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Capítulo 7 Wes

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—Sabes que acabamos de ganar el campeonato nacional, ¿verdad? —repite Cassel por centésima vez en la última hora. Muestra esa sonrisa engreída de rey del mundo que ha llevado toda la noche. Incluso antes de los cuatro tragos de vodka que se ha tomado.

—Sí, lo sé.

Mi tono es ausente mientras recorro con la mirada el abarrotado y recalentado bar que hemos elegido como cuartel general de la celebración. Las bebidas del bar del hotel son ridículamente caras, así que hemos decidido aventurarnos en otro lugar por la noche. Y, según la búsqueda de Donovan en internet, este pequeño bar de mala muerte tiene bebidas a mitad de precio los domingos y, al parecer, no saben a orina.

Sin embargo, me importa una mierda el sabor del alcohol. Solo me interesan sus efectos. Quiero emborracharme. Quiero ponerme hasta arriba para no pensar en lo idiota que soy, joder.

La voz de Cassel me saca de mis oscuros pensamientos.

—Entonces deja ese humor de perros —ordena—. Somos campeones nacionales, tío. Hoy hemos aplastado a Yale. Les hemos hecho morder el polvo.

Es cierto. El resultado final ha sido de dos a cero a favor de Northern Mass. Hemos barrido el hielo con nuestros oponentes, debería alegrarme. No, debería estar extasiado. Es para lo que entrenamos todo el año. En cambio, en lugar de saborear la victoria, me encuentro demasiado ocupado lamentando que Canning tenga novia.

Sí, amigos, Jamie Canning es heterosexual. Qué sorpresa.

Uno pensaría que ya había aprendido la lección. Pasé seis años esperando que la atracción no fuera unilateral. Quizá un día un interruptor se activaría de repente y él pensaría: «Emmm, me gusta Wes, sin duda».

O tal vez se daría cuenta de que le atraen las dos cosas y se pasearía por la otra acera.

Sin embargo, ninguno de esos escenarios había sucedido. Nunca ocurriría.

A mi alrededor, los chicos ríen, bromean y rememoran sus momentos favoritos del partido de esta noche, y nadie se da cuenta de que estoy callado. No dejo de pensar en Jamie y su chica, ni en el polvo que interrumpí.

—Necesitamos otra ronda —anuncia Cassel, que busca a nuestra camarera en la sala principal.

Cuando la localizo, detrás del mostrador, echo la silla hacia atrás con brusquedad.

—Voy a pedirla —anuncio a los chicos y me alejo de la mesa antes de que pregunten por qué me he vuelto tan caritativo.

En la barra, pido otra ronda de chupitos para el grupo, luego apoyo los antebrazos en el mostrador de madera astillada y estudio las botellas de licor de los estantes. Llevo toda la noche bebiendo cerveza, pero no me sirve de nada. Tengo que emborracharme más. Necesito algo más fuerte.

Se me revuelven las tripas cuando poso la mirada en una reluciente botella de bourbon, la bebida preferida de mi padre. Aunque el suyo es mil veces más caro.

Desplazo la mirada hacia la fila de botellas de tequila. Canning bebía tequila anoche. Sigo observando. Jack Daniel’s.

Oh, mierda. Es como si cada frasco del maldito bar estuviera lleno de recuerdos.

Antes de que pueda detenerme, mi mente regresa a ese último día en el campamento, a la petaca de plata que le pasé a Canning y a la pregunta burlona que le lancé.

—¿Crees que soy demasiado cobarde para chupártela?

Lo pensó durante un minuto.

—Creo que es una mala idea decir que Ryan Wesley es demasiado cobarde para hacer algo.

—Eso es cierto.

Se rio, pero sus ojos volvieron a la pantalla. Una vez más, dejó que me librara, si bien yo no quería que me dejara libre. Quería liberarme. Cuanto más hablábamos de sexo, más seguro estaba. Únicamente pensaba en tocar a mi mejor amigo. Para mí, no se trataba de un reto, sino de puro deseo.

