Читать книгу Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean - Страница 6
Capítulo 3
Оглавление—¿Lo has empujado a la calle? —La sorpresa de Nora fue evidente tras asomarse al interior del carruaje, vacío después de que Hattie se bajara—. Creía que no deseábamos su muerte.
Hattie posó los dedos sobre la máscara de seda que se acababa de poner.
—No está muerto.
Se había asomado por la puerta del carruaje el tiempo suficiente para asegurarse de ello, el tiempo preciso para maravillarse por la forma en que había rodado antes de ponerse en pie, como si estuviera habituado a ser expulsado a empujones de todo tipo de carruajes.
Supuso que podría ser una práctica habitual en él. No obstante, lo había mirado conteniendo la respiración hasta que se levantó ileso.
—¿Se despertó, entonces? —preguntó Nora.
Hattie asintió con la cabeza, acercó los dedos a sus labios, donde la sensación de su firme y suave beso era un eco persistente, junto con el sabor de algo… ¿limón?
—¿Y?
—¿Y qué? —dijo mirando a su amiga.
—¿Que quién es? —Nora puso los ojos en blanco.
—No lo dijo.
—No, supongo que no lo hizo.
«No, pero daría cualquier cosa por saberlo».
—Deberías preguntarle a Augie. —Hattie miró a su amiga. ¿Había hablado en voz alta? Nora sonrió—. ¿Olvidas que conozco tu mente tan bien como la mía?
Nora y Hattie eran amigas de toda la vida, o más de una, como decía la madre de Nora, que las había visto a las dos jugando debajo de la mesa en su jardín trasero, contándose secretos. Elisabeth Madewell, duquesa de Holymoor, y la madre de Hattie habían sido amigas cuando no pertenecían aún a la aristocracia. A ninguna de las dos les habían dado una cálida bienvenida, ya que el destino había intervenido para convertir a una actriz irlandesa y a una dependienta de Bristol en duquesa y condesa, respectivamente. Así que ambas mujeres habían estado destinadas a ser amigas mucho antes de que el padre de Hattie recibiera su título vitalicio. Eran dos almas inseparables que lo hacían todo juntas, incluyendo a sus hijas, Nora y Hattie, que nacidas con semanas de diferencia y criadas como si fueran hermanas, nunca tuvieron la oportunidad de no amarse como tales.
—Diré dos cosas —añadió Nora.
—¿Solo dos?
—Está bien. Dos por ahora. Me reservaré el derecho a decir más —rectificó Nora—: Primero, espero que tengas razón y que no hayamos matado a ese hombre por accidente.
—No lo hicimos —dijo Hattie.
—Y, en segundo lugar —Nora continuó sin pausa—, la próxima vez que sugiera que dejemos a un hombre inconsciente en el birlocho y usemos mi tílburi, usaremos el maldito tílburi.
—Si hubiéramos utilizado tu tílburi, podríamos haber muerto —se burló Hattie—. Lo conduces demasiado rápido.
—Siempre tengo control total sobre el carruaje.
Cuando sus madres murieron con meses de diferencia —incluso en eso iban a la par—, Nora acudió a ella en busca del consuelo que no pudo encontrar en su padre ni en su hermano mayor, pues eran hombres demasiado aristocráticos para permitirse el lujo del dolor. Pero los Sedley, personas comunes que habían ascendido en la escala social, no se consideraban para nada aristocráticos y no tenían tal problema. Le habían hecho un hueco a Nora en su casa y en su mesa, y poco tiempo después, ella empezó a pasar más noches en Sedley House que en su propia casa, algo que su padre y su hermano no parecieron notar; del mismo modo que no se dieron cuenta de que empezó a gastar su dinero en birlochos y tílburis para rivalizar con los conducidos por los dandis más ostentosos de la sociedad.
A Nora le gustaba decir que una mujer que tomaba las riendas de su propio carruaje era una mujer que tomaba las riendas de su propio destino.
Hattie no estaba del todo segura de eso, pero no negaba que valía la pena tener una amiga con una especial habilidad para conducir, sobre todo en las noches en las que no deseaba que los cocheros hablaran, algo que haría cualquier cochero si conducía a dos hijas solteras de la aristocracia hasta el exterior del 72 de Shelton Street. No importaba que el 72 de Shelton Street no pareciera, a primera vista, un burdel.
«¿Seguirían llamándose burdeles si eran para mujeres?».
