Читать книгу Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean - Страница 8
Capítulo 5
ОглавлениеYa que había llegado al 72 de Shelton Street con la intención de que la arruinaran, Hattie debería haber considerado la posibilidad de que el asunto de perder la virginidad fuera placentero.
Nunca lo había visto así. De hecho, siempre había pensado que sería un asunto poco trascendental. Algo rutinario. Un medio para conseguir un fin. Pero, cuando aquel hombre la tocó, misterioso, guapo e inquietante y más bienvenido de lo que le gustaría admitir, no pudo pensar en nada más que en los medios.
Medios muy placenteros.
Medios tan placenteros que se apropiaron de todos sus pensamientos cuando él le sugirió que podía ser quien la ayudara a perder su virginidad.
Pero la combinación de un grave gruñido y una lenta caricia con el pulgar sobre su labio inferior hizo que Hattie pensara que podría hacer más que eso. Que podría quemarla. Que ella iba a permitírselo, que aquel fuego la condenaría.
Y luego hizo que Hattie pensara solamente una palabra: «Sí».
Había llegado con la promesa de encontrar un hombre extremadamente minucioso que demostraría ser un asistente estelar. Pero ese hombre, con sus ojos ámbar que lo veían todo, con su tacto que lo entendía todo, con su voz que llenaba sus más oscuros y secretos rincones, era más que un asistente.
Ese hombre era puro dominio, del tipo que Hattie no había imaginado, pero que ya no podía dejar de imaginar. Y se estaba ofreciendo a hacer realidad todo lo que ella anhelaba.
«Sí».
Estaba muy cerca. Era muy grande, lo suficientemente grande como para que ella se sintiera pequeña y guapa, lo bastante guapa como para que no pudiera pensar más que en una noche embriagadora, increíble y caliente en aquella fría habitación.
Él iba a besarla. No a cambio de dinero, sino porque quería. «Imposible». «Nadie nunca había…».
—¿Tú… —Él le deslizó la mano por el cabello haciendo que aquella idea se esfumara antes de asimilarla. Silencio— … me ayudarías… —Él contrajo los dedos— … con… —La mantuvo como a una rehén con su contacto y su silencio. Le estaba haciendo olvidar lo que estaba pensando, ¡maldición! La frase… ¿En qué estaba pensando?— … eso?
—Te ayudaría con todo —contestó él con un gruñido, un sonido que ella no habría entendido si no estuviera tan embelesada. Si no estuviera tan ansiosa por… todo.
Hattie cerró los ojos. ¿Cómo podía un hombre convertir solo dos letras en tanto placer? Seguramente iba a besarla. Así era como se empezaba, ¿no? Pero no se movía. ¿Por qué no se movía? Se suponía que debía moverse, ¿no?
Abrió los ojos de nuevo, él estaba allí, muy cerca, y la observaba. La miraba. La veía. ¿Cuándo fue la última vez que alguien la había visto? Se había pasado toda su vida siendo la mejor en el arte de esconderse: nunca la veían.
Pero este hombre… la veía. Y descubrió que lo odiaba tanto como le gustaba. No, lo odiaba más. No quería que él la viera. No quería que enumerar sus incontables defectos. Sus mejillas llenas, sus cejas demasiado anchas y su nariz demasiado grande. Su boca, que otro hombre comparó una vez, como si le estuviera haciendo un favor, con la de un caballo. Si aquel hombre veía todo eso, podría cambiar de opinión.
—¿Podemos empezar ya? —dijo Hattie con cierto descaro, animada por aquellas ideas.
Un profundo gruñido de asentimiento anunció su beso, un sonido tan glorioso como el choque de sus bocas cuando él posó sus labios sobre los de ella y le dio justo lo que ella quería. Más que eso. No debería haberle sorprendido la sensación de tenerlo contra ella, lo había besado con valentía en el carruaje antes de echarlo, pero ese había sido su beso.
Este era de los dos.
