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2. Lo principal es que te consideren útil Francisca Reyes

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Francisca Reyes subió rápidamente al ascensor de vidrio y bajó del cuarto piso al hall El Pensador. Estaba contrariada. En su mano llevaba el celular, en cuya pantalla releyó por tercera vez: «Un tercio de los diputados enfrenta demandas por no pago de cotizaciones laborales. El Presidente de la Cámara, Ignacio Cruz, es uno de la lista». El diario electrónico El Mirador había subido la noticia hacía diez minutos.

Miró hacia el hall. Estaba, como de costumbre al mediodía, repleto de periodistas, fotógrafos y camarógrafos, que en ese momento cubrían las declaraciones de tres diputados, detrás de los cuales otros cinco esperaban su turno. Cruzó por el costado, evitando a la gente. Estaba apurada. Y enojada. Pasó delante de la Sala Inés Enríquez, dobló a la izquierda por el pasillo que conducía a la entrada de la Sala de Sesiones y se detuvo en la puerta. Le preguntó al funcionario de guardia si podía pedirle al Presidente que saliera, porque debía comunicarle algo urgente. Él le pidió usar el procedimiento regular: el papelito con la solicitud escrita.

–No puedo interrumpirlo, señorita Francisca. Perdóneme.

Respiró hondo y continuó por el pasillo hacia la puerta que conducía a la cafetería, tras la cual había un escritorio con una pila de papeles cortados. Tomó uno y anotó: «Debe salir. Tengo algo que mostrarle. Urgente». Volvió sobre sus pasos, le entregó el papel al funcionario y se sentó a esperar en el sillón del pasillo.

Francisca había llegado a la Cámara hacía siete años a reemplazar a una amiga que se iba de viaje. Desde hace tiempo quería entrar al Congreso. Sabía que los sueldos eran buenos, las jornadas cortas y que trabajar allí tenía un cierto glamour. Y Francisca quería tanto el dinero como el glamour. Como contadora trabajaba mucho y ganaba poco, y no se libraba de las recriminaciones de sus padres, que pensaban que la única forma que tenía de alcanzar un buen pasar era casándose con un hombre adinerado. Se lo venían repitiendo desde que estaba en la escuela. Por eso nunca entendieron que quisiera estudiar contabilidad ni menos que después consiguiera un trabajo y se fuera a vivir sola. Pero ella estaba acostumbrada a que no la entendieran. Desde chica soñaba con ser exitosa, tener dinero, un departamento con todas las comodidades, auto, ropa de marca y vacaciones en el extranjero. Pasarlo bien, lejos del ambiente mediocre, amargado y sin horizonte de donde provenía.

Por eso, cuando Carla le habló de la posibilidad de reemplazarla como secretaria de su diputado, no dudó. Sabía que si lograba entrar al Congreso, con el tiempo se haría un espacio propio. Así es que se compró un vestido nuevo y leyó sobre el funcionamiento de la Cámara un par de días antes de la entrevista.

–¿Por qué quieres trabajar aquí? –le preguntó el parlamentario cuando la recibió en su oficina.

–Porque Carla me ha hablado de su trabajo y me parece interesante. Se está cerca de temas importantes.

–¿Y sabes algo de política?

–No, no mucho.

–¿De qué tendencia es tu familia?

–Bueno… de derecha. Pero yo no –agregó.

–Pero tú sabes cómo funciona acá, ¿cierto? Yo necesito alguien de confianza.

–Por supuesto. Si Carla no pensara que soy de confianza, no me habría recomendado.

Causó buena impresión en el diputado. Seguramente más por sus piernas que por su destreza. Pero daba lo mismo, porque entró a trabajar cuatro días después.

Terminados los tres meses, el diputado le pidió que se quedara de manera permanente, lo que significó el término de su amistad con Carla. Pero así es la vida, pensó Francisca. Aprendió rápido a redactar memorándums, a coordinar audiencias, a responder correos electrónicos formales, informar las citaciones a comisiones, manejar la agenda, armar su propia red de contactos, acceder a información y hacerse cargo de situaciones delicadas. Cuando el diputado no fue reelecto, el jefe de bancada del PPD le pidió que asumiera como secretaria de todo el grupo. Ella aceptó, negoció mejores condiciones laborales que su antecesora y confirmó que iba por el camino correcto. En dos años se había hecho un espacio: su nombre ya era conocido entre varios diputados y asesores, y también entre los trabajadores y funcionarios de la Cámara.

Francisca se llevaba bien con todos. Sobre todo con los funcionarios. Sabía que los necesitaba para hacer bien su trabajo. Ellos se percibían a sí mismos como una categoría superior entre los trabajadores de la Cámara. Estaban al servicio de los diputados, igual que los empleados de los parlamentarios, pero no dependían de los vaivenes de la política ni de la reelección de sus jefes para mantener el trabajo. Sostenían que daban continuidad, estabilidad y permanencia al trabajo legislativo, y decían que los trabajadores de los diputados eran «aves de paso», al igual que sus jefes. Por eso consideraban natural tener mejores sueldos, horarios más cortos, vacaciones más largas, derecho a pago por horas extras, gratificaciones tres veces al año, regalos y un listado de prebendas a las que los trabajadores parlamentarios no accedían. A Francisca esto le parecía una injusticia, pero había aprendido a callarse y a soportarlo. Además, algunas mejoras habían conseguido a lo largo de los años.

Fue así como conoció al Secretario, cuando lo fue a ver junto a otros dos colegas con quienes organizaba el sindicato Catalán. Los hizo esperar una hora y media antes de recibirlos. Y eso molestó a Francisca.

