Читать книгу Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean - Страница 7
Capítulo 4
ОглавлениеEncontrarla debería de haber sido como dar con una aguja en un pajar. Ella debería haber desaparecido.
Tendría que haber sido sido una más entre las miles de mujeres, en miles carruajes, corriendo como escorpiones por los rincones más oscuros de Londres, oculta a la vista de los hombres ordinarios.
Y lo habría sido, si no fuera porque Whit no era un hombre ordinario. Era un Bastardo Bareknuckle, un rey de las sombras de Londres, con decenas de espías apostados en la oscuridad, y en su territorio no ocurría nada sin que él lo supiera. Había sido ridículamente fácil para su amplia red de vigías encontrar el único carruaje negro que se dirigía hacia la oscuridad.
Lo habían estado siguiendo antes de que él se subiera a los tejados. Obtuvieron su ubicación tan rápido como él pidió la información. El cargamento que conducía había desaparecido, los escoltas que habían sido atacados estaban vivos, y sus atacantes se habían esfumado. Sin identificar.
«Pero no por mucho tiempo».
Aquella mujer lo llevaría hasta su enemigo, un adversario que los Bastardos Bareknuckle llevaban meses buscando.
Si Whit estaba en lo cierto, se trataba de un enemigo que conocían desde hacía años.
No le molestaba que sus chicos estuvieran vigilando todas las entradas al burdel. Después de todo, un hermano protegía a una hermana, incluso cuando la hermana en cuestión era lo suficientemente poderosa como para poner a una ciudad de rodillas. Incluso cuando su hermana se escondía de lo único que podía despojarla de ese poder.
Whit había encontrado sin problemas el camino al burdel y se cruzó con Zeva, sin apenas detenerse, solo lo necesario para descubrir dónde se encontraba aquella mujer sin ni siquiera nombrarla. Sabía que ella no lo haría. El éxito del 72 de Shelton Street se debía a su discreción inflexible: guardaban los secretos de todos y no los revelaban a nadie, ni siquiera a los Bastardos Bareknuckle.
Por eso no presionó a Zeva. En su lugar, la empujó, ignorando cómo se arquearon sus cejas oscuras, con silenciosa sorpresa. Silenciosa por el momento; Zeva era la mejor de los lugartenientes y sabía guardar secretos…, pero no ocultaba nada a su jefa. Y cuando Grace, conocida en todo Londres como Dahlia, recuperara su legítimo puesto como dueña de aquel lugar, sabría lo que había pasado. Y no dudaría en pedir explicaciones al respecto.
No había curiosidad tan implacable como la de una hermana. Pero, por ahora, Grace no lo molestaría. Solo existía la misteriosa mujer del carruaje, con toda la información, la última pieza del mecanismo de relojería que había estado esperando a ponerse en marcha. El último resorte. Ella sabía los nombres de los hombres que habían disparado a su cargamento, de los que habían disparado a sus muchachos. Los nombres de los hombres que estaban robando a los Bastardos. Los nombres de los hombres que trabajaban para su hermano desaparecido. Su enemigo. Y ella estaba allí, en el burdel de su hermana, en un territorio que pertenecía al propio Whit.
Esperando a que un hombre la complaciese.
Ignoró el torbellino de excitación que lo recorría al pensarlo y el hilo de irritación que lo seguía. Se trataba de trabajo, no de placer. Era el momento de los negocios.
La vio nada más entrar, sus ojos la encontraron posada en el borde de la cama, agarrada a un poste en la oscuridad. Al dejar que la puerta se cerrara tras él, le consumió una idea singular: allí sentada, en uno de los burdeles más extravagantes de la ciudad, diseñado para féminas de gusto exigente, un burdel que prometía la máxima discreción, aquella mujer no podía parecer más fuera de lugar.
Debía sentirse como en casa, teniendo en cuenta que lo había excitado, que había mantenido una conversación con él como si fuera algo completamente normal y, luego, lo había arrojado a la calle desde un carruaje en marcha. Después de besarlo.
