Читать книгу Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean - Страница 10
Capítulo 7
ОглавлениеLa tarde siguiente, mientras el sol se hundía por el oeste, Whit se encontraba en la pequeña y silenciosa enfermería, en lo profundo de la Colonia de Covent Garden, vigilando al chico que había sido trasladado allí después del ataque al cargamento.
La habitación, llena de luz dorada, estaba meticulosamente limpia en comparación con el mundo exterior, un mundo donde reinaba la suciedad y eso debería haberle proporcionado una pizca de paz.
No fue así.
Había ido inmediatamente a la colonia después de salir del 72 de Shelton Street… Había ido a ver a aquel chico, Jamie, que estaba en el suelo cuando lo noquearon, bañado en su propia sangre. Incluso cuando había perdido el conocimiento, algo que lo enfurecía. Nadie hería a los hombres de los Bastardos Bareknuckle y sobrevivía para contarlo.
Su corazón se aceleró con el recuerdo y no se fijó en que la puerta de la habitación se abría y un joven doctor con gafas entraba y se acercaba mientras se secaba las manos.
—Lo he sedado —dijo el doctor, arrancándolo de sus pensamientos—. No se despertará durante horas. No es necesario que esperes aquí.
Pero él necesitaba hacerlo. Protegía a los suyos.
Los Bastardos Bareknuckle reinaban en el retorcido laberinto de Covent Garden, más allá de las tabernas y de la seguridad de los teatros para los ricachones de Londres, donde nada era seguro para los forasteros. Había llegado a la colonia junto con su medio hermano y la chica que llamaban hermana, y habían aprendido a pelear como perros por cualquier cosa que necesitasen. Las peleas se habían convertido en algo natural, y así habían llegado a lo más alto. Montaron un negocio y arrastraron al resto de la colonia con ellos. Contrataron a los hombres y mujeres del vecindario para trabajar en sus innumerables empresas: sirviendo pasteles en las tabernas, encargándose de las apuestas en los círculos de las peleas, descuartizando ganado, curtiendo cueros y transportando la carga que llegaba en los barcos dos veces al mes.
Si no se hubieran asegurado la lealtad de los habitantes del Garden desde niños, el dinero lo habría hecho. La colonia de los Bastardos era conocida en todo Londres como un lugar que proporcionaba trabajo honesto por un buen salario y en condiciones seguras, bajo el amparo de un trío de personas que se habían hecho a sí mismas desde la suciedad de las calles de Covent Garden.
Allí, los Bastardos eran reyes. Reconocidos y venerados incluso más que el propio monarca, ¿y por qué no? El otro lado de Londres podría ser el otro lado del mundo para los que crecían en la colonia.
Pero ni siquiera un rey podía mantener a raya a la muerte.
El joven que yacía inconsciente era casi un niño y había recibido una bala por ellos. Por eso se encontraba en una habitación impoluta y blanca entre unas sábanas impolutas y blancas, en manos del destino; porque él había llegado demasiado tarde para protegerlo.
«Siempre es demasiado tarde».
Se metió una mano en el bolsillo, y sus dedos frotaron el metal caliente de un reloj y, luego, el del otro.
—¿Vivirá?
—Quizás. —El doctor lo miró desde la mesa del rincón de la habitación donde mezclaba un tónico.
Whit gruñó, se clavó con fuerza una mano en un costado e hizo una mueca de dolor. ¡Maldita vida! Había estado tan cerca la noche anterior que, si hubiera despertado junto al enemigo, podría haberse cobrado su venganza.
Pero en cambio había recuperado el conocimiento junto a aquella mujer, Hattie, deseosa de experimentar en un burdel mientras sus hombres acababan luchando por su vida en las manos de un cirujano. Y luego se había negado a darle un nombre.
Miró la silueta yacente; la cama, de alguna manera, hacía a Jamie más pequeño y frágil de lo que era en realidad, cuando se reía con sus camaradas y le guiñaba un ojo a las chicas bonitas que pasaban a su lado.
Hattie le acabaría dando el nombre del hombre al que protegía, el que le había robado, el que amenazaba lo que era suyo. El que trabajaba con su verdadero enemigo y al que él dirigiría toda la fuerza de su ira para que sufriera.
Estaba enfurecido por Jamie y por todos aquellos que estaban bajo su protección en el Garden, donde la escasez amenazaba a no más de medio kilómetro de algunas de las casas más ricas de Gran Bretaña. Estaba enfurecido por los otros siete que habían estado allí antes que el chico. Por los tres que habían dejado esta habitación y se habían ido directamente al suelo del cementerio.
