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1. Los diplomas no sirven de nada Javiera Koch

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–¡Se necesitan 60 votos más uno para sacarme de aquí y no los tienes! Tú, en cambio, ni siquiera vas a ser reelecto. ¿Crees que no sé que estás mal evaluado? Lo comentan tus propios colegas.… Así es que tengo la impresión de que el que va a seguir acá en tres años más soy yo y no tú. Por lo tanto, me parece que seguir hablando contigo es una pérdida de tiempo.

La puerta de la oficina de Augusto Catalán, Secretario General de la Cámara de Diputados, estaba entreabierta. Todos los que estábamos sentados afuera podíamos escuchar la discusión en su interior.

–¿Qué te has creído? ¡Tú eres un funcionario acá y estás para servir a los diputados…! Voy a hablar esto con mi jefe de bancada. Esto no va a quedar así.

–¿Ah sí? Mándale mis saludos a Carlos. ¿O vas a hablar con Javier? Porque me dijeron que él asume este año… Da lo mismo; seguro que no tienes ni idea de las negociaciones en tu propia bancada. ¿Sabes? Ahora no tengo tiempo: si tienes algo más que hablar conmigo, puedes pedir hora con mi secretaria. Tengo que ir a ver al futuro Presidente y explicarle la ceremonia de cambio de Mesa: algo que nunca tendré que aclararte a ti, por cierto. ¡Ah! No sé si te enteraste, pero al final se confirmó que el futuro Presidente es tu correligionario, Ignacio Cruz.

Miré a mi alrededor: la secretaria no había movido la vista de la pantalla del computador. Inmutable. Al frente suyo, detrás de un escritorio más pequeño, el asistente, un hombre gordo y de tez morena, vestido con un apretado terno oscuro, hojeaba una revista. Impávido. A nadie parecía llamarle la atención el altercado en la oficina de la máxima autoridad administrativa de la Corporación. Aparenté no escuchar. Al parecer era lo apropiado.

El diputado salió murmurando garabatos. No lo reconocí, ni de la prensa ni de las ciento veinte fotos de la sección «Diputados» de www.camara.cl que había revisado reiteradamente las últimas semanas, y donde me percaté de que gran parte de los parlamentarios son desconocidos para la mayoría de los ciudadanos comunes y corrientes. Como lo era yo, hasta hace once días.

Augusto Catalán salió de su oficina con el ceño fruncido. Tenía la piel rosada y el pelo castaño oscuro, opaco y ralo, como pelo teñido. Bajo, más bien gordo, vestía un terno azul marino, corbata roja y camisa blanca, que le apretaba en la zona del abdomen. Se detuvo frente a la secretaria y le dijo:

–Vamos a ver si esta ceremonia sale mejor que el año pasado…¿Llegó el Presidente Céspedes?

Se dio vuelta y me vio.

–Tú debes ser la nueva Directora de Comunicaciones… No me vienes a ver a mí, ¿verdad?

–No, vengo a buscar la copia de un papel que envió Contraloría y que usted tenía que firmar –respondí mientras me ponía de pie, rápida.

Miró a su secretaria. Ella le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. No intercambiaron palabra.

–Está listo –me dijo–. Me hubiera encantado conversar contigo, ¿Javiera…?

Asentí con la cabeza.

–Sí… Javiera, pero ahora estoy muy ocupado con los últimos detalles de la ceremonia de instalación de la nueva Mesa. ¿Tú tienes alguna duda con eso?

–No… –respondí.

–Muy bien. Le dije a Bernardo San Martín que te explicara todo. Él lleva veinticuatro años acá, así es que debería saber. Es un poco lento, pero conoce la Cámara y sus procedimientos. Pide una cita con Carmen para que conversemos. Mejor para la próxima semana, porque ésta ya prácticamente terminó. Marzo es siempre así. Acá cada mes tiene su afán, pero en general todo es tranquilo. Si sigues el ritmo de la Corporación, no habrá problemas. Ya te vas a acostumbrar.

–Me imagino… Pediré la cita. También el Prosecretario me ha orientado –agregué.

Se detuvo.

–Es mejor que lo veas con Bernardo –dijo.