El hecho de que se dirigiera allí parecía estar en consonancia con el resto de aquella noche salvaje. Pero algo no cuadraba. No era el vestido, aunque la lujosa falda de seda que ondeaba en la oscuridad en salvajes oleadas turquesas, sugería una modista de gran habilidad. Tampoco eran los zapatos a juego ni los dedos que asomaban por debajo del dobladillo.
No era la forma en que el corpiño brillaba en la oscuridad, abrazando las curvas de su torso y mostrando unas encantadoras formas debajo de él… No, eso casaba a la perfección con Shelton Street.
Ni siquiera era la sombra de su cara, apenas reconocible en la oscuridad, pero lo suficientemente visible como para revelar que tenía la boca abierta por la sorpresa. Otro hombre podría encontrar ridícula esa expresión, pero Whit no. Sabía lo que sabía. Cómo se suavizaban y cedían esos labios carnosos. Y no había nada remotamente fuera de lugar en eso.
El 72 de Shelton Street era un lugar más que acogedor para cuerpos y labios llenos, para mujeres que sabían cómo usarlos. Pero esta mujer no sabía cómo usarlos. En ese momento estaba tiesa como un palo, aferrada al poste de la cama con los nudillos de una mano blancos y sosteniendo en la otra una copa de champán vacía, que inclinaba en un ángulo extraño. Sí, estaba totalmente fuera de lugar.
Más aún, cuando se enderezó de manera forzada.
—Le ruego que me perdone, señor —dijo—. Estoy esperando a alguien.
—Mmm… —Se inclinó hacia atrás apoyándose en el marco de la puerta, cruzó los brazos sobre el pecho y deseó que ella no estuviera en las sombras—. Espera a Nelson.
—Correcto. Y como usted no es él… —Asintió con la cabeza, en un movimiento que parecía el mecanismo de un reloj.
—¿Cómo lo sabe?
Silencio. Whit resistió el impulso de sonreír. Casi podía oír su pánico. Ella estaba a punto de retroceder, lo que lo pondría en una posición de poder. Le daría la información que deseaba en minutos, como si fuera un niño, a cambio de golosinas.
Salvo que ella dijo:
—No cumple mi lista de requisitos.
«¿Qué demonios… ? ¿Qué requisitos?».
De alguna manera, por puro milagro, evitó hacer la pregunta directamente. Sin embargo, aquella charlatana le proporcionó información adicional.
—Pedí específicamente a alguien menos… —Se calló.
Whit estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa para que ella terminara esa frase. Cuando agitó una mano en su dirección, él no pudo detenerse.
—¿Menos… ?
—Precisamente. Menos —dijo ella frunciendo el ceño.
Algo sospechosamente parecido al orgullo estalló en el interior del pecho de Whit, pero lo ignoró y guardó silencio.
—Y usted no es menos —dijo ella—. Es más. Es mucho. Por eso lo expulsé del carruaje, me disculpo por ello, por cierto. Espero que no se haya magullado demasiado en la caída.
—¿Mucho qué? —Ignoró las disculpas.
—Mucho todo. —Ella movió de nuevo la mano. La metió en la voluminosa tela de sus faldas y extrajo un trozo de papel, consultándolo—. Altura media. Constitución media. —Lo miró de arriba abajo, evaluándolo—. Usted no es ninguna de esas cosas.
No tenía que parecer decepcionada por ello. ¿Qué más ponía en ese papel?
—No me di cuenta de lo grande que era cuando nos reunimos antes.
—¿Es así como lo llama? ¿Una reunión?
Inclinó la cabeza considerándolo.
—¿Tiene un término mejor?
—Un ataque.
Ella abrió los ojos de par en par detrás de la máscara y se puso de pie, desvelando una altura que él no había imaginado en el carruaje.
—¡No le he atacado!
Se equivocaba, por supuesto. Ella en sí era un asalto: desde sus exuberantes curvas al fulgor de sus ojos, desde el brillo de su vestido al olor a almendras, como si acabara de salir de una cocina llena de pasteles.
Sintió el ataque de esa mujer desde el momento en que abrió los ojos en el carruaje y la encontró allí, hablando de cumpleaños y planes, y del Año de Hattie.
—Hattie… —No había querido decirlo. O mejor, no había querido disfrutar diciéndolo.
Los ojos de la joven se hicieron todavía más grandes detrás de la máscara.