Él tiró de ella inclinándola de tal manera que quedaron perfectamente emparejados, hasta que su hermosa boca estuvo alineada con la de ella. Y entonces le encerró la cara entre las manos, le acarició la mejilla con el pulgar mientras asaltaba su boca con pequeños besos, uno tras otro, una y otra vez, mientras ella creía enloquecer. Él le capturó el labio inferior y se lo lamió; su lengua caliente y áspera, con sabor como a limón azucarado le provocó…
«Hambre». Eso fue lo que sintió. Como si nunca hubiera comido antes y ahora se presentase frente a ella un banquete sabroso, solo para ella.
Aquellos lametazos la volvieron salvaje. No sabía cómo soportarlos. Cómo manejarlos. Todo lo que sabía era que no quería que se detuvieran.
Lo agarró por el abrigo para acercarlo, se apretó contra él, anhelando sentir el contacto de aquellas manos en cada centímetro de su piel. Quería meterse dentro de él. Lanzó un pequeño suspiro de frustración que él entendió; sus brazos la rodearon como si fueran de acero, y la levantó, la forzó a entregarse al tiempo que las manos de ella se deslizaban sobre sus enormes hombros y alrededor de su cuello. Sobre los músculos tensos y muy calientes.
Ella jadeó al sentir el calor de su cuerpo, y él se separó. ¿Se había detenido? ¿Por qué se había detenido?
—¡No! —Por Dios, ¿había dicho eso en voz alta?—. Es que… —Sus mejillas se encendieron al instante—. Eso es… —Él arqueó una ceja a modo de pregunta silenciosa—. Preferiría…
—Sé lo que preferirías. Y te lo daré. Pero antes… —dijo aquella bestia silenciosa.
Recuperó el aliento. Antes, ¿qué?
Whit le agarró la mano que tenía sobre su hombro; Hattie mostró su miedo a que se detuviera antes de que tuvieran la oportunidad de empezar, mientras él la apartaba sin llegar soltarla.
¿Qué estaba haciendo? Él le giró la muñeca y posó los dedos en la línea de botones del guante que le cubría el brazo.
—Es usted muy hábil con los botones. —Lo miró. Él lanzó un gruñido concentrado en su tarea—. Ni siquiera tiene gancho para botones —dijo ella con torpeza y deseó poder retirar las palabras antes de que hubieran salido de su tonta boca.
Le quitó el guante que dejó a la vista la muñeca cubierta de manchas de tinta, recuerdo de su tarde en las oficinas examinando los libros de contabilidad. Ella retorció la mano para ocultar aquellas feas marcas, pero él se lo impidió. En vez de eso, las estudió durante un momento, las acarició con temor con su pulgar, como si quemaran como una llama, antes de volver a poner la mano en su hombro. Sus dedos, ahora desnudos, alcanzaron el lugar donde su cuello se encontraba con la cálida piel de su nuca. Desesperado por sentir sus dedos, soltó un gruñido de placer cuando la piel de ella rozó la de él. Se olvidó de la tinta.
—Antes, esto —dijo Whit.
Alguien más debió replicar, porque con seguridad no fue ella quien hundió los dedos en su pelo negro y rizado, tirando de él.
—¿Y ahora me darás lo que quiero? —exigió ella a la vez.
Pero fue ella quien lo recibió, su beso la reclamó mientras deslizaba una mano para apretarla contra él, le levantó un muslo hasta su cadera, apretándole la espalda contra el grueso poste de ébano.
Su lengua la acarició, la invadió, y ella la recibió con ansiedad, acompasando sus movimientos con los de él, aprendiendo. Absorbiéndolo todo. Debió de hacerlo bien, porque él gruñó de nuevo —un sonido que le pareció un puro triunfo—, y se apretó contra ella, rudo y perfecto, encajando sus muslos, haciendo que se fijara en un extraño dolor justo allí, un dolor que, estaba segura, él podía curar. Ojalá él…
Le arrasó la boca con una maldición, una palabra que la atravesó y la hizo sentir provocadora, maravillosa e inmensamente poderosa. Una palabra que no le hizo querer dejar de hacer lo que estaba haciendo. Y no lo hizo, así que empujó sus caderas contra las de él de nuevo y aumentó la presión, deseando que sus faldas desaparecieran.