Me pareció amable. Correcto. Muy distinto al personaje que hace momentos le gritaba al diputado. Y a la descripción que de él me habían hecho de un par de amigos periodistas.

–Acá está la copia de la resolución enviada a Contraloría –me dijo Carmen, mientras me entregaba una carpeta blanca con el logo de la Cámara de Diputados–. Tiene el timbre de la Cámara y la firma del Secretario General.

Le agradecí y me preocupé de sonreír. Ella no. Tomé la carpeta, revisé el documento y salí de la Secretaría General. Ya en el pasillo del cuarto piso me acerqué a la baranda, desde donde se veía el gran hall «El Pensador», en el primer nivel, llamado así por la estatua de bronce que tiene al centro. Ahí estaban los trípodes con las cámaras de televisión, alrededor de los cuales conversaban camarógrafos, fotógrafos y periodistas. Hombres de terno oscuro y corbata cruzaban apurados de un lado a otro del hall. Las altas paredes de mármol generaban una acústica que permitía escuchar varias conversaciones, aunque estuvieran tres pisos más abajo.

–Dicen que el Canal 13 va a despedir a más de cincuenta personas, productores y periodistas –comentaba un camarógrafo.

–Pero si ahora nos mandan la pregunta por interno, grabamos la respuesta y hacen los despachos sin periodistas –respondía otro.

Por el pasillo del cuarto piso, sobre la alfombra roja, circulaba mucha gente, casi todos hombres. Apurados y serios. De terno. En este nivel se ubicaba la Presidencia, la Primera y Segunda Vicepresidencias, la Secretaría General y la Prosecretaría. Es decir, las oficinas de las máximas autoridades y personas con más poder de la Cámara de Diputados. Al menos eso creía yo en ese entonces. Después entendí que el poder lo pueden ejercer, de manera regular e irregular, las personas más variadas.

Carmen, la secretaria de Augusto Catalán, se acercó y se ubicó a mi costado derecho, afirmándose también en la baranda. Miró hacia abajo y me preguntó si había estado antes en una ceremonia de cambio de Mesa.

–No, nunca –respondí–. ¿Y usted?

–Llevo en la Cámara más de veinte años, así es que ya perdí la cuenta. Hace como tres años dejé de ir. Me aburrí. Pero, son bonitas. Solemnes. Le van a gustar; al principio al menos.

–¿Y se puede entrar al hemiciclo?

–Solo los funcionarios que han prestado juramento. Pero casi nadie entra, porque al Secretario no le gusta.

–¿Ni la Directora de Comunicaciones puede entrar? –insistí.

–Solo después de que preste juramento. Son las normas de la Corpo-ración. Pero puede subir a la tribuna y ver la ceremonia desde ahí.

Sonrió, se dio la vuelta y entró a su oficina.

Bajé por las escaleras. En el segundo piso me topé con una ex colega de la Radio Escucha, donde trabajé hace muchos años. Milena Bustamante. Me saludó de manera muy efusiva, demasiado me pareció. Desde el año pasado era corresponsal del Congreso para La Primera. Y se había hecho notar. Me preguntó qué hacía ahí.

–Acabo de asumir como Directora de Comunicaciones de la Cámara.

–¿En serio? ¿Tan buenos contactos tienes? –rió.

–No, para nada. Fue un largo proceso de selección, a cargo de una empresa. Y gané.

Había repetido la misma frase muchas veces en los últimos días. Y siempre sentía la misma satisfacción.

–Te felicito. En todo caso, ya pareces toda una Directora –dijo riendo–. Te va a tocar tremenda pega, y difícil… los diputados son de temer.

Seguía igual: cabellera larga y desordenada, ropa apretada que resaltaba sus atributos físicos. Había que reconocer que los tenía.

–Confío en que los diputados tienen claro que necesitan mejorar su imagen pública, y que para eso hay que hacer cambios –respondí.

Me miró sonriendo, sin decir nada.

–Tomémonos un café alguna vez –agregué–. Y ven a verme si necesitas algo. Estoy en el primer piso, en la Dirección de Comunicaciones.

–Pregunto por ti?

–Claro, todos me conocen… soy la jefa. La nueva jefa.