En la pantalla, la rubia estaba de rodillas mientras se la comía a uno de los chicos y se la meneaba al otro. Jamie dio un sorbo a la petaca antes de pasármela. A mi lado, movió las caderas y tuve que reprimir un escalofrío. Lo que más deseaba mi corazón estaba sentado a mi lado.

Y, además, excitado.

Su mano se había movido y ahora descansaba justo por encima de la cintura de los pantalones cortos. Acarició el punto bajo sus abdominales, como si le picara, pero era obvio que quería hacer algún reajuste estratégico.

Bebí un trago de whisky en busca de valor. Luego me lleve una mano a la entrepierna.

—Esto me está matando —dije. Fue la declaración más sincera que había hecho en todo el día. Deslicé la mano lentamente por mi pene duro y la volví a subir. Sentía sus ojos en mí y en mi mano. Y eso me volvió aún más loco. Me olvidé de la pantalla. Prefería protagonizar mi propio acto en solitario aquí mismo, con mi par de ojos marrones favoritos como único público.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza, consciente de lo que estaba a punto de hacer.

Había un acantilado en la piscina que nos gustaba, una caída de seis metros hasta el lago, y esa noche era como si estuviera de pie sobre él. Como si me arrastrara hacia el borde y lo llevara conmigo. Recuerdo que un año, cuando Canning tardaba tanto en saltar, perdí la paciencia y lo empujé entre risas mientras lo veía caer hasta el agua.

Pero esta vez no podía hacerlo. No podía empujarle. Él tenía que saltar.

Me lamí los labios secos.

—De verdad que necesito cascármela. ¿Te importa?

El momento de vacilación que tuvo casi me mata.

—Adelante. Nos duchamos en el mismo sitio, ¿verdad? —Se rio—. Cagamos en el mismo lugar, aunque hay paredes.

Aquí no había ninguna.

Metí la mano en el pantalón y me agarré ansioso la polla. Sin embargo, no la saqué. Solo le di un lento repaso por debajo de los calzoncillos.

La sorpresa se reflejó en sus ojos y luego brilló en ellos algo que me dejó sin aliento. No era ira. No era molestia.

Era excitación.

Santo cielo, le gustaba ver cómo me masturbaba. Y ninguno de los dos miraba ahora el portátil. La mirada de Canning permanecía pegada al lento movimiento de mi mano bajo los pantalones cortos.

—Tú también puedes—. Odié el sonido ronco de mi voz en ese momento, porque sabía que tenía un objetivo—. Adelante. Así será menos raro para mí.

Demonios. Era como la serpiente que le arrojó la manzana a Eva. O más bien el plátano…

Las malas analogías desaparecieron de mi estúpido cerebro un momento después, cuando Jamie se metió la mano en los calzoncillos y se sacó el miembro.

Mi corazón se agitó en mi pecho al verla. Era rosada, gruesa y perfecta. Con los dedos de una mano, acarició la parte inferior, de arriba abajo. Un toque muy ligero. Envidié esos dedos.

Sostuve mis sensibles testículos y traté de respirar profundamente. Tenía el pecho tenso a causa del deseo. Estaba justo ahí, su cadera me rozaba. Quería agacharme y llevármelo a la boca. Lo deseaba tanto que hasta podía saborearlo.

Sus ojos volvieron a la pantalla. Sentí que se hundía un poco más en la cama. Ahora, los dos nos masturbábamos en serio. Su respiración se hizo más superficial y ese sonido me provocó otra descarga de lujuria. Quería ser yo quien le hiciera jadear así. Entonces su ritmo decayó y levanté la vista para averiguar por qué.

El vídeo había terminado. Había elegido uno que solo duraba unos minutos y ahora la pantalla permanecía congelada en un menú de vídeos, donde destacaba la foto en miniatura de un plano horrible del culo gigantesco de una mujer.

—Eh… —Jamie soltó una carcajada—. Eso no me sirve.

Entonces, algo se apoderó de mí.

