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II. La imperfección como el motor del devenir de la humanidad

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A un ritmo temporal cuantificable en millones de años en los remotos orígenes de los primeros homínidos hasta el alucinante vértigo en que transcurre el fluir de nuestro tiempo actual, desde las rudimentarias herramientas, armas, cacharros y ornamentos que produjeron esos remotos antepasados hasta los más sofisticados artefactos, monumentales ciudades, excelsas obras de arte y evolucionados sistemas de convivencia, se fue construyendo en forma creciente ese abigarrado conjunto que constituye nuestra realidad contemporánea. Trayectoria sinuosa orientada, como lo anoté más arriba, a “hacernos más segura, eficiente y confortable nuestra existencia”. Enunciado de una validez tan general como imprecisa, en tanto se trata de metas que –en su realización– son entendidas en forma harto diversa en cada contexto geográfico e histórico y, más aún, hasta por la subjetividad propia de cada persona.

Ese mismo enunciado contiene un correlato más audaz si nos animamos a dar otro paso e imaginar, en un nivel de abstracción de dimensión cósmica, la maquinaria que pone en juego ese vector del progreso evolutivo. Y sugiero así la propuesta central de este artículo al afirmar que esa maquinaria reposa en la fuerza impulsora inherente a su insanable imperfección, precisamente por ser construida por el también imperfecto hombre.

Pero en fin… realidad imperfecta aunque por eso mismo perfectible; cualidad esta última decisiva en tanto empuja obstinadamente hacia adelante en pos de una supuesta perfección que, cual esquivo oasis, muda en espejismo cada vez que creemos alcanzarlo… Incluso, aunque ese “adelante” o progreso constituya como todo futuro una insondable incógnita. Perfectible, en cambio, es un término más modesto en tanto además nos previene contra las peligrosas promesas de perfección en formato de utopías paradisíacas, sean religiosas o ideológicas; son utopías que a lo largo de la historia de la humanidad culminaron en infaustos cataclismos. Quién mejor conocedor del alma humana que Freud (1930 y 1932) cuando en el siglo pasado nos advertía acerca de la dudosa viabilidad del “paraíso comunista”. Casi simultáneamente fuimos testigos azorados e impotentes de la siniestra conjura nazi, tramando la depuración de los seres humanos “inferiores” para destilar una “raza superior”. Hoy mismo contemplamos innumerables pueblos sumergidos en la pobreza extrema asociada a sometimiento social servil, crueldad política y misoginia, aferrados a perimidos fanatismos religiosos o ideológicos e “hipnotizados” por caricaturescos y despóticos caudillos.

Por otra parte, tal mentada imperfección asintótica, motor de ese pujante trajín fue construyendo nuestro mundo presente a lo largo de decenas de milenios y siglos. Mundo pleno de imperfecciones pero también de incontables bienes materiales e intangibles que fueron decantando a su paso y conforman ese extraordinario patrimonio que hoy contemplamos: monumentales obras de la ingeniería y de la arquitectura, sustantivos recursos científicos, tecnológicos y artísticos y, por sobre todo, sistemas de relaciones humanas amparados en pactos institucionalmente consensuados que promueven y ejercitan el resguardo de las libertades y derechos individuales y colectivos del hombre.

Estas condiciones alientan y facilitan el desarrollo de las capacidades y talentos personales para beneficio de la comunidad, sin menoscabo de los propios. Por sobre todo, condiciones donde la autoridad se ejerza sujeta a las leyes con el menor riesgo posible de regresión al sistema de sometimiento ante el todopoderoso y tiránico “padre de la horda” primitiva (Freud, S., 1912/3). Escueta enumeración de logros de nuestra especie, que además de maravillarnos y valorarlos nunca serán suficientes y nos obligan a reparar que no son uniformemente repartidos en el planeta, sino acotados en una porción de regiones y a determinados estamentos sociales del mundo. Lo cual tienta a ensayar un recorrido panorámico de la secuencia de los puntos de inflexión que orientaron los decisivos virajes evolutivos en el devenir de la realidad humana. Recorrido irremediablemente personal y por lo tanto sesgado por los propósitos de este escrito, y limitado solo a la civilización occidental. Pichon Rivière sintetizaría este raid, tanto a nivel psicológico como social, como la inagotable puja entre el “impulso al cambio” y la “resistencia al cambio” (Arbiser, S., 1989).

