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Capítulo 2

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Lo último que re­cor­da­ba era el golpe en la cabeza.

Estaba es­pe­ran­do el ataque sor­pre­sa. Por eso era él quien iba con­du­c­ien­do en la pla­ta­for­ma: seis raudos ca­ba­llos ti­ran­do de un enorme carro de trans­por­te con un con­te­ne­dor de acero car­ga­do de licor, cartas y tabaco, des­ti­na­do a May­f­air. Aca­ba­ba de cruzar Oxford Street cuando oyó el dis­pa­ro, se­g­ui­do del grito de dolor de uno de sus es­col­tas.

Se detuvo para ver cómo es­ta­ban sus hom­bres. Para pro­te­ger­los. Para cas­ti­gar a los que los ata­ca­ban.

Había un cuerpo en­san­gren­ta­do tirado en la calle, justo debajo de él. Aca­ba­ba de enviar al se­gun­do de sus hom­bres a pedir ayuda, cuando oyó pasos a su es­pal­da. Se había girado cu­chi­llo en mano. Lo lanzó. Es­cu­chó el grito en la os­cu­ri­dad y lo­ca­li­zó su origen.

Luego, un golpe en la cabeza. Y des­pués… nada.

No hubo nada hasta que un in­sis­ten­te gol­pe­teo en su me­ji­lla le de­vol­vió la con­c­ien­c­ia; era de­ma­s­ia­do suave para doler, aunque lo su­fi­c­ien­te­men­te firme para ser irri­tan­te.

No abrió los ojos, los años de en­tre­na­m­ien­to le per­mi­t­ie­ron fingir que seguía in­cons­c­ien­te mien­tras se or­ien­ta­ba. Tenía los pies atados. Tam­bién las manos, detrás de la es­pal­da. Las ata­du­ras le ti­ra­ban tanto de los mús­cu­los del pecho como para notar que le fal­ta­ban sus cu­chi­llos, ocho hojas de acero mon­ta­das en ónice. Se los habían robado junto con la funda que los unía a su cuerpo. Re­sis­tió el im­pul­so de ten­sar­se. De en­fu­re­cer­se. Pero Sa­v­i­our Whit­ting­ton, co­no­ci­do en las calles más os­cu­ras de Lon­dres como Bestia, no se en­fa­da­ba: cas­ti­ga­ba. De un modo rápido y de­vas­ta­dor, sin emo­ción.

Y si le habían qui­ta­do la vida a uno de sus hom­bres, a al­g­u­ien que estaba bajo su pro­tec­ción, nunca co­no­ce­rí­an la paz. Pero pri­me­ro ne­ce­si­ta­ba re­cu­pe­rar la li­ber­tad.

Estaba en el suelo de un ca­rr­ua­je en mo­vi­m­ien­to. Uno bien eq­ui­pa­do, te­n­ien­do en cuenta el suave cojín que rozaba su me­ji­lla, y que se des­pla­za­ba por un ve­cin­da­r­io de­cen­te, a tenor del suave ritmo de las ruedas sobre los ado­q­ui­nes.

«¿Qué hora es?».

Con­si­de­ró su si­g­u­ien­te paso, ima­gi­nan­do cómo re­du­ci­ría a su captor a pesar de las ata­du­ras. Se ima­gi­nó rom­pién­do­le la nariz usando la frente como arma. Uti­li­zan­do las pier­nas atadas para no­q­ue­ar al hombre.

El gol­pe­teo en su me­ji­lla co­men­zó de nuevo. Luego un suave su­su­rro.

—Señor…

Whit abrió los ojos de golpe.

Su captor no era un hombre.

El baño de luz dorada en el ca­rr­ua­je le jugó una mala pasada; le pa­re­ció que ema­na­ba de la mujer y no de la lin­ter­na que se ba­lan­ce­a­ba sua­ve­men­te en la es­q­ui­na.