En el hockey, cuando se presenta una oportunidad de gol, un buen jugador tiene que reaccionar de inmediato. Es exactamente lo que sucedía aquí. La puerta se había abierto un poco, y pretendía entrar.

—Podrías reclamar tu premio —espeté.

Sin dejar de acariciarse, dejó escapar un suspiro acalorado.

—¿Me estás retando?

—Ajá.

Le costó tragar. Parpadeó y en sus ojos se reflejaron un desfile de emociones que no pude seguir. Reticencia. Excitación. Confusión. Excitación. Irritación. Excitación.

—Yo… —Se rio, con la voz ronca. Se detuvo y se aclaró la garganta—. Te reto a hacerlo.

Su mirada se fijó de nuevo en la mía y casi me corrí allí mismo. Mi miembro se había hinchado en la mano y palpitaba. Me dolía, pero de alguna manera me las arreglé para poner un tono despreocupado, mi característico tono de voz que la mitad de las veces es una absoluta fachada.

—En fin. Esto debería ser interesante.

El leve indicio de pánico en su rostro era inconfundible, pero no le di tiempo para que echarse atrás. Lo deseaba muchísimo. Siempre lo había deseado.

Me solté y me acerqué para cubrirle la mano con la mía. Se tensó y, por una fracción de segundo, pensé que iba a apartarme.

No lo habría culpado.

Entonces me soltó y dejó mi mano allí sola. Estaba sujetando su miembro. Por fin. Estaba caliente y duro, y las puntas de su suave vello púbico rubio me hacían cosquillas en las yemas de los dedos. Apreté y todo el aire pareció salir de su cuerpo; su torso casi se fundía con el colchón. Mi boca era un desierto, mi pulso, un fuerte tambor que resonaba en mis oídos.

Pasé la palma de la mano por todo su paquete y actué como si lo que hacía no fuera gran cosa. Entonces dije:

—Joder, creo que estoy borracho.

Parecía lo correcto. Como si el alcohol fuera la razón por la que hacíamos aquello. El alcohol era nuestro pase.

Funcionó, porque se atragantó:

—Yo también.

Pero su voz era ahumada y distraída.

Y tal vez estaba borracho. Quizá el rubor de sus mejillas se debía al whisky y no a la sensación de mi otra mano mientras le bajaba más los calzoncillos. Tal vez, su respiración se aceleró debido al alcohol que circulaba por sus venas y no porque mis dedos se enroscasen alrededor de su pene.

Me moví en el colchón y me arrodillé frente a él mientras realizaba movimientos lentos arriba y abajo. El cuerpo me palpitaba con una necesidad incontrolable; una erección me pesaba entre las piernas. Sin embargo, la ignoré. Jamie parpadeó dos veces cuando me levanté por encima de él, y observé su cara para analizar su reacción. No parecía horrorizado, sino excitado.

Había fantaseado con aquel momento durante años y no podía creer que de verdad estuviera aquí.

—¿A qué esperas, Ryan? Chúpamela ya.

Me quedé sorprendido. Solo me llamaba Ryan cuando se burlaba de mí, y ahora mismo lo estaba haciendo para que le hiciera una mamada.

Madre mía.

Mi bravata vaciló por un segundo hasta que vi cómo el pulso le martilleaba en el hueco de la garganta, y me di cuenta de que se encontraba tan nervioso y excitado como yo.

Tomé aire y bajé la cabeza.

Luego cerré la boca sobre la punta hinchada y chupé.

Jamie alzó las caderas al instante y soltó un gemido al estremecerse.

—Oh, joder.

Recuerdo que me pregunté si alguna vez se la habían chupado. La conmoción y el asombro en su voz habían sido tan crudos. Tan sexy. Me lo pregunté, pero no por mucho tiempo, pues pronto empezó a susurrarme órdenes más calientes y sucias.

—Más —murmuró—. Toma más. Tómalo todo.

