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Capítulo 5 Wes

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La universidad se ha gastado mucho dinero en una suite ejecutiva en el TD Garden, un lujoso palco privado con un deslumbrante ventanal con vistas al estadio que va desde el suelo hasta el techo. Sin embargo, las botellas de Dom Pérignon que se entregaron para celebrar la victoria fueron cortesía de mi padre. El muy imbécil disfruta de nuestra victoria como si también hubiera estado en el hielo; incluso lo he oído presumir ante uno de sus amigos de que fue él quien me enseñó ese movimiento de triple salto con el que he marcado el gol de la victoria en el tercer tiempo.

Y una mierda. El viejo no me enseñó nada. Desde el momento en que fui capaz de sostener un palo de hockey, se gastó el dinero en entrenadores, preparadores y en cualquiera que pudiera convertir a su único hijo en una superestrella. El único mérito que le reconozco es el de firmar con su nombre en un cheque.

El equipo de Canning se encuentra en estos momentos en la pista de hielo y se enfrenta a la misma presión que nosotros antes. El entrenador nos ha dejado beber una copa de champán a cada uno. Jugaremos la final mañana por la noche y quiere que permanezcamos atentos. Sin embargo, no debe preocuparse por mí. Tengo zarzaparrilla como bebida. No solo para fastidiar a mi padre, sino porque el partido que estoy viendo me provoca un nudo en el estómago y el alcohol solo lo empeoraría.

Quiero que Rainier gane.

Quiero enfrentarme a Canning en la final.

Quiero fingir que no siento nada por él.

Supongo que tendré que conformarme con dos de esos tres deseos, pues no puedo fingir que no me gusta. Verlo de nuevo anoche lo complicó todo.

Joder, qué sexy estaba. Muy sexy. Es un guaperas californiano: grande, rubio y atractivo. Con unos ojos marrones enternecedores y sorprendentes en un chico rubio. Sin embargo, es una sensualidad discreta. Jamie Canning nunca hizo alarde de su encanto en todo el tiempo que lo conocí. A veces creo que ni siquiera es consciente de su jodido atractivo.

—Oh, mierda —canta uno de los veteranos cuando un jugador de Rainier lanza el que podría ser el tiro de la semana.

Es un golpe limpio, pero hace que el jugador contrario rebote en las tablas como una pelota de goma y caiga de bruces sobre el hielo.

Rainier está dispuesto a ganar. Juegan de forma agresiva, todo el tiempo a la ofensiva. No creo que Yale haya hecho más de una docena de lanzamientos a puerta, y ya ha pasado una buena parte del tercer tiempo. Canning ha parado todos los tiros menos uno, y el que ha dejado pasar ha sido totalmente fortuito, que se ha estrellado en el poste y le ha proporcionado a Yale un rebote que el centro ha vuelto a marcar. Casi he podido oír el silbido del disco cuando ha pasado zumbando por el guante de Canning, apenas un nanosegundo demasiado rápido para que se lo tragara.

Ahora, el marcador está empatado uno a uno, a falta de cinco minutos. Contengo la respiración a la vez que deseo que los delanteros de Rainier hagan algo.

—Tu hombre, Canning, es firme como una roca —comenta Cassel, que toma un pequeño sorbo de su champán como si fuera la maldita reina de Inglaterra.

—Está tranquilo bajo presión —coincido con la mirada clavada en la pista. El ala izquierda de Yale realiza un tiro de muñeca flojo que Canning detiene sin problemas, con un lenguaje corporal casi aburrido mientras mantiene la posesión del disco antes de pasarlo a uno de sus alas.

Los jugadores de Rainier rompen la defensa de Yale y se lanzan al ataque.

Pero mi mente sigue pensando en el último intento de gol, en la forma en que Canning se ha enfrentado al jugador de Yale. Ni siquiera puedo contar las veces que estuve en esa misma posición, volando hacia mi compañero, mandándole tiro tras tiro.

Excepto que la última vez que nos enfrentamos, yo era el que estaba en la red. La última barrera entre Jamie Canning y una mamada.

Me gusta pensar que no le dejé ganar a propósito. Soy competitivo, siempre lo he sido. No importaba lo mucho que deseara tener el miembro de Canning en la boca. No importaba que, si ganaba, sabía que tendría que permitirle retirarse de la apuesta. Defendería esa red con todo lo que tenía. O no…

Porque es innegable que, cuando ese disco pasó volando, una parte de mí se emocionó.

—Dicho esto, no me importaría que perdieran —dice Cassel y se gira para sonreírme. —Sé que es tu mejor amigo y todo eso, pero me sentiría mejor enfrentándome al portero de Yale que al don Temperamento ese de ahí.

Cassel tiene razón. Canning representa una amenaza mayor. ¿Y sus debilidades? Han desaparecido. Ahora es una maldita estrella de rock. No me extraña que haya recuperado la titularidad.

Aun así, no quiero que pierda. Quiero que nos enfrentemos en la final. Quiero verlo y punto. Ya he experimentado una derrota aplastante: si su equipo pierde, sé que no estará de humor para pasar el rato, ponerse al día, volver a conectar…

«¿Chupárnosla?».

Ahuyento ese pensamiento. Nunca aprendo, ¿eh? La última vez que «chupar» entró en la ecuación, perdí a mi mejor amigo.

Es curioso, estoy convencido de que todo el mundo se arrepiente de lo que dice: de algún insulto que lanzas sin querer; de una confesión que desearías retirar; o, tal vez, de una broma insensible que en realidad no querías soltar.

¿La única frase que lamento? «Veamos porno».

Una vez pronunciadas esas cinco palabras ya no había vuelta atrás, y ni siquiera puedo echar toda la culpa al alcohol, porque unos cuantos sorbos de una petaca no te convierten en un idiota borracho. Sabía lo que hacía y cómo engatusaba a Canning. Me estaba cobrando la maldita apuesta, lo cual resulta bastante irónico porque el ganador había sido él. El premio era suyo, aunque, en realidad, no; era mío. Porque la necesidad de tocarlo parecía superior a la de respirar.

Todavía recuerdo la cara de sorpresa que puso cuando entré en la página porno de mi portátil. Escogí una escena suave, al menos para mí. Puse el ordenador sobre el colchón y me tumbé en la litera de abajo como si nada.

Durante un largo momento, Canning no se movió. Esperé, tenso, mientras decidía si sentarse a mi lado en la cama o subir a la litera de arriba. Sin mirarlo, le pasé la petaca. Lo oí engullir. Tragó en un suspiro y luego se colocó a mi lado.

No me arriesgué a mirarlo durante varios minutos. Nos tumbamos de espaldas y nos pasamos la petaca de un lado a otro mientras veíamos a dos tíos practicar sexo con una rubia pechugona en la pantalla.

—¿Cómo compararías tu técnica con la de ella? —Canning se desternilló con esta ocurrencia y el estómago se le sacudió incluso mientras miraba el portátil.

Para él, solo era el divertido resultado más reciente de nuestras travesuras competitivas. Iba a burlarse de mí, como siempre hacíamos el uno con el otro.

Pero para mí no era una broma. Acababa de pasar el último año intentando aceptar mi cada vez más evidente atracción por los hombres. La torpe pérdida de mi virginidad con una chica durante el tercer año de instituto significó una señal de alarma bastante grande. No me había sentido atraído por ella, pero necesitaba probarlo. Para estar seguro. Apenas fui capaz de que se me levantara, e incluso entonces, lo conseguí porque me imaginaba a…

Canning. Jamie Canning.

Había estado enamorado de mi mejor amigo hetero desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, no podía decírselo. Mi única opción era seguirle el juego.

—Bueno, siempre se me ha dado bien sujetar los palos.

Jamie resopló.

—Solo tú podrías presumir de esto.

—Te lo digo a menudo, Canning. No hay que tener miedo. Pase lo que pase.

Dios, qué cabrón que fui. Porque el miedo ni siquiera entraba en la ecuación. Todo lo que sentía era un deseo puro y doloroso mientras estaba tumbado junto a Jamie. El año anterior había disfrutado de un par de sesiones de morreos borrachos y de un intercambio de pajas con un chico de clase. No obstante, incluso entonces, no había estado seguro al cien por cien.

¿Acostarme en la cama con Canning? Ardía en deseos de hacerlo.

En la pantalla, la rubia gemía como una loca. En medio de un trío y disfrutando. Canning se quedó callado durante un rato. Me quedé tumbado e intenté mantener la respiración uniforme, sin embargo, no pude resistirme a echar un vistazo furtivo a su entrepierna un minuto después. Y entonces se me cortó la respiración, porque, joder, estaba empalmado; una larga y gruesa erección se notaba por debajo de sus pantalones cortos. Yo la tenía igual de dura, y sé que lo notó. Probablemente, pensó que se debía al porno. Maldición, esa sería la única razón por la que él se había excitado.

Pero yo no. Mi polla palpitaba por él.

A mi lado, tragó con fuerza.

—Interesante elección, Wesley. Teniendo en cuenta lo que está en juego. No te obligaré a que me la comas.

Sonrió.

—Prefiero regodearme en la gloria de saber que por fin has extendido un cheque que no has podido cobrar.

Entonces puso esos magníficos ojos en blanco y la piel me ardió.

—¿Qué? —dije con la esperanza de que disimular la lujuria que desprendía mi voz—. ¿Crees que soy demasiado gallina para chupártela?

Giró la cabeza para encontrarse con mis ojos…

—¡No tengo ninguna duda!

Los gritos del capitán de nuestro equipo me sacan de mi ensoñación por los recuerdos. Con todo el estadio alborotado, los aficionados gritan mientras el marcador se ilumina y las pantallas instaladas por todas partes muestran la palabra «¡gol!» en letras enormes amarillas.

Se me cae el alma a los pies cuando me doy cuenta de quién ha marcado: Yale.

Maldita sea. Yale ha marcado y yo estaba demasiado distraído para verlo. Ahora van dos a uno y queda un minuto y medio para acabar.

—Me he despistado —comento a Cassel—. ¿Qué ha pasado?

—Uno de los defensas de Rainier ha provocado el penalti más estúpido de la historia. —Niega con la cabeza, asombrado—. El idiota acaba de regalar la victoria a Yale.

No, aún no han ganado. Todavía hay tiempo para que Rainier se reagrupe. Todavía hay tiempo, maldita sea.

—Tu chico no ha tenido ninguna oportunidad en esa ofensiva —añade Cassel.

Se me revuelven las tripas. Pueden decir muchas cosas sobre Yale, pero lideran la NCAA en cuanto a la ventaja numérica se refiere. Cada vez que jugábamos contra ellos durante la temporada, el entrenador pronunciaba una desalentadora frase antes de salir de los vestuarios: «Si acabas en el banquillo contra Yale, pierdes».

Rezo para que esas palabras no sean proféticas, para que Rainier pueda remontar esto, pero mis oraciones no obtienen respuesta.

El silbato final suena en el TD Garden. Rainier ha perdido.

Siempre él

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