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el verdor del olvido
ОглавлениеGracias a mi experiencia con el LSD y a mi nueva perspectiva de la realidad, empecé a ser consciente de las maravillas de la creación, de la magnificencia de la naturaleza, de los animales y de las plantas. Me volví muy sensible a lo que le ocurre a todos estos seres vivos y a todos nosotros.
albert hofmann
Muy pocos pondrían objeciones a la premisa de que no conocemos el mundo físico, sino tan solo nuestras representaciones de él, pero nos cuesta asumir en todo su alcance las hondas implicaciones de semejante aseveración, y no es la menor de ellas que, en palabras del neurocientífico David Eagleman, la realidad es “un relato que se escenifica dentro del auditorio herméticamente cerrado del cráneo”, una creación subjetiva o, por qué no decirlo, una alucinación. Y lo mismo podría afirmarse de nuestro yo, conciencia o mente. Son el resultado de la actividad cerebral. El mundo tal y como lo experimentamos no existe fuera de nuestra cabeza, como afirmó el filósofo Immanuel Kant en el siglo xviii. O, para decirlo con sus propias palabras, no conocemos cómo son los objetos en sí, sino únicamente cómo se presentan a nuestros sentidos. Buena prueba de ello es que basta ingerir apenas unos miligramos de una substancia de origen vegetal como la mescalina (peyote y otros cactus) o fúngica como la psilocina (hongos psilocibinos) para alterar nuestra percepción del mundo exterior y de nosotros mismos. Esos alucinógenos, incluso tomados en dosis homeopáticas, son tan poderosos que permiten saltar la valla de la conciencia, ir más allá de los límites de la razón y adentrarse en un territorio vedado a la lógica, donde la separación entre lo objetivo y lo subjetivo se difumina y el yo se disuelve temporalmente. Bajo sus efectos nos convertimos en otras personas, y el aparentemente sólido edificio de la realidad se resquebraja y, por sus rendijas, se cuela el misterio y lo sagrado. Puede que se trate de aberraciones de la percepción, pero esas alucinaciones o visiones de una lucidez deslumbrante llegan a inducir un cambio de conciencia y una conversión o despertar espiritual. No resulta extraño que muchos consumidores vuelvan de esos viajes interiores transformados y convencidos de haber recibido una revelación.
En el budismo zen se compara la conciencia con un jardín interior, porque, al igual que este, requiere un mantenimiento constante y se halla delimitado, cercado. Asimismo, ambos procuran desbordar los marcos establecidos, romper las barreras visuales y conquistar el horizonte. Desde que los sapiens son sapiens, una de las maneras de liberar nuestra mente de la clausura y otear el territorio que se extiende más allá del sentido común ha sido ingerir plantas u hongos con propiedades psicoactivas. Esas experiencias, rayanas en la locura, nos han permitido asomarnos por la ventana, empañada por un vaho de ebriedad, fuera de la caja craneana y cobrar una perspectiva de campo más amplia. Lo mismo podría decirse, en otros contextos, de nuestra afición a vallar y domesticar trozos de naturaleza para el deleite humano.
Una forma de narrar la historia del jardín es describir este como “una caja de luz”, por usar las palabras del extraordinario paisajista Fernando Caruncho, una caja que contiene lo más precioso y va perdiendo una a una sus paredes. El universo del animal humano es del tamaño de su jardín. Esa naturaleza domesticada y cercada para su deleite refleja la cosmovisión de cada época. Así, durante el Medievo el hortus conclusus monástico y el hortus deliciarium palatino encerraban entre sus altos muros un fragmento del paraíso terrenal perdido o una migaja del cielo prometido. El Renacimiento tumbó uno de los cuatro tabiques de esa caja sagrada y el jardín se abrió al paisaje. Las vistas panorámicas se incorporaron a su diseño en las villas italianas. El Barroco amplió, gracias a las perspectivas, el campo de visión, extendiendo los confines del parque a la francesa más allá del horizonte. Con la ayuda de la geometría y la óptica, la arquitectura vegetal hizo realidad el sueño autocrático de conquistar el infinito. La Ilustración no cejó en este empeño de borrar las barreras visuales. El jardín paisajista inglés llevó esta vocación de fundirse con el paisaje y escapar de las coordenadas espaciotemporales hasta sus últimas consecuencias. William Kent pronunció en 1817 las palabras que marcaron el final del muro perimetral y el inicio de un nuevo capítulo de esta narración: “Salté la valla y vi que la naturaleza entera era un jardín”. Escuchar al genio del lugar significará para los románticos respetar la naturaleza. A nuestros contemporáneos les embargará un delicioso horror cuando, en la década de los años sesenta del pasado siglo, se divulguen las primeras imágenes tomadas desde el espacio exterior por la misión del Apolo 8 y redescubran la Tierra como un jardín de escala planetaria. En las siguientes décadas irá cobrando fuerza, primero en la ciencia ficción y después en las ficciones científicas, la idea de ajardinar o terraformizar exoplanetas para dar cabida a una población de terráqueos que crece exponencialmente. Es difícil saber qué credibilidad conceder a esos proyectos de cosmojardinería, que especulan con la posibilidad de crear una atmósfera viable para la vida merced a sembrar su superficie con microorganismos fotosintéticos. Pero la sola imagen de esos planetas floridos, convertidos en los parterres de un parque que se expande como el universo, resulta conmovedora.