Otro gruñido.
—Entiendo que no te guste, Bestia, pero es la verdad. La Medicina es imperfecta. Pero la herida está todo lo desinfectada que puede estar una herida —añadió el doctor—. La bala entró y salió limpiamente; hemos detenido la hemorragia. Está vendado y protegido. —Se encogió de hombros—. Podría vivir. —Se acercó más. Le tendió el vaso que sujetaba—. Bebe. —Whit negó con la cabeza—. Llevas despierto más de un día, y Mary me ha dicho que no has comido ni bebido desde que llegaste.
—No necesito que tu mujer me vigile.
—Ya que ha estado despierta en esta habitación durante doce horas, no tenía otra opción. —El doctor le echó un vistazo. Le tendió la bebida de nuevo—. Bebe, por la herida en la cabeza que no admitirás que tienes.
Whit lo tomó de un trago ignorando el dolor punzante en la parte posterior de su cráneo, antes de maldecir duramente sobre el sabor a bazofia podrida.
—¿Qué demonios es eso?
—¿Importa? —El doctor recogió el vaso y regresó a su escritorio.
No importaba. El doctor era poco ortodoxo, raramente usaba una cura común cuando podía mezclar una pasta o hervir un trago de algo asqueroso, y tenía una obsesión por la limpieza que Covent Garden nunca había visto. Whit y Diablo lo habían traído de lejos, de un pequeño pueblo del norte, dos años antes, después de enterarse de que había salvado a una joven marquesa de una herida de bala en el Gran Camino del Norte con una curiosa combinación de tinturas y tónicos.
Un hombre con habilidad para derrotar balas valía su peso en oro, en lo que a Whit se refería. Y el tiempo le había dado la razón, pues la contratación del doctor había sido beneficiosa, económicamente hablando, dado que habían ahorrado mucho dinero gracias a sus habilidades desde que llegó a la colonia. Y ese día podría salvar a otro de sus hombres.
Whit se volvió hacia Jamie. Lo observó en el silencio de la tarde.
—Enviaré a alguien a buscarte cuando despierte —dijo el doctor—. En el mismo instante en que se despierte.
—¿Y si no lo hace?
Una pausa.
—Entonces enviaré a alguien a buscarte cuando no lo haga.
Whit gruñó, la lógica le dijo que no había nada que hacer. Que el destino actuaría y que aquel chico viviría o moriría.
—Odio este maldito lugar. —Whit no podía quedarse quieto más tiempo. Fue hasta el fondo de la habitación y lanzó un puñetazo contra la pared construida por los mejores albañiles que el dinero de los bastardos había podido pagar. Lo lanzó sin vacilar.
El dolor le atravesó la mano y le subió por el brazo, y lo aceptó. Era un castigo.
—¿Estás sangrando? —La silla del doctor crujió cuando se volvió hacia él.
Se miró los nudillos. Había visto cosas peores. Negó con un gruñido sacudiendo la mano. El doctor asintió con la cabeza y volvió a su trabajo.
Mejor. No estaba de humor para conversar, un hecho que se volvió irrelevante cuando la puerta de la habitación se abrió y entraron su hermano y su cuñada y, detrás de ellos, Annika, la brillante lugarteniente noruega de los Bastardos, que podía hacer desaparecer una bodega llena de contrabando a plena luz del día, como si de una hechicera se tratase.
—Hemos venido tan pronto como nos enteramos. —Diablo fue directo a la cama y miró a Jamie—. ¡Joder! —Levantó la cabeza, la cicatriz de más de quince centímetros de largo que le recorría la mejilla derecha aparecía blanca por la ira.
—Estamos buscando a tu hermana —dijo Nik mientras se movía al otro lado de la cama; su mano se posó suavemente en la del chico—. Estará aquí pronto, Jamie—. Le susurró, a sabiendas de que no podía oírla. Algo se retorció en el pecho de Whit; Nik amaba a los hombres y mujeres que trabajaban para ellos como si fuera décadas mayor, aunque apenas tenía veintitrés años; a ellos y a sus hijos.
«Y no había podido mantenerlos a salvo».
—¿Y la bala? —Diablo se aclaró la garganta.
—En el costado. Lo atravesó limpiamente —respondió el doctor.
—Casi lo tenía. Le clavé un cuchillo —añadió—. Di en el blanco.
—Bien. Espero que le cortases las pelotas —dijo Diablo golpeando en el suelo su bastón de punta plateada dos veces, señal de las ganas que tenía de desenvainar la maldita espada que llevaba dentro y atravesar a alguien.