Hattie supuso que eso tampoco importaba mucho; el hermoso edificio no se parecía en nada a lo que ella imaginaba que debían de ser sus homólogos masculinos. De hecho, parecía cálido y acogedor, brillaba como un faro, con ventanas llenas de luz dorada y macetas que colgaban a cada lado de la puerta y arriba, en maceteros, en cada alféizar, en las que explotaban todos los colores otoñales.
A Hattie no se le escapaba que las ventanas estaban cubiertas, algo bastante razonable, ya que lo que sucedía dentro era de naturaleza privada.
Levantó una mano y comprobó la posición de su máscara una vez más.
—Si hubiéramos venido en el tílburi, nos habrían visto.
—Supongo que tienes razón. —Nora se encogió de hombros y le brindó a Hattie una sonrisa—. Bueno, entonces, lo empujaste fuera del carruaje…
—No debería haberlo hecho. —Hattie se rio.
—No vamos a volver para disculparnos —dijo Nora, señalando la puerta con una mano—. ¿Entonces? ¿Vas a entrar?
Hattie respiró hondo y se volvió hacia su amiga.
—¿Es una locura?
—Absolutamente —respondió Nora.
—¡Nora!
—Es una locura de las buenas. Tienes planes, Hattie. Y así es como se alcanzan. Una vez que se llevan a cabo, no hay vuelta atrás. Y, francamente, te lo mereces.
—Tú también tienes planes, pero no has hecho nada así. —La voz de Hattie transmitía una ligera vacilación.
—No he tenido que hacerlo. —Nora guardó silencio y se encogió de hombros.
El universo había dotado a Nora de riqueza, privilegios y de una familia a la que no parecía importarle que usara ambos para coger la vida por los cuernos.
Hattie no había tenido tanta suerte. No era el tipo de mujer de la que se esperaba que dirigiera su propio destino. Pero, después de esa noche, pretendía mostrar al mundo que tenía la intención de hacerlo. Aunque antes debía deshacerse de la única cosa que la retenía.
Así que, allí estaba. Se volvió hacia Nora.
—Estás segura de que esto es… —dijo.
Un carruaje que se acercaba la interrumpió, los caballos y el ruido de las ruedas retumbaron en sus oídos mientras se detenía. Un trío de risueñas mujeres descendió con hermosos vestidos de seda, que brillaban como joyas, y máscaras de arlequín casi idénticas a la de Hattie. Poseían un cuello largo y una cintura estrecha, así como brillantes sonrisas, era fácil decir que eran hermosas.
Hattie no lo era.
Dio un paso atrás, chocando contra el lateral del carruaje.
—Bueno, ahora sí estoy segura de que este es el lugar —dijo Nora secamente.
—Pero ¿por qué…? —Hattie miró a su amiga.
—¿Por qué lo hacen? —completó Nora.
—Es que podrían tener a… —«Cualquiera que les gustara».
—Tú también podrías. —Nora la miró arqueando una de sus oscuras cejas.
No era cierto, por supuesto. Los hombres no la reclamaban. Aunque disfrutaban de su compañía, eso sí. Después de todo, le gustaban los barcos y los caballos y tenía cabeza para los negocios y era lo suficientemente lista para divertirse durante una cena o un baile. Pero cuando una mujer miraba y hablaba como lo hacía ella, los hombres eran más propensos a darle palmaditas en el hombro que a abrazarla apasionadamente. La buena y vieja Hattie, y había sido así incluso cuando disfrutaba de su primera temporada y no era vieja en absoluto.
No dijo nada; Nora rompió el silencio.
—Tal vez ellas también están buscando algo… sin ataduras. —Vieron a las mujeres golpear en la puerta del 72 de Shelton Street, donde una pequeña ventana se abrió y se cerró antes de que lo hiciera la puerta, y ellas desaparecieran dentro, dejando la calle en silencio una vez más—. Tal vez esas mujeres también están intentando dirigir sus propios destinos.
Un ruiseñor cantó y fue respondido casi inmediatamente por otro, a distancia.
«El Año de Hattie».
—Muy bien, entonces de acuerdo.
—Perfecto. —Su amiga sonrió.
—¿Estás segura de que no deseas entrar?
—¿Para hacer qué? —preguntó Nora con una risa—. Dentro no hay nada que me interese. He pensado en dar una vuelta en el carruaje para ver si puedo superar mi marca en Hyde Park.
—¿Vuelves dentro de dos horas?
—Aquí estaré. —Nora inclinó la gorra de cochero en un saludo y sonrió a Hattie—. Disfrute, milady.
Aquel había sido el plan de Hattie desde hacía meses, ¿no? Disfrutar la primera noche del resto de su vida, cerrar la puerta al pasado y atrapar el futuro con las manos. Después de hacerle un guiño a su amiga, se acercó al edificio con los ojos clavados en la pequeña ranura en medio de la enorme puerta de acero, que se abrió justo en el momento en el que llamó, por donde aparecieron un par de ojos oscuros que la evaluaron al instante.
—¿Contraseña?
—Regina.
La ranura se cerró. La puerta se abrió. Y Hattie entró.
Le llevó un momento ajustar sus ojos al oscuro interior del edificio, un cambio bastante brusco, pues el exterior estaba bien iluminado, algo que instintivamente le hizo tocarse la máscara.
—Si se la quita, no podrá quedarse —le advirtió la mujer que le había abierto la puerta. Era alta, esbelta y hermosa, con el pelo oscuro, los ojos más oscuros todavía y la piel más pálida que Hattie había visto jamás.
—Soy… —Bajó la mano de la máscara.
—Sabemos quién es usted, milady. No hay necesidad de nombres. Su anonimato es una prioridad para nosotros. —La mujer sonrió.
Hattie pensó que era la primera vez que alguien le decía que ella era una prioridad. Y le gustó bastante.
—Oh… —respondió sin saber qué añadir—. Qué amable…
La mujer se dio la vuelta, atravesó una gruesa cortina y entró en la sala principal, donde estaba la recepción. Las tres mujeres que Hattie había visto fuera dejaron de charlar para estudiarla. Hattie comenzó a moverse hacia un sofá cercano que estaba vacío, pero su escolta la detuvo para guiarla a través de otra puerta.
—Por aquí, milady.
—Pero han llegado antes que yo —dijo mientras la seguía.
—No tienen cita. —Una pequeña sonrisa asomó en los carnosos labios de aquella belleza. La idea de que alguien pudiera aparecer en un lugar como este sin previo aviso le pareció una locura. Después de todo, eso significaría que frecuentaban el local… ¿cómo sería ser el tipo de mujer que no solo tenía acceso, sino que acudía regularmente? Significaría que las veces anteriores lo había disfrutado.
La emoción la recorrió cuando entraron en la habitación de al lado, más grande y ovalada, decorada con ricas sedas de color rojo intenso y brocados dorados, exuberantes terciopelos azules y bandejas de plata cargadas de chocolates y petits fours.
A Hattie le gruñó el estómago; no había comido antes porque estaba demasiado nerviosa.
—¿Le gustaría tomar un refrigerio? —le preguntó su hermosa escolta volviéndose hacia ella.
—No. Me gustaría terminar con esto cuando antes. —En cuanto lo dijo, abrió los ojos como platos—. Esto es… quiero decir…
—Lo entiendo. Sígame. —La mujer sonrió.
Y la siguió a través de los laberínticos pasillos del edificio que, desde fuera, parecía engañosamente pequeño dado lo amplio que era el interior. Subieron una gran escalera, y Hattie no pudo resistirse a pasar los dedos por los revestimientos de las paredes de seda color zafiro profundo con relieves de vides bordados en hilo de plata. Todo el lugar destilaba lujo, aunque no debería haberse sorprendido por ello, ya que, después de todo, había pagado una fortuna por disfrutar del privilegio de una cita.
En aquel momento había pensado que estaba pagando por el secreto, no por la extravagancia. Sin embargo, estaba claro que ambos estaban incluidos en el precio.
—¿Eres Dahlia? —dijo mientras miraba a su acompañante llegar al final de la escalera y bajar por un pasillo bien iluminado donde todas las puertas estaban cerradas.
El 72 de Shelton Street era propiedad de una misteriosa mujer, conocida por las damas de la aristocracia como Dahlia. Era con Dahlia con quien Hattie había mantenido correspondencia durante varias noches. La que le había hecho un montón de preguntas sobre sus deseos y preferencias, preguntas que Hattie apenas había podido responder por el ardor de sus mejillas. Después de todo, las mujeres como ella rara vez tenían la oportunidad de explorar el deseo o tener preferencias.
«Ahora tengo preferencias».
El pensamiento llegó con una imagen; la del hombre del carruaje, guapo, inconsciente y, luego, ya despierto, innegablemente bello. Aquellos ojos color ámbar que la habían evaluado y estudiado parecía que veían dentro de ella. No pudo evitar recordar la ondulación de sus músculos mientras luchaba contra las ataduras. Y su beso…
«Lo besé yo».
¿En qué había estado pensando?
Sencillamente no había estado pensando.