Lo metí más profundamente en mi boca, casi hasta el fondo y, justo cuando gimió, lo solté. Deslicé la lengua a lo largo de su larga y dura longitud hasta que esta brilló. Lamí la humedad que goteaba de su punta y su sabor me impregnó la lengua e hizo que me mareara.

Se la estaba chupando a mi mejor amigo. Era tan surrealista. Era lo que había soñado durante tanto tiempo, y la fantasía no era nada comparada con la realidad.

—Joder, sí.

Las caderas de Canning se mecieron mientras lo tomaba en mi boca de nuevo.

Lamí la cabeza de su miembro, provocando, saboreando, y luego me la volví a tragar hasta el fondo. No me atreví a mirar hacia arriba. Tenía demasiado miedo de mirarlo a los ojos, de que viera en mi cara cuánto lo deseaba.

—Joder, Wes, se te da demasiado bien.

El elogio consiguió que me encendiera. Santo cielo. Le excitaba penetrarme por la boca.

De repente, enredó los dedos en mi pelo y apretó mi rostro contra su cuerpo cuando me lo metí lo más profundo que pude.

—Oh, mierda. Sigue así, hombre. Deja que te folle la boca.

Cada palabra ronca que decía me hacía arder. Sabía que yo disfrutaba con aquello. Pero ¿y si él también? Qué locura. Aceleré el ritmo y apreté su miembro en cada embestida, más fuerte de lo que creía que le gustaría, con todo, él seguía murmurando: «más fuerte, más rápido».

Apreté los ojos mientras le daba vueltas, decidido a que perdiera el control y sintiera la misma necesidad urgente que causaba estragos en mi cuerpo.

—Wes… —Un sonido ahogado salió de sus labios—. Joder, Wes, vas a hacer que me corra.

Me tiró del pelo hasta hacerme daño y los abdominales se le tensaron mientras sus caderas se movían más rápido. Unos segundos después, gimió. Un sonido ronco vibró contra mis labios cuando se quedó quieto, empujó profundamente y se corrió dentro de mi boca mientras yo me tragaba hasta la última gota.

—¿Esperas que una de esas botellas te levante un cartelito que diga «pídeme»?

Una voz masculina me devuelve al presente. Parpadeo, desorientado. Sigo en el bar, de pie junto al mostrador, sin dejar de mirar las botellas de licor. Mierda. Me he distraído por completo. Y ahora estoy medio empalmado, gracias al recuerdo de mi última noche con Jamie Canning.

Trago saliva y me doy la vuelta para encontrarme junto a un extraño que me sonríe.

—En serio —añade, y amplía la sonrisa—. Llevas casi cinco minutos mirando esas botellas. El camarero se ha rendido al intentar preguntarte qué querías.

¿El camarero había hablado conmigo? Pensará que soy un bicho raro.

Sin embargo, el tipo que se encuentra a mi lado no parece un bicho raro. Es muy guapo, en realidad. Tendrá unos veinte años, lleva unos vaqueros desteñidos, una camiseta de los Ramones y un tatuaje que le cubre la manga del brazo derecho. Una mierda tribal, mezclada con calaveras, dragones y algunas otras imágenes brutales. Es más delgado de lo que suele gustarme, pero tampoco está escuchimizado. No es del todo mi tipo, aunque no puedo decir que no me atraiga en absoluto. Definitivamente, es material para ligar y, por la forma en que me mira, sé que le gustaría.

—¿Estás con esos chicos? —Señala la mesa de los que llevan las chaquetas de hockey.

Asiento.

—¿Qué celebráis?

—Hemos ganado el campeonato nacional esta noche. —Hago una pausa—. El campeonato de hockey universitario.

—No me digas. Enhorabuena, tío. Así que juegas al hockey, ¿eh? —Su mirada se detiene en mi pecho y mis brazos antes de deslizarse de nuevo a mi cara—. Se nota.

Sí que le gustaría.

Miro hacia la mesa y Cassel capta mi atención. Sonríe al ver a mi acompañante. Acto seguido, se vuelve hacia los chicos, riéndose de algo que acaba de decir Landon.