—¿Aquí? —susurró Whit después de subirle la barbilla con el pulgar para levantarle el rostro y posar sus labios sobre la suave piel del cuello. Luego la besó desde la parte inferior de la mandíbula hasta la oreja. «Sí»—. Mmm. ¿Aquí? —Continuó bajando por el cuello. Un viaje glorioso. Un delicioso lametazo. «Sí»—. ¿Más?
«Más». Se estrechó contra él. ¿Había soltado un quejido?
—Pobrecita… —gruñó él. La apretó un poco más y elevó sus pies del suelo. «¿Cómo era tan fuerte?». No importaba. Le rozó el borde de su vestido, la tela estaba demasiado tensa. Demasiado tirante. Demasiado apretada—. Esto parece incómodo. —Pasó la lengua sobre la curva caliente y llena de sus pechos, poniéndolos, si cabe, aún más calientes; si cabe, aún más llenos. Ella jadeó.
—Hazlo. —Aquella persona, que no era Hattie, habló de nuevo. Él no dudó en obedecerla: la colocó sobre el alto borde de la cama y acercó sus poderosos dedos al borde del corpiño. Ella abrió los ojos, miró hacia abajo y vio las fuertes manos de él sobre la brillante seda.
Regresó la cordura. Seguramente no era lo suficientemente fuerte para…
El vestido se rasgó como si fuese papel al contacto con sus manos, el aire frío la atrapó, y entonces…
Fuego.
Labios. Lengua.
Placer.
No podía dejar de mirar. Nunca había visto nada parecido. El hombre más bello que hubiera visto jamás dedicado por completo a su placer. El aire salió de sus pulmones mientras lo miraba, sin saber qué era lo que más le gustaba: verlo o sentirlo…
Verse a sí misma sujetándolo por el pelo, atrayéndolo. Guiándolo con sus manos para que le diera placer.
O el sonido de su excitación, de su deseo.
Había ido más allá de lo que había imaginado. Aquel hombre había ido más allá de lo que ella había imaginado. Al pensarlo, lo atrajo de nuevo, sus dedos asieron su pelo, tiró de él hasta que volvieron a besarse. Esta vez, sin embargo, fue ella la que lamió sus labios. Fue él quien se abrió a ella. Ella la que saqueó. Él el que se sometió.
Y fue glorioso.
Las manos masculinas llegaron a sus pechos, sus pulgares buscaron sus erizados pezones, que acarició y pellizcó hasta que ella jadeó y se retorció contra él, perdida en él.
Y ni siquiera sabía su nombre.
La idea la paralizó.
«Ni siquiera sé su nombre».
—Espera. —Se apartó de él, lamentando la decisión al segundo, cuando la soltó sin dudarlo; su contacto desapareció como si nunca hubiera existido. Él dio un paso atrás.
Se cerró el corpiño sobre los pechos, que protestaron, y cruzó los brazos, su hambre regresó con un gran pinchazo de dolor en todos aquellos lugares en que se habían tocado. Sus labios comenzaron a hormiguear, su beso parecía un fantasma. Se lamió los labios y la mirada ámbar de él se posó en su boca. También parecía hambriento mientras la escuchaba.
—No sé tu nombre.
—Bestia. —Por una vez, no dudó.
—¿Perdón? —Había escuchado mal.
—Me llaman Bestia.
—Eso es… —Sacudió la cabeza. Buscó la palabra—. Ridículo.
—¿Por qué?
—Porque… tú eres el hombre más guapo que he visto jamás. —Hizo una pausa—. Eres el hombre más perfecto que cualquiera haya visto jamás. Empíricamente hablando.
—No es normal que una dama diga cosas así. —Arqueó las cejas, alzó una mano y se la pasó por el cabello hasta llegar a la nuca. ¿Era posible que estuviera sintiendo vergüenza?
—Pero es que es obvio. Como el calor o la lluvia. Pero supongo que la gente señala lo evidente cada vez que te llaman con ese absurdo apodo. Me imagino que se supone que es irónico.
—No lo es —dijo, bajando la mano.
—No lo entiendo. —Parpadeó.
—Lo harás.
—¿Lo haré? —La promesa la recorrió causándole inquietud.