—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó ella con una mezcla de pánico e indignación mientras se ponía en pie—. Pensé que este lugar era el colmo de la discreción.
—¿Qué es el Año de Hattie?
La realidad la asaltó de golpe, ella misma había revelado su nombre.
—¿Por qué quiere saberlo? —inquirió después de un breve silencio.
No estaba seguro de la respuesta, así que no le contestó.
Ella rompió el silencio, como él estaba descubriendo que acostumbraba a hacer.
—Supongo que no me dirá su nombre. Sé que no es Nelson.
—Porque soy demasiado para ser Nelson.
—Porque no cumple mi lista de cualidades. Es demasiado ancho de hombros y sus piernas son demasiado largas y no es encantador. Y, desde luego, no es nada afable.
—Ha hecho una lista de cualidades para un sabueso, no para un polvo.
No mordió el anzuelo.
—Y si además consideramos su cara…
¿Qué demonios le pasaba a su cara? En treinta y un años, nunca había tenido una queja, Y esa mujer salvaje no iba a cambiar eso.
—¿Mi cara?
—Sí, su cara —respondió ella atropelladamente—. Pedí una cara que no fuera tan…
Whit se mantuvo en silencio. ¿Así que esa mujer decidía dejar de hablar justo en ese momento?
Hattie negó con la cabeza y él resistió el impulso de maldecir.
—No importa. El hecho es que no solicité su compañía y tampoco lo ataqué. No he tenido nada que ver con que apareciera inconsciente en mi carruaje. Aunque, para ser sincera, empieza a parecerme la clase de hombre que bien podría merecer un golpe en la cabeza.
—No creo que haya tomado parte en el asalto.
—Bien. Porque yo no asalté su carruaje.
—¿Quién lo hizo?
—No lo sé.
«Mentira».
Estaba protegiendo a alguien. El carruaje pertenecía a alguien en quien confiaba o no lo habría usado para ir hasta allí. «¿Su padre?». No, imposible. Ni siquiera aquella loca usaría el cochero de su padre para llevarla a un burdel en medio de Covent Garden. Los cocheros hablaban.
«¿Un amante?». Por un momento consideró la posibilidad de que ella no solo trabajara con su enemigo, sino que durmiera con él. A Whit no le hizo gracia el disgusto que le causó la idea antes de que le pudiera la razón.
No. No era un amante. No estaría en un burdel si tuviera un amante. No lo habría besado a él si tuviera un amante. Y ella lo había besado, suave, dulce e inexpertamente.
No había ningún amante. Pero aun así, era leal al enemigo.
—Creo que sabe quién me dejó inconsciente y me retuvo en ese carruaje, Hattie —dijo en voz baja, acercándose a ella. Su cuerpo vibró cuando se dio cuenta de que ella era casi de su altura; su pecho subiendo y bajando a ritmo de staccato por encima de la línea de su vestido, los músculos de su garganta tensos mientras lo escuchaba—. Y creo que sabe que tengo la intención de conseguir un nombre.
—¿Es eso una amenaza? —Lo miró entrecerrando los ojos. Él no respondió, y en el silencio, ella pareció calmarse; su respiración se hizo más tranquila mientras sus hombros se enderezaban—. No me gustan las amenazas. Es la segunda vez que interrumpe mi noche, señor. Haría bien en recordar que fui yo quien le salvó el pellejo antes.
—Casi me mata. —Ella experimentó un cambio notable.
—Por favor, ha sido usted muy ágil —se burló—. Lo vi aterrizar en el suelo como si no fuera la primera vez que lo lanzan de un carruaje—. Hizo una pausa—. No lo fue, ¿o sí?
—Eso no significa que desee convertirlo en un hábito.
—El punto es que, sin mí, podría estar muerto en una zanja. Un caballero razonable me lo agradecería amablemente y se iría a otro lugar ahora mismo.
—Tiene mala suerte, entonces, de que yo no lo sea.
—¿Razonable?
—Un caballero.
Se rio un poco sorprendida por eso.
—Bueno, como estamos en un burdel, creo que ninguno de los dos puede reclamar mucha gentileza.
—¿Eso no estaba en su lista de requisitos?
