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leer antes de reciclar

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Quiero mejores metáforas. Quiero mejores historias. Quiero más apertura. Quiero mejores preguntas. Solo gracias a todo eso dispondremos de herramientas a la altura de las increíbles posibilidades y las terribles realidades a las que nos enfrentamos.

rebecca solnit

Un día planteé a un grupo de estudiantes de diecisiete años cuál era el principal problema al que se enfrentaba la humanidad, la mayoría del grupo convino en que era la emergencia climática. Tanto da si se hacía eco de una preocupación generalizada por el calentamiento global o expresaban su íntima preocupación por el destino que les aguardaba, esa cuestión no dejaba indiferente a ninguno. Todos se sentían atañidos por el tema y llamados a actuar, lo que propició un tan encendido como estéril debate sobre los límites del crecimiento. Reproducían con sus palabras los manidos argumentos utilizados por tecnooptimistas, catastrofistas, valedores de la sostenibilidad y demás posturas. Con la insolente ingenuidad de la adolescencia, unos argüían que los robots acudirían en nuestro rescate y nos salvarían de un desastre anunciado. Otros, por el contrario, fantaseaban con ecoutopías o vaticinaban cómo sería el día siguiente al holocausto climático. Cuando les recordaba que esa posibilidad no era el argumento de un videojuego, que tras el game over el juego no volvería a comenzar, me respondían con una mezcla de confusión y rabia que no era culpa suya.

Eran conscientes de que el maltrecho planeta que heredarán de sus mayores comprometerá sus oportunidades, hipotecará su futuro y les condenará en no pocos casos a engrosar las filas del precariado social o, por usar la expresión de Yuval Noah Harari, la clase inútil. Quizá no haya una prueba más inapelable y contundente de la lucropatía y el individualismo imperante en nuestra época que la escasa o nula sensibilidad hacia las necesidades de los que vienen detrás de nosotros. Las cifras de desempleo juvenil, que oscilan entre el 25% en los países supuestamente avanzados y más del 50% en el resto, revelan que el vigente modelo económico ha quedado obsoleto y no puede garantizar la prosperidad. La falta de solidaridad intergeneracional evidencia la honda crisis ética y la pérdida de valores que se halla detrás de la crisis ecológica. No encontraremos soluciones efectivas a esta sin abordar antes aquella, superar nuestro malsano egoísmo y dotarnos de nuevos códigos de conducta. La transición hacia un futuro sostenible, además de energética y económica, debe ser también moral. A fin de cuentas, no hay mayor innovación que un cambio de mentalidad.

Todos y cada uno de nosotros, sin excepción, estamos embarcados en un experimento medioambiental de resultados impredecibles. No podemos seguir creciendo al ritmo actual sin acercarnos al horizonte de un colapso medioambiental. El creciente impacto de la actividad humana sobre los ecosistemas terrestres y marinos está comprometiendo las condiciones de la vida en la Tierra. ¿Cuánto más podremos seguir violentando la biosfera sin provocar una catástrofe e, irónicamente, una abrupta regresión al estado de naturaleza? El riesgo de ecocidio es tan real que, según muchos científicos y activistas, hemos entrado en una nueva era geológica: el Antropoceno, caracterizada por la dominación de los humanos sobre el planeta. En todas las latitudes los paisajes antropizados suplantan a la naturaleza salvaje, que va camino de convertirse en un bien escaso, cuando no de desaparecer o alcanzar la categoría de mito o concepto metafísico. Todo empieza a ser naturaleza humana, manufacturada en mayor o menor medida. Nuestro futuro se halla limitado por la ausencia de límites.

No sé si, como sugiere Gunter Pauli entre otros expertos, la actual emergencia climática es una bendición disfrazada de amenaza, que nos impulsa a cooperar, reformar nuestro modo de pensar y comportarnos, cambiar de paradigma económico y dar un salto evolutivo. Sea como fuere, la crisis medioambiental nos concierne a todas y todos. Y por acción u omisión nos posicionamos frente a ese dilema. Sabemos en nuestro interior que no somos los dueños del planeta, pero continuamos gastando más recursos de los que disponemos y comportándonos con imprudente temeridad. Asumimos que el crecimiento económico no puede ser ilimitado, pero nos resistimos a vivir por debajo de nuestras posibilidades. Veneramos la Tierra, pero estamos en guerra con ella. Somos naturaleza, pero también su amenaza más seria.