Sen­ta­da en el banco, no se pa­re­cía en nada al tipo de ene­mi­go que no­q­ue­a­ría a un hombre y lo ataría dentro de un ca­rr­ua­je. De hecho, pa­re­cía que iba de camino a un baile. Per­fec­ta­men­te lista, per­fec­ta­men­te pei­na­da, per­fec­ta­men­te ma­q­ui­lla­da —su piel lisa, sus ojos de­li­ne­a­dos con kohl, sus labios car­no­sos y pin­ta­dos lo su­fi­c­ien­te como para que un hombre pres­ta­se aten­ción. Y eso fue antes de que viera el ves­ti­do azul, del color de un cielo de verano y muy ajus­ta­do a su figura.

No de­be­ría estar fi­ján­do­se en nada de eso, con­si­de­ran­do que ella lo tenía atado en un ca­rr­ua­je. No de­be­ría fi­jar­se en sus curvas suaves y aco­ge­do­ras en la cin­tu­ra, en la línea de su cor­pi­ño. No de­be­ría fi­jar­se en el des­te­llo de la suave y dorada piel de su hombro re­don­de­a­do a la luz de la lin­ter­na. No de­be­ría fi­jar­se en la bonita sua­vi­dad de su cara o en la ple­ni­tud de sus labios pin­ta­dos de rojo.

Ella no estaba allí para que él la ad­mi­ra­ra.

Clavó su mirada en ella, y sus ojos… ¿Era po­si­ble que fueran vio­le­tas? ¿Qué clase de per­so­na tenía ojos de color vio­le­ta? Y es­ta­ban ab­ier­tos de par en par.

«Bien. Si esa mirada es un in­di­c­io de su tem­pe­ra­men­to, no es de ex­tra­ñar que esté atado», pensó mien­tras veía que ella in­cli­na­ba la cabeza a un lado.

—¿Quién le ha atado?

Whit no res­pon­dió. Seguro que ella sabía la res­p­ues­ta.

—¿Por qué está atado?

Otra vez si­len­c­io.

Sus labios mar­ca­ron una línea recta y mur­mu­ró algo que sonaba como «inútil». Y luego, más fuerte, más firme:

—El asunto es que usted es un in­con­ve­n­ien­te, puesto que ne­ce­si­to el ca­rr­ua­je esta noche.

—¿Un in­con­ve­n­ien­te? —No quería res­pon­der y las pa­la­bras los sor­pren­d­ie­ron a ambos.

—En efecto. Es el Año de Hattie —asin­tió ella.

—¿El qué?

La chica agitó una mano como para alejar la pre­gun­ta. Como si no fuera im­por­tan­te. Ex­cep­to que Whit ima­gi­nó que sí lo era.

—Mañana es mi cum­ple­a­ños —con­ti­nuó ella—. Tengo planes. Planes que no in­clu­yen… lo que sea esto. —El si­len­c­io se ex­ten­dió entre ellos—. La ma­yo­ría de la gente me de­se­a­ría un feliz cum­ple­a­ños en esta si­t­ua­ción. —Whit no picó el an­z­ue­lo. Ella arqueó las cejas—. Y aquí estoy yo, dis­p­ues­ta a ayu­dar­lo.

—No ne­ce­si­to su ayuda.

—Es bas­tan­te rudo, ¿sabe?

Se re­sis­tió a que­dar­se bo­q­u­ia­b­ier­to.

—Me han no­q­ue­a­do, me han atado y he des­per­ta­do en un ca­rr­ua­je des­co­no­ci­do.

—Sí, pero debe ad­mi­tir que los acon­te­ci­m­ien­tos han tomado un giro in­te­re­san­te, ¿no? —Ella sonrió, el ho­y­ue­lo de su me­ji­lla de­re­cha era im­po­si­ble de ig­no­rar.

—Bien —añadió ella viendo que él no res­pon­día—, en­ton­ces, me parece que está en un apr­ie­to, señor. —Hizo una pausa—. ¿Ve lo di­ver­ti­da que puedo llegar a ser, in­clu­so en un apr­ie­to? —añadió.

