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Lo primero que hice fue limpiar bien la casa, que había quedado llena de lodo de los zapatos de los atacantes y de sangre de los cuerpos de los atacados. Después puse orden en la cocina la sala y las recámaras, que habían quedado revueltas por la buscadera de los armados. Y por fin, enterré junto al árbol de la calle al perico que todavía estaba en su jaula el pobre, ya duro y apestoso.

En los siguientes días, todo fue atender a las dos enfermas: darles sus baños de esponja ponerles ropa y sábanas limpias administrarles sus medicinas servirles sus comidas y sus tés de yerbas. Yo misma me los tenía que tomar, pues estaba muy triste, extrañaba a doña Lore, extrañaba a las niñas y extrañaba sobre todo a mi muchacho.

Así pasaron varias semanas en las que aquello era un hospital y un lugar de duelo.

Pero cuando doña Livia y la muchachita se sintieron mejor, empecé a salir. Necesitaba aire fresco, caminar.

Las primeras veces fui solamente alrededor de la cuadra, porque me dio miedo aventurarme más lejos en esa ciudad desconocida pero de la que había escuchado cosas tan terribles.

Eran puras casas como la nuestra, una tenía zaguán ciego y otra lo tenía de reja ésta era de dos pisos y aquélla de tres las había pintadas de blanco o pintadas de color con jardinera al frente o sin jardinera al frente, pero todas muy parecidas. Y todas cerradas a piedra y lodo, las ventanas protegidas con barrotes para que nadie se pudiera meter y con cortinas para que nadie pudiera ver lo que sucedía adentro.

Había algunos árboles sembrados en las banquetas, parecidos al que ahora alberga a nuestro perico, todos maltratados y llenos de basura que se ve llevaba allí un buen rato: vasos de unicel cáscaras de plátano pañales usados.

Pasados algunos días fui más lejos. Las cuadras de los alrededores eran iguales, las mismas casas las mismas banquetas chuecas los mismos árboles maltratados con la misma basura de latas vacías bolsas de plástico restos de comida.

Una de las casas por las que pasé estaba cerrada con cadenas y candados y tenía colgado un pedazo de cartón con un letrero que decía ¿por qué él? Y junto alguien había pegado una hoja de papel con un letrero que decía cállate el osico dices puras estupideses quieres una madrisa.

Pasados otros días fui aún más lejos, siempre pendiente de saber por dónde regresar y siempre atenta a que aún hubiera luz de día. Llegué a una calle ancha en la que había una papelería Carmelita una tortillería El grano de oro una frutería verdulería y recaudería La frescura de Tierra Caliente y una miscelánea El supercito. Había también puestos en los que vendían comida preparada zapatos vestidos juguetes maletas. En el que se llamaba Churrería General de la República vendían los más deliciosos churros, en el que se llamaba Textiles La Fama vendían los más preciosos sarapes, y en el que se llamaba La biblioteca vendían muchas revistas con fotografías de mujeres semidesnudas con unas nalgas descomunales y de asesinados con los ojos muy abiertos.

Otro día llegué hasta una avenida en la que había una tienda de plantas La nochebuena roja y una tienda de telas La seda roja. Entré a las dos, en aquélla estuve viendo las macetas, había rosas de muchos colores y flores azules blancas y moradas y en ésta estuve viendo las muestras, había algodones de muchas texturas y con dibujos gruesos y delgados.

Pensé en aprender a usar las viejas palas arrumbadas en el patio de atrás para sembrar mis propias plantas, y en aprender a usar la vieja máquina de coser arrumbada en la habitación de la difunta para coser mi propia ropa. Empezaría por sembrar flores amarillas ahora que se acercaba el día de muertos, quién quita y a doña Lore eso le gustaría y nos echaría su bendición desde el más allá, y empezaría por coserme una camiseta de esa tela amarilla que tiene dibujos de dólares, montones de billetes de cinco y diez y veinte y cincuenta y hasta de cien, que se enciman y se acomodan para un lado y para otro, quién quita y me darían buena suerte para tenerlos de a deveras.

Unos días después encontré sobre esa misma avenida una tienda en la que vendían libros y discos, en cuyo nombre no me fijé. Los libros no me llamaron la atención, pero los discos sí. Entré y estuve viéndolos todos, uno por uno, y pensé en mandar a componer el viejo tocadiscos que tenían arrumbado en un rincón de la sala para escuchar la música de Michoacán, quién quita y me darían buena suerte para que me aceptaran como de este lugar.

Allí mismo se escuchaba una canción: Soy de puro Michoacán / honrado y trabajador.

Una vez me tocó presenciar un desfile. Eran muchachas con uniformes de gala, marchando muy derechitas, moviendo piernas y brazos al mismo tiempo, con un tambor que les marcaba el paso. Cada contingente llevaba un letrero con el nombre de su escuela: academia de belleza tal escuela de estética tal instituto de maquillaje tal centro de estudios de alto peinado tal. Pensé en aprender a usar la vieja cámara de fotografía que tenían arrumbada en el cuarto de Poncho para retratar lo que estaba viendo, quién quita y cuando regresaran nuestras niñas les gustaría también ser cultoras de belleza.

Otra vez me tocó presenciar un asalto. Eran muchachos con las caras tapadas y armas enormes, que entraron al banco gritándole a todos los presentes que se tiraran al piso, mientras saqueaban las cajas de adentro y los cajeros de afuera. Pensé que convendría tener un celular y tomar un video para mandárselo a la policía, quién quita y tal vez así podrían detener a los delincuentes.