El recién citado ensayo freudiano nos provee el modelo que marca el punto de inflexión que articula el tránsito de nuestra condición de animalidad a la condición de organización humana; modelo de la bisagra que marca el pasaje desde la “horda primitiva”, sometida al poder del “omnímodo padre” comparable al macho alfa de los mamíferos superiores, a la instauración simultánea de la sociedad, la moral y la religión6, rudimentos de la “civilización”. Pero, dejando en prudente paréntesis la conjetura freudiana del “asesinato del padre primitivo” y el “banquete totémico”, sugiero en cambio atribuir a la cuestionada 7 “revolución agrícola” como el hito necesario y suficiente de ese viraje decisivo de la humanidad. Y así, acordando que para nuestros antepasados “cazadores recolectores” la subsistencia dependía de la mera contingencia, resulta razonable adjudicar al sedentarismo y sus secuelas los novedosos sistemas de convivencia emergentes de esa revolución. De este modo, el exponencial crecimiento poblacional y la necesidad de administrar las cambiantes fluctuaciones de la producción de bienes a gran escala, encontró en la invención de la escritura el oportuno y prodigioso dispositivo para relevar de su función a la recargada e imposible memoria; y poder documentar en forma material y duradera la diversidad de actividades humanas que demandaba el nuevo sistema de vida.

Aparecen así los rudimentarios códigos de justicia, los grandes relatos mitológicos y religiosos; y hasta la disciplina histórica basada en documentos empieza a reemplazar las conjeturales “construcciones” de la prehistoria. Y de esos entrañables “manuales de historia” escolares aún recuerdo las enseñanzas acerca del portentoso legado civilizatorio que nos dejó ese prolongado período de la Antigüedad, extendido a lo largo de varios miles de años y que culminan en el 476 de nuestra era con la caída del Imperio Romano de Occidente.

Los cimientos del Estado, el derecho, la filosofía, las artes, las ciencias, y las religiones modernas son apenas una somera enumeración del grandioso patrimonio sociocultural que los simultáneos y/o sucesivos imperios de esa antigüedad dejaron como producto de sus asombrosas gestas.

El siguiente período histórico denominado Edad Media fue calificado como “la noche de la historia”; calificación que alude al “oscurantismo” extendido a lo largo de esos apagados 1000 años de obligada cosmovisión cristiana en todas las dimensiones de la vida humana. Los “libros sagrados” eran las únicas fuentes de todo saber; y ese saber era propiedad e interpretación exclusiva de las rígidas jerarquías del clero que ejercían el monopolio absoluto de sus enseñanzas y su interpretación. El Papa Romano ungía y legitimaba los reinos. Y estos se organizaban en el sistema feudal de producción donde los vasallos que trabajaban la tierra pagaban los tributos al señor feudal, dueño de ella por concesión divina. En esa estrechez cultural se desenvolvían las vidas personales que estaban regidas hasta en su intimidad por la torturante alternativa entre el inalcanzable cielo y el aterrador infierno: Dios y el Diablo se disputaban fieramente las padecientes almas humanas. El fuego de la hoguera era la mortal respuesta a toda duda o pregunta impertinente. Las arrasadoras pestes eran entendidas como las aleccionadoras réplicas del cielo a las herejías. Si bien la actividad artesanal fue adquiriendo creciente peso, participar como soldados de las guerras entre reinos y feudos, o formar parte de las “cruzadas” para recuperar el Santo Sepulcro en manos de los musulmanes, eran las escasas alternativas posibles para el transcurrir de los habitantes de esa época. Mientras tanto, en ese mismo escenario temporal y en geografías próximas, los seguidores de Mahoma crecían, se expandían y prosperaban, rescatando y conservando gran parte del patrimonio cultural heredado de la Antigüedad.

