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Capítulo 1

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May­f­air, sep­t­iem­bre de 1837

Des­pués de vein­t­io­cho años y tres­c­ien­tos se­sen­ta y cuatro días, a lady Hen­r­iet­ta Sedley le gus­ta­ba pensar que había apren­di­do al­gu­nas cosas.

Como, por ejem­plo, que si una dama no podía sa­lir­se con la suya y po­ner­se pan­ta­lo­nes —una de­sa­for­tu­na­da re­a­li­dad para la hija de un conde, in­clu­so de uno que había em­pe­za­do la vida sin título ni for­tu­na—, debía ase­gu­rar­se de que sus faldas in­clu­ye­ran bol­si­llos. Una nunca sabía cuándo podría ne­ce­si­tar un poco de cuerda o un cu­chi­llo para cor­tar­la.

Tam­bién había apren­di­do que cual­q­u­ier es­ca­pa­da que va­l­ie­ra la pena de su casa en May­f­air re­q­ue­ría del amparo de la os­cu­ri­dad y de un ca­rr­ua­je con­du­ci­do por un aliado. Los co­che­ros ten­dí­an a hablar de­ma­s­ia­do cuando se tra­ta­ba de guar­dar se­cre­tos; además, en última ins­tan­c­ia, es­ta­ban en deuda con qu­ie­nes pa­ga­ban sus sa­la­r­ios. Un im­por­tan­te punto a añadir a esa lec­ción en par­ti­cu­lar era que el mejor de los al­ia­dos era a menudo el mejor de los amigos.

Quizá por eso, lo pri­me­ro en la lista de cosas que había apren­di­do en su vida era cómo hacer un nudo de Ca­rrick. Algo que sabía hacer desde que tenía me­mo­r­ia.

Con esta co­lec­ción de co­no­ci­m­ien­tos tan oscura y poco común, cual­q­u­ie­ra se habría ima­gi­na­do que Hen­r­iet­ta Sedley habría sabido qué hacer ante la po­si­bi­li­dad de des­cu­brir a un hombre atado e in­cons­c­ien­te en su ca­rr­ua­je.

Pero es­ta­ría eq­ui­vo­ca­do.

De hecho, Hen­r­iet­ta Sedley nunca habría des­cri­to tal es­ce­na­r­io como una po­si­bi­li­dad. Era cierto que podría en­con­trar­se más cómoda en los mue­lles de Lon­dres que en los sa­lo­nes de baile, pero el im­pre­s­io­nan­te bagaje vital de Hattie nada tenía que ver con el am­b­ien­te cri­mi­nal.

Y, sin em­bar­go, allí estaba, con los bol­si­llos llenos y su amiga más que­ri­da al lado, de pie en la os­cu­ri­dad de la noche, la vís­pe­ra de su vein­ti­n­ue­ve cum­ple­a­ños, a punto de es­ca­par­se de May­f­air para dis­fru­tar de una velada bien pla­ne­a­da y…

Lady Ele­a­no­ra Ma­de­well silbó por lo bajo, de manera poco fe­me­ni­na, al oído de Hattie. Hija de un duque y de una actriz ir­lan­de­sa a la que él amaba tanto como para con­ver­tir­la en du­q­ue­sa. Nora tenía la clase de des­ca­ro que se per­mi­tía en aq­ue­llos miem­bros de las so­c­ie­dad que os­ten­ta­ban sus tí­tu­los desde la cuna y que tenían un montón de dinero.

—Hay un tipo en el ca­rr­ua­je, Hattie.

Hattie no apartó la vista del tipo en cues­tión.

—Sí, ya lo veo.

—No había un tipo en el ca­rr­ua­je cuando en­gan­cha­mos los ca­ba­llos.

—No, no lo había.

Tres cuar­tos de hora antes habían dejado el coche pre­pa­ra­do para partir y com­ple­ta­men­te vacío en el oscuro ca­lle­jón tra­se­ro de Sedley House, des­pués su­b­ie­ron las es­ca­le­ras con el fin de cam­b­iar su ves­ti­men­ta por un at­uen­do más apro­p­ia­do para sus planes noc­tur­nos.