Tan cierto como que los jardines son un documento de la singularidad de una cultura y un lugar es que su belleza nos embriaga y transporta más allá de la gris realidad. De ahí que esas islas de verdor hayan sido siempre lugares con vocación meditativa y contemplativa, donde tener experiencias inefables que desafían el lenguaje como revelaciones, epifanías filosóficas e iluminaciones espirituales. Desde Agustín de Hipona, que sintió la llamada de la fe en un jardín como cuenta en sus Confesiones, al protagonista de La náusea de Jean-Paul Sartre, quien cae súbitamente en la cuenta de que “existir es estar ahí, simplemente ahí”, mientras descansa en un banco del parque de Bouville, son muchos los personajes relevantes que han experimentado en los paraísos terrestres desde la soledad esencial hasta la unión con todo lo viviente, desde el desbordamiento de la individualidad hasta la plenitud del corazón.
Los jardines acogen y propician estas “experiencias cumbre” porque, como hemos dicho, son cajas de resonancia de nuestras aspiraciones y anhelos, cerradas al exterior y abiertas al infinito. Muchas de las impresiones asociadas a los estados alterados de conciencia: sinestesia sensorial, comunión animista con la naturaleza, disolución del yo, tiempo detenido, sentimiento oceánico de unidad…, forman parte de la experiencia del jardín, que, planteándolo con audacia, posee una dimensión psicodélica. Una aureola fosforescente envuelve este término, que significa en griego ‘manifestación de la mente’ y fue acuñado en 1954 por el psiquiatra Humphry Osmond en el curso de un intercambio epistolar con el escritor Aldous Huxley. Por aquel entonces, él redactaba su legendaria obra Las puertas de la percepción, donde recreaba sus vivencias con la mescalina, una substancia alucinógena extraída de dos cactus mexicanos: el peyote y el San Pedro. Una geografía espiritual hasta entonces explorada únicamente por místicos y algunos pocos artistas visionarios se convirtió en la década de los sesenta en el destino de un turismo psicodélico de masas, ávidas de vivencias nuevas que dieran sentido a sus existencias y, siguiendo el mantra del célebre gurú de la contracultura Timothy Leary, les permitieran “conectar, sintonizar y escapar” (“turn on, tune in, drop out”). Las drogas alucinógenas en general y en particular el LSD fueron el carburante de un movimiento, cuyo rito iniciático consistió en “colocarse”, por decirlo con una expresión vulgar pero elocuente. En esos viajes interiores la añoranza del absoluto se confundía con el afán de escapar de la gris realidad; y el anhelo de un mundo mejor, con el deseo de retornar a la naturaleza. Las plantas se convirtieron en los mensajeros de unos dioses que habían abandonado los cielos y se habían refugiado en el secreto jardín de la conciencia. Sus fuerzas ocultas y facultades proféticas liberaron a toda una generación de las cadenas de la rutina y el conformismo. Gracias a las drogas no pocos descubrieron lo que de espíritu tiene la química.
Para ilustrar lo que quiero decir contaré la historia de cómo se descubrió la substancia preferida por los psiconautas de la época: el LSD. El ácido lisérgico es el elemento común a todos los alcaloides del cornezuelo (Claviceps purpurea), un hongo parásito del centeno y otras gramíneas silvestres. Antes de que se descubrieran sus aplicaciones medicinales, este fue el causante de intoxicaciones y envenenamientos masivos durante la Edad Media. El pan horneado con harina de centeno infectado provocó por toda Europa brotes epidémicos de ergotismo o peste gangrenosa y convulsa, bautizada popularmente como fuego sacro, mal des ardents o ignis acer, debido a las altas fiebres que padecían los afectados. Pasarían siglos hasta que se encontrara la relación entre esta enfermedad mortal y el cornezuelo, y eso que, desde antiguo, las comadronas acostumbraban a hacer uso de ese hongo para aumentar las contracciones uterinas y acelerar el parto. Durante la primera mitad del siglo xix los científicos intentaron obtener los principios activos de esta poderosa droga, pero hasta bien entrado el siglo xx no lograrían aislar el ácido lisérgico.