—Oh, lo estaba —dijo—, pero esperaba más una aproximación a la caballerosidad que la caballerosidad misma. Y ahí está el problema: tengo planes, maldición, y no voy a permitir que los arruine.
—Los planes de los que habló antes de tirarme del carruaje.
—Yo no lo tiré. —Cuando él no respondió, ella le dijo—: Está bien, lo eché. Pero todo ha ido bien.
—No gracias a usted.
—No tengo la información que quiere.
—No la creo.
Abrió la boca y la cerró.
—¡Qué grosero!
—Quítese la máscara.
—No.
—¿Qué es el Año de Hattie? —preguntó ante el no tajante.
Ella levantó la barbilla desafiante, pero se quedó en silencio. Whit gruñó y se dirigió al champán y se sirvió una copa. Cuando terminó, devolvió la botella a su sitio y se apoyó en el alféizar de la ventana observando cómo ella se movía.
Siempre estaba en movimiento, alisándose las faldas o jugando con la manga; él bebía hipnotizado por la larga línea del vestido, por la forma en que este envolvía sus curvas rebeldes y hacía promesas que un hombre deseaba que cumpliera. La luz de las velas se reflejaba en su piel, dorándola. No era una mujer que tomara té. Era una mujer que tomaba el sol.
Tenía dinero, saltaba a la vista. Y poder. Una mujer necesitaba de ambos para entrar en el 72 de Shelton Street. Incluso sabiendo que el lugar existía, necesitaba contactos que no eran fáciles de conseguir. Había miles de razones por las que ella podría estar allí, y Whit las había escuchado todas: aburrimiento, insatisfacción, imprudencia. Pero no detectaba ninguna de ellas en Hattie. No era una chica impetuosa, era lo suficientemente mayor para ser razonable y tomar sus decisiones. Tampoco era simple o superficial.
Se acercó a ella lentamente de forma deliberada.
—No me dejaré intimidar. —Se puso rígida. Agarró con fuerza el papel que tenía en la mano.
—Él me ha robado algo y quiero que me lo devuelva.
Pero eso no era todo.
Estaba lo suficientemente cerca como para tocarla. Lo suficientemente cerca para medir la altura que ya había notado antes, casi igual a la suya. Lo suficientemente cerca para ver sus ojos detrás de la máscara, fijos en él. Lo suficientemente cerca para sumergirse en su aroma a almendras.
—Lo que sea que le hayan robado —anunció mientras enderezaba los hombros—, haré que se lo devuelvan.
Cuatro envíos. Tres vigilantes tiroteados. Después de esa noche, el propio Whit había perdido unos cuchillos que valoraba por encima de todo. Y, si tenía razón, ella le debía más de lo que podía devolverle.
—No es posible. Necesito un nombre. —Negó con la cabeza.
—Le ruego que me perdone, yo no fallo —respondió sin vacilar.
Otro hombre podría haber encontrado aquellas palabras divertidas, pero Whit advirtió honestidad en ellas. ¿Cómo se había visto involucrada en este lío? No pudo resistirse a repetirse.
—¿Qué es el Año de Hattie?
—Si se lo digo, ¿me dejará en paz?
«No», pensó él.
Respiró profundamente en silencio, como si considerara sus opciones.
—Es lo que parece —explicó ella finalmente—. Es mi año. El año que reclamo como mío.
—¿Cómo?
—Tengo un plan de cuatro puntos para dirigir mi propio destino.
—Cuatro puntos —repitió él, arqueando las cejas.
—Negocios. Casa. Fortuna. Futuro. —Levantó una mano marcando las respuestas con los largos dedos enguantados y luego hizo una pausa—. Ahora, si me dice qué fue con precisión lo que le quitaron, se lo devolveré, y podremos seguir con nuestras vidas sin molestarnos nunca más.
—Negocios. Casa. Fortuna. Futuro —repasó el plan—. ¿En ese orden?
—Probablemente. —Hattie inclinó la cabeza a un lado.
—¿Qué clase de negocios? —Él tenía dinero de sobra, y podía ayudarla en cualquier negocio que deseara… a cambio de la información que necesitaba.