—Los que me roban, los que amenazan lo que es mío, ellos conocen la verdad. —Se acercó de nuevo y le cubrió la mejilla con la palma de la mano, haciendo que ella quisiera entregarse al calor de él.
Su corazón comenzó a acelerarse. Se refería a Augie. Este no era un hombre que castigara a medias. Cuando fuera a por su hermano, no tendría ningún reparo. Su hermano era un verdadero imbécil, pero ella no quería que sufriera. O algo peor. No, lo que fuera que Augie hubiera hecho, lo que fuera que hubiera robado, ella se lo devolvería. Y entonces se dio cuenta de que el beso que acababan de compartir, la oferta que él le había hecho, no había sido porque la deseara.
Había sido porque deseaba vengarse.
«No ha sido por mí». Por supuesto que no.
Después de todo, aquel hombre, con su pasión controlada y su observación silenciosa, no era el tipo de hombre que deseara a Henrietta Sedley, solterona regordeta con manchas de tinta en las muñecas.
No, a menos que ella pudiera entregarle algo. Podía ser que aquel hombre no quisiera una dote, sin embargo, algo deseaba.
Ignoró la punzada de tristeza que la invadió al entenderlo, fingió no notar el escozor en los ojos ni el indicio de una emoción no deseada en su garganta. Cruzó con más fuerza los brazos sobre el pecho y pasó por delante de él hasta donde se había dejado el chal.
Una vez envuelta en la rica tela de color turquesa, se volvió hacia él, que miró al lugar donde el chal cubría el vestido desgarrado que ella misma le había exigido rasgar.
Hattie respiró hondo. Si podía decir una cosa, también podía decir otra.
—Me parece, señor, que usted preferiría hablar de negocios. —El arqueó una de sus oscuras cejas con curiosidad—. No negaré que sé quién ha tenido algo que ver con la «situación» de esta noche. Los dos somos demasiado inteligentes para jugar al gato y al ratón.
Él asintió con un gruñido.
—Iré a buscar lo que ha perdido. Se lo devolveré. Por un precio —le ofreció.
—Tu virginidad. —La observó durante un largo instante.
—Usted quiere un castigo; yo quiero un futuro. Hace dos horas, estaba preparado para una especie de transacción, así que ¿por qué no ahora? —Hattie hizo un gesto de asentimiento que él no respondió, así que levantó la barbilla negándose a dejar que viera su decepción—. No hay necesidad de fingir que deseaba hacerlo por la bondad de su corazón. No soy una ingenua. Tengo ojos y un espejo.
Sin embargo, lo había sido por un momento. Casi la había engañado para que hiciera ese papel.
—Y usted no es un caballero de brillante armadura, ansioso de cortejarme. —Silencio. Maldito silencio—. ¿Verdad?
—No lo soy. —Whit se apoyó en el poste de la cama y cruzó los brazos.
El hombre podría al menos haber fingido. Pues no. No quería fingir. Prefería la sinceridad.
—¿Y entonces? —La observó durante un largo rato; aquellos ojos infernales que lo veían todo se negaban a quitarle la vista de encima —. ¿Quién eres?
—Hattie —dijo encogiendo levemente los hombros.
—¿Tienes un apellido?
—Todos tenemos apellidos. —No iba a decírselo.
—Mmm. —Hizo una pausa—. Así que me ofreces el nombre de mi enemigo, aunque no el tuyo, a cambio de un polvo.
—Si piensa que me va a acobardar con su lenguaje, no funcionará. —No se escandalizó por sus palabras—. Crecí en los muelles. —Había jugado en los aparejos de los barcos de su padre.
—No eres del arroyo. —La miró entrecerrando los ojos—. ¿O sí? ¿Quién eres? —No se sorprendió de que no le respondiera.
—No importa. El hecho es que me crecieron los dientes escuchando el lenguaje soez de los marineros y los estibadores, así que no me sorprende. —Apretó el chal con fuerza sobre su torso y estudió a aquel hombre, al que había encontrado atado en su carruaje, que pensaba que su hermano era un enemigo y que se llamaba a sí mismo Bestia. De manera irónica.
Debería irse. Terminar la noche antes de que fuera más lejos. Volver en otro momento y reanudar el Año de Hattie con otro hombre.
