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I) El infortunio ordinario

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Justamente en el párrafo final de Psicoterapia de la histeria (1995) es donde Freud dio, a mi juicio, ese giro doctrinario decisivo y trascendental en el desarrollo de su creación: el psicoanálisis. En contraste con la entusiasta medicina positivista de su época, que fundaba con razón el progreso del conocimiento médico en los crecientes hallazgos del microscopio, él –precisamente él– un brillante neuropatólogo, planteó –casi disculpándose– que detrás de la sintomatología neurótica que buscaba desentrañar no encontraba ni lesión tisular ni bacteria que pudieran sustentar dicha sintomatología3, sino que se topaba con el infortunio ordinario, que define como “condiciones y peripecias de la vida” (Freud, op. cit.). Y así pretendía convencer a sus decepcionados pacientes de que era preferible lidiar con estas condiciones y peripecias que con la invalidante “miseria neurótica”. De este modo se inaugura una disciplina que pretende elevar a la sistematización científica lo que la ciencia oficial positivista había menospreciado por inasible y de complejidad inabarcable, a saber, “el (ya mencionado) infortunio ordinario”.

Si nos detenemos por un instante en la reflexión acerca de este infortunio o de las condiciones y peripecias de la vida o de los problemas emergentes en la vida común, podemos acordar que alude a los inevitables conflictos propios de la convivencia entre los seres humanos en el ámbito sociocultural; en especial aquellos que atañen a la sexualidad y a la agresividad; y es de aquí que Freud advierte y jerarquiza el estudio de las producciones emergentes propias de ese ámbito, como los sueños, el chiste, el humor, los mitos, leyendas y las creencias populares; a saber: inconfundibles producciones culturales.

Para explicarlo en otros términos, dado que este enfoque no es familiar en la literatura psicoanalítica corriente diría que, mientras en el mundo animal estas criaturas cumplen sus destinos de autoconservación (alimentación y defensa ante el predador) y de reproducción directamente en el mundo natural a través de su programación instintiva, en el humano, en cambio, esas mismas necesidades de autoconservación y reproducción se le interponen y deben consumarse en el mundo cultural, o sea, en el ecosistema humano. En este último las relaciones entre los hombres están mediadas por instituciones, tradiciones, religión y artes; bienes y poder por administrar; normas éticas y leyes implícitas y explícitas; y, además, por la infinita variedad semántica proveniente del lenguaje doblemente articulado4, patrimonio exclusivo del Homo sapiens.

La discreción misma es un valor cultural variable en su alcance en los distintos ámbitos. No es de extrañar entonces que, en contraste con los animales, que cuentan con sus instintos para sobrevivir en el mundo natural, al hombre, para manejarse en el mundo cultural, no le alcancen solo los instintos, sino que requiere de un largo proceso evolutivo de aprendizaje5 de la vida en el ecosistema sociocultural que implica su internalización psíquica; aprendizaje que las teorías psicoanalíticas proponen como teorías del desarrollo psicosexual (Freud [1905/1932-33] y Abraham [1924]). Y de las infinitas variaciones de este extenso proceso de aprendizaje dependerá tanto la diversidad humana como su vulnerabilidad psicológica.

He aquí en lo que me interesa redundar y enfatizar: es esta vulnerabilidad, exclusiva del humano, el objeto específico de nuestra disciplina. En lenguaje más estrictamente psicoanalítico, la psicosexualidad humana se desarrolla desde el inicio de la vida para alcanzar su mayor o menor grado de madurez luego de atravesar por las vicisitudes y accidentes vitales inherentes a la crianza en el medio familiar: el par complejo de Edipo-complejo de castración. A su vez, el medio familiar se incluye dentro y no puede sustraerse del ámbito sociocultural y su consiguiente universo semántico, más abarcativo; en este sentido, la familia no hace más que expresar una forma particular de implementar las normativas más generales que rigen la cultura. Acuerdo entonces enfáticamente con Freud, (1916/7) cuando al respecto dice:

“La hija encuentra en la madre la autoridad que cercena su voluntad y la persona a quien se ha confiado la misión de imponerle esa renuncia a la libertad sexual que la sociedad demanda [...] Para el hijo el padre encarna toda la coacción social, que soporta a disgusto” (pp. 205/6, T. XV, resaltado mío).

El mismo revuelo y rechazo que en los círculos científicos y sociales educados de su tiempo provocaron los audaces hallazgos del psicoanálisis, es decir la resistencia ambiental, es concomitante con el conflicto individual de cada persona cuando se propone investigar su mundo interior. En escala correspondiente y refractado por las leyes propias del funcionamiento psíquico, el conflicto cultural se instala y reproduce en cada mente como conflicto individual singular. Lo que me llevó a afirmar en un trabajo anterior (Arbiser, 2003), parafraseando a Freud, que el “infortunio ordinario” en el nivel individual era la porción que a cada uno le tocaba del “malestar en la cultura” en el nivel colectivo. Y que el psicoanálisis es la disciplina científica que tiene como objeto específico al mencionado infortunio ordinario en el nivel individual, que implica ocuparse inevitablemente de las vicisitudes de la vida íntima y los secretos apenas autoconfesados.

Entonces, cuando se plantea la confidencialidad en psicoanálisis, no se trata sólo de la discreción dictada por la buena educación, ni del secreto médico obligado por el juramento hipocrático y el castigo de la ley, sino que la peculiaridad epistemológica del objeto de la disciplina mismo así lo impone, como lo sugiere la elocuente cita de Anne Haymann mencionada al principio.

Entonces se podría afirmar en términos ampliamente abarcativos que el padecimiento humano que reclama la atención del psicoanalista obedece entonces a la resultante de los desajustes entre los reclamos de la cultura en cada momento histórico determinado (internalizados y singularizados en el superyo e ideal del yo individual) y los reclamos de las necesidades biológicas (el ello) decantadas en cada individuo luego de cada proceso del desarrollo psicosexual, forjado por el encuentro de la biología con el entorno inmediato del infante; proceso nunca acabado ni plenamente satisfactorio en tanto quedan remanentes indomados que a veces constituyen anhelos, deseos y fantasías íntimas, y otras veces ni siquiera son reconocidos como propios. Esto se refleja en la teoría psicoanalítica de la estructura de nuestra mente que necesariamente admite un amplio sector inconsciente; es decir un sector que el propio individuo realmente desconoce de sí mismo.

El dispositivo analítico apunta, pues, a convocar a los monstruos del Averno (Freud) para integrar aquello que quedó descartado del proceso de desarrollo y que el sujeto ignora de sí mismo, para lo cual el analista debe asumir una actitud receptiva, amplia y no censuradora, bien diferenciada de las habituales convenciones sociales. Y el paciente contará entonces con un interlocutor apto para confiar sus pasiones secretas y de este modo ayudarlo a permeabilizar las barreras de la represión. Pero, por sobre todas las cosas, debe tener asegurada una completa confidencialidad. El entrenamiento del analista está encaminado a lograr dicha apertura ético-estética lo suficientemente amplia y flexible que le permita acoger aquello que las convenciones sociales habitualmente rechazan. Baste recordar, en este mismo sentido, el trabajo de Strachey (1934) donde propone la idea de un “superyó auxiliar” más benigno. Y, vale insistir, la confianza del paciente en este terreno sólo se consigue si éste tiene desde el inicio, o se convence con la experiencia, de la absoluta confidencialidad por parte del analista.

La imperfecta realidad humana

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