¿Qué quiso decir con que parecía «toda una directora»? ¿Que parecía una señora? Tenía razón. Eso mismo pensé esta mañana cuando me miré al espejo. Y dudé de nuevo.

Dudé desde el principio, cuando me invitaron a postular «para dirigir las comunicaciones en una importante institución del Estado» hace cinco meses. Los horarios, marcar tarjeta, sentarse todos los días en el mismo escritorio, con la misma gente, nunca había sido lo mío. Menos en una institución pública, con su formalidad y cultura funcionaria. Pero me hablaron de los desafíos del cargo, del prestigio, de la importancia de una institución como la Cámara de Diputados. Y me dijeron que podía hacer un aporte. ¿Y quién se resiste a un cargo importante? ¿O al reconocimiento?

Y, claro, estaban los beneficios. Muchos. Un sueldo de seis millones de pesos. Más dos sueldos extras al año. Podría ahorrar, terminar de pagar el departamento, comprarme todo lo que quisiera, viajar. Lo que hace la gente exitosa. Mis padres estarían contentos. Y mi hermana, envidiosa, porque dejaría de ser la única a la que le iba bien, la hija modelo. Había incentivos adicionales: un mes de vacaciones, días administrativos, viajes, seguro de salud, capacitaciones, aguinaldos, tarjetas de compra, almuerzos y cenas gratis, consultorio, gimnasio y hasta peluquería. Ser consultora estaba bien, pero era inestable. A veces había mucho trabajo; otras no. Y últimamente, me había sorprendido pensando en las bondades de la estabilidad laboral. De la seguridad. De vivir tranquila. Supongo que tenía que ver con pasar la barrera de los 40 y darme cuenta de que no tenía lo que la mayoría de las mujeres de mi edad: marido, hijos, departamento y contrato indefinido. Como mi hermana. Este cargo era la oportunidad de ordenarme y proyectarme. No era la forma de vida que había predicado en mis 20 años de vida profesional, pero todos tenemos derecho a cambiar. Así es que decidí que me interesaba.

Durante dos meses leí cuidadosamente www.cámara.cl. Cosas como: «La Cámara de Diputados de Chile es una de las dos ramas que integran el Congreso Nacional. Su función esencial es participar en la elaboración de las leyes junto al Senado y el Presidente de la República. Tiene como funciones fiscalizar los actos del gobierno e iniciar las acusaciones constitucionales contra el Presidente de la República, los Ministros de Estado, Ministros de Tribunales Superiores de Justicia…», etc.

No era precisamente emocionante. Pero me iba a acostumbrar. A los temas, las formalidades, los procedimientos. Concesiones menores comparadas con esta gran oportunidad: ser jefa de más de cincuenta personas, administrar un presupuesto de más de mil millones de pesos y, quizás, lograr hacer la diferencia. Era una buena opción. Así es que podía soportar parecer una señora.

Bernardo San Martín, Jefe de Relaciones Públicas, me esperaba fuera de mi oficina. Augusto Catalán le había encargado introducirme en materias de la Cámara, mostrarme las dependencias de la Dirección, presentarme a los equipos y explicarme los procedimientos más importantes. En eso habíamos estado la última semana. Me sorprendía su entusiasmo, porque, según supe, también había postulado al cargo de Director. Me parecía incómodo y algo cruel que tuviera que ayudar a la instalación de quien le había ganado el puesto. Pero a él parecía no importarle.

Bernardo era mayor que yo, alrededor de cincuenta y cinco, pero se veía más viejo, seguramente por la vestimenta. Delgado, alto, de ojos azules, piel blanca y pelo colorín. Se podría decir que era bastante atractivo. Vestía un traje gris, camisa rosada y corbata roja, con un broche de oro que tocaba de manera reiterativa. Me pregunté si mi falda y chaqueta se verían igualmente elegantes. Seguramente no. Lo invité a pasar. En la puerta leí una vez más el cartel que decía: «Director de Comunicaciones». Apenas llegué había pedido que lo cambiaran por uno que dijera «Directora», pero no lo habían hecho.