Son muchos y muy graves los problemas socioecológicos que ponen en peligro la viabilidad de nuestra civilización: la extinción de especies, la deforestación, la acidificación de los océanos, el aire irrespirable, la escasez de agua potable y un largo etcétera. Hace demasiado tiempo que sobrexplotamos los recursos naturales y que las demandas de materias primas y fuentes de energía exceden la capacidad de regeneración de la Tierra. Si partimos de la premisa de que no es sostenible en el tiempo nuestro sistema de consumo y producción, ni por supuesto extensible a todos los habitantes del planeta, no nos queda otro remedio que cambiar para sobrevivir. El porqué está claro, pero seguimos discutiendo cómo conciliar el imperativo capitalista de maximizar los beneficios con el desarrollo sostenible, el mandato de dar al consumidor lo que pide con la acuciante necesidad de frenar el consumo per cápita, y el libre comercio global con la conveniencia de imponer restricciones a esa forma de fraude consentido que es la publicidad y el marketing. Estamos descubriendo con una mezcla de desconcierto y pesadumbre que una sociedad insaciable engendra individuos insatisfechos, ávidos de gratificaciones inmediatas y manipulables mediante expectativas ilusorias. Y para colmo de males, resulta cada vez más difícil no sentirse desencantado de la democracia cuando la desigualdad rebasa todos los límites y no cesa de crecer. Mientras avanzamos hacia un sistema de castas climático, la cuenta atrás prosigue.

Cada vez son más las voces autorizadas que abogan por cambiar un modelo lineal de economía, ineficiente e insostenible, basado en comprar, usar y tirar, por otro circular y regenerativo, que emule la compleja simplicidad de la naturaleza, sus principios de diseño y su dinámica cíclica, y se desligue de la obsolescencia programada y la lógica depredadora de la rentabilidad a cualquier coste. La economía circular, en la que catalizan las enseñanzas de una amplia variedad de teorías desarrolladas en las últimas décadas, está llamada a revolucionar nuestro estilo de vida y modificar radicalmente nuestros patrones de producción y consumo. Si queremos cambiar estos antes de que sea demasiado tarde y esté fuera de nuestro alcance decidir nuestro futuro, urge refundar la alianza con la naturaleza. Por muy importante que sea promover la gobernanza internacional, establecer límites planetarios al crecimiento industrial, potenciar la eficiencia energética y abogar por la sobriedad feliz y la simplicidad voluntaria, se requiere algo más para salir de la encrucijada en que nos hallamos. Además de alcanzar acuerdos deliberativos, desarrollar innovaciones ecotecnológicas y acelerar la transición hacia una economía circular, es preciso colonizar el imaginario colectivo con una nueva narrativa, que movilice las luminosas fuerzas del eros y el altruismo para salvar lo que amamos. Ese mito fundacional de una nueva era de ilustración ecológica debe satisfacer la necesidad primordial de arraigo y pertenencia de los terrícolas, dotar de sentido a los sacrificios necesarios para revertir la situación y aunar subjetividades en la tarea común de poner freno a la degradación de la biosfera. Antes de que no haya tiempo para rectificar y atravesemos el umbral de un calentamiento irresistible, debemos aprender a conciliar las necesidades de la civilización humana con el cuidado de la Tierra-patria, por usar la expresión del filósofo Edgar Morin.