Mien­tras, él ma­ni­pu­la­ba las cuer­das de sus mu­ñe­cas. Apre­ta­das, pero ya es­ta­ban aflo­ján­do­se. Elu­di­bles.

—Veo lo im­pru­den­te que puede ser.

—Al­gu­nos me en­c­uen­tran en­can­ta­do­ra.

—No en­c­uen­tro nada en­can­ta­dor en esta si­t­ua­ción —con­tes­tó mien­tras con­ti­n­ua­ba ma­ni­pu­lan­do las cuer­das, pre­gun­tán­do­se qué le lle­va­ba a dis­cu­tir con aq­ue­lla char­la­ta­na.

—Es una lás­ti­ma. —Pa­re­cía que lo decía en serio, pero, antes de que se le ocu­rr­ie­ra qué res­pon­der, ella siguió ha­blan­do—. No im­por­ta. Aunque no lo admita, ne­ce­si­ta ayuda y, como está atado y yo soy su com­pa­ñe­ra de viaje, me temo que está atado a mí. —Se agachó, como si todo fuera per­fec­ta­men­te normal, y desató las cuer­das con un gesto hábil—. Tiene suerte de que sea bas­tan­te buena con los nudos.

Gruñó su apro­ba­ción, es­ti­ran­do las pier­nas en el re­du­ci­do es­pa­c­io cuando se notó li­be­ra­do.

—Y tiene otros planes para su cum­ple­a­ños.

Dudó. Se ru­bo­ri­zó ante aq­ue­llas pa­la­bras.

—Sí.

—¿Qué clase de planes? —White nunca en­ten­de­ría qué le hacía seguir pre­s­io­nán­do­la.

Los ri­dí­cu­los ojos, de un color im­po­si­ble y de­ma­s­ia­do gran­des para su cara, se en­tre­ce­rra­ron.

—Planes que, por una vez, no im­pli­can arre­glar el de­sas­tre que lo haya dejado aquí atado.

—La pró­xi­ma vez que me dejen in­cons­c­ien­te, tra­ta­ré que sea en un lugar que no se in­ter­pon­ga en su camino.

Ella sonrió, el ho­y­ue­lo en la me­ji­lla apa­re­ció como una broma pri­va­da.

—Bien pen­sa­do. —Y ella con­ti­nuó antes de que pu­d­ie­ra res­pon­der­le—. Aunque su­pon­go que no será un pro­ble­ma en el futuro. Cla­ra­men­te no nos mo­ve­mos en los mismos cír­cu­los.

—Esta noche sí.

Sus labios se con­vir­t­ie­ron en una lenta y franca son­ri­sa, y Whit no pudo evitar per­der­se en ella. El ca­rr­ua­je co­men­zó a dis­mi­n­uir la ve­lo­ci­dad, y ella apartó la cor­ti­na para aso­mar­se.

—Ya casi hemos lle­ga­do —dijo en voz baja—. Es hora de que se vaya, señor. Estoy segura de que estará de ac­uer­do en que nin­gu­no de no­so­tros tiene in­te­rés en que lo des­cu­bran.

—Mis manos —dijo él, aun cuando las cuer­das ya no ejer­cí­an pre­sión sobre sus mu­ñe­cas.

—No puedo arr­ies­gar­me a que se vengue. —Negó con la cabeza.

Él se en­fren­tó a su mirada sin du­dar­lo.

—Mi ven­gan­za no es un riesgo. Es una cer­te­za.

—No tengo nin­gu­na duda al res­pec­to. Pero no puedo arr­ies­gar­me a que lo haga a través de mí. No esta noche. —Estiró la mano hacia la ma­ni­lla de la puerta, ha­blán­do­le al oído por encima del ruido de las ruedas y de los ca­ba­llos—. Como he dicho…

—Tiene planes —ter­mi­nó, vol­vién­do­se hacia ella, in­ca­paz de re­sis­tir su aroma, como la dulce ten­ta­ción de una tarta de al­men­dras.

