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ОглавлениеPSICOANÁLISIS Y GUERRA1
Para abordar el tema de la guerra desde el psicoanálisis me limitaré a hacer una síntesis personal y escuetos comentarios críticos del artículo conocido en la literatura analítica como “¿Por qué la guerra?” y en alemán “Warum Krieg” (Freud, 1932), surgido del intercambio epistolar entre Freud y Einstein de 1932. Este artículo fue escrito en septiembre en respuesta a una carta del 30 de julio del eminente físico, en la cual le pide opinión a Freud, como “estudioso y conocedor de la vida pulsional humana”, acerca de cómo evitar los “estragos de la guerra”. La Liga de las Naciones, a su vez, había solicitado a Einstein que eligiera un interlocutor para dirimir esta cuestión, que se había convertido, en ese entonces, en una acuciante urgencia. Por lo tanto no es ocioso señalar, aunque sea a grandes rasgos, las particularidades políticas y socioeconómicas de la Europa de esa época. Se trataba, ni más ni menos, del convulsivo período de la entreguerra. Se vivía todavía bajo el ominoso impacto de las secuelas de la Gran Guerra y se presagiaba –no sin fundamentos– la inminencia de una próxima. La gran guerra había mostrado, en función del desarrollo tecnológico y científico alcanzado, su aterrorizante potencialidad destructiva, hasta ese momento desconocida en tal desmedida dimensión. Se intuía, con razón, que la paz obtenida por el Pacto de Versalles era –a la larga– inviable y no ofrecía ninguna garantía duradera (Schutt, F., 2005). Mientras que en la Unión Soviética ya se había instalado y consolidado la despótica y sanguinaria dictadura de Stalin, en Alemania y el mundo germánico se perfilaba la figura amenazante y funesta de Adolf Hitler, quien asume la Cancillería el 30 de enero de 1933, apenas tres meses después de este escrito. Ya estaban aprontándose las piezas claves en el tétrico tablero mundial que se avecinaba. La utopía de Immanuel Kant se iba desvaneciendo ante la desesperada impotencia, cada vez más notable, de la Liga o Sociedad de las Naciones. El filósofo del “idealismo alemán” había sugerido en la La paz eterna (1795) que la conformación de una Federación de pueblos evitaría las guerras en forma permanente.
Entrando de lleno al mencionado artículo de Freud, se podría decir que éste acepta el reto de Einstein con bastante prudencia. Reconoce de antemano el límite de su contribución cuando declara que el tema lo sobrepasa, que se trata de cuestiones “prácticas” que son “resorte de los estadistas”. Y desde esa postura más modesta aporta lo esencial de lo que el psicoanálisis descubrió acerca de la mente y, por qué no, de la naturaleza humana. Subrayo este punto en cuanto muestra a un Freud atento a un deslinde metodológico en la jurisdicción del objeto de indagación, en contraste con otros autores psicoanalíticos que reducen objetos tributarios de abordajes multidimensionales a la visión exclusiva del psicoanálisis, menoscabando ciertos cuidados epistemológicos. La psicología humana en el nivel individual y psicosocial no puede por sí sola dar cuenta de fenómenos de altísima complejidad que involucran las condiciones geopolíticas, socioeconómicas e históricas. Pero dado, por otra parte, que en las guerras participan hombres singulares que muestran, en ese contexto, rasgos psicológicos no habituales en tiempos de paz, el psicoanálisis y la teoría pulsional, especialmente subrayada por Freud en su respuesta a Einstein, pueden aportar algo bastante esclarecedor.
En el intento de trasmitir lo esencial del pensamiento que trasunta el artículo freudiano, se podrían destilar tres tópicos definidos, dejando a salvo, nuevamente, que se trata de una síntesis personal y que otros podrían ordenar la exposición de otra manera y extraer otras conclusiones:
1) La génesis del “derecho” a partir de la violencia original, como secuencia evolutiva.
2) Una puesta al día de la teoría pulsional. En mi opinión, acá se desmitifican las posturas idílicas acerca de la idealizada naturaleza humana, propias de las cosmovisiones “voluntaristas” o “maniqueas”.
3) La relación dialéctica entre la vida pulsional y la evolución cultural.