—¿Y cómo te llamas? —pregunta mi desconocido.

—Ryan.

—Yo soy Dane.

Vuelvo a asentir. Me siento incapaz de mostrar algún encanto. Ni comentarios chulescos ni insinuaciones descaradas. Esta noche he ganado un campeonato y debería celebrarlo. Debería invitar a este tipo tan atractivo a mi hotel, colgar el cartel de «no molestar» en la puerta para que Cassel entienda la indirecta y follarme a Dane.

Sin embargo, no quiero hacerlo. Solo estaría tratando de sacar a Canning de mi sistema y después me sentiría fatal.

—Lo siento, tengo que volver con los chicos —digo bruscamente—. Ha sido un placer charlar contigo, tío.

Cruzo el bar antes de que pueda decir otra palabra. No me giro para ver si parece decepcionado o para asegurarme de que no me sigue. Me limito a tocar a Cassel en el hombro y decirle que me marcho.

Pasan otros cinco minutos antes de que pueda convencerle de que no he sido abducido por extraterrestres. Alego que me duele la cabeza, culpo a la adrenalina, a las cervezas, a la temperatura y a todo lo que se me ocurre hasta que al final desiste de convencerme de que me quede y consigo irme del bar.

Hay veinte manzanas hasta el hotel, pero decido caminar en lugar de ir en taxi. Me vendrá bien un poco de aire fresco y tiempo para despejarme. No obstante, ya he recorrido diez manzanas y mi cabeza sigue sin relajarse. Permanece empañada con imágenes de Canning.

No logro dejar de recordar cómo lo encontré anoche. Su pelo sexy, el rubor en sus mejillas. Si no había echado un polvo, estaba a punto de hacerlo. Y la chica estaba muy buena: un pequeño duendecillo con grandes ojos azules. Siempre le han gustado las más bajitas.

Rechino los dientes, me quito a la chica de la cabeza y pienso en la despedida que compartimos Canning y yo.

«El lugar no es lo mismo sin ti».

Sonó como si hubiera querido decir eso. Diablos, tal vez era su intención. Habíamos pasado los mejores veranos de nuestras vidas en Elites. Resultaba evidente que una mamada no le había arruinado todos los buenos recuerdos.

Me meto las manos en los bolsillos, me detengo en un paso de peatones y espero a que el semáforo se ponga en verde. Me pregunto si volveré a verlo. Quizá no. Los dos nos hemos graduado, estamos a punto de empezar nuestras vidas después de la universidad. Él vive en la costa oeste; yo me dirijo al norte, a Toronto. Es poco probable que nuestros caminos se crucen.

Tal vez sea lo mejor. Dos míseros encuentros este fin de semana, apenas dos, y, sin embargo, de alguna manera, han conseguido borrar los cuatro años que me ha llevado superarlo. Es obvio que no puedo estar cerca de Canning sin desearlo. Sin querer algo más.

Pero este fin de semana no ha sido suficiente para mí, maldita sea.

Tomo el teléfono antes de que pueda darme cuenta, me detengo ante un expendedor de periódicos y me apoyo en la caja metálica mientras abro el navegador. La página tarda en cargarse, aunque, una vez que lo hace, encuentro los contactos bastante rápido. Ojeo el listado del personal hasta que doy con el número de teléfono del director del campamento. Me conoce. Le gusto. Además, durante los últimos cuatro años, me ha acosado para que vuelva.

Me haría el favor si se lo pidiera.

Pulso el número. Luego vacilo con el dedo sobre el botón de llamada.

Soy un bastardo egoísta. O tal vez un maldito masoquista. Canning no puede darme lo que necesito, pero, aun así, lo deseo. Quiero todo lo que pueda conseguir: una conversación, un regalo de broma, una sonrisa, lo que sea. Quizá no logre tener el filete, no obstante, me conformo con algunas sobras.

No puedo… No puedo olvidarlo todavía.

Siempre él

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