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Enterré a doña Lore sin que su madre ni sus hijos estuvieran presentes. La abuela, porque no se podía mover, el susto y el dolor la habían afectado mucho, y las niñas y el muchacho, porque sólo Dios sabía dónde estaban.

Un señor al que le regalábamos diario las sobras de la comida, me trajo un cajón de muerto, de madera color café, barnizado y con algo grabado encima, que, según dijo, se había encontrado abandonado en el basurero municipal. Le quise preguntar cómo sabía que lo necesitábamos, pero no me atreví. Le quise preguntar cómo era que había un cajón de muerto tirado así nomás, pero no me atreví.

Así que lavé y vestí a la difunta, la metí en su ataúd y le pedí ayuda al vagabundo para conseguir un taxi que me llevara al camposanto.

Yo nunca había salido de casa de doña Lore, desde que llegué a Apatzingán estuve siempre adentro.

El taxista se dio cuenta de cómo miraba todo y dijo: si quiere la llevo a conocer. Y antes de que yo dijera sí o no, ya me estaba enseñando: aquí tenemos la plaza de la Constitución la plaza de los Constituyentes y la casa de la Constitución. En Apatzingán es cosa de mucha Constitución, por el cura Morelos que en este lugar la escribió. Ésa es la presidencia municipal y ésa la iglesia con su torre que tiene un reloj. Para allá están las avenidas Constitución y Plutarco Elías Calles y para acá están el centro cultural que hicieron hace poco en la vieja estación del tren y el lienzo charro. Por este lado se llega a la unidad deportiva con su alberca y por aquel lado a la biblioteca pública con sus libros. Más para allá se llega al mercado y más para acá se llega a la terminal de camiones. Le puedo enseñar el zoológico, allí los niños patinan. O Las piedritas, allí los jóvenes platican. Como hay que enterrar a la difunta, ya no le voy a enseñar los fraccionamientos como La Huerta ni las colonias como Palmira Niños Héroes Los arquitos. Pero cuando quiera, con gusto la llevo. Lo que sí le ofrezco es, si ocupa una misa de cuerpo presente con mariachis como se acostumbra acá, conseguirla a buen precio.

No gracias dije, apabullada con tanta palabra.

Usted manda seño.

Cuando llegamos al panteón, me ayudó a bajar la caja y antes de irse dijo: gracias por su pago, me hizo usted el día y hasta la semana. No sé por qué me prefirió a mí, pero me imagino que es porque las funerarias cobran mucho, con tanto muerto tienen el negocio más próspero de todos los negocios de esta ciudad. Bueno, es un decir, porque los negocios deveras prósperos de esta ciudad son otros, y solito se rio de su broma que yo no entendí.

Unos señores que trabajaban en el lugar, llevaron la caja hasta el sitio donde abrieron un agujero. No había nadie más que mi persona frente a la tumba. Miré el cielo, había un atardecer precioso. Me quedé pensando que la vida tiene cosas extrañas, pues yo que hacía tan poco tiempo ni los conocía, ahora era la única familia presente.

Cuando empezaban a echar las paletadas de tierra, llegó un cura que dijo ser amigo personal de la abuela y al que ella le había llamado para pedirle que fuera. Ahora éramos dos frente a la tumba en ese atardecer precioso. Me quedé pensando que la vida tiene cosas extrañas, pues yo que era una pecadora redomada, ahora rezaba por la señora Lore nada menos que con el Señor Obispo de Apatzingán.

Terminado el entierro y mientras caminábamos hacia la salida, el prelado me contó que la abuela había nacido en Nueva Italia, en una hacienda fundada por un inmigrante italiano en el siglo XIX, en la que vivían y trabajaban puros italianos, más de tres mil según dijo, que era muy próspera, producía maíz frutas algodón arroz. Hasta que el general Cárdenas la expropió y la convirtió en ejido. Fue entonces cuando la familia se vino para Apatzingán y pusieron una tienda, pero no se hallaron, estaban acostumbrados a ser agricultores y no comerciantes, así que acabaron regresándose a su tierra allá en Lombardía. A la hija la dejaron, porque para entonces ya la habían casado con un mexicano, un cacique de esos que siempre andaba con pistola al cinto, queriendo siempre más tierras y más ganado, siendo siempre amigo del delegado del banco ejidal del comandante del batallón y del jefe de la zona militar, que siempre resolvía los asuntos a su modo y hacía de las suyas sin que nadie pudiera con él. Yo le digo doña dijo muy serio, que la violencia por acá ha existido siempre, que no me vengan a decir que es cosa de hoy.

Me quedé callada, ¿qué podía decir?

Salimos del panteón dejando a doña Lore en su última morada como decía doña Livia, y dejando que el Señor goce de su compañía como dijo el obispo.

A lo lejos se escuchaba una canción: Qué bonito Apatzingán / tierra de lindas palmeras / y de hombres de valor sin igual.

Demasiado odio

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