En algún mo­men­to entre el corsé y el lápiz de ojos, al­g­u­ien les había dejado un pa­q­ue­te ex­tra­or­di­na­r­ia­men­te ino­por­tu­no.

—Creo que, si hu­b­ie­ra habido un hombre en el ca­rr­ua­je antes, nos ha­brí­a­mos dado cuenta —dijo Nora.

—Creo que sí. —Fue la res­p­ues­ta dis­tra­í­da de Hattie—. Y apa­re­ce justo en el mo­men­to menos ade­c­ua­do.

—¿Hay algún mo­men­to ade­c­ua­do para en­con­trar a un hombre atado e in­cons­c­ien­te en tu ca­rr­ua­je? —Nora la miró de reojo.

Hattie ima­gi­nó que no, pero al menos podría haber ele­gi­do una noche di­fe­ren­te.

—Es un regalo de cum­ple­a­ños ho­rri­ble. —En­tre­ce­rró los ojos para en­fo­car mejor el oscuro in­te­r­ior del ca­rr­ua­je—. ¿Crees que está muerto?

«Por favor, que no esté muerto».

Si­len­c­io.

—¿Acaso se mete a los muer­tos en los ca­rr­ua­jes? —añadió a con­ti­n­ua­ción.

Nora se ade­lan­tó, con el abrigo del co­che­ro sobre los hom­bros, y le dio un em­pu­jón al po­si­ble muerto. Este no se movió.

—No se mueve —añadió en­co­gién­do­se de hom­bros—. Podría estar muerto.

Hattie sus­pi­ró, se quitó un guante y se in­cli­nó dentro del ca­rr­ua­je para poner dos dedos en el cuello del hombre.

—Estoy segura de que no está muerto.

—¿Qué estás ha­c­ien­do? —su­su­rró Nora con ra­pi­dez—. ¡Si no lo está, lo des­per­ta­rás!

—Eso no sería lo peor del mundo —señaló Hattie—. De hecho, así po­drí­a­mos pe­dir­le ama­ble­men­te que sa­l­ie­ra de nues­tro ca­rr­ua­je y seguir nues­tro camino.

—¡Oh, sí! Este bruto parece el tipo de hombre que lo haría sin ven­gar­se de in­me­d­ia­to. Sin duda, se qui­ta­ría la gorra y nos de­se­a­ría buenas noches.

—No lleva gorra —dijo Hattie, in­ca­paz de re­fu­tar el resto de la eva­l­ua­ción sobre el mis­te­r­io­so y pre­sun­to muerto. Era muy cor­pu­len­to, con el cuerpo bien for­ma­do, e in­clu­so en la os­cu­ri­dad podría decir que no era el tipo de hombre con el que ella se pa­se­a­ría por una fiesta.

Era el tipo de hombre que arra­sa­ría el salón de baile.

—¿Qué notas? —le pre­gun­tó Nora.

—No hay pulso. —Aunque no estaba muy segura de dónde to­már­se­lo—. Pero está…

«Ca­l­ien­te».

Los muer­tos no es­ta­ban ca­l­ien­tes, y aquel hombre estaba muy ca­l­ien­te. Como el fuego en in­v­ier­no. El tipo de calor que hacía que cual­q­u­ie­ra se diera cuenta de lo frío que se podía llegar a estar.

Ig­no­ran­do esa tonta ocu­rren­c­ia, Hattie movió los dedos sobre el cuello del hombre hasta el punto donde la piel de­sa­pa­re­cía debajo de la camisa, donde estaba la cla­ví­cu­la y la pen­d­ien­te de… el resto de él, y se en­con­tró con una fas­ci­nan­te hen­di­du­ra.

—¿Y ahora qué estás…?

—Si­len­c­io. —Hattie con­tu­vo la res­pi­ra­ción. Nada. Sa­cu­dió la cabeza.

—¡Jesús! —No había nada re­li­g­io­so en aq­ue­lla ex­pre­sión.

Hattie no podría estar más de ac­uer­do. Pero de re­pen­te…

«Aquí está».

