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Capítulo 4 Jamie

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Nos espera una noche tranquila en el hotel, un acontecimiento con el que, probablemente, la mitad de mis compañeros se mostrarán descontentos. Sobre todo, los jugadores de primer y segundo año que participan en la Frozen Four por primera vez y que esperaban salir de fiesta como locos este fin de semana. Sin embargo, el entrenador ha echado por tierra la idea en un santiamén.

Estableció las normas antes de que nadie pudiera recoger los menús en la cena del equipo: toque de queda a las diez, nada de alcohol, drogas o travesuras.

Los alumnos de los cursos superiores conocemos el procedimiento, por lo que ninguno de nosotros se ha sentido especialmente desanimado mientras subíamos en el ascensor a nuestro bloque de habitaciones en la tercera planta. El partido es mañana, lo que significa que esta noche hay que tomárselo con calma y aprovechar para dormir.

A Terry y a mí nos han asignado la habitación 309, cerca de las escaleras, así que somos los últimos que quedamos en el pasillo cuando nos dirigimos a la puerta.

En cuanto la alcanzamos, nos quedamos paralizados.

Hay una caja en la alfombra. Es de color azul pálido y no lleva envoltorio, solo una tarjeta blanca pegada en la parte superior en la que se lee: «Jamie Canning».

¿Qué narices?

Lo primero que me pasa por la cabeza es que mi madre me ha enviado algo desde California, no obstante, en ese caso, habría una dirección, un sello postal e incluso su letra.

—Eh… —Terry arrastra los pies antes de poner los brazos en jarras—. ¿Crees que es una bomba?

Me río.

—No lo sé. Pon la oreja y dime si hace tictac.

Él responde con una risita.

—Ya veo. Qué gran amigo eres, Canning. Me pones a mí en la línea de fuego. Bueno, olvídalo. Es tu nombre el que aparece en la puñetera caja.

Ambos miramos el paquete de nuevo. No es más grande que una caja de zapatos.

A mi lado, Terry frunce el ceño, finge estar aterrorizado y grita:

—¡Dime qué han traído!

—Tío, que buena referencia a Seven —digo, realmente impresionado.

Él sonríe.

—No sabes el tiempo que he esperado una oportunidad para hacer eso. Años.

Nos tomamos un momento para chocar los cinco y me pongo en cuclillas para recoger la caja porque, por muy entretenida que sea la conversación, ambos sabemos que el asunto es inofensivo. La meto bajo el brazo y espero a que Terry pase la tarjeta para abrir la puerta. Los dos entramos en la habitación a grandes zancadas: él enciende la luz y se dirige a su cama, mientras yo me tumbo en el borde de la mía y levanto la tapa de la caja.

Con el ceño fruncido, desenvuelvo el papel de seda blanco y saco el suave manojo de tela que hay dentro.

Desde el otro lado de la habitación, Terry exclama:

—Tío…, pero ¿qué coño?

Ni idea. Me encuentro frente a un par de bóxeres blancos con gatitos de color naranja brillante, incluido uno atigrado colocado con intención justo en la entrepierna. Cuando los sostengo por la cintura, cae otra tarjeta con una palabra escrita: «Miau».

Y, maldición, esta vez reconozco la letra.

Ryan Wesley.

No puedo evitarlo. Suelto un bufido tan fuerte que Terry arquea las cejas hasta que se le disparan. Ignoro la reacción de mi amigo, demasiado divertido y desconcertado por el significado del regalo.

La caja. Wes ha resucitado nuestra vieja caja de bromas, aunque no tengo ni idea de por qué. Yo había sido el último en enviarla y recuerdo que me sentí muy satisfecho con mi elección de regalos: un paquete de piruletas. Porque, bueno, ¿cómo podría resistirme?

Wes no había devuelto nada. No había llamado ni enviado ningún mensaje de texto, carta o paloma mensajera. Ni una sola palabra suya durante tres años y medio.

Hasta ahora.

—¿De quién es? —Terry me sonríe, visiblemente entretenido por el ridículo regalo que tengo en las manos.

—Holly. —Su nombre sale de mi boca con tanta soltura que me sorprende. No sé por qué he mentido. Es bastante fácil decir que los calzoncillos son de un viejo amigo, un rival, lo que sea, sin embargo, por alguna razón, no me atrevo a contar la verdad a Terry.

—¿Es una broma privada o algo así? ¿Por qué te enviaría calzoncillos de gatitos?

—Eh, ya sabes, a veces me llama gatito. —Pero ¿qué narices digo?

Terry reacciona en de pronto.

—¿Gatito? ¿Tu novia te llama gatito?

—No es mi novia.

Aun así, el tema es discutible. La risa lo desborda y quiero darme una patada por haberle dado una información tan comprometedora que, sin duda, utilizará en mi contra hasta el fin de los tiempos. Debería haber mencionado que eran de parte de Wes.

¿Por qué narices no lo he hecho?

—Eh, si me disculpas —dice sin dejar de reírse mientras se dirige a la puerta.

Entrecierro los ojos.

—¿Adónde vas?

—No te preocupes, gatito.

Un suspiro se me atasca en la garganta.

—Vas a llamar a todas las puertas y a decírselo a los chicos, ¿verdad?

—Ajá.

Se va antes de que pueda protestar, pero, a decir verdad, no me importa demasiado. Los chicos me recordarán lo del gatito durante unos días, ¿qué importa? Tarde o temprano uno de mis compañeros de equipo hará el ridículo y le tocará ser el blanco de las bromas.