Pero no deseaba a otro hombre, no después de que este la besara tan bien.
—No le daré un nombre. Pero le devolveré lo que haya perdido. —Iría a su casa, resolvería el papel de Augie en este asunto, recogería lo que fuera que le hubiera quitado a aquel hombre y se lo devolvería.
—Probablemente sea lo mejor.
—¿Por qué? —Alivio, luego incertidumbre.
—Si me das el nombre, serás la responsable cuando lo destruya.
Su corazón palpitó con aquellas palabras. Destruir a Augie era destruir el negocio de su padre. Destruir su negocio.
Debería terminar con aquello. No volver a ver a aquel hombre. Ignoró la decepción que le causó la idea.
—Si no le interesa mi oferta, entonces debería irse. Tengo una cita. —Tal vez aún pudiera salvar la noche.
No era que ella desease a Nelson. No importaba. Era un medio para un fin.
—No. —Un músculo se movió en la perfecta y cuadrada mandíbula masculina.
—Entonces, ¿qué?
—No estás en posición de hacerme una oferta. —La alcanzó una vez más, sus largos y cálidos dedos se deslizaron por su nuca, desestabilizándola lo suficiente para que ella apoyase las manos en su pecho para no caer—. Yo consigo todo… —Atrapó su respiración con sus labios, en un firme y cálido torbellino de placer. Rompió el beso—… lo que es mío —gruñó.
Lo que fuera que su hermano hubiese robado.
—Sí. —Ella se encontró con sus labios de nuevo. Suspiró cuando sus lenguas se enredaron en una larga y lenta danza. Él se retiró—. Lo que es suyo. —Su virginidad—. Sí —susurró, poniéndose de puntillas para otro beso.
—¿Y el nombre? —Casi se rindió a ella.
—No. —Nunca. Hattie sacudió la cabeza. Lo acercaría demasiado a todo lo que le importaba.
—Yo no pierdo, amor. —Arqueó una de sus cejas oscuras.
—¿Necesito recordarte que te eché de un carruaje en marcha? Yo tampoco pierdo. —Ella sonrió, le deslizó las manos por el pelo y tiró de él para atraerlo. Lo besó profundamente. Estaba disfrutando al máximo.
No estaba segura de si él sentía o escuchaba un estruendo en su pecho. Tampoco estaba segura de que fuera una risa, pero quería que lo fuera cuando la levantó en el aire y se volvió hacia la cama una vez más. «Para cumplir con su trato».
La dejó en el colchón y se inclinó sobre ella para apoderarse de sus labios de nuevo; Hattie no pudo contener su suspiro de placer antes de que la soltara y la besara en la mejilla, junto a la oreja.
—¿Necesito recordarte que te he encontrado? —susurró él. Le rozó el lóbulo con los dientes y ella jadeó—. Una aguja en el pajar de Covent Garden.
—Casi una aguja. —Ella brillaba como un faro. Desde el principio.
—Esperando a un hombre que cumpliese tus… ¿cómo los llamaste? ¿Requisitos? —La ignoró.
Sus requisitos habían cambiado. Y él lo sabía.
—Me han dicho que Nelson es extremadamente minucioso.
Ella giró la cabeza, su mirada se encontró con la de él, llena de fuego.
—Mmm… —dijo él—, pero yo te encontré primero.
—Entonces estamos en paz. —Apenas reconoció sus palabras entrecortadas.
—Mmm… —La besó, profunda y minuciosamente, moviendo sus manos hasta el chal que cubría su vestido rasgado; ella contuvo la respiración, sabiendo lo que estaba por venir. Más besos. Más roce. Y todo lo demás. Todo.
Pero, antes de que pudiera deshacer el nudo que la ocultaba, sonó un golpe claro y firme en la puerta.
Se quedaron inmóviles.
La puerta se abrió justo lo suficiente para que una cabeza se asomara. Lo suficiente para que las palabras se colaran.
—milady, su carruaje ha regresado.
«Maldición». Nora. ¿Ya habían pasado dos horas?
—Tengo que irme. —Lo empujó.
Bestia se movió al segundo, se alejó de ella dejándole el espacio que le había pedido y no quería.