Fue en 1938 cuando Albert Hofmann (1906-2008), un químico suizo que trabajaba para los laboratorios farmacéuticos Sandoz, sintetizó por primera vez el LSD-25 (la dietilamida de ácido lisérgico, lyserg-säure-diathylamid por sus siglas en alemán) mientras investigaba sobre las propiedades medicinales del ácido. Tras las primeras pruebas clínicas con animales, los resultados no estuvieron a la altura de las expectativas y la experimentación se abandonó. Pasarían cinco años antes de que, llevado por el presentimiento de que la molécula número 25 de aquella larga serie de ensayos podría poseer alguna cualidad relevante, reemprendió su estudio y elaboró de nuevo aquel derivado sintético del ácido lisérgico. Quiso la casualidad que, durante sus manipulaciones en el laboratorio, asimilara accidentalmente, tal vez por vía cutánea, una cantidad de esa substancia insignificante pero suficiente para provocarle una creciente sensación de desorientación y mareo. En vista de que los síntomas no remitían y su confusión iba en aumento, solicitó a su ayudante que lo acompañara a su domicilio. Cubrieron el trayecto en sus bicicletas, y por más que no cesaba de pedalear, Hofmann tenía la angustiosa impresión de no avanzar. Aquel recorrido duraría en su cabeza una eternidad y pasaría a la historia como el primer viaje de ácido, dando nombre a la experiencia. Al llegar a casa, empezó a tener vívidas alucinaciones, por lo que, preso del espanto, hizo venir urgentemente a su médico de cabecera, convencido de que se encontraba a las puertas de la muerte o la locura. El facultativo buscó inútilmente algún indicio de patología, pero lo único llamativo de su estado físico eran unas pupilas anormalmente dilatadas.
Tuvieron que pasar seis largas horas antes de que se recuperara del “colocón” y regresara a la realidad convertido en otro. El protagonista de esta historia recreó ese momento estelar en varios libros y una infinidad de entrevistas y apariciones públicas con estas u otras palabras parecidas:
Después de algún tiempo con los ojos cerrados, comencé a disfrutar de una fantástica explosión de colores y formas que daba gusto observar. Luego me dormí, y al día siguiente ya estaba perfectamente. Me sentía fresco y renacido. Era una mañana de abril y salí al jardín. Había llovido durante la noche, y tuve la sensación de que lo que veía era la tierra y la belleza de la naturaleza tal y como era justo tras su creación. ¡Era una experiencia maravillosa! Había vuelto a nacer, y veía la naturaleza bajo una luz nueva.
Esta descripción de su jardín, a la que solo cabe calificar de psicodélica incluso antes de la invención de la palabra, ejercería un decisivo influjo sobre la generación flower power, configuraría su imaginario colectivo y acabaría convirtiéndose en un cliché literario. En cuanto a Hofmann, aquella experiencia resultó transformadora para el hombre de ciencia, y marcó un antes y un después en su biografía. Bastaron 0,25 miligramos de tartrato de dietilamida de ácido lisérgico, disuelto en apenas 10 centímetros cúbicos de agua, para hacer de él un hombre profundamente espiritual, defensor de la unidad de todo lo viviente y un pionero de la ecología profunda. Desde el primer momento, fue plenamente consciente de la importancia de su hallazgo y del potencial que tendría en farmacología y neurología una sustancia capaz de provocar tal alteración de la conciencia en unas dosis tan bajas, por no mencionar que no dejaba resaca y permitía conservar la memoria detallada de lo vivido. Por la misma época en que, en el desierto de Los Álamos (Nuevo México), un equipo de renombrados físicos e ingenieros construían en secreto la primera bomba atómica, que pondría fin a la Segunda Guerra Mundial, muy lejos de allí, en la neutral Suiza, ese joven químico daba accidentalmente con la fórmula del LSD. La icónica imagen del hongo nuclear reverbera en la de los hongos alucinógenos, emblema y desencadenante de la explosión psicodélica, cuya onda expansiva ha llegado hasta nuestros días.
En 1947 la compañía Sandoz empezó a comercializar el LSD-25 con el nombre de Delysid como un fármaco para el tratamiento psiquiátrico. Estuvo a la venta hasta 1966, en que fue retirado del mercado tras una agresiva campaña que demonizaba su uso recreativo. En 1971 se convirtió finalmente en una substancia ilegal en Estados Unidos y no tardó en serlo en el resto de los países, lo que no impidió que se siguiese consumiendo clandestinamente.