—Espera —dijo la cuñada de Whit, Felicity, acercándose a él y obligándolo a mirarla—. ¿Casi lo tenías?
—Alguien me noqueó antes de que pudiera terminar la tarea. —La vergüenza lo recorrió e hizo que se sonrojara.
Nik susurró una maldición mientras Felicity tomaba las manos de Whit en las suyas, apretándolas con fuerza.
—¿Estás bien? —Luego se dirigió al médico—. ¿Está bien?
—A mí me parece que sí.
—Su gran interés en la Medicina nunca deja de impresionarme, doctor. —Felicity miró al médico entrecerrando los ojos.
—Está de pie ante usted, ¿no es así? —El doctor se quitó las gafas y las limpió.
—Supongo que sí —suspiró ella.
—Pues entonces… —concluyó, saliendo de la habitación.
—Es un hombre realmente extraño. —Felicity se volvió hacia Whit—. ¿Qué ha pasado?
—¿Y Dinuka? —Whit ignoró la pregunta y, en su lugar, miró a Nik, que estaba al otro lado de la habitación. Whit había enviado al joven a por la caballería—. ¿Está a salvo?
—Se libró de un balazo, pero no creo que le dispararan a dar. Hizo lo que le dijeron. Vino corriendo a por la caballería —contestó Nik mientras asentía.
—Buen chico —dijo Whit—. ¿La carga?
—Perdida antes de que pudiéramos rastrearla. —Nik sacudió la cabeza.
—Junto con mis cuchillos. —Whit se pasó una mano por el pecho, donde echaba de menos la funda de que los acogía.
—¿Quién fue? —Diablo se volvió hacia él.
—No puedo estar seguro. —Whit se encontró con los ojos de su hermano.
—Pero tienes una sospecha… —comentó Diablo sin dudar.
—Mis tripas me dicen que es Ewan.
No usaba su nombre actual, Ewan era ahora Robert, duque de Marwick, su medio hermano y el que fuera prometido de Felicity. Había dejado a Diablo al borde de la muerte tres meses antes y luego había desaparecido; lo que había obligado a Grace a esconderse hasta que lo encontraran. Los robos se detuvieron después de que Ewan desapareciera, pero Whit no podía ignorar la sensación de que había regresado. Y quería responsabilizarlo por lo de Jamie.
Pero…
—Ewan no te habría dejado inconsciente —dijo Diablo—. Habría hecho cosas mucho peores.
—Tiene a dos tipos trabajando para él. Al menos son dos. —Bestia sacudió la cabeza.
—¿Quiénes?
—Estoy a punto de saberlo —dijo. Ella se lo diría muy pronto.
¿Tiene algo que ver con la joven de Shelton Street?
Whit clavó los ojos en Nik tan pronto como pronunció aquellas palabras.
—¿Qué?
—¡Ah, sí! La mujer. También nosotros nos enteramos de eso —dijo Diablo—. Aparentemente te tiraron de un carruaje ante un grupo de borrachos y luego siguieron a lo que Brixton calificó como… —Sonrió a su esposa—. ¿Cómo era, amor?
—Una señoritinga. —La boca de Felicity se retorció en una irónica sonrisa.
—¡Ah, sí! Escuché que seguiste a una dama al burdel de Grace.
Whit no respondió.
—Y que entraste —añadió Nik.
«¡Joder!».
—¿No tienes nada qué hacer? Todavía gestionamos un negocio o dos, ¿no? —dijo Whit mirando a la noruega.
—Conseguiré la información de los muchachos —replicó Nik, encogiéndose de hombros.
Whit frunció el ceño, fingiendo no darse cuenta de que ella pasaba la mano por la frente de Jamie y susurraba unas palabras de ánimo al chico antes de despedirse.
—¿Y nosotros vamos a tener que conseguir también la información por medio de los muchachos? —intervino Felicity tras un largo silencio.
—Ya tengo una hermana preguntona.
—Sí, pero como ella no está aquí, debo representarnos a las dos. —Felicity sonrió.
—Me desperté en un carruaje, con una mujer —dijo él, frunciendo el ceño.
—Y asumo que no ocurrió de la excelente manera que tal escenario indica. —Diablo arqueó las cejas.
Había sido el beso más ardiente que Whit había recibido, pero eso no lo sabía su hermano.
—Cuando salí del carruaje…
—Oímos que te empujaron —puntualizó Felicity.
—Fue mutuo —murmuró en un pequeño gruñido.
