casi tan poco como cualquier funcionario. Como yo. Que la mayoría de los diputados desconocía sus nombres, cargos, funciones. Incluso su existencia. Que su único ámbito de injerencia se refería a temas administrativos y laborales del cuerpo funcionario y que todo lo otro era una actuación que buscaba disimular las limitaciones de su rol en el quehacer del Congreso.

Además, el imperio de criterios subjetivos y cambiantes de los honorables hacía que el desempeño de los funcionarios se evaluara invariablemente de acuerdo a parámetros personales, diferentes y arbitrarios. Y que, en consecuencia, la tranquilidad laboral siempre pendiera de un hilo, que se engrosaba o debilitaba según su relación con los diputados, con la Mesa, con los jefes de bancada, con el Secretario, o con cualquiera que pudiera influir en su espacio de acción. En ese escenario, el juramento que formalizaba su incorporación a la Corporación era vital para la seguridad laboral. Y por eso yo también lo agradecía.

Las diez personas que me acompañaban de pie en el hemiciclo conversaban y sonreían. Estaban contentos. A las 9.35 entraron el Presidente Cruz, los dos Vicepresidentes –diputados Valdebenito y Álvarez–, el Secretario General y el Prosecretario. Subieron a la testera y nosotros nos alineamos frente a ellos.

–Vamos a dar inicio a la ceremonia de juramento de los funcionarios de la Cámara de Diputados –anunció Catalán–. Se trata de una ceremonia solemne, de gran importancia para nosotros los funcionarios, que marca el inicio de una etapa en nuestras vidas. La Cámara, como sabemos todos quienes llevamos acá muchos años, es nuestro segundo hogar y, en muchos casos, nuestro primer hogar.

Todos rieron. Yo también. Por imitación.

–El Presidente de la Cámara, don Ignacio Cruz, les tomará juramento –anunció.

Cruz se puso de pie junto a los dos vicepresidentes, y leyó:

–¿Juráis o prometéis desempeñar fiel, leal y legalmente el cargo que se os ha confiado, consultar en el ejercicio de vuestras funciones los verdaderos intereses de la Corporación y guardar sigilo acerca de lo que se trate en sesiones secretas y de los demás hechos y antecedentes, cualquiera que sea su naturaleza, de que toméis conocimiento?

El Secretario me miró fijamente. Me sentí incómoda.

–Prometo –dije, al igual que el resto.

–A partir de este momento, quedan ustedes incorporados con plenitud de derechos a la Corporación: felicitaciones –concluyó el Presidente.

Todos aplaudimos y los cinco de la testera bajaron a felicitarnos. Catalán se dirigió directamente a mí.

–Felicitaciones. A partir de ahora eres toda una funcionaria. ¿Contenta?

–Muy contenta –respondí.

–Ya tienes permiso para ingresar a la Sala. Te podrán ver los diputados. Creo que eso es bueno, porque me parece que no saben bien quién eres.

El Reglamento de la Cámara establece que «solo puede ingresar a la Sala de Sesiones el personal que haya prestado juramento de conformidad a lo dispuesto en el artículo 315 del Reglamento». En ese sentido, el juramento otorgaba otro status.

–Es difícil que me conozcan en tan poco tiempo –contesté–. Pero ya lo harán.

–Pero, así como vas, creo que dentro de poco serás renombrada. De hecho, algunos ya me han consultado por ti.

–¿Ah sí?

–Te han visto muy activa, asesorando directamente a Presidencia, con muy buena relación con la prensa. De hecho, ya se sabe que el artículo donde el Presidente deslinda responsabilidad de los diputados en las deudas previsionales lo gestionaste tú. El único problema es que culpó a la administración de la Corporación, y le generó un dolor de cabeza a Ramiro, nuestro Director de Finanzas, y, en alguna medida, a mí. Y a la Comisión de Régimen Interno le pareció que la nota no había sido muy feliz, porque daba la impresión de que reina un gran desorden, cuestión que al menos yo sé que no es verdad. Sobre todo la Vicepresidenta estaba molesta y sabía que tú habías asesorado al Presidente en esto.

Me miró unos segundos. Y continuó:

–También me preocupan los comentarios de algunos diputados.

–¿Sobre qué? –pregunté.

–Sobre tus revisiones de las cuentas de Comunicaciones. Les preocupa que estés un poco obsesionada con el Canal. A algunos derechamente no les gusta. Les he dicho, en todo caso, que todo eso se aclarará en la reunión de la Comisión de Comunicaciones, donde debes exponer.

El Presidente se acercó y me saludó con un beso en la mejilla. «Bienvenida», me dijo mientras ponía un broche de la Cámara en la solapa de mi chaqueta.

–Creo que la Directora de Comunicaciones está haciendo una buena labor, ¿no le parece, Augusto? –le preguntó al Secretario.

–Claro que sí Presidente. Como le he dicho a ella, es un lujo contar con alguien de su trayectoria en la Cámara. Y estoy seguro de que con el tiempo aprenderá también los procedimientos internos propios de la Corporación.

Durante el resto del día me sentí intranquila. En todo momento volvían a mi cabeza las palabras de Catalán: «obsesionada con el Canal».

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