–Disculpen la demora, pero estoy en medio de un tema –les dijo cuando finalmente los recibió–. No tengo mucho tiempo, así es que díganme en qué los puedo ayudar. Ah sí, ahora recuerdo: el sindicato de trabajadores parlamentarios.

–Bueno, Secretario, como usted sabe, estamos hace meses intentado conformar este sindicato… –dijo Alberto, uno de los compañeros de Francisca.

–Por supuesto que lo sé. Seguramente lo supe antes que ustedes mismos. Pero la verdad es que no tengo claro el propósito. Ya existe un sindicato que ha logrado varias cosas, como que los inviten a la fiesta de aniversario de la Cámara, que les den uniformes de trabajo a las chiquillas, para que también se vean ordenaditas, y que los incluyan en el almuerzo del casino. Más que armar algo nuevo, tenemos que fortalecer lo que ya existe, para que estos beneficios lleguen a todos… ¿no les parece?

Francisca miraba a sus compañeros, pero ninguno decía nada.

–Deben entender que mi labor acá es ver que las cosas funcionen –¬continuó Catalán–. Y para eso debo estar atento a los intereses de todos, principalmente de los diputados, para quienes trabajamos. Pero también tengo que responder a los funcionarios, sin los cuales esta corporación no se movería, y a ustedes, que tienen un rol importante. Pero no se puede hacer todo. Por eso les hice una propuesta seria y realista, que incluye obviamente un acápite especial para ustedes tres, para que me ayuden a manejar esta situación y velar porque todos nos mantengamos tranquilos y contentos. ¿Me entienden?

–Entendemos. Pero no nos parece –respondió Francisca.

La oficina quedó en silencio.

–Nosotros queremos que la Cámara nos contrate –continuó–. Que nos pague las imposiciones y todo lo que corresponde según el Código del Trabajo. Es lo mínimo.

Catalán se volvió hacia ella.

–Y tú eres….? Ah sí, Francisca, la secretaria de la bancada PPD, que llevas tres años en la Cámara y llegaste como reemplazante, ¿no es cierto? Sí, yo conocía a Carlita, tu antecesora… a quien no le fue tan bien como a ti, veo.

Francisca sintió el calor subir por las mejillas.

–Lo que Francisca quiere decir, don Augusto –dijo Alberto–, es que queremos ver si es posible que los trabajadores parlamentarios avancemos en tener contratos acordes a la legislación vigente… claro, a través de un proceso gradual y consensuado con usted, por supuesto…

Francisca no se llevó una buena impresión de Catalán en ese primer encuentro, y le quedó claro que nunca llegarían a ser amigos. Pero también supo que tenía todo el poder y que llevarse mal con él le traería problemas.

Volvió al artículo de El Mirador: «La revisión arroja que casi el 20% de los diputados enfrenta procesos por incumplir el pago de cotizaciones previsionales o seguros de cesantía de sus empleados. Incluso el presidente de la Cámara, diputado Ignacio Cruz, figura en el listado de morosos».

¿Quien había entregado los antecedentes a El Mirador? Desde el año pasado se sabía que había problemas con el pago de las imposiciones. Pero la Dirección de Finanzas nunca había aclarado nada. Catalán le había asegurado al presidente del sindicato que solo era «un problema de flujos» que se arreglaría pronto. Ella sabía que algo andaba mal, porque se trataba de dineros que estaban en el presupuesto anual de la Cámara y no podían desaparecer. Pero el problema no se arregló y ahora aparecía en la prensa, con su jefe encabezando la lista de responsables. Increíble. Era la Dirección de Finanzas quien debía pagar las cotizaciones, y que sabía que estaban impagas. Esto era una operación en contra de su jefe. Pero, ¿por qué Catalán quería perjudicarlo?

Francisca llevaba tres años trabajando exclusivamente para el diputado Cruz. Cuando él se lo pidió, ella no dudó en aceptar. Porque le hizo una buena oferta, pero también porque sentía especial cariño por él. Sus amigas le habían preguntado si le gustaba, pero ella lo negaba. Aunque no estaba segura, para el caso daba lo mismo. Jamás se le pasaría por la mente involucrarse con un diputado. Tenía claro que eso era un camino rápido y expedito a ninguna parte. Y ella quería llegar lejos. Tenía fama de ambiciosa, pero no le molestaba. Primero, porque era verdad, y segundo, porque era algo que aplicaba prácticamente a todos en la Cámara, desde los abogados hasta los garzones. La diferencia era que a algunos les resultaba y a otros no. Ella siempre tuvo claro que en el Congreso no bastaba con hacer bien la pega. Ni siquiera era lo fundamental. Lo principal era que quienes ejercían poder la consideraran útil para su desempeño. Y ella era imprescindible para el diputado Cruz. Nadie lo conocía como ella. Ni siquiera su mujer. Con su personalidad de hijo único y mimado, con sus excentricidades de gringo y sus manías de político grandilocuente. Por su parte, él la conocía y la respetaba. Como ningún hombre la había respetado. Y, a su manera, la necesitaba. Eso era suficiente para lo que ella quería y sentía. Por lo mismo, no se dejaría confundir por este año en Presidencia, donde abundarían los amigos, los piropos, las invitaciones, los regalos. Sabía que todo eso era mentira. Y pasajero.

¿Cómo había llegado esta información a El Mirador? Francisca lo sabía. Y decidió devolver el golpe a Catalán. Esto requería una respuesta institucional. Señalar, desde la Presidencia, a nombre de la Corporación, quiénes eran responsables. A ver qué les parecía probar su misma medicina.

Llamó a Marisol, la secretaria de la Presidencia, y le dijo:

– Comunícate con la Directora de Comunicaciones por favor. Dile que quiero conversar con ella en media hora, en mi oficina.

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