Una pe­q­ue­ña pal­pi­ta­ción. Pre­s­io­nó con más fir­me­za. El pulso se volvió más fuerte. Lento. Acom­pa­sa­do.

—Lo siento, está vivo —dijo—. Está vivo —re­pi­tió antes de sus­pi­rar pro­fun­da­men­te ali­v­ia­da—. No está muerto.

—Ex­ce­len­te. Pero eso no cambia el hecho de que está in­cons­c­ien­te y en nues­tro ca­rr­ua­je, y que tú ten­drí­as que estar en otro lugar. —Nora hizo una pausa—. De­be­rí­a­mos de­jar­lo aquí y usar el tíl­bu­ri.

Hattie había estado pla­ne­an­do la ex­cur­sión de esa noche du­ran­te tres meses. La noche en que co­men­za­ría su vi­gé­si­mo noveno año. El año en que su vida pa­sa­ría a ser suya de verdad. El año en que se con­ver­ti­ría en ella misma. Y tenía un plan muy es­pe­cí­fi­co en un lugar muy es­pe­cí­fi­co a una hora muy es­pe­cí­fi­ca, para lo cual se había puesto una ves­ti­men­ta muy es­pe­cí­fi­ca. Y, aun así, mien­tras con­tem­pla­ba al hombre des­m­a­ya­do en su ca­rr­ua­je, esos de­ta­lles no pa­re­cí­an ser im­por­tan­tes.

Lo re­al­men­te im­por­tan­te era verle la cara.

Afe­rrán­do­se a la manija del borde de la puerta, Hattie cogió la lin­ter­na de la es­q­ui­na su­pe­r­ior tra­se­ra del ca­rr­ua­je antes de gi­rar­se hacia Nora, cuya mirada se clavó in­me­d­ia­ta­men­te en el in­te­r­ior del vehí­cu­lo.

Nora in­cli­nó la cabeza a un lado.

—Hattie, déjalo. Nos lle­va­re­mos el tíl­bu­ri.

—Solo quiero echar­le un vis­ta­zo —res­pon­dió Hattie.

La in­cli­na­ción se con­vir­tió en una lenta sa­cu­di­da.

—Si lo miras, te arre­pen­ti­rás.

—Tengo que echar­le un vis­ta­zo —in­sis­tió Hattie, bus­can­do una razón co­he­ren­te, porque no podía de­cir­le la verdad a su amiga—. Tengo que de­sa­tar­lo.

—Eso no es ne­ce­sa­r­io —indicó Nora—. Al­g­u­ien ha pen­sa­do que era mejor de­jar­lo atado y, ¿quié­nes somos no­so­tras para no estar de ac­uer­do? —Hattie ya estaba bus­can­do un pe­der­nal en el bol­si­llo de la puerta del ca­rr­ua­je—. ¿Y tus planes?

Tenía mucho tiempo para llevar a cabo sus planes.

—Solo le echaré un vis­ta­zo —re­pi­tió. Cuando el aceite de la lin­ter­na pren­dió, cerró la puerta y se volvió hacia el ca­rr­ua­je, la le­van­tó para ilu­mi­nar con un her­mo­so brillo dorado… —. ¡Oh, Dios mío!

—Parece que no es un mal regalo des­pués de todo. —Nora ahogó la risa.

El hombre tenía el rostro más her­mo­so que Hattie había visto nunca. El rostro más her­mo­so que nadie hu­b­ie­ra visto nunca. Se acercó más, dis­fru­tan­do de la cálida y bron­ce­a­da piel, de los pó­mu­los ele­va­dos, de la nariz larga y recta, de las líneas os­cu­ras de sus cejas y de las pes­ta­ñas inex­pli­ca­ble­men­te largas que arro­ja­ban som­bras, como un pecado, contra sus me­ji­llas.

—¿Qué clase de hombre…? —se in­te­rrum­pió y negó con la cabeza.

¿Qué clase de hombre tenía ese as­pec­to?