Y aun así…, estaba agradecida por el recuerdo, por el eco de su aguda inhalación cuando ella presionó los labios contra los suyos, por ese suave gruñido que había seguido, ese sonido que ella atesoraba, porque era la señal de aprobación que él se había dado a sí mismo. Como si se hubiese sometido a su deseo. Como si se hubiese convertido en su preferencia.
Se le calentaron de nuevo las mejillas. Se aclaró la garganta y miró a su acompañante, cuyos labios carnosos se curvaban en una sonrisa secreta.
—Soy Zeva, milady. Dahlia no está en la residencia esta noche, pero no se preocupe. Hemos preparado todo para usted a pesar de su ausencia —continuó la belleza—. Creemos que encontrará todo a su gusto.
Zeva abrió una puerta invitándola a entrar.
El corazón empezó a latirle con fuerza mientras miraba la habitación. Se le formó un nudo en la garganta e intentó reprimir que los nervios la dominaran, a pesar de que, lo que una vez fue una idea descabellada, se había convertido en algo concreto.
Aquella no era una habitación cualquiera. Era un dormitorio.
Un dormitorio bellamente decorado, con sedas y satén y un cubrecama de terciopelo de color azul vibrante que brillaba contra los elaborados postes tallados de la pieza central de la habitación: una cama de ébano.
El hecho de que las camas fueran siempre el punto de referencia de los dormitorios parecía, de repente, algo completamente irrelevante, y Hattie estaba segura de que nunca en su vida había visto una cama así. Lo que explicaba por qué no podía dejar de mirarla.
—¿Hay algún problema, milady? —Era imposible ignorar la diversión que transmitía la voz de Zeva cuando le preguntó.
—¡No! —dijo Hattie, sin querer reconocer que aquel tono agudo solo los usaba con sus sabuesos. Se aclaró la garganta, el corpiño de su vestido le pareció de repente demasiado apretado y se palpó—. No. No. Todo es perfecto. Todo es como lo había esperado. Como lo había imaginado. —Se aclaró la garganta de nuevo, todavía fascinada por la cama—. Gracias.
—¿Querría, quizás, un momento de intimidad antes de que Nelson se una a usted? —le preguntó Zeva a su espalda.
«Nelson».
Hattie se giró para mirar a la otra mujer.
—¿Nelson? ¿Como el héroe de guerra?
—Así es. Es uno de los mejores.
—Y por «uno de los mejores» se refiere a…
—Además de las cualidades que pidió, es encantador, experimentado y sumamente minucioso. —Zeva arqueó las cejas.
«Ha querido decir que es sumamente minucioso en la cama», pensó.
Hattie se ahogó con la arena que parecía albergar en su garganta.
—Ya veo. Bueno… ¿Qué más se puede pedir?
—¿Por qué no le dejo unos momentos para familiarizarse con la habitación? —Zeva apretó los labios.
«Ha querido decir con la cama».
—Toque la campana cuando esté dispuesta. —Con un ligero movimiento de la mano señaló un tirador en la pared.
«Ha querido decir para la cama».
—Sí. Eso suena bien —asintió Hattie.
Zeva salió flotando de la habitación, el silencioso chasquido de la puerta fue la única evidencia de que había estado allí.
Hattie respiró hondo y se giró hacia la habitación vacía. Examinó el resto sola: el brillante papel dorado, la chimenea de azulejos y los grandes ventanales que, sin duda, revelaban la red de tejados de Covent Garden durante el día, pero ahora, en la noche, eran espejos en la oscuridad, que reflejaban la luz de las velas de la habitación y a ella en el centro.
Ella, lista para comenzar su vida de nuevo.
Se acercó a una gran ventana tratando de ignorar su reflejo e intentando, en cambio, vislumbrar algo en la oscuridad que la rodeaba, ilimitada, como sus planes. Sus deseos. La decisión de dejar de esperar a que su padre se diera cuenta de su potencial y, en su lugar, tomar lo que ella quería. Probarse a sí misma que era lo suficientemente fuerte, lo suficientemente inteligente, lo suficientemente libre.
Y tal vez un poco imprudente.
Pero ¿qué era el camino al éxito sin un poco de imprudencia?
Esa imprudencia la descartaría de la carrera hacia el matrimonio con cualquier hombre decente y haría imposible que su padre le negara lo que realmente quería.
Un negocio propio. Una vida propia. Un futuro propio.