Mi oficina no era ni grande ni pequeña. Tenía amplios ventanales que daban a los patios del Congreso, con gruesas cortinas de terciopelo beige amarradas con cordones dorados a cada costado. En el centro había un escritorio antiguo, demasiado grande, de madera oscura y cajones con manillas de bronce, tras el cual asomaba una moderna silla negra. Sobre el escritorio, un computador, una agenda institucional de cuero del tamaño de un cuaderno, un taco de madera con el calendario del año, un portalápices y un cuchillo de metal para abrir sobres. En una esquina, un arrimo antiguo con una pantalla de televisión de 46 pulgadas. Una oficina ni tradicional ni moderna, poco funcional y de mal gusto.

–Voy a cumplir veinticuatro años en la Corporación –dijo Bernardo, mientras Joana, mi secretaria, servía dos tazas de café– y me va a creer, Directora, que aún hay temas de procedimientos legislativos que no entiendo.

Me trataba de «Directora» y de «usted», como todos.

–Supongo que no es fácil memorizar tanto detalle… –contesté–. Nunca pude entender que alguien quisiera dedicarse a las leyes…, tanto artículo... y tanta formalidad.

Me miró fijo sin hacer ningún gesto.

–Pero los abogados son los profesionales más importantes de la Corporación –dijo–. Partiendo por el Secretario. Son el escalafón con los mejores sueldos y mayores beneficios. Como quien dice, son reyes y señores en la Cámara.

–¿Y por qué decidiste venir a trabajar acá?

–Se detuvo un segundo y luego dijo:

Bueno Directora, había llegado de España hace un año y me puse a trabajar en las elecciones presidenciales y parlamentarias. Fue una época intensa: ganamos la democracia, se reabría el Congreso y me pareció un desafío hermoso trabajar en la reconstrucción de esta institución que había estado cerrada por diecisiete años. Así es que cuando se abrieron las postulaciones para el cargo, me presenté.

–Muy inspirado, por lo que escucho.

–Así es…

–Y después de tantos años, cuando ya el Congreso funciona normalmente, te sientes orgulloso, me imagino.

Tomó un sorbo de su café y miró hacia el pasillo.

–Claro… sin duda. Aunque todo es siempre muy distinto a lo que uno se imagina… sobre todo en política.

–Y en todo este tiempo que ha cambiado el país, la Cámara y la Dirección de Comunicaciones, me imagino que también ha cambiado tu rol como Jefe de Relaciones Públicas, ¿no?

–La verdad es que no mucho –respondió.

Guardamos silencio. Me habían comentado que Bernardo tenía problemas dentro de Comunicaciones. Que era el funcionario de mayor rango en la Dirección, con el mejor sueldo, pero que nadie sabía exactamente cuál era su trabajo.

–Pero usted viene del mundo de las asesorías, Directora. Debe ser interesante… –dijo finalmente.

–Siempre es interesante trabajar con personas y temas distintos, pero creo que acá puede ser similar: muchos temas y muchos diputados.

–En realidad no creo que sea nada parecido. Los diputados son muy especiales.

–Eso dicen. ¿Es tan así?

–Supongo que viven estresados y necesitan que uno los ayude a solucionar sus cosas, pero nunca piensan que ellos son ciento veinte y que es imposible atenderlos a todos a la vez.

–¿Y eso quieren?

–A veces se juntan los requerimientos.

–¿Y ustedes les explican que no se puede?

–No. Corremos para darles en el gusto, lo que a veces es un poco estresante. Pero lo que nadie hace, Directora, es decirle que no a un diputado. Porque eso puede llegar a complicarle la vida. No se lo recomiendo.

Lo quedé mirando.

–¿Lo dices por experiencia propia?

–Digamos que en veinticuatro años me ha tocado sufrir a un par de honorables.

–¿Y qué dicen los jefes al respecto?

–¿A qué jefes se refiere…?

–No sé, el Secretario General. ¿No es él nuestro jefe?

–Claro. El Secretario es el jefe superior del servicio y la máxima autoridad administrativa de la Cámara. El jefe de todos nosotros. Pero el Presidente es la máxima autoridad de la Corporación. Por tanto nuestro jefe.

–¿O sea también es el jefe de Catalán?