Respecto del primer punto, Freud responde a Einstein en su planteo acerca de la oposición entre el poder y el derecho que él reformula en términos de oposición entre violencia y derecho. Esta pirueta de Freud, si bien no afecta la ensambladura coherente de la respuesta a A. Einstein, toca un punto que siempre me resultó controversial en el pensamiento freudiano; me refiero, en este caso, a equipar poder y violencia. A mi entender eso encierra un deslizamiento conceptual que puede llevar a anatemizar el poder confundido con la violencia. Esta última puede ser uno de los muchos predicados del poder; pero no forzosamente todos. Creo que el poder se puede ejercer con violencia, pero no necesariamente. Y equipararlos puede llevarnos a condenar el poder de las leyes, de la educación, de los padres sobre los hijos para encauzarlos en la vida, el de las realizaciones científicas y artísticas y tecnológicas y muchas otras cosas que hacen al poder y la potencia. Todos los bienes que gozamos, aunque también los males que padecemos, que nos brinda la cultura actual no pudieron ser edificados sin poder y potencia. Califico de “pirueta” la reformulación de Freud en tanto que el eminente físico en su carta se refería no a la oposición entre poder y derecho sino, por el contrario, a la necesidad de que el derecho se conjugue con el poder para que el primero sea realmente efectivo para resolver las diferencias de intereses sin recurrir al extremo de las guerras.
De todas maneras, a partir de esta reformulación Freud traza su conocida hipótesis de un desarrollo evolutivo de la humanidad, imaginando la vida comunitaria en sus albores (la horda primitiva) envuelta en las reglas elementales de la violencia que ejerce la fuerza bruta del “padre primordial”, tal cual lo había postulado, en forma más extensa y pormenorizada veinte años antes, en su magnífico e imperdible libro Tótem y tabú (Freud, 1912/3) influenciado fuertemente por Darwin y Atkinson, según el mismo lo declara; y Hobbes –a mi entender– en forma implícita. También es conocido que el padre primordial es finalmente vencido y asesinado por la “alianza fraterna”, y que el parricidio (mítico) con el consecuente “banquete totémico” caníbal dará origen a la religión, a la moral y a la sociedad. La religión en cuanto se sacraliza al tótem (representante del padre todopoderoso, pero muerto) como referente supremo y venerado que cohesiona a los miembros mortales en rituales comunes que los hermanan. La moral en tanto se pacta definitivamente la supresión del asesinato y el incesto, base elemental o punto de partida de las nociones del bien y el mal. Se trataría, pues, de trasladar en este trascendental movimiento del conjunto humano, el poder del más fuerte “único” al conjunto “débiles”, es decir a una fuerza superior basada en el número, es decir, en una unidad mayor. Para que esta unión de los débiles sea efectiva debe ser duradera, de lo cual surgirían la “organización” y las leyes que deben sustentarla, cuyo conjunto constituye el “derecho” conformando la sociedad. Sobre esta base del “interés común” se insertarían luego las ligaduras de sentimiento entre los hombres –la identificación, a través del “líder” o “ideario común” (Freud, 1921)–. Pero esta organización basada en el derecho no es una meta estática, inalterable y sin retorno. En el propio seno de esa organización social alcanzada se reproducen las desigualdades e imperfecciones que, en escala, actualizan la regresiva situación primordial y que, por consiguiente, imponen una dinámica permanente a la sociedad y la cultura en pos de nuevos equilibrios tanto prospectivos como regresivos.
En este contexto la recurrencia de la guerra no es ajena. Recalando en la historia, Freud se apoya en la instauración de una violencia central monopólica capaz de imponer la paz para justificar algunas “guerras civilizadoras” como, por ejemplo, la pax romana. Ahí concluye, sin mucha convicción que, como solución y prevención de las guerras, se debería proveer “la institución de una violencia central encargada de entender en todos los conflictos de intereses” (p. 191), lo que lleva a sospechar que Freud conocía el Leviatán de Hobbes. Otra solución que revisa críticamente es la propuesta de invocar a determinadas actitudes ideales, en vez de la fuerza de la violencia, en las cuales se sustente la identificación y la cohesión resultante de tal identificación. Toma en ese sentido el antecedente de la idea panhelénica o la extensión y predicamento del cristianismo que, sin embargo, tampoco pudieron evitar la guerra. Siguiendo esa posibilidad y, ubicándose en su realidad contemporánea, la compara con la utopía bolchevique, que valdría la pena citar textualmente, ahora que ya contamos con la perspectiva de más de 95 años después, y nos habilitaría a admirar la perspicacia anticipadora de su genio; perspectiva con la que él no contaba en 1932:
“Ciertas personas predicen que solo el triunfo universal de la mentalidad bolchevique podrá poner fin a las guerras, pero en todo caso estamos hoy muy lejos de la meta y quizás se lo conseguiría solo tras unas espantosas guerras” (p. 192)
Luego:
“También los bolcheviques esperan hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los participantes de la comunidad. Yo lo considero una ilusión” (p. 195).