Respiró hondo y se volvió hacia una mesa cercana, cargada con suficientes manjares como para alimentar a un ejército: sándwiches de té, canapés y petits fours. Una botella de champán y dos copas colocadas junto a la comida. No debería sorprenderse, la encuesta sobre sus preferencias para la noche había sido bastante completa, y había pedido un refrigerio así, porque le gustaba el champán y la comida deliciosa —¿a quién no?— y, además, porque sentía que era el tipo de cosas que una mujer con experiencia haría en una ocasión como esta.
Y por eso, esperaba a su pareja ante una mesa engalanada, como si aquel lugar fuera una posada en el Gran Camino al Norte y la habitación hubiera sido preparada para unos recién casados. Hattie sonrió con aquella tonta y romántica idea. Pero esa era la mercancía que se vendía en el 72 de Shelton Street, ¿no? El romance a la carta, comprado y envasado.
Champán y petis fours y una cama de cuatro postes.
De repente todo parecía muy absurdo.
Rio por lo bajo de manera nerviosa. No había forma de que comiera canapés o petis fours. Su estómago hambriento los vomitaría al instante. Pero el champán… tal vez el champán era justo lo que necesitaba.
Se sirvió una copa y se la bebió como si fuera limonada. El calor la invadió más rápido de lo que esperaba, suministrándole el coraje suficiente para impulsarla a cruzar la habitación y tirar de la campana para invocar a Nelson. Nelson, el héroe de guerra más completo que existía.
Supuso que había peores nombres para el hombre que la libraría de su virginidad.
Hattie tiró de la campana —que no se oyó en la habitación, pero que sonó en algún lugar lejano del misterioso edificio— e imaginó un montón de hombres guapos que esperaban para proporcionar una minuciosidad minuciosa, como los caballos en la salida de una carrera. Sonrió ante aquella imagen salvaje, viendo a un Nelson sin rostro vestido con un uniforme completo y un sombrero de almirante, no podía quejarse de no tener una imaginación creativa; lo vio poniéndose en movimiento al oír el sonido, corriendo, largas piernas subiendo las escaleras de dos en dos, quizás tres a la vez, perdiendo el aliento en la carrera para llegar hasta ella.
¿Cómo debería estar dispuesta cuando él llegara? ¿Debería esperar en la ventana? ¿Querría verla de pie para evaluarla mejor? No le entusiasmaba esa idea.
¿Y si ponía una silla junto a la chimenea o junto la cama?
Dudaba mucho que él quisiera conversar. De hecho, estaba segura de que no le interesaría conversar con ella. Después de todo, era un medio para un fin.
Así que… La cama estaba allí.
«¿Debo acostarme en ella?».
Eso parecía bastante atrevido, aunque, la verdad, ya no había marcha atrás después de que, meses atrás hubiera buscado el 72 de Shelton Street y hubiera enganchado el birlocho esa noche. A eso se añadía que había cruzado cualquier límite al besar a un desconocido en el carruaje.
Por un momento salvaje, no fue un almirante sin rostro el que corría hacia ella. Fue un tipo de hombre completamente diferente. Con una cara hermosa. Con rasgos perfectos, ojos de ámbar, cejas oscuras y labios que eran más suaves de lo que ella había imaginado que podían ser unos labios.
Se aclaró la garganta y apartó esa idea, volviendo a la pregunta en cuestión. Acostarse sería un error, al igual que sentarse con los tobillos cruzados en esa cama. ¿Quizás había un punto medio? ¿Una pose seductora de algún tipo?
Argg…, si no había sido seductora en su vida…
Se situó en la esquina menos iluminada de la cama y se reclinó hacia atrás, rodeando el poste con un brazo para mantenerse firme, deseando parecerse al tipo de mujer que hacía este tipo de cosas de forma habitual. Una seductora que conocía sus deseos y sus preferencias. Alguien que entendía expresiones como «sumamente minucioso».
Y, entonces, la puerta se abrió y el corazón latió con fuerza cuando entró una gran figura envuelta en sombras; no llevaba sombrero de almirante ni uniforme. Nada tan remotamente seductor. Iba vestido de negro. De pies a cabeza.
Ya dentro, la luz iluminó su rostro perfecto con un cálido y dorado resplandor.
Su corazón se detuvo y se puso rígida de golpe, perdiendo el equilibrio hasta casi caerse de la cama.
Él se movía con gracia singular, como si no hubiera estado inconsciente en el carruaje una hora antes. Como si ella no lo hubiera empujado a la calle. Hattie posó la mirada en él, buscando rasguños o moratones, dolores o molestias por la caída. Nada.
—Tú no eres Nelson —dijo, tragando saliva con dificultad y agradecida por la poca luz.
Él no respondió. La puerta se cerró a su espalda.
Estaban solos.