—Mutuo… —repitió Felicity—, pero a ti te lanzaron desde el carruaje.
Dios lo librara de hermanas entrometidas.
—Cuando salí del carruaje —insistió—, se dirigía hacia lo más profundo del Garden. La seguí.
—¿Quién es? —preguntó Diablo.
Whit se quedó callado.
—¡Dios, Whit!, sabes el nombre de la señoritinga, ¿no?
—Hattie. —Se volvió hacia Felicity.
Tener una cuñada que una vez fue miembro de la aristocracia estaba muy bien a veces, en particular cuando necesitaban averiguar el nombre de una noble.
—¿Solterona?
No era el primer adjetivo que le venía a la mente para describirla.
—¿Muy alta? ¿Rubia? —Felicity continuó presionándolo.
Asintió con la cabeza.
—¿Voluptuosa?
La pregunta trajo de vuelta el recuerdo de los declives y valles de sus curvas. Lanzó un gruñido de asentimiento.
—Vaya. —Felicity se volvió hacia Diablo.
—Mmm… —dijo Diablo—. Ya volveremos a eso. ¿Sabes quién es la mujer?
—Hattie es un nombre bastante común.
—¿Pero…?
—Henrietta Sedley es la hija del conde de Cheadle. —Miró a Whit y luego a su marido.
La verdad golpeó a Whit junto con el triunfante placer de la revelación de la identidad de Hattie. Cheadle se había ganado el título de conde, lo recibió del propio rey por su nobleza en el mar.
«Crecí en los muelles», le había dicho ella cuando trató de asustarla con un lenguaje soez.
—Es ella.
—¿Así que Ewan está trabajando con Cheadle? —dijo Diablo, sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué el conde se pondría en nuestra contra? No tiene sentido.
Y no lo había hecho. Andrew Sedley, conde de Cheadle, era muy querido en los muelles. Su negocio era fuente de trabajo honesto y pagaba bien. Los tipos que trabajaban en el Támesis lo conocían como un hombre justo, dispuesto a contratar a cualquiera con un cuerpo capaz y un gancho fuerte, sin importar el nombre, el lugar de procedencia o la fortuna.
Los Bastardos nunca habían tenido motivos para hacer negocios con Sedley, ya que él se dedicaba en exclusiva al traslado de mercancías, pagaba sus impuestos y mantenía su negocio saneado, lejos de toda sospecha. Sin armas. Sin drogas. Sin personas. Las mismas reglas con las que jugaban ellos, aunque los Bastardos jugaban en la mugre: su contrabando se especializaba en el alcohol y el papel, el cristal y las pelucas y cualquier otra cosa gravada más allá de la razón por la Corona. Y no tenían miedo de defenderse con la fuerza.
La idea de que Cheadle pudiera haberlos atacado era incomprensible. Pero Cheadle y su atrevida hija no estaban solos.
—Es cosa del hijo —dijo Whit. August Sedley era, según todos los indicios, un imbécil indolente, privado de la ética y el respeto que su padre sentía por el trabajo.
—Podría ser —dijo Felicity—. Nadie sabe mucho de él. Es encantador pero no muy inteligente.
Lo que significaba que el joven Sedley carecía del sentido común necesario para entender que enfrentarse a los criminales más conocidos y queridos de Covent Garden no era algo que se pudiera hacer a la ligera. Si el hermano de Hattie estaba detrás de los asaltos, solo podía significar una cosa.
—Ewan tiene al hermano haciendo su trabajo y la hermana protege a su familia. —Diablo también lo entendió así.
Whit conocía el precio de eso. Gruñó expresando su acuerdo.
—Ella se equivoca —dijo Diablo, golpeando su bastón contra el suelo otra vez y mirando a Jamie—. Esto se acabó. Nos encargaremos del hijo, del padre y de toda la maldita familia si es necesario. Nos conducirán hasta Ewan, y pondremos fin a eso. —Llevaban dos décadas luchando contra Ewan. Escondiéndose de él. Protegiendo a Grace de él.
—A Grace no le gustará —dijo Felicity en voz baja. Hacía una vida, Diablo y Whit habían hecho una promesa singular a su hermana: no harían daño a Ewan. No importaba que fuera el cuarto de su banda y que los hubiera traicionado más allá de la razón. Grace lo había amado. Y les había hecho prometer que nunca lo tocarían.
—Grace tendrá que pasar por esto. Ahora viene a por algo más que a por nosotros. A por algo más que su pasado. Ahora viene a por nuestros hombres. —Grace no formaba parte de eso. Whit negó con la cabeza.