Freud, en contraste con muchos pensadores psicoanalíticos adherentes al marxismo, no admitía la idea ingenua de la igualdad de los seres humanos, y menos –digo yo– cuando esa igualdad se impone por la fuerza por supuestos celadores reclutados de las enmarañadas filas de un partido político único.
Dice Freud textualmente (p. 195): “Es parte de la desigualdad innata y no eliminable entre los seres humanos que se separen entre conductores y súbditos”. Atendiendo a este primer punto, aunque puede reprochársele a Freud cierta linealidad evolucionista heredada de su pasado de neurofisiopatólogo, como fue mencionado antes, al objetar su hipótesis de derivar el derecho de la violencia, no se le pude negar su visionaria perspectiva, su notable realismo y su capacidad de observar los fenómenos colectivos como lo demuestran éste y sus otros trabajos sociales. Sin embargo yo añoraría la falta de mención de Locke (1689) y Montesquieu (1748) en sus esfuerzos por fundar las democracias republicanas modernas prósperas a través de la división efectiva y controles mutuos de los poderes de los estados a fin de contrarrestar los abusos de dichos poderes.
Respecto del segundo punto, el creador del psicoanálisis intenta responder al asombro de Einstein ante la observación del entusiasmo de los hombres por participar de la guerra, pese a las penurias evidentes que ésta provoca. Acá nuestro autor puede explayarse a sus anchas en lo que el psicoanálisis puede realmente aportar. No hace otra cosa, entonces, que exponer su reciente versión de la teoría de las pulsiones en términos menos técnicos de los que emplea en su magnífica obra “El malestar en la cultura” (1930). Pero, advierte, entonces, sobre la ingenua “moralina” reinante en la opinión colectiva generalizada correlativa a un “voluntarismo” benevolente cuando escribe “Ahora permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones del bien y del mal” (p. 193, Freud, S., 1932) y, en cambio, le adjudica a todo ser humano una inherente “pulsión de odiar y aniquilar” (p. 192, op. cit.) en la complejidad de su trabazón instintiva.
No es necesario abundar demasiado acerca de que las acciones de todo hombre responden, en última instancia, a distintas proporciones en la aleación de Eros y Tánatos. Todas las conductas humanas contienen Eros y Tánatos y, estos motores vitales se necesitan mutuamente. Es ingenuo, nos advierte Freud, intentar promover Eros en detrimento de Tánatos o intentar reprimir o suprimir a este último. La existencia de esta dualidad proviene, en último análisis, de la razón biológica que creó la vida como consecuencia de las condiciones geológicas que permitieron –en su momento– que elementos inorgánicos se combinaran para armar moléculas orgánicas complejas que dieron origen a la vida. Pero como si el impulso vital fuera un resorte que se estira hasta un cierto límite, ese mismo proceso de síntesis es también el responsable del proceso inverso de retorno a la degradación, es decir del inexorable camino de lo orgánico a lo inorgánico, a saber: de la vida a la muerte2.
Todo este proceso debe apreciarse teniendo en cuenta que esa dinámica de la vida se da desde las partículas vitales más elementales hasta la exponencialmente alta complejidad de las conductas humanas. De la acción silenciosa y mortal de Tánatos sobre el organismo se desprende la consecuente necesidad vital de su deflexión y externalización a la realidad fáctica; no solo para librarse de su acción destructiva interior sino para propósitos destructivos esenciales para mantener la propia vida.