—Sí. —Ella lo miró fi­ja­men­te.

—Cuén­te­me su plan y la dejaré ir. —La en­con­tra­ría.

Esa pre­c­io­sa son­ri­sa de nuevo.

—Es usted muy arro­gan­te, señor. ¿Debo re­cor­dar­le que soy yo quien lo está de­jan­do ir?

—¡Dí­ga­me­lo! —Su orden sonó ruda.

Vio que algo cam­b­ia­ba en ella. Vio cómo la in­de­ci­sión se con­ver­tía en cu­r­io­si­dad. En va­len­tía. Y en­ton­ces, como un regalo, su­su­rró:

—Tal vez de­be­ría mos­trár­se­lo.

«¡Dios, sí!».

Ella lo besó, pre­s­io­nan­do sus labios contra los de él, de un modo suave, dulce e inex­per­to; sabía como el vino, ten­ta­do­ra como el in­f­ier­no. Le llevó el doble de tiempo li­be­rar sus manos. Quería mos­trar a esta ex­tra­ña y cu­r­io­sa mujer lo que estaba dis­p­ues­to a hacer para co­no­cer sus planes.

Ella lo liberó pri­me­ro. Notó un tirón en sus mu­ñe­cas y las cuer­das se sol­ta­ron con un ligero chas­q­ui­do antes de que Hattie re­ti­ra­ra los labios. Él abrió los ojos, vio el brillo de una pe­q­ue­ña navaja en su mano. Ella había cam­b­ia­do de opi­nión. Lo había sol­ta­do.

Para que pu­d­ie­ra abra­zar­la. Para re­a­nu­dar el beso. Sin em­bar­go, como le había ad­ver­ti­do, tenía otros planes.

Antes de que pu­d­ie­ra to­car­la, el ca­rr­ua­je se detuvo al doblar una es­q­ui­na, y ella abrió la puerta.

—Adiós.

El ins­tin­to hizo que Whit girara mien­tras caía, agachó la bar­bi­lla, pro­te­gió su cabeza y rodó, aunque tenía en mente solo una cosa:

«Se está es­ca­pan­do… ».

Chocó contra la pared de una ta­ber­na cer­ca­na dis­per­san­do al grupo de hom­bres que había de­lan­te de ella.

—¡Eh! —gritó uno sa­l­ien­do a su en­c­uen­tro—. ¿Todo bien, her­ma­no?

Whit se puso de pie sa­cu­d­ien­do los brazos, echó los hom­bros hacia atrás, se estiró para com­pro­bar mús­cu­los y huesos y se ase­gu­ró de que todo fun­c­io­na­ba bien, antes de sacar dos re­lo­jes de su bol­si­llo y ver qué hora era. Las nueve y media.

—¡Vaya! Nunca he visto a nadie re­cu­pe­rar­se tan rápido de algo así —dijo el hombre, ex­ten­d­ien­do la mano para darle una pal­ma­da en el hombro. Sin em­bar­go, se detuvo antes de llegar a su ob­je­ti­vo, cuando los ojos se po­sa­ron en la cara de Whit, en­san­chán­do­se in­me­d­ia­ta­men­te en señal de re­co­no­ci­m­ien­to. La ca­li­dez se con­vir­tió en miedo cuando el hombre dio un paso atrás.

—Bestia…

Whit le­van­tó la bar­bi­lla al es­cu­char su nombre, la re­a­li­dad lo golpeó. Si aquel hombre lo co­no­cía, si co­no­cía su nombre…

Se volvió, su mirada se fijó en la curva de la oscura calle em­pe­dra­da por donde el ca­rr­ua­je había de­sa­pa­re­ci­do junto con su pa­sa­je­ra, en lo más pro­fun­do del la­be­rin­to que era Covent Garden.

Se sintió sa­tis­fe­cho.

«No se le iba a es­ca­par des­pués de todo».

Lady Hattie y la Bestia

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