Ella lo miró fijamente y permaneció en silencio.
Probablemente tenía aspiraciones como modista o sombrerera, ambos negocios le comprarían una casa, pero ninguno de ellos le daría una fortuna. ¿No sería mejor que buscase un futuro como esposa y madre? Parecía la mujer adecuada para ser la señora de una casa.
Eso, y que ninguno de sus cuatro puntos tenía sentido en el contexto del burdel de Shelton Street. Señaló el papel que sostenía en el puño.
—¿Qué esperaba de Nelson, una inversión?
—De cierto tipo. —Hattie se rio de la pregunta.
—¿De qué tipo? —Whit entrecerró los ojos, interrogativo.
—Hay un quinto punto —dijo.
Un reloj sonó en el pasillo, alto y grave, y Whit sacó sus relojes sin pensar, comprobando la hora en ambos antes de devolverlos a su lugar.
—¿Y cuál es?
—¿Tiene hora? —Su mirada siguió sus movimientos.
—Las once. —No ignoró la burla en la pregunta.
—¿En los dos relojes?
—¿El quinto punto?
Sus mejillas se tiñeron de rojo al escuchar la pregunta, y la curiosidad que sintió Whit por aquella extraña mujer se volvió casi insoportable.
—Cuerpo —dijo ella entonces, en un tono claro como el tañido del pasillo.
Cuando Whit tenía diecisiete años, salió del cuadrilátero tambaleándose, tras un combate que duró demasiado con un oponente demasiado grande; el rugido de la multitud se le clavó en los oídos por la cantidad de golpes que soportó. Aterrizó en el callejón trasero de un almacén, donde llenó de aire frío sus pulmones mientras se imaginaba en cualquier lugar menos allí, en un club de lucha de Covent Garden.
La puerta se abrió y se cerró, y una mujer se había acercó a él con un trozo de lino en la mano. Se ofreció a limpiarle la sangre de la cara. Sus palabras suaves y su amable gesto fueron el mayor placer que había sentido en su vida.
Hasta el momento en que escuchó a Hattie decir la palabra «cuerpo».
Se hizo el silencio entre ellos. Ella rio, nerviosa.
—Supongo que es más bien el primer punto, considerando que es esencial para el resto.
«Cuerpo».
—Explíquese —gruñó Whit.
Parecía estar considerando la posibilidad de no dar explicaciones, como si él le fuera a permitir salir de la habitación sin hacerlo.
—Hay dos razones —dijo finalmente, pues debió de darse cuenta de que él no iba a ceder—. Algunas mujeres se pasan toda la vida buscando un matrimonio.
—¿Y usted no?
Negó con la cabeza.
—Tal vez en algún momento lo consideré… —Se alejó, y Whit contuvo la respiración esperando ver qué venía a continuación. La vio encogerse de hombros—. Mañana cumplo veintinueve años. En este momento, soy una dote y nada más.
Whit no la creyó ni por un momento.
—No quiero ser una dote. —Lo miró—. No deseo que me conviertan en mercancía. Deseo ser yo misma. Elegir por mí misma.
—Negocios. Casa. Fortuna. Futuro —dijo.
Ella sonrió satisfecha, formando aquel maldito hoyuelo que centelleaba, y él no pudo resistirse a reparar en esos labios, cuya sensación recordaba vivamente desde el principio de la noche. Los vio moverse de nuevo.
—Solo hay una manera de asegurar que se me permita elegir por mí misma. —Hizo una pausa—. Me deshago de la única cosa de mí que es preciada. Me reclamo a mí misma. Y gano.
—Y vino aquí para… —Se alejó sabiendo la respuesta, pero quería que ella lo dijera.
Quería escucharlo.
Ese rubor otra vez.
—Perder la virginidad —dijo finalmente.
Las palabras resonaron en sus oídos.
—Bueno, yo sola no puedo perder mi propia virginidad, obviamente. Es más bien una metáfora. Nelson iba a hacerlo por mí —añadió ella bromeando.
Dejó que el silencio reinara un segundo mientras él ponía en orden sus pensamientos.
—Se libera de su virginidad y se vuelve libre para vivir su vida.
—¡Exactamente! —dijo como si estuviera encantada de que alguien lo entendiera.