¿Qué clase de hombre tenía ese as­pec­to y, de manera sor­pren­den­te, ate­rri­za­ba en el ca­rr­ua­je de Hattie Sedley, una joven que no estaba acos­tum­bra­da a estar cerca de hom­bres que tenían ese as­pec­to?

—Me estás dando ver­güen­za ajena —dijo Nora—. Lo estás mi­ran­do fi­ja­men­te y con la boca ab­ier­ta.

Hattie cerró la boca, pero no dejó de mi­rar­lo.

—Hattie, te­ne­mos que irnos. —Nora hizo una pausa—. ¿O has cam­b­ia­do de opi­nión?

La pre­gun­ta la trajo de vuelta a la re­a­li­dad. A su plan. Movió la cabeza y bajó la lin­ter­na.

—No, no lo he hecho.

Nora sus­pi­ró y puso los brazos en jarras, mi­ran­do más allá de Hattie, al in­te­r­ior del ca­rr­ua­je.

—En­ton­ces, ¿tú le sacas el tra­se­ro y yo me en­car­go de la parte de arriba? —Miró por encima del hombro a una zona entre las som­bras que había a su es­pal­da—. Puede re­cu­pe­rar la con­c­ien­c­ia ahí.

—No po­de­mos de­jar­lo tirado. —A Hattie le latía con fuerza el co­ra­zón.

—¿No po­de­mos?

—No.

Nora le echó un vis­ta­zo.

—Hattie, no po­de­mos lle­var­lo con no­so­tras solo porque pa­rez­ca una es­ta­t­ua romana.

Hattie se son­ro­jó en la os­cu­ri­dad.

—No me había dado cuenta.

—Pues te has que­da­do sin pa­la­bras.

—No po­de­mos de­jar­lo porque Augie lo ha dejado aquí —dijo Hattie acla­rán­do­se la gar­gan­ta

—No puedes estar segura de eso. —Los labios de Nora for­ma­ron una per­fec­ta línea recta.

—Puedo… —ase­gu­ró Hattie, sos­te­n­ien­do la lin­ter­na cerca de la cuerda que ma­n­ia­ta­ba las mu­ñe­cas del hombre y ha­c­ien­do un ba­rri­do hasta los to­bi­llos atados—, porque August Sedley no sabe hacer un nudo Ca­rrick de­cen­te, y me temo que si de­ja­mos a este hombre aquí, se li­be­ra­rá e irá di­rec­ta­men­te a por el inútil de mi her­ma­no.

Eso, y que si no li­be­ra­ban al ex­tra­ño, quién sabía lo que Augie le haría. Su her­ma­no era tan tonto como te­me­ra­r­io, una com­bi­na­ción que re­q­ue­ría de la in­ter­ven­ción de Hattie con cierta asi­d­ui­dad. Lo que, por cierto, era una razón de peso en su de­ci­sión de re­cla­mar su vi­gé­si­mo noveno año como suyo. Y, aun así, allí estaba su in­fer­nal her­ma­no es­tro­peán­do­lo todo.

—In­cons­c­ien­te desde hace poco o no… —dijo Nora, que no sabía lo que pasaba por la cabeza de Hattie—, no parece un hombre de los que pier­den en una pelea.

El eu­fe­mis­mo no se le escapó a Hattie. Sus­pi­ró, alargó la mano para colgar la lin­ter­na en­cen­di­da en el gancho co­rres­pon­d­ien­te y apro­ve­chó la opor­tu­ni­dad para echar una larga y pro­lon­ga­da mirada al hombre.

Hattie Sedley había apren­di­do algo más en sus vein­t­io­cho años y tres­c­ien­tos se­sen­ta y cuatro días: si una mujer tenía un pro­ble­ma, lo mejor era que lo re­sol­v­ie­ra ella misma.

Se subió al ca­rr­ua­je, pa­san­do con cui­da­do por encima del hombre tirado en el suelo, antes de mirar a Nora de reojo, mien­tras per­ma­ne­cía en la acera con los ojos muy ab­ier­tos.

—Venga, vamos. Nos desha­re­mos de él por el camino.

Lady Hattie y la Bestia

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