Lo que nunca faltó, hubiera sol o lluvia, desfiles o asaltos, fue el carrito que vendía los elotes. Allí estaba todos los días con la gran olla en la que se mantenían calientes y humeantes, los frascos de vidrio llenos de mayonesa mantequilla chile piquín, y su letrero de colores que anunciaba el nombre de la empresa: my lindo apatsingan.

Una vez mientras comía el mío, una señora que también comía el suyo le preguntó al vendedor: ¿Se acuerda don cuando aquí mismo se paraba uno que vendía hamburguesas que luego resultaron ser de carne de perro?

Yo no me acuerdo de nada respondió el aludido. Lo que era era y lo que es es.

Otra vez cuando ya había terminado el mío, una señora que estaba a punto de empezar con el suyo le preguntó al vendedor: ¿Se enteró don de que en el asalto al banco hubo dos muertos y tres heridos?

Yo no me entero de nada respondió el aludido. Yo me enfoco en mis cosas y que ruede el mundo.

Lo que tampoco nunca faltó, hubiera sol o lluvia, desfiles o asaltos, fue el señor que pedía limosna. Allí estaba todos los días con sus viejos zapatos que alguna vez habían sido negros y su viejo suéter que alguna vez había sido blanco. ¿No tendrá un trabajo para mí? preguntaba a cualquiera que pasara ¿No me puede cooperar para comprarme un taco? pedía a cualquiera que pasara.

Cuando por fin alguien le daba, sonreía con la boca abierta a la que le faltaban los dientes de arriba y hacía por besarle la mano al generoso mientras murmuraba: Diosito le ha de dar más, avíseme cuando vaya a la sierra de Oaxaca, lo recibiremos con mucho gusto.

Una tarde pasó muy despacio una camioneta y aventó algo. Cuando me acerqué a ver, resultó ser un anuncio: Se venden bonsai. Como vi que se detuvo en la esquina, fui para allá. Estaban preciosos, pero carísimos. Me puse a platicar con los vendedores, un padre que usaba bastón y pasaba el tiempo sentado y un hijo sano y fuerte que hacía todo el trabajo.

Me llevé a la casa uno de esos arbolitos, que se volvió un compañero fiel, allí puesto en mi habitación junto a la ventana, y que se conformaba con un poco de agua dos veces a la semana y algunas palabras de cariño de vez en cuando.

Otra tarde pasó a toda velocidad una camioneta y también aventó algo. Cuando me acerqué a ver, resultó ser una perra con sus cachorros recién nacidos. Estaban preciosos pero muy malhe­ridos. Me puse a acompañarlos en su agonía sin poder hacer nada. Al poco rato habían muerto todos menos uno, a pesar del esfuerzo conmovedor de la madre por acercárseles y lamerlos.

Me llevé a la casa a la sobreviviente, que se volvió una compañera fiel que a todas partes me seguía y se conformaba con sobras de lo que comíamos y algunas palabras de cariño de vez en cuando.

Un domingo me topé con un señor que me preguntó: ¿Es usted la pariente de doña Lorena que en paz descanse?

Sí soy contesté ¿por qué?

Me llamo Baldomero, soy esposo de Gloria, la vecina. Ella era muy amiga de la señora Lorena que en paz descanse, una vez hasta se fueron juntas con otras mujeres a la playa, invitadas por el hijo de doña Lorena que en paz descanse, quien pagó por todas las veintidós en avión y ocho días completos en el mejor hotel. Pero cuando pasó lo que pasó, pues le prohibí que visitara a la señora Livia para darle el pésame, no fuera ser que nos quisieran hacer daño también a nosotros, ya ve como son ésos, agarran parejo.

Me quedé callada, ¿qué podía decir?

Pero él siguió hablando: por favor dele nuestro pésame a la señora Livia, dígale que lo sentimos mucho por Lorena que en paz descanse, y por el muchacho desaparecido, y dígale que de las niñas no se preocupe, cualquier chico día se las encuentra por allí caminando, eso sí, preñadas, porque para eso las quieren.

Me quedé callada, ¿qué podía decir?

Otro domingo se puso en la esquina un hombre que vendía cosas viejas y me llamó: ¿No quiere ver lo que tengo?

Como me agarró por sorpresa, me quedé paralizada. Entonces él siguió hablando: ofrezco pinturas con paisajes que ya no existen sillas y mesas a las que les falta una pata relojes que no caminan y otras cosas para adornar su hogar.

Pero yo no tenía hogar, lo tuve durante un tiempo y ahora mi hogar era la casa de otras personas.

Ándele anímese dijo.

Pero no me animé. Lo que sí hice fue ponerme a conversar con él. Hablamos de cómo los tiempos de antes habían sido muy buenos pero los de hoy ya no lo eran.

Otro domingo se abrió la ventana de una casa que parecía abandonada y un hombre se asomó y me llamó:

¿No quieres subir?

Como me agarró por sorpresa, me quedé paralizada. Entonces él siguió hablando: te voy a hacer gozar güerita, te voy a hacer que te diviertas flaquita dijo.

Pero yo no era güerita, lo fui durante un tiempo y ahora era castaña como en mi niñez. Y tampoco era flaquita, lo fui durante un tiempo y ahora era regordeta como en mi juventud.

Te voy a hacer feliz mamacita insistió.

Pero yo no era mamacita, lo fui durante un tiempo y ahora sólo Dios sabía dónde estaba mi hijo.

Ándale anímate dijo.

Pero no me animé. Al contrario, me fui rápido como si el diablo me persiguiera, pensando que yo ya había cubierto mi cuota de amor en esta vida mi cuota de sexo en esta vida mi cuota de diversión en esta vida y ahora sólo quería la que me correspondía por la maternidad, que me había sido arrebatada.

Demasiado odio

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