Iba a por el mundo que los Bastardos protegerían a toda costa. Era hora de terminar con ello.
—Yo lo haré. —Whit miró a su hermano.
Un golpe en la puerta del edificio acompañó estas últimas palabras; el sonido se escuchó amortiguado en la distancia. Otro cuerpo, sin duda. Siempre había alguien que necesitaba cuidados en el Garden y se condenaría si dejaba que un aristócrata con título sumara más muertos a su cuenta.
—¿Todo? —Los hermanos se miraron fijamente.
—El negocio, el nombre, todo lo que tenga valor. Lo derribaré. —El joven Sedley se había cruzado en el camino de los Bastardos y, con ello, había cavado su propia tumba.
—¿Y lady Henrietta? —dijo Felicity, llevando a Whit al límite con la mención del tratamiento honorífico. No le gustaba como aristócrata; la prefería como Hattie—. ¿Crees que ella forma parte de esto? ¿Crees que trabaja con Ewan?
—No. —Esa respuesta lo recorrió de arriba abajo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Diablo mientras lo observaba detenidamente.
—Lo sé.
No era suficiente.
—Ella nos entregará a su hermano.
—¿Acaso tú renunciarías a los tuyos? —Diablo lo miró en silencio.
Whit apretó los dientes.
—¿Y si no lo hace? —preguntó Felicity—. ¿Qué pasará con ella, entonces?
—Entonces será un daño colateral —dijo Diablo. Whit ignoró el disgusto que le provocaron aquellas palabras.
—¿No es eso lo que yo fui una vez? —Felicity miró a su marido.
—Por un instante, amor. Y fue suficiente como para que recuperase el sentido común. —Diablo tuvo el detalle de parecer disgustado.
—Si ella es el enemigo, también me encargaré —dijo Whit.
—¿Sí? —Diablo arqueó una ceja.
«Eres muy inconveniente». «Es el Año de Hattie».
Recordó fragmentos de la conversación en el carruaje.
—Aunque no sea el enemigo —señaló Diablo—, protege al hombre que lo es. —Cruzó los brazos sobre el pecho y tanteó a su hermano con una mirada firme—. Lo que la convierte en valiosa.
«Le daba ventaja».
—No tendrás más remedio que mostrarle la verdad sobre nosotros, hermano —dijo Diablo en voz baja—. No importa cuánto te guste su aspecto.
«La verdad sobre ellos», los Bastardos Bareknuckle no dejaban a sus enemigos con vida.
—Soluciónalo antes de que tengamos que mover más producto —dijo Diablo. Un nuevo cargamento llegaría a puerto la próxima semana.
Whit asintió con la cabeza cuando se abrió la puerta de la habitación y apareció el doctor.
—Tiene un mensaje. —Abrió totalmente la puerta y apareció uno de los mejores vigías de los bastardos.
—Brixton —le dijo Felicity al chico, que inmediatamente se acicaló bajo la atención de Felicity. Todos los chicos del Garden adoraban su maestría abriendo cualquier cerradura y su instinto materno—. Pensaba que te ibas a casa.
—Espero que para aprender a mantener la boca cerrada —dijo Whit asegurándose de que Brixton supiera que se había enterado de todo lo que el muchacho había dicho a Diablo sobre Hattie.
—Ignóralo —dijo Felicity—. ¿Qué ha ocurrido?
—Hay informes de que hay una chica en el mercado. Buscando a Bestia. —Brixton levantó su barbilla hacia Whit e hizo una pausa—. No es una chica, en realidad, sino una mujer. —Bajó la voz—. Los chicos dicen que es una dama.
Un estruendo resonó en el pecho de Whit.
Hattie.
—Está haciendo todo tipo de preguntas.
—¿Es ella? —Felicity miró a Whit.
—Sí. Y nadie está ayudándola. —Por supuesto que no lo hacían. Nadie en Covent Garden le daría a lady Henrietta Sedley información sobre los Bastardos. Aquella era la primera de sus reglas. Los Bastardos pertenecían solo a la colonia.
—Buen trabajo, Brixton —dijo Diablo, lanzando una moneda al chico, que la atrapó al momento con una sonrisa y se fue antes de que pudiera añadir nada—. Parece que no tendrás que ir a buscarla después de todo, Bestia.
El gruñido de Whit escondió la sensación de incredulidad que lo recorrió. Y la cautela. Y el deseo de perseguirla. No, no tendría que encontrarla.
Ella lo había hecho primero.