Hofmann estaba convencido de que el uso de psicodélicos, a los que, con una devoción tal vez excesiva, consideraba drogas sagradas, ofrecía una forma de trascendencia que podría ayudar a superar la honda crisis moral que ahogaba a la sociedad contemporánea. El LSD era la llave que permitía abrir las puertas de la percepción, purificar la mirada y contemplar una verdad más profunda y relevadora. Ahí radicaba su verdadera importancia. Son ilustrativas de esta conversión espiritual a la que aspiraba las siguientes palabras entresacadas de su obra La historia del LSD (1979), publicada cuando ya había superado los setenta años:
En el campo y en el bosque, y en el mundo animal que allí se guarece, incluso en cada jardín, se hace visible una realidad que es infinitamente más real, antigua, profunda y maravillosa que todo lo creado por la mano del hombre, y que perdurará cuando el mundo muerto de las máquinas y el cemento armado haya desaparecido y se haya derrumbado y oxidado. En el germinar, crecer, florecer, tener frutos, morir y rebrotar de las plantas, en su ligazón con el sol, cuya luz son capaces de transformar bajo la forma de compuestos orgánicos en energía químicamente ligada, de la cual luego se forma todo lo que vive en nuestra Tierra…, en esta naturaleza de las plantas se revela la misma fuerza vital, misteriosa, inagotable, eterna, que nos ha creado también a nosotros y luego nos vuelve a su seno, en el que estamos protegidos y unidos con todo lo viviente.
Y llegados a este punto, conviene recordar que la práctica totalidad de las culturas han utilizado las plantas y las setas como catalizador espiritual y se han servido de ellas para comunicarse con los antepasados y adivinar el futuro. En todas las épocas y bajo todos los cielos, los humanos, que alguien definió como un ombligo mal curado, han ingerido hojas, raíces, flores, bayas con propiedades alucinógenas a fin de trascender la individualidad y religarse umbilicalmente con la naturaleza y el cosmos. No es casual que en la lengua náhuatl, utilizada por los indígenas mazatecos del sur de México, se designe a los hongos alucinógenos como “carne de los dioses”.
Es cosa sabida que, en el mundo grecolatino, los participantes en los Misterios de Eleusis, entre los que se encontraban Pausanias, Platón, Cicerón y otras muchas figuras relevantes, ingerían como parte del ritual sagrado una pócima, llamada kykeon, que contenía cornezuelo. Más difícil es saber hasta qué punto la experiencia de la disolución del yo y la muerte simbólica, experimentadas por el iniciado durante el trance, pudieron inspirar a algunos filósofos de la Antigüedad visiones intelectuales tan originales como el mundo de las ideas o la concepción del cuerpo como cárcel del alma.
Salvando las distancias y los siglos, las drogas psicodélicas de origen vegetal o fúngico desempeñaron un importante papel en la revolución mental que, mucho tiempo después, conduciría a la aparición de los ordenadores personales y el descubrimiento del ciberespacio. La contracultura californiana de los años sesenta es un río con muchos afluentes: los beatniks, los hippies, el underground, la antipsiquiatría, el neorientalismo…, que fluye trazando vueltas y revueltas a lo largo de toda la segunda mitad del siglo xx, mientras fertiliza con sus turbias aguas el imaginario colectivo de varias generaciones. Ingerir LSD, fumar hierba, programar software, viajar a la India, practicar el amor libre, participar en marchas o sentadas antimilitaristas, escuchar rock eran otras tantas maneras de rebelarse contra una sociedad materialista e inauténtica, resistir al conformismo y el adocenamiento e intentar cambiar el mundo. Aquellos jóvenes melenudos siguieron consumiendo las drogas con un sentido sacramental, solo que los rituales cambiaron.