En cuanto a las consecuencias estructurales en el psiquismo no pueden desconocerse la relación de Tánatos con el superyó y la conciencia moral, producto de los resultados identificatorios del complejo de Edipo, que recargarían en esta instancia los excesos defusionados de este peligroso ingrediente instintivo; por esta razón –insiste Freud– se daría la paradojal circunstancia de que una conciencia moral más severa sería más inhibitoria de la agresión y conllevaría a una mayor acumulación interna de la pulsión de muerte, perjudicial para la salud individual. No es muy optimista en cuanto a los remedios que resultarían de esta elucidación. Dice: “es fácil demandarlo, pero difícil cumplirlo” (p. 195) cuando reclama la promoción de Eros en tanto amor tierno e identificación. También aconseja la educación de las clases dirigentes, en tanto reconoce que estas debieran conducir a los sectores mayoritarios menos favorecidos a un mayor esclarecimiento antibélico.
A mi juicio, en contraste con la opinión de Freud, las clases dirigentes –incluso muy educadas– no demostraron a lo largo de la historia mejor aptitud para la prevención de las guerras, e incluso podría también observarse que muchas veces esas mismas clases las promovieron, amparados en una lente distorsiva ideológica irreductible a pesar de los embates de la realidad. Aunque Freud hace atinadas salvedades y reconoce las variadas multideterminaciones, en este segundo punto se le podría cuestionar su prevalente planteo en un nivel económico-cuantitativo de la dinámica pulsional. Por su “Psicología de las masas y análisis del yo” (1921) sabemos que él no desconocía los aportes de Le Bon acerca de los “fenómenos de masas” y, en mi opinión, con el aporte de la psicología colectiva se podría agregar aun que, en los grupos culturalmente más carenciados donde los logros y gratificaciones narcisistas individuales son magras, el hecho de participar en gestas o eventos épicos y violentos es un factor nada desdeñable como motorizador de la entusiasta participación en las guerras: muy poco parece que puede la experiencia nefasta de las penurias de la guerra ante el espejismo de salir de la medianía de la vida.
En el tercer punto responde a un interrogante no formulado por Einstein, sino que Freud mismo lo introduce: ¿Por qué los pacifistas se sublevan contra la guerra?
Acá introduce su conocida y, por mi parte, más discutible postura de oposición entre la cultura y la sexualidad; esta última obligada por aquella a una limitación y un desplazamiento de las metas pulsionales. El desarrollo cultural alienta el fortalecimiento del intelecto y la interiorización de la inclinación a la agresión, que desde el superyó exacerba las restricciones morales. Por lo tanto, postula en los “pacifistas”, más expuestos que otros estratos sociales a los efectos de la cultura, una repulsa intelectual y afectiva contra la guerra, además de una intolerancia estética a sus estragos; repulsa e intolerancia que considera y califica de “orgánica”. Acá conviene recordar que Freud, en su ya mencionada obra “El malestar en la cultura”, plantea la idea de una “represión orgánica”, sustentada en la anatomía humana; esto es: el desarrollo y crecimiento en el hombre de la corteza prefrontal a expensas de la disminución notable del cerebro olfatorio (rinencéfalo), tan desarrollado, por otra parte, en todos los mamíferos cuadrúpedos.
En mi opinión Freud recoge, en alguna medida, la extendida idea popular de una sexualidad o violencia más exuberante en los grupos sociales menos educados y sofisticados; idea coherente con su creencia de la oposición entre el instinto y la cultura. En mi manera de ver me resulta una simplificación elemental la concepción de una oposición entre los instintos y la cultura; la misma noción de pulsión ya implica una radical transformación del bagaje biológico instintivo a instancias del entorno humano. Es así que el Homo sapiens moderno que aparece hace alrededor de 40.000 años (Richard E. Leakey, 1981) habita dicho ecosistema humano que no es otro que el medio sociocultural; y que es inconcebible el hombre (Homo sapiens) de cualquier época fuera de este medio, como sería imposible concebir la vida de los peces fuera del medio acuático. Si por un momento imagináramos suprimir el factor sociocultural ya no se trataría del Homo sapiens sino que se trataría de mamíferos bípedos que disputarían el territorio en el ecosistema natural, tal cual el creador del psicoanálisis concibió los albores de la humanidad previo al parricidio fundante. Pero dicho sistema sociocultural no es homogéneo, y dentro del mismo se dan infinitas variantes que generan todo tipo de contradicciones y conflictos, que, a mi entender, tanto pueden alentar a las dinámicas conducentes al progreso humano como a las guerras. Pero conviene prevenirse ante la pretensión de que el psicoanálisis aborde problemas que lo desbordan como Freud mismo lo previene y está consignado al comienzo de este escrito.