Frente al coro de agoreros del cambio climático, que vaticinan una inminente catástrofe medioambiental, se alza otro de voces igualmente autorizadas que auguran el advenimiento de una nueva era de inteligencia ecológica, donde los hidrocarburos serán sustituidos por fuentes de energía renovable digitalizada y los modelos empresariales lineales, condenados al fracaso, dejarán paso a otros circulares, de cero emisiones y residuos. Michel Serres (un nuevo contrato socioecológico), William McDonough y Michael Braungart (diseño de la cuna a la cuna), Gunter Pauli (la economía azul) y Jeremy Rifkin (New Green Deal Global) son algunos de los visionarios de este gran salto adelante. El opti­­mismo que destilan sus redentoras propuestas tecnoutópicas contrasta vivamente con el paralizante pesimismo de los milenaristas climáticos, que hablan de la venganza de la Tierra y el final de la historia humana e invitan al sálvese quien pueda. La ideología economicista del crecimiento indefinido va cediendo el terreno a una comprensión más profunda de la unidad de todo lo viviente. Y la visión reduccionista de que la naturaleza representa un bien de consumo más, es sustituida por la de la Tierra como un organismo vivo y autorregulado, un sistema de sistemas. Términos como biomímesis, ecosofía y permacultura forman parte de un mismo campo semántico, al igual que diseño regenerativo, economía azul y esperanza activa. A lo largo de las últimas décadas se ha ido fraguando una nueva conciencia, que trasciende el pensamiento ecológico o, mejor sería decir, lleva sus principios hasta las últimas consecuencias, y cuya mitología se está todavía construyendo.

Conocemos la trama de ese épico relato que todos estamos llamados a encarnar. Su argumento narra la odisea de la gran familia humana, conminada a cambiar para no extinguirse, a actuar junta con un propósito y transformar su espíritu de conquista en voluntad de cooperación. Mientras descubrimos las palabras justas para contar esas realidades que rebasan nuestros marcos conceptuales, podemos empezar por asumir que el animal humano no está solo. Comparte el planeta con muchos otros seres vivos, más del 90% de los cuales son plantas. “El alquimista supremo”, las ha llamado la bióloga Sandra Myrna Díaz.

Un hecho en el que nunca se insistirá suficiente es que todas las formas de vida están conectadas y sostienen un incesante diálogo las unas con las otras del que todavía lo ignoramos casi todo. Sabernos emparentados genéticamente con el resto de los seres vivos nos debería servir de cura de humildad y prevenirnos contra la perniciosa arrogancia de sentirnos superiores. El compartir el ADN con los otros habitantes del planeta nos arraiga y religa, pero también comporta una gran responsabilidad. La codependencia de todos los organismos constituye al mismo tiempo una revelación espiritual y un dato empírico, un misterio insondable y el fundamento de la biología. Todos somos parte de lo mismo. Animales, plantas y humanos estamos hechos de los mismos átomos y compartimos el mismo código genético. También nos hallamos hermanados por la compasión, la simbiosis, el amor divino, la energía cósmica o como quiera que llamemos a esa mano invisible que teje la trama de la vida. Los seguidores de Adam Smith seguramente verán reflejada en los ecosistemas naturales la imagen del libre mercado, con miles de actores que interactúan siguiendo sus impulsos egoístas para lograr el bien común, y se sentirán sin duda tentados de pensar que trabajar con y como la naturaleza es el horizonte ha­­cia el que dirigirse.

Un buen ejemplo de lo que venimos diciendo es un árbol. Este es un prodigio de ecoeficiencia, la viva imagen de la sostenibilidad y la metáfora visual de una economía circular. A diferencia de nuestra especie, este no genera residuos ni emisiones. No malgasta y tampoco consume más de lo que necesita. Sus ocasionales desechos son alimento para otros. Las ramas secas, las hojas muertas y los frutos caídos se convierten en humus fertilizante, que provee de nutrientes y ofrece cobijo a microorganismos, hongos, insectos y gusanos, cuyos restos y deyecciones enriquecen el suelo y regeneran su fecundidad. El aparente derroche de producir tantas semillas y hermosas flores, lejos de ser un gasto de energía superfluo, sirve para atraer a los insectos polinizadores y reclutar para su causa a otras especies mutualistas, entre las que se encuentran también los humanos.

No solo es pionero en el uso de materias renovables y la gestión de residuos, sino que también nos enseña cómo conseguir más con menos. Hasta la más imponente secuoya ha nacido de un pequeño grano, que cabe en la palma de una mano. En la semilla se encuentra en potencia el árbol y este produce incontables semillas. Se podría decir sin exagerar que multiplica la riqueza y ofrece más de lo que consume. Solo por eso merecería ser considerado el paradigma de la autosuficiencia y la productividad. Además de representar una fuente de inspiración para nuestros proyectos, constituye también, yendo un paso más allá, un maestro de vida. Del mismo modo que extraemos de sus frutos, hojas, corteza y raíces los principios activos para elaborar muchos remedios y medicinas, con los que curar los males del cuerpo, podríamos asimismo aprender de él valiosas lecciones sobre “la ardua ciencia de saber vivir bien” de la que hablaba Michel de Montaigne. El árbol predica con el ejemplo. Materializa una parábola sobre la sobriedad feliz, cuya moraleja reza: la plenitud es lo contrario del despilfarro.