Esta dimensión espiritual de las drogas con efectos alucinógenos ha llevado a que, para distinguirlas de las utilizadas con fines recreativos, algunos expertos prefieran hablar de “enteógenos” (que en griego significa literalmente ‘dios dentro de nosotros’) para referirse a unas substancias que permiten tener a las personas una vivencia de lo numinoso tan intensa que transforma su conciencia. Esta experiencia extático-visionaria, no por sobrecogedora menos catártica, lleva a trascender las coordenadas espaciotemporales, los límites corporales y borrar las barreras entre lo objetivo y lo subjetivo. A los iniciados se les revela en un estado de ebriedad una verdad más profunda y universal, que late tras las apariencias y mora en su interior. Y tras experimentar la unión mística con la divinidad y la armonía cósmica, renacen a la vida confortados por esas visiones y liberados del temor a la muerte. Sigue siendo un profundo misterio por qué el ácido lisérgico, la psilobicina y otros alcaloides de origen vegetal o fúngico poseen una composición química afín a los neurotransmisores y, por usar una expresión moderna, pueden hackear nuestros circuitos cerebrales y acoplarse a los receptores de la dopamina. Hay muchos puntos oscuros y seguramente seguirá habiéndolos acerca de por qué evolucionaron hasta ser capaces de alterar nuestra psique e inducir estados alterados de conciencia trascendentes, pero una cosa está clara: resulta difícil exagerar la importancia de las experiencias alucinatorias en el arte, la religión y la filosofía. De ahí también que, como ya sucedió en los años sesenta, diferentes psicoterapias alternativas intenten aprovechar el potencial transformador de las drogas psicodélicas para abordar con relativo éxito el tratamiento de la esquizofrenia, el alcoholismo o la depresión, e incluso asistir a los enfermos terminales y mejorar los cuidados paliativos.
La intención con que se ingieren los alucinógenos determina su efecto. Tanto es así que, dependiendo del contexto, las expectativas o el marco social, las mismas vivencias se pueden interpretar como un delirio tóxico o una experiencia transformadora, una psicosis transitoria o unas vacaciones de uno mismo, una epifanía espiritual o un cuadro de despersonalización, la locura o el éxtasis. Comoquiera que sea, esos estados alterados de conciencia nos recuerdan que la realidad no es tan sólida e irrebatible como habitualmente suponemos, sino una ilusión cognitiva consensuada con otros yos. Superan nuestra capacidad de comprensión y nos sumen en la perplejidad más absoluta. Y no olvidemos que el asombro no es solo la emoción fundacional de la filosofía y el acicate por excelencia de la curiosidad científica, sino también otra manifestación del temor reverencial ante el misterio de la existencia y lo desconocido que nutre la fe religiosa. No por nada, “estupefaciente” se dice de una substancia que altera la conciencia y produce estupefacción. A medida que nuestra cultura se ha vuelto más materialista, individualista y laica, las drogas han perdido su significado espiritual y su dimensión sagrada para transformarse en válvulas de escape de la ansiedad social y tóxicos recreativos, objeto de un consumo escapista.
No faltará tampoco quien piense que una sociedad enferma requiere drogas para no perder el juicio. El incremento exponencial en el consumo de ansiolíticos y antidepresivos es un indicio revelador de hasta qué punto resulta difícil mantenerse cuerdo en las sociedades supuestamente del bienestar. Si concedemos crédito a las estadísticas, las personas que toman medicamentos con efectos psicoactivos superan ampliamente a las que se someten a psicoterapia, y su número solo es comparable a las que, dicho sea sin ninguna ironía, se automedican con sustancias prohibidas. La distinción entre drogas legales e ilegales siempre ha sido bastante borrosa, y ha dependido más de criterios políticos o culturales que objetivos. Del mismo modo que, como escribió Paracelso, la dosis convierte el remedio en veneno, la receta transforma los estupefacientes en medicinas. El elevado consumo de psicofármacos y drogas pone de manifiesto, más que nuestra capacidad para aliviar el sufrimiento, nuestra creciente dificultad para soportarlo.
Según las previsiones de los expertos de la Organización Mundial de la Salud, la mitad de los escolares occidentales padecerá a lo largo de su vida adulta depresión u otros graves problemas mentales a causa del estrés. Los primeros indicios de esa pandemia ya están a la vista para quien quiera percibirlos. Cada vez son más los niños y adolescentes diagnosticados de todo tipo de síndromes, trastornos, dificultades de aprendizaje y necesidades socioemocionales, y que requieren atención psicológica especializada. Seguramente somos más conscientes que nunca del sufrimiento anímico y sus secuelas, pero eso no basta para explicar la creciente medicalización de los menores. No voy a argumentar contra el consumo de ansiolíticos, antidepresivos u otros psicofármacos, ni a sugerir que un diagnóstico y cuidados tempranos no resulten recomendables, me limitaré a señalar que los padecimientos y zozobras internas reflejan las alienaciones sociales. Es más que comprensible que a muchos de los adultos les invada la incertidumbre ante el futuro, y se sientan insatisfechos por no poder cumplir unas ilusorias expectativas de felicidad, estatus y logros materiales. Abrumados por unas aspiraciones irrealizables, pero a las que tampoco pueden renunciar, sucumben a la pesadumbre y la angustia, y buscan que los medicamentos y las drogas les rediman de sí mismos.
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