En las postrimerías de esa Edad Media aparecieron abundantes luces que anunciaban lo que sería la exuberante conmoción del Renacimiento y su continuidad imparable de progresos que se vislumbraban en ese horizonte de la Edad Moderna. El hito que destaco como punto de inflexión fue la invención de la imprenta, en 1440, por parte de Johannes Gutemberg. Este maravilloso artefacto no solo abrió el paso a la legitimación de las “lenguas romances” de las que las poblaciones ya eran habituales usuarias sino que, a mi juicio, hizo de ese invento el resorte decisivo de cambio al diluir el monopolio de la lectura de la Biblia; y multiplicar y diversificar sus lectores.

Producto de esa diversificación, aparecieron en el siglo siguiente los cismas que derivaron en los “protestantismos” y sustrajeron a la Iglesia Romana la exclusividad absoluta del saber sobre la ciencia, el arte y las almas; cierto que al indeseable precio de ominosas conjuras, sangrientas guerras y masivas matanzas. En las ciencias, Nicolás Copérnico y Galileo Galilei –esquivando ese saber– se animan a desandar la visión “geocéntrica” del universo reemplazándola por la teoría “heliocéntrica”, resignando a nuestro planeta a orbitar modestamente alrededor del sol como un satélite más. El evento mereció por parte de S. Freud (1917) el calificativo de primera herida narcisista de la humanidad. Ese aflojamiento del egocentrismo (narcisismo) propio del monolítico corset “celestial” consigue además descentrar los puntos gravitacionales de la mentalidad de la época a favor de una concepción más “terrenal” del hombre. Dimensiones como “infinito”, “eternidad” o “sentimiento oceánico” fueron desplazadas o empezaron a convivir con las dimensiones seculares del tiempo y el espacio. Esta mentalidad recibió el contundente impulso de los filósofos de la época que hicieron pie en el basamento de la razón o en el empirismo como legitimación de todo conocimiento. Fue un contrapunto complementario que debemos, entre muchos otros, a René Descartes y Francis Bacon, respectivamente, y que Immanuel Kant superará con su Crítica a la Razón Pura. Con estos cimientos básicos del pensamiento se va edificando no solo la mentalidad de nuestro tiempo sino la ciencia moderna. Como nombre emblemático en ese tópico elijo recordar a Isaac Newton, quien logra transcribir en una fórmula matemática la ley de la gravedad, inspirado en la distraída, cotidiana y banal caída de una manzana del árbol. Su ecuación no solo explica el equilibrio gravitacional entre los astros sino inaugura además la rama mecánica de la física moderna a la que debemos las alucinantes maravillas tecnológicas que conforman gran parte de nuestro confort contemporáneo.

Con ese renovado respaldo de las ciencias y el ingenio humano estimulado por ellas, la invención del telar mecánico y del motor a vapor introducen a la humanidad en la Revolución Industrial. Acontecimiento consustancial con el capitalismo como forma de producción y en consonancia con las ideas liberales proclamadas en la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” por la Revolución Francesa; sucesos que nos lanzan, según lo convencionalmente admitido, en la Edad Contemporánea.

Sin embargo, con cierta anticipación, y en el clima cultural de la Ilustración, en América del Norte ya se había proclamado la Constitución republicana de los Estados Unidos. Aún un siglo antes la “Revolución gloriosa” en Inglaterra consagraba, a través de los postulados de John Locke (1689) y luego del Barón de Montesquieu (1748), la división de los poderes del Estado; de indiscutible trascendencia en tanto sustenta el resguardo de los ciudadanos ante los posibles abusos de esos poderes. Y así, el rumbo de la humanidad da un paso más en el afianzamiento de la centralidad del hombre y sus potencialidades creativas a expensas del poder declinante de las monarquías absolutistas avaladas por la voluntad celestial. Voluntad celestial que recibe otro revés cuando Ch. Darwin (1859) publica “El origen de las especies”,8 y el hombre debe resignar una vez más su egocentrismo –Freud lo denomina la segunda herida narcisista de la humanidad– al dejar de pertenecer al excelso círculo de la “creación divina” y pasar a formar parte del reino animal.