Por lo demás, los árboles no existen aislados de su entorno. Están ligados por un pacto de dependencia mutua y una alianza de solidaridad con sus vecinos. Tan solo a los animales racionales se les ocurre extraer de la tierra bienes y riquezas sin devolver a cambio nada fácilmente reutilizable, degradando la trama ecológica de la que dependen. Mientras que la naturaleza responde al reto de la supervivencia con el florecimiento de la biodiversidad y las redes simbióticas, la industria humana apuesta por la uniformización y la lógica del máximo beneficio. Seguramente nos iría mejor si emuláramos la eficiencia funcional de los árboles, así como su actitud vital.

Habrá también quien piense que se trata solo de una simple metáfora, de poesía barata, y que se necesita mucho más para cambiar el rumbo de los acontecimientos y un modelo económico condenado al fracaso. Pero se equivocan los que pasan por alto la aversión a la incertidumbre de los humanos e ignoran su dificultad para vivir sin ficciones consoladoras. Que las personas cambien de hábitos y se comprometan con la sostenibilidad, el decrecimiento o el conservacionismo no depende de añadir más evidencias del calentamiento global, la extinción de las especies o la contaminación atmosférica, ni tampoco de elaborar argumentos más convincentes sobre la urgencia y la magnitud del problema o aportar cifras más abrumadoras sobre el aumento de la temperatura, el nivel de los océanos o la concentración de partículas nocivas en el aire o de microplásticos en las aguas de los mares. La solución ahora requiere de persuadirles con un relato, alternativo a la cultura del despilfarro y la celeridad, que corrija nuestra tendencia a normalizar lo anormal y a olvidarnos de que somos hijos de la biosfera. Para afrontar los estragos del Antropoceno necesitamos una nueva narrativa, que conjugue las enseñanzas de hoja perenne de la filosofía con la fe en la duda de la ciencia, y plantee una relación con el planeta no fundada en la rapiña y el consumo desenfrenado de los recursos, sino en el conocimiento, el cuidado y el respeto.

Una de las más hermosas historias que se ha contado la humanidad para no perder la fe en el futuro y no morir de la verdad, como diría Nietzsche, es la visión de la Tierra como un organismo vivo, autónomo y autorregulado, del cual formamos parte y del que dependemos para sobrevivir. No es casual que James Lovelock desarrollara la teoría Gaia al mismo tiempo que se difundían las primeras fotografías del planeta azul tomadas desde la exosfera por las distintas misiones espaciales. Resultan elocuentes a este respecto las palabras del astronauta Bill Anders, quien, en 1968, viajaba a bordo del Apolo 8 y tomó una de las instantáneas más emblemáticas: “Hemos hecho todo este camino para explorar la Luna y lo más importante es que hemos descubierto la Tierra”. Las imágenes de esa frágil nave interestelar, por usar una expresión de la época, en la que la humanidad entera vagaba por la inmensidad del cosmos, no dejaron indiferente a nadie y contribuyeron al despertar de la conciencia planetaria. Muy pronto surgieron las primeras asociaciones ecologistas. Compartir el mismo hogar y un destino común hermanaba a la gran familia sapiens con el resto de los pobladores no humanos de ese paraíso terrestre o jardín planetario. Otro tanto había ocurrido un siglo y pico antes cuando la publicación de El origen de las especies (1859) de Charles Darwin puso en circulación la idea de que las personas eran primates evolucionados. Las primeras asociaciones de defensa de los animales se crearían poco tiempo después, presumiblemente inspiradas por la poderosa narrativa del darwinismo, que destronó al Rey de la Creación, bajó del pedestal al ser humano y lo convirtió en una criatura más del reino animal.

