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Capítulo 8 Jamie

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Junio

—Oye, ¿Canning?

—¿Sí?

Pat, el director del campamento, se ha acercado al área para hablar conmigo. No quito los ojos del partido que estoy supervisando, aun así, no resulta grosero.

—Te he conseguido un compañero —dice.

—¿En serio? —Son buenas noticias. Cada verano, Pat se pelea por los entrenadores. Este año también. Los chicos como yo se gradúan y se van. Quiere a los mejores instructores en su campamento, pero los mejores están muy solicitados.

Este año soy uno de ellos. Debo ir a Detroit para el campo de entrenamiento dentro de seis semanas, lo que significa que Pat tendrá que encontrar a alguien que me sustituya. Lo miro durante una fracción de segundo, antes de centrarme en el partido de los chicos.

Me evalúa, y no sé por qué.

—Sé amable con él, ¿vale?

Tardo un momento en contestar, porque no me gusta la dirección que lleva el partido. Los chicos están a punto de estallar. Puedo sentir que la tensión aumenta.

—¿Cuándo no soy amable? —pregunto distraído.

Una mano firme se posa en mi hombro.

—Eres el mejor, chico. Aunque tu portero va a saltar de un momento a otro.

—Ya lo veo.

Es como ver un accidente. Sé lo que va a ocurrir, pero las fuerzas ya se encuentran en movimiento y no puedo detenerlas.

Mi mejor portero, Mark Killfeather, ha parado veinte lanzamientos en este escarceo. Con rápidos reflejos y un cuerpo grande y ágil, Killfeather posee todas las características físicas que requiere un buen guardameta.

Por desgracia, también tiene un temperamento fulminante. Y el talentoso delantero francocanadiense del otro equipo ha estado jugando con él, como si de un violín se tratara, todo el día, provocando y burlándose en cada ataque.

Veo la jugada que prepara el canadiense. Da un pase atrás para su amigo en la línea azul y retoma el disco mientras los defensas del otro equipo se atascan en las esquinas. Finta hacia la izquierda, luego a la derecha… y envía un platillo volante que pasa por delante de Killfeather. Es una jugada preciosa hasta que el chico canadiense rocía al portero con virutas de hielo y lo llama stupide.

Como si se tratara de un bumerán, Killfeather lanza su palo con la fuerza suficiente para romperlo como una cerilla contra las tablas. Cae sobre el hielo, astillado.

«La cuenta, por favor». Hago sonar el silbato.

—Se terminó el partido, se acabó el tiempo.

—¿Pourquoi? —protesta el agresivo delantero—. ¡Queda tiempo en el reloj!

—Habla con tu entrenador ofensivo —digo, y hago un gesto para que se vaya. Luego me acerco a Killfeather, que jadea en la red y se ha quitado el casco para dejar al descubierto esa sudorosa cabeza. Solo tiene dieciséis años y los aparenta. Mientras otros chicos de su edad descansan bajo el sol o se entretienen con videojuegos, él se ha pasado las horas en la pista de patinaje.

Yo era igual. Fue una buena vida y no la cambiaría por nada, además, me sirve para recordar que todavía son niños. Así que no empiezo con un: «Oye, imbécil, acabas de destrozar un palo de cien dólares».

—¿Quién es tu portero favorito, chico? —pregunto en su lugar.

—Tuukka Rask —responde de inmediato.

—Buena elección. —No soy fan de los Bruins, pero el hombre tiene un excelente historial—. ¿Qué cara pone después de que le metan un gol?

Killfeather enarca una ceja.

—¿Por qué? Solo bebe un trago y se vuelve a poner la máscara.

—No pierde la cabeza y tira el palo —comento con una sonrisa.

El chico pone los ojos en blanco.

—Lo entiendo, pero ese tipo es un imbécil.

Me inclino y arranco la red del pincho para que el hielo vuelva a salir a la superficie.

—Hoy has hecho un gran trabajo. Realmente excepcional.

Killfeather sonríe.

—No obstante, tienes que aprender a mantener la calma y te voy a decir por qué. —Su sonrisa se desvanece—. Rask permanece tranquilo cuando mete la pata. Sin embargo, no es porque sea mejor persona que nosotros, tampoco es que medite o no se enfade nunca. Simplemente, sabe que dejar todo atrás es la única manera de ganar. De verdad: cuando bebe ese trago de agua, ya ha pasado página. En lugar de decir: «Tío, ojalá no lo hubiera hecho», dice: «Muy bien, ahora tengo una nueva oportunidad para detenerlo».

El chico fija la mirada en los patines.

—¿Sabes eso que dicen de los peces de colores? Sus recuerdos son tan cortos que, cada vez que nadan alrededor de la pecera, todo vuelve a ser nuevo.

Sonríe.

—Entrenador Canning, eso es muy profundo.

Oh. Me mata ser el entrenador Canning durante unas semanas al año. Aunque me encanta este trabajo.

—Sé mi pez de colores, Killfeather. —Le doy un golpecito en las almohadillas del pecho—. Olvida todas las estupideces que te dice ese tipo, el mundo está repleto de imbéciles que te irritarán por diversión. Tienes las habilidades. Puedes hacer el trabajo, pero solo si no dejas que te lo arruine.

Al fin, me mira.

—De acuerdo. Gracias.

—Vete a las duchas —digo y me alejo patinando hacia atrás—. Luego saca la tarjeta de crédito y compra otro palo.

Lo dejo, me desabrocho los patines y me pongo las Converse. Cuando eres el entrenador, no tienes que equiparte. Basta con los patines y el casco. Llevo pantalones cortos de montaña y una sudadera de la Universidad de Rainier. Y me dan de comer tres veces al día en el comedor del campamento.

¿He mencionado que este es un buen trabajo?

Al salir de la pista de patinaje, paso por delante de todo tipo de recuerdos deportivos olímpicos. La pista en la que estaba hace un minuto intentando hacer entrar en razón a un portero de dieciséis años es la misma en la que el equipo de Estados Unidos ganó en 1980 el oro olímpico. Así que hay fotos del «milagro sobre el hielo» por todas partes. Durante los meses de invierno, hay más atletas per cápita en esta pequeña ciudad que en cualquier otra. La gente se traslada aquí para entrenar hockey, patinaje, saltos de esquí y pruebas alpinas.

Pero, cuando abro las puertas de cristal, es un cálido día de junio. El lago Mirror brilla en la distancia y tengo que cubrirme los ojos. El pueblo de Lake Placid se encuentra a cinco horas de Nueva York o Boston. La ciudad más cercana es Montreal, a dos horas. En medio de la nada, se ubica este bonito pueblo turístico rodeado de lagos vírgenes y la cordillera de los Adirondack.

El paraíso, a menos que necesites acceso al aeropuerto.

Pero hoy no es mi caso. Paso por delante de una tienda de esquí y una heladería, contando las horas hasta la cena. Esta ciudad me produce mucha nostalgia, tal vez por ser la mía. Cuando eres el más joven de seis hijos, nada es solo tuyo. Por esa razón, quise jugar al hockey: en mi familia todo se reduce al fútbol. Ningún Canning había pisado los Adirondacks hasta que me invitaron al campamento. De hecho, dejar el nido familiar para venir siendo un adolescente fue como aventurarme en un viaje a la luna.

Son las cuatro. Tengo tiempo para ir a correr o a nadar, no obstante, tendré que cambiarme de ropa.

Todos los campistas y entrenadores duermen en una antigua residencia que se construyó para alojar a los atletas europeos en los Juegos Olímpicos de invierno de 1980. El edificio se encuentra a cinco minutos a pie de las pistas. Subo las escaleras y paso por una placa que describe a los ocupantes originales, así como las medallas que ganaron, pero no me detengo. Tras unos años en el lugar, dejas de impresionarte.

Mi habitación está en el segundo piso y siempre subo por las escaleras en lugar de por el viejo y chirriante ascensor. El tenue pasillo huele a friegasuelos y a las lilas que florecen fuera. Además de un tufillo a calcetines viejos. No se puede tener un edificio lleno de jugadores de hockey sin eso.

Estoy a tres metros de mi puerta, con las llaves en la mano, cuando percibo que hay alguien parado junto a ella. Eso basta para sobresaltarme. Y entonces me doy cuenta de quién es.

—¡Jesús!

—Todavía me llamo Wes —dice, y se aparta de la pared—. O Ryan. O imbécil.

—¿Eres…? —Casi me da miedo decir las palabras, porque me ha dejado fuera de su vida durante mucho tiempo—. ¿Mi compañero de cuarto?

Abro la puerta de la habitación para hacer algo con las manos. Una oleada de alegría se acumula en mi estómago. La sola idea de pasar otro verano loco con Wesley… No puede ser verdad.

—Bueno… —Su voz es inusualmente cautelosa. Y gracias a que la luz de la puerta abierta se derrama en el pasillo, veo bien su cara por primera vez. Parece preocupado. Tiene la mandíbula tensa y los ojos hundidos.

Qué raro.

Entro en la habitación y arrojo las llaves sobre la cama.

—Iba a salir a correr. ¿Te apetece venir? Puedes ponerme al día. Supongo que entrenas para Pat, de lo contrario, no estarías aquí.

Asiente y, cuando me quito la camiseta, se mete las manos en los bolsillos y se da la vuelta.

—Pero tenemos que hablar.

—De acuerdo. —¿Sobre qué?—. Podemos hacerlo mientras corremos. A no ser que estés engordando después de tu gran victoria.

Se ríe.

—Vale.

Desde el pasillo toma una gran bolsa de lona.

—Pat acaba de decirme algo en el entrenamiento sobre encontrarme un compañero de cuarto. Se refería a ti, ¿verdad? ¿Me tomaba el pelo?

Sin dejar de darme la espalda, Wes asiente. Luego, se quita la camiseta desteñida por encima de la cabeza. Y, madre mía, es enorme. Tiene tatuajes y los músculos marcados hasta donde alcanza la vista.

Había olvidado que la última vez que estuvimos aquí juntos éramos tan solo unos chicos. Adolescentes. Parece que fue ayer.

—Tienes una buena habitación —comenta a la par que se pone un jersey y un pantalón de deporte.

Es cierto. En lugar de unas literas, hay camas gemelas empotradas en las paredes y, además, una amplia porción de suelo entre ellas.

—Los entrenadores disponen de un poco más de espacio para respirar. He vivido aquí los últimos tres años.

Se da la vuelta.

—¿Te sueles alojar con alguien en particular?

—Con quien sea. —Me pongo una camiseta de deporte y las zapatillas de correr. Atármelas me lleva unos segundos más, y estoy ansioso por salir de aquí y correr. Tal vez Wes deje de actuar como un bicho raro y me diga lo que le ronda la mente—. ¿Vamos?

Le da una patada a su bolsa.

—Dejaré esto aquí.

—¿Dónde lo guardarías sino?

Hace una mueca, y no sé por qué.

Siempre él

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