En su progresivo avance, la Revolución Industrial demanda una innumerable variedad de oficios y roles laborales que este insaciable sistema productivo requiere. El hombre multiplica así sus alternativas laborales, y la mujer se incluye en este sistema haciéndose visible a los ojos del mundo y adquiriendo peso y mayores cuotas de protagonismo en múltiples y variados roles de la sociedad. La “competitividad” individual inherente al sistema capitalista alentó la incontenible carrera tecnológica, cuyos beneficios en la vida cotidiana y en los adelantos de la medicina aumentaron en forma hiperbólica la calidad de vida de grandes poblaciones. Carrera tecnológica que, en siniestro contraste, produjo una destructividad de eficacia inédita en las guerras que asolaron el siglo pasado y mantienen aún una amenaza latente a la escalofriante escala de la extinción misma de nuestra especie.

Los beneficios del progreso no están equitativamente distribuidos en el planeta. Para desentrañar los múltiples e intrincados recovecos que intentan explicar y acaso remediar tal iniquidad, convendría recurrir a los estudiosos de la historia, la sociología y las ciencias políticas. Lo que sí creo pertinente al propósito que guía este escrito es compartir las conjeturas que pretenden relacionar el contexto sociocultural y económico propicio a la creación del psicoanálisis, su práctica y su difusión; en tanto esta disciplina, al focalizar su atención en la subjetividad y en los padecimientos del individuo, produce un nuevo y trascendental vuelco en la evolución humana.

El psicoanálisis nació y se desarrolló en la próspera y liberal burguesía del imperio austrohúngaro9 en el recodo de fines del siglo XIX y principios del siglo XX; y se expandió rápidamente en sociedades que compartían –en más o en menos– esas características. La creciente secularización y la consecuente consolidación del pensamiento científico por una parte y la declinación de las miserias sociales por la otra permitieron la aparición en primer plano de otros “problemas de la vida”, más íntimos o personales.

Para expresarlo en forma más cruda y directa: cuando las urgencias del hambre se mitigan, emerge el amplio repertorio de los inevitables sinsabores de nuestra existencia. Entre éstos resaltaron los temas del amor y del sexo, no siempre visibles ni explícitos en tanto enmascarados por los síntomas. En el camino de desenmascararlos, esta joven disciplina se topa con obstáculos; obstáculos “inconscientes” que obligan a redimensionar la mente y desplazar de su centralidad a la consciencia; y así se constata una nueva instancia en el destronamiento del egocentrismo, a la que Freud denomina la tercera herida al narcisismo de la Humanidad. También, arriesgaría proponer una cuarta herida al narcisismo que atribuyo a las contribuciones de los psicoanalistas que fueron influenciados por las ideas de Enrique Pichon Rivière; ellos, entre quienes me incluyo, sostienen que la conducta del hombre no solo responde a los determinismos inconscientes, sino además está sujeta al presente “campo dinámico” social (Lewin, K., 1958).

Más allá de la originalidad del abordaje meramente terapéutico de la disciplina, la atención en el inconsciente y el consecuente reconocimiento de la “subjetividad” brindaron una visión tan novedosa de lo humano que repercutió en forma explosiva y de trascendencia gigantesca en la mayor parte de las manifestaciones de la vida cultural de Occidente. Esa subjetividad se va a expresar e imponer su impronta en la mayoría de los productos culturales de modo tal que se puede afirmar que el psicoanálisis en esa dimensión resultó ser una de las marcas que definen al siglo XX. Retornando entonces a los contextos favorables al crecimiento y expansión de esta disciplina hay otra evidencia insoslayable de la relación de esta con el contexto y que se registra a simple vista cuando, recorriendo el mapa del planeta, se observa que el psicoanálisis sólo se desarrolló y expandió en el concierto de las naciones prósperas y razonablemente respetuosas de las leyes, sin los férreos encorsetamientos religiosos o ideológicos. En cambio, se hace ostensible que no pudo ni puede arraigarse en los países bajo sistemas autoritarios de gobiernos ideológicamente dogmáticos o regidos por fundamentalismos religiosos.

