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Pero ¿a dónde?

El país que había yo recorrido hacía años, el país que me sorprendió me encantó me sedujo me fascinó, hoy me era no sólo desconocido sino ajeno. Y por si eso no bastara ¡me daba miedo!

¿Ir a San Miguel de Allende a Oaxaca a San Luis Potosí a Orizaba? ¿Habrá todavía azulejos y huipiles y enchiladas rojas y neblina? ¿Ir a Villahermosa en un extremo del territorio o a Monterrey en el otro, a los Altos de Jalisco o a los Altos de Chiapas? ¿Habrá todavía manatís serpientes vivas frutas recién cosechadas leche apenas ordeñada? ¿Existirán todavía los que tejen los que amasan los que rezan en un templo los que trajinan en un mercado?

¿A dónde entonces?

No se me ocurría nada. Hasta que a mi mente empezaron a llegar los recuerdos. Me acordé de las caminatas por las ciudades coloniales, con sus calles derechitas sus iglesias sus plazas, y entonces quise volver a Mérida y a Guanajuato y a Morelia y a Zacatecas.

Y para allá me fui.

A la ciudad blanca llegué un mediodía lleno de luz, y me sorprendió que ni una sola persona andaba por las calles. ¿Qué pasa? le pregunté al del hotel. Es que todos le huyen a los 41 grados de calor me contestó. Y en efecto ¡hasta los árboles parecían acalorados!

Como yo tampoco lo aguantaba, me subí a una calandria de las muchas que esperaban en la esquina. Pero en cuanto el conductor empezó a golpear con el fuete al caballo que la jalaba, el pobre animal cayó muerto, completamente muerto. El hombre no podía creerlo. Se bajó corriendo y quiso desatarlo acariciarlo hacer algo, pero era demasiado tarde, el animal insistía en estar muerto. De las otras calandrias se acercaron los conductores: ¿Pos qué no le dites agua? ¿Pos qué no había tragado? ¿Pos qué no te fijates si ensució con sangre? ¿Pos a quioras te quitaste?

Entonces mejor me fui de allí, la imagen del pobre animal doliéndome en el cuerpo.

A Guanajuato llegué una media tarde con poca luz, y también me sorprendió que ni una sola persona andaba por las calles. ¿Qué pasa? le pregunté al del hotel. Es que todos le huyen a las balaceras me contestó. Y en efecto ¡hasta los policías parecían tenerle miedo a los disparos!

Entonces mejor me fui de allí, la imagen de la bella ciudad doliéndome en el recuerdo.

Tomé el camión para Morelia a la medianoche. Iba muy contenta por acordarme de lo que me había comprado allí el amado: los muebles de madera blanca el cofre laqueado y la falda de enredo con blusa bordada, que cuando me la puse por primera vez me recitó unas palabras en purépecha: mian shan xarani/estoy pensando en ti.

Apenas habíamos salido al camino, cuando me quedé dormida, agotada de tanto andar de acá para allá. Y no me enteré de nada hasta que alguien me tocó el hombro y me dijo que me tenía que bajar porque allí terminaba el viaje.

¿Ya llegamos a Morelia? pregunté completamente adormilada.

Estamos en Apatzingán contestó el hombre.

¡Pero si yo iba a Morelia!

Ah, se rio, pues ya no fue usted, eso quedó atrás hace muchas horas. Ahora está usted en Apatzingán, Apatzingán de la Constitución.

Demasiado odio

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