—¿Y cuál es la segunda razón? —gruñó Whit.
Se ruborizó de nuevo. ¿Quién era esta mujer tan audaz como vergonzosa?
—Supongo… —se interrumpió para aclararse la garganta—. Supongo que es lo que quiero.
«¡Dios!».
Podría haber dicho mil cosas y todas las hubiera esperado. Cosas que lo habrían mantenido callado, impasible. Y en vez de eso, había dicho algo tan condenadamente sincero que no tuvo otra opción que desearla.
Lo detuvo antes de que empezara, reprimió su deseo metiendo la mano en el bolsillo y sacando un saquito de papel; del que sacó un caramelo. Se lo metió en la boca; el sabor a limón y miel explotaron en su lengua.
Lo que fuera para distraerse de sus palabras.
«La deseo».
—¿Son caramelos? —Hattie miró la bolsa.
Whit la miró y gruñó un sí.
—No debería tomar golosinas si no está dispuesto a compartirlas, ya sabe… —Inclinó la cabeza a un lado.
Otro gruñido y tendió la bolsita hacia ella.
—No, gracias —dijo con una sonrisa.
—Entonces, ¿por qué me ha pedido uno?
—No le he pedido uno. Le he pedido que me ofreciera uno. Lo que es totalmente diferente. —Otra sonrisa.
Era increíblemente frustrante. Y fascinante. Pero no tenía tiempo para sentirse fascinado por ella.
Devolvió los caramelos al bolsillo, tratando de concentrarse en el limón, un agrio y dulce placer, uno de los pocos que se permitía. Tratando de ignorar el hecho de que no era limón lo que deseaba en ese momento. Tratando de no pensar en las almendras.
Necesitaba información de esa mujer. Y eso era todo. Ella sabía quién estaba atacando a sus hombres, quién estaba robando su mercancía; podía confirmar la identidad de su enemigo. Y él haría lo que fuera necesario para que ella hablara…
—¿No va a decirme que me equivoco? —preguntó.
—¿Qué se equivoca sobre qué?
—Que me equivoco al querer… —Se alejó por un momento, y un hilo de frío miedo atravesó a Whit mientras sopesaba la posibilidad de que ella lo dijera de nuevo. Cualquier hombre hubiera querido llenar el espacio entre esas dos minúsculas letras con una veintena de cosas sucias— … explorar.
Dios mío. Eso era peor.
—No voy a decirle que se equivoca.
—¿Por qué?
No tenía ni idea de por qué lo había dicho. No debería haberlo dicho. Debió dejarla allí, en aquella habitación y seguirla a casa y esperar a que revelara lo que sabía. Porque no había manera de que esa mujer guardara bien los secretos. Era demasiado sincera. Lo suficientemente sincera como para causar problemas. Pero lo dijo de todas formas.
—Porque debería explorar. Debería explorar cada centímetro de sí misma y cada centímetro de su placer y fijar el rumbo de su futuro.
Ella abrió los labios cuando él se le acercó diciendo todo lo que no había ofrecido a otra en otra época. En toda la vida.
Él se acercó y levantó las manos lentamente, permitiendo que ella viera su movimiento. Dándole tiempo para detenerlo. Al ver que no lo hizo, le quitó la máscara revelando sus grandes y oscuros ojos delineados con kohl.
—Pero no debería contratar a Nelson.
¿Qué estaba haciendo?
Era la única opción.
«Mentira».
Hattie cogió la máscara con la mano libre y la bajó entre ellos. Se puso a juguetear con ella, y sus dedos lo rozaron. Lo quemaron.
—Será difícil encontrar otro hombre que me ayude sin que haya consecuencias.
—Le aseguro que no —dijo él inclinándose y bajando la voz.
—¿Pretende encontrarme un hombre así? —Ella tragó saliva.
—No.
Hattie frunció el ceño y Whit le pasó el pulgar por las cejas varias veces, hasta que el ceño dejó de estar fruncido. Trazó las líneas de su cara, el contorno de sus pómulos, la suave curva de su mandíbula. Su grueso labio inferior, tan suave como lo recordaba.
—Tengo la intención de hacerlo yo.