–Sí y no…

–¿Sí o no? ¿No está el Presidente por sobre el Secretario General?

–Sí, pero solo por un año… El próximo año viene otro Presidente.

–Pero entonces ese Presidente será la máxima autoridad de la Cámara y estará por sobre Catalán… o no?

–Sí, pero será otra persona. De otro partido. Y quizás no tendrá las mismas prioridades que el actual…

–¿Y eso cambiará las prioridades de todos? ¿De Comunicaciones, por ejemplo?

–Sí y no.

–No te entiendo.

–Es que puede tener prioridades distintas, eso digo.

–Pero me imagino que hay prioridades que son institucionales. Esas no dependen del nombre que asuma la Presidencia, ¿no?

–Tiene que conocer a los diputados, Directora. Son muy especiales. Y cuando asumen como presidentes, se ponen aún más especiales. Hemos tenido varios ejemplos de eso…

Joana apareció en la puerta. Se veía alarmada.

–Viene entrando el diputado Dalmazzo. La busca a usted, Directora… –alcanzó a decir.

Lo vi entrar. No lo conocía personalmente, pero ubicaba de nombre a Dalmazzo, diputado de la Democracia Cristiana, conocido por sus polémicas declaraciones a la prensa. Me puse de pie para recibirlo. También Bernardo.

–Diputado, qué gusto tenerlo por acá...

–¡Ah! Usted es la nueva jefa de las Comunicaciones –dijo sin mirarme–. Quería conocerla. Me dicen que la eligieron por sus antecedentes profesionales.

–Entiendo que sí, diputado…

–Bueno, yo vengo a darle un consejo; en el fondo, a hacerle un favor, porque usted es nueva acá, y porque me dicen que tiene la idea de hacer muchos cambios en Comunicaciones.

–Esa es la idea, diputado.

–Escúcheme: acá llega mucha gente que cree que sabe mucho, que trae postítulos, doctorados y una montonera de esos diplomas que acá no sirven de nada. ¿Sabe por qué? Porque en la Cámara los únicos que sabemos algo somos nosotros, los diputados… ¿me entiende? Así es que no se las dé de inteligente ni innovadora ni nada. Usted se limita a hacer lo que le decimos los diputados y no va a tener problemas. Y no se ponga a hurguetear tampoco. No es necesario.

Sentí un aire caliente subiendo por las mejillas. Bernardo miraba la escena sin mover un músculo.

–Disculpe, diputado, no entiendo por qué me está diciendo esto. Estoy segura de que usted todavía no sabe lo que voy a proponer, lo que voy a presentar la próxima…

–Es que no me está escuchando –interrumpió–. Le estoy diciendo que usted no está acá para proponer nada. Usted está acá para hacer lo que le digamos los diputados. Así es que no ande pensando en lo que va a cambiar. Tómelo como un consejo. Si no lo entiende le va a ir mal. Hasta luego.

Se dio media vuelta y salió de mi oficina. Yo me quedé mirando el umbral de la puerta. No sabía si sentarme o seguir de pie. Afuera, los periodistas de mi equipo seguían trabajando como si nada hubiera pasado. Como si nadie hubiera escuchado nada. Igual que hace unos momentos, afuera de la oficina del Secretario General. Me sentí avergonzada, aunque no supe por qué. Pasó un rato, no sé cuanto, y apareció Joana para ofrecerme otro café.

–Creo que Bernardo también necesita uno –respondí.

Me senté sin saber qué acababa de ocurrir.

Bernardo seguía mirando hacia afuera. También parecía avergonzado.

Se sentó frente a mí, tomó aire y me dijo en voz baja:

–Usted debe tener muy claro, Directora, que acá todo se sabe, de inmediato… y todos saben que todo se sabe de inmediato.

Me miró unos segundos, como viendo el efecto de sus palabras.

–El diputado Dalmazzo también lo sabe –continuó–. Y, en el fondo, para él lo más importante de esta conversación con usted, es que toda la Cámara sepa que la tuvo. Y lo que dijo. Y, también, que usted no le respondió nada.

Calló unos instantes y luego agregó:

–Pero olvídese de eso, Directora. Vamos a ver el cambio de Mesa.

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