—¿Vas a algún sitio? —Sacó los relojes del bolsillo y los revisó con tanta rapidez que Hattie se preguntó si sabía que lo había hecho.
—A casa.
—Qué escueta —dijo.
—No esperaba una conversación brillante. —Hizo una pausa—. Aunque la conversación no es algo que practiques a menudo, ¿verdad? —Después de un largo rato de silencio, sonrió, incapaz de detenerse—. He dado en el clavo. —Cruzó la habitación, recogió su capa y se volvió hacia él—. ¿Cómo te encontraré? Para… —Cobrarme. Casi dijo cobrar. Sus mejillas se encendieron.
La comisura de su hermosa boca se movió, apenas se elevó antes de volver a su lugar. Sabía lo que ella había estado pensando, sin duda.
—Yo te encontraré a ti —dijo él.
Era imposible. Nunca la encontraría en Mayfair. Pero ella podría volver al Garden. Lo haría. Se habían hecho promesas, después de todo, y Hattie pretendía que se cumplieran.
Pero no tenía tiempo de explicarle todo aquello. Nora estaba abajo, con el carruaje, y Covent Garden no era un buen lugar para pasar la noche. Augie sabría cómo encontrarlo. Dejó que su sonrisa relajara su semblante.
—¿Se trata de otro reto, quizá?
Vio algo parecido a sorpresa en sus ojos, ahuyentada por otra cosa: admiración. Ella se alejó de él y puso la mano en la manija de la puerta mientras el placer la atravesaba. Placer, emoción y…
—Siento haberte tirado del carruaje —dijo, dándose la vuelta.
—Yo no lo siento. —Su respuesta fue instantánea.
La sonrisa permaneció en sus labios mientras se abría camino por los oscuros pasillos del 72 de Shelton Street, el lugar donde había pensado empezar de nuevo. Para reivindicarse a sí misma y reclamar al mundo lo que le correspondía por derecho.
Tal vez lo había hecho. Aunque no de la manera que ella esperaba. Algo susurraba en su interior. Algo que insinuaba libertad.
Hattie salió del edificio y se encontró a Nora apoyada en el coche, con la gorra sobre la frente y las manos en los bolsillos del pantalón. Sus dientes blancos brillaron cuando Hattie se acercó.
—¿Cómo ha ido? —Hattie se adelantó a su amiga al hablar.
—Encontré un dandi para una carrera y le aligeré los bolsillos. —Nora se encogió de hombros. Hattie sacudió la cabeza con una pequeña risa.
—¿Y lo tuyo? —Fingió estar escandalizada. Cuando Hattie se rio, Nora inclinó la cabeza—. No me dejes con el suspense, ¿cómo fue?
—Muy inesperado. —Hattie eligió su respuesta cuidadosamente mientras Nora abría la puerta del carruaje y desplegaba el escalón.
—Eso es un gran elogio. ¿Cumplió con tus requisitos?
Hattie se detuvo al poner un pie en el escalón. «Cualidades». Se dio unas palmaditas en los bolsillos de la falda.
—Oh, no…
—¿Qué? —Nora se inclinó—. Hattie, has usado protección, ¿no? —susurró con cierta dureza—. Me aseguraron que te darían.
—¡Nora! —Hattie apenas pudo decir su nombre. Estaba demasiado ocupada entrando en pánico. No tenía su lista. La recordaba en la mano. Y entonces…
El hombre llamado Bestia la había besado.
Y había desaparecido.
Se volvió y miró hacia las ventanas felizmente iluminadas del 72 de Shelton Street. Allí estaba, en una hermosa y gran ventana abierta del tercer piso. Ahora estaba abierta al mundo, así que todos podían verlo, una sombra retroiluminada, un espectro perfecto en la oscuridad.
Levantó su mano y presionó algo contra la ventana. Un rectángulo que identificó al instante.
«Bestia, en efecto».
—Llévame con mi hermano. —Se volvió hacia Nora. Entrecerró los ojos. Había ganado aquel asalto, y a Hattie no le importaba.
—¿Ahora? Es de noche.
—Entonces, esperemos no arruinar su sueño.