Catapultado ya en las últimas décadas del siglo XX, y transitando las primeras del siguiente, no encuentro mejor forma de excusarme una vez más por el sesgo personal de mi visión que reproducir en forma textual las palabras de S. Sweig (op. cit., p. 451): “Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época”.

Las dos guerras mundiales del siglo XX dejaron una supurante cicatriz, imposible de soslayar en el nivel de la calamitosa degradación en que se sumió a la civilización, y de consecuencias aún más imprevisibles para el futuro de la humanidad. Mostraron la cara más terrorífica de la que se esperaba como la “promisoria” era tecnológica y se instaló la entendible sospecha de la escasa confiabilidad que goza la sensatez de los líderes que manejan sus palancas. Pero, en drástico contraste, esa misma era tecnológica también fue promisoria y, con su infinita inventiva, condujo a límites impensados las metas de seguridad, eficiencia y confort que persiguen; incrementando en forma inimaginable los más sofisticados artefactos para colmar en forma masiva no solo las necesidades básicas sino además las múltiples ofertas de recreación espiritual. Las comunicaciones son actualmente instantáneas. El transporte encogió en modo notable el globo terráqueo. Las artes –insumo nodal de esa recreación– encontraron nuevos canales de expresión como la radio, el cine y la televisión, que derramaron en forma masiva a todos los rincones del mundo sus manifestaciones. El mundo digital revolucionó la mayoría de las actividades humanas y logró los prodigios antes solo atribuidos a la “lámpara maravillosa de Aladino”. La medicina produjo increíbles hazañas para amortiguar los dolores, abordar múltiples padecimientos y prolongar la vida útil de las personas. La mujer no solo se hizo visible sino que amplió en forma notable su presencia y competitividad en la mayor parte de las múltiples actividades del quehacer humano. Apretado inventario de los logros que la potencia de la creatividad humana, respaldado en el prolífico desarrollo científico de la modernidad, consiguió de la mano del imperfecto capitalismo. De la infinidad de nombres resonantes de la era –además de Sigmund Freud– mencionaría a Albert Einstein, Karl Marx, Paul Sartre, Karl Popper, Alan Turing, James Watson y Francis Crick, entre muchísimos otros.

En el contexto de la consabida puja entre el cambio y la resistencia al cambio, estas adquisiciones de la civilización basadas en la racionalidad, la ciencia y aceptables sistemas de convivencia, no solo se ven hostilmente amenazadas por aquellas geografías rezagadas o directamente reacias a esos logros y valores, sino que son jaqueadas en las propias entrañas de las regiones que las disfrutan. La “posmodernidad” es una de esas expresiones salientes de este fenómeno en el mundo intelectual, así como la ruidosa militancia ideológica “antiglobalización”, y otros múltiples disconformismos a nivel colectivo que el sistema liberal en su esencia garantiza manifestar.

Ahora bien, seguridad, eficiencia y confort en la dimensión colectiva no asegura en el individuo su dicha ni le impiden experimentar sus propios padecimientos. Padecimiento es una generalización en que englobo toda la paleta de infortunios que el psicoanálisis pudo desentrañar, buceando en los sótanos de las más diversas fachadas psicopatológicas; infortunios o “condiciones o peripecias de la vida” personal que definen el objeto específico de esta disciplina científica. Y el hecho de atender ese ámbito de lo humano constituye un renovado hito de progreso en el inacabable devenir civilizatorio.

La imperfecta realidad humana

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