Читать книгу Demasiado odio - Sara Sefchovich - Страница 14
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ОглавлениеPor la ventana de la cocina los vi venir. Luego luego se miraba que no era para nada bueno.
Apenas tuve tiempo de avisarle a Poncho, cuando ya habían tirado la puerta y ya se habían metido a la casa.
Eran cuatro con unas armas enormes que empuñaron contra nosotras. ¿Dónde está ese hijo de puta? preguntaban mientras buscaban por todas partes gritaban insultaban. No sabemos decía doña Lore, él nunca nos avisa a dónde va ni cuándo va a regresar. Como eso no les gustó, pues así sin más le metieron dos tiros. Luego le preguntaron lo mismo a la abuela, que no contestó pero jaló a la sirvienta y se cubrió el cuerpo con ella. La bala que iba para la anciana le rozó el brazo a la muchacha y de allí se fue derechito al perico, que en su jaula gritaba enloquecido.
A mí uno me dio un golpe tan fuerte que fui a dar bajo la mesa y a las dos niñas se las llevaron pataleando y gritando enloquecidas.
Pero por más que hicieron todo eso y por más que voltearon la casa patas arriba, no encontraron al Poncho.
Cuando se fueron, aquello era un desastre. De todas las mujeres de la casa, una era cadáver, otra estaba herida, una golpeada y la abuela a punto de un ataque al corazón. Y había dos menos.
Poco a poco me pude levantar, aunque todo el cuerpo me dolía. Lo primero que hice fue tomarme una de aquellas pastillas que alguna vez, cuando me dieron otra golpiza, me había recetado el doctor. Y en cuanto me hizo efecto, empecé a actuar.
A doña Lore, que había quedado al pie de la escalera, la envolví en una sábana grande para poderla arrastrar hasta la sala, donde la acomodé muy estiradita encima del tapete y le prendí una veladora. A la abuela, que había quedado paralizada en su sillón, le preparé un té de tila y la llevé a su cama donde la acosté para que descansara. A la sirvienta, que había quedado tirada en el piso, la puse en la cama de una de las niñas desaparecidas y la curé como Dios me dio a entender, con puro alcohol y más alcohol. Pero como la herida no paraba de sangrar, corté una sábana y se la amarré bien apretada como había visto en la televisión que se hacía para parar las hemorragias, y le di también de las medicinas que habían sobrado de cuando yo estuve lastimada.
Era casi una niña y me miraba con ojos de cordero asustado cuando le saqué la plática.
¿Dónde es tu cuarto? pregunté.
No tengo cuarto seño contestó.
¿Dónde duermes? pregunté.
Pongo mi catre en la despensa seño contestó.
¿Dónde es tu baño? pregunté.
No tengo baño seño contestó.
¿Dónde haces tus necesidades? pregunté.
En la coladera del patio de atrás de la cocina seño contestó.
¿Dónde te bañas? pregunté.
En la misma coladera me echo el cubetazo de agua seño contestó.
¿Y tu familia dónde está? pregunté.
No lo sé seño contestó.
¿Cómo que no sabes? pregunté.
Es que nosotros somos de La Ruana, pero ya se juyeron y quién sabe para dónde contestó.
¿Y por qué huyeron? pregunté.
Porque ya no podían sembrar contestó.
¿Y por qué no podían sembrar? pregunté.
Pero ya no me contestó. Se quedó callada. Y yo no insistí.
Cuando me fui de allí me di cuenta de que no le había preguntado su nombre. En la casa todos la llamaban oye tú y yo también la llamé siempre así.