Según no pocos expertos, el siguiente paso será la ruptura de la línea evolutiva y el advenimiento de la poshumanidad o transhumanidad a través de la alianza de la inteligencia artificial con la ingeniería genética. Pero el cambio climático avanza más rápido que nuestras tecnologías, y sobrevivir a él no pasa por usurpar el papel de Dios Creador y escapar a la prisión del yo, accediendo a otro nivel de existencia descarnado y virtual, sino por ahondar en nuestra humanidad y superar la dicotomía naturaleza y cultura, dejando atrás nuestros prejuicios antropocéntricos. Al mismo tiempo que nos concienciamos de ser terrícolas, se va adueñando de nosotros el temor de que la Tierra se tome la revancha y se vengue de nuestros continuados expolios y desmanes. Y los sapiens nos convirtamos en otra especie más al borde de la extinción.

El cambio climático prolonga una larga tradición de profecías milenaristas, que auguran el final de los tiempos. La huella del carbono se suma a la larga lista de calamidades que, a lo largo de los siglos, han hecho sonar las atronadoras trompetas del apocalipsis. Su estremecedora y aciaga melodía alerta a la humanidad de que se acerca el armagedón. Esta fatídica amenaza, de la que esta vez somos responsables únicamente nosotros, nos apremia a cooperar en la salvación de la casa común del mundo. Anticipando lo que sucederá nos aliviamos de la ansiedad ante el futuro y nos engañamos con la falsa ilusión de controlar los acontecimientos. Arropamos nuestra vulnerabilidad con narraciones que dirigen y dotan de sentido nuestros actos, y hacen más soportable la realidad. En vista de que nuestra percepción del porvenir condiciona el presente, debemos ser muy cautos a la hora de elegir las ficciones conforme a las que queremos vivir. Esos indispensables relatos, que nos crean y creamos, convierten el desierto del sinsentido en un jardín habitable.

Los sapiens estamos diseñados para sobrevivir, pero no para conocernos a nosotros mismos. Aunque nuestra facilidad para en­­gañarnos nos ha ayudado a lo largo de nuestra historia evolutiva a encarar las adversidades y superar los más variados retos como especie, ha terminado por convertirse en el principal escollo a la hora de percatarse de la envergadura del problema y afrontar sin demora la emergencia climática. Lo que todos debiéramos comprender es que negar las evidencias y escapar de la realidad de los mil y un modos que hemos perfeccionado a lo largo de los siglos solo empeorará las cosas. Tan inoperante y escapista es melodramatizar como resignarse, cerrar los ojos a las inequívocas señales de alarma como asumir que está fuera de nuestro alcance la solución al problema. Debemos optar entre estar a la altura de las circunstancias y cambiar sin garantías o ir detrás de los acontecimientos y acarrear las consecuencias.

A estas alturas, la conservación de la especie depende irónicamente del instinto de conversación o, para decirlo más claramente, de recuperar la ética filosófica del diálogo y su vieja aspiración a vivir conforme a la naturaleza. Esa es la última frontera del pensamiento crítico. Si pretendemos convertir la crisis ecológica en una oportunidad y salir airosos de la encrucijada en la que nos hallamos, debemos curarnos de la miopía antropocéntrica, vencer la tentación del autoengaño y repensar qué significa ser humano. Esa actitud, teniendo profundas implicaciones económicas y políticas, es fundamentalmente una empresa filosófica. La búsqueda sin término de la verdad tras las apariencias y la lucha contra las falsas opiniones ha sido desde antiguo el principal acicate de los amantes de la sabiduría. Tan cierto como que la crisis ecológica encubre una crisis ética y existencial es que no habrá justicia climática mientras no hagamos nuestros los valores filosóficos de la moderación, la prudencia, el espíritu crítico y la suficiencia racional.

Además de un animal lingüístico, social, político, en celo permanente, dotado de la facultad de reír, consciente de que va a morir y que trabaja para cubrir sus necesidades, el primate humano es por naturaleza y vocación un aprendívoro. El afán de saber constituye no solo el rasgo distintivo de nuestra especie, sino lo que dota de valor y sentido a nuestra existencia particular. Durante nuestro tránsito por este mundo todo nos interpela. Hasta tal punto es así, que, como escribió José Saramago, la vejez empieza cuando perdemos la curiosidad. Su cultivo representa el primer y último propósito de la educación, pues una vida plena significa una vida de continuo aprendizaje.

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