Cuando la puerta se cierra detrás de Terry, vuelvo a mirar los calzoncillos y sonrío sin querer. Maldito Wes. No estoy seguro de lo que significa, aunque debe de saber que he venido a la ciudad por el campeonato. ¿Tal vez sea su forma de disculparse? ¿De darme una ofrenda de paz?

En cualquier caso, tengo demasiada curiosidad como para ignorar el gesto. Tomo el teléfono, llamo a la recepción y espero en la línea a una impresionante versión para ascensor de «Roar» de Katy Perry. Eso me hace reír, porque, ya sabes, «roar» significa «rugir». Miau.

Cuando el recepcionista responde, pregunto si hay un número de habitación asignado a Ryan Wesley. No me cabe duda de que el mar de chaquetas verdes y blancas en el vestíbulo significa que se encuentra en el hotel.

—No puedo proporcionar el número de habitación de otro huésped, señor.

Eso hace que me detenga durante un segundo, porque es evidente que Wes pudo averiguar el número de mi habitación. Pero estamos hablando de Wes, seguro que le ofreció a alguna mujer de la recepción que echara un vistazo a sus abdominales.

—¿Señor? Podría intentar conectarlo por teléfono.

—Gracias.

Suena, pero nadie responde. Mierda. No obstante, todavía queda una cosa más que probar. Busco en mi teléfono para comprobar si su número sigue entre mis contactos. Y aparece. Supongo que nunca me enfadé lo suficiente como para borrarlo. Le envío un mensaje de solo cuatro palabras: «Sigues siendo un listillo».

Cuando suena el teléfono un segundo después, espero a que diga que mi mensaje ha sido rechazado y que Wes cambió el número hace mucho tiempo. Que se joda.

Sin embargo, el mensaje es distinto.

Wes: Algunas cosas no cambian.

No puedo evitar contestarle en mi cabeza: «Pero otras sí». Eh, mira cómo me enfado. ¿Qué sentido tiene eso? Así que le suelto otra cosa:

Yo: Entonces, ¿es un regalo para saludarme o de esos que dicen «que te jodan, perdedor, os vamos a patear el culo»?

Su respuesta:

Wes: ¿Ambos?

Sentado en la cama del hotel, sonrío al móvil. Me da la sensación de que la cara se me va a partir en dos. En realidad, es la nostalgia de una época más sencilla de mi vida en la que las decisiones más importantes consistían en qué ingredientes añadir a las pizzas o qué chorradas enviar por correo a mi amigo.

Pero de todos modos me gusta. Por lo que mi siguiente mensaje dice:

Yo: Tal vez bajo al bar un rato.

Wes: Aquí estoy.

Cómo no.

Me guardo el teléfono en el bolsillo y abro la mochila. Me dirijo a la ducha y me relajo, dejando que el agua se lleve las preocupaciones de este día tan largo. Necesito recomponerme. Y me vendría bien afeitarme.

Tal vez me entretengo demasiado.

No sé qué esperar de Wes. Con él, nunca se sabe, lo cual es una de las razones por las que siempre me cayó tan bien. Ser su amigo era una auténtica aventura. Me arrastraba de una situación loca a otra y yo lo acompañaba con alegría.

Me comporté como un amigo fiel. Hasta la locura del final.

En la ducha del hotel, respiro profundamente el aire húmedo. Holly tenía razón. Sigo enfadado. Todo eso tendría sentido si al menos Wes y yo nos hubiéramos peleado.

Sin embargo, no era el caso. Solo me retó a una competición de penaltis. Y, ese día —la penúltima tarde del campamento—, alineamos los discos con perfecta imparcialidad. Él me lanzó cinco tiros y yo, los mismos.

Los penaltis nunca son fáciles y, cuando defiendes la red contra Ryan Wesley, el patinador más rápido con el que he jugado, menos aún. De todas formas, lo habíamos hecho lo bastante a menudo como para que anticipara sus llamativos movimientos. Recuerdo que me reí después de haber detenido los tres primeros tiros. Sin embargo, luego tuvo suerte: me ganó una vez y marcó otro gol en un rebote improbable en el tubo.

Tal vez otra persona se asustaría un poco al darse cuenta de que había dejado pasar dos, pero yo estaba tranquilo. Al final, sería Wes el que se atragantaría. No solía jugar como portero, pero yo tampoco disparaba mucho a puerta. Metí los dos primeros tiros. Luego, me paró los dos siguientes.

Todo se reducía a un lanzamiento y percibí el miedo en sus ojos. En mis entrañas, sabía que lo conseguiría.

Había ganado limpiamente. El tercer tiro pasó por encima de su codo y aterrizó con un golpe en el fondo de la red.

Dejé que se retorciera las tres horas siguientes —durante toda la cena y la estúpida ceremonia de entrega de premios que celebraron al final del campamento—. Wes permaneció más callado que de costumbre.

Esperé a que volviéramos a nuestra habitación para soltarlo.

—Creo que recogeré mi premio el año que viene —dije con toda la despreocupación que puede reunir un chico de dieciocho años—. En junio, tal vez. O en julio. Te mantendré informado, ¿vale?

Me hubiese gustado escuchar algún suspiro de alivio. Hacer sudar a Wes por una vez resultó divertido, pero su cara no delataba nada. Sacó una petaca de acero inoxidable y desenroscó lentamente la tapa.

—Es la última noche del campamento, amigo —dijo—. Será mejor que lo celebremos.

Bebió un buen trago y me la pasó.

Cuando la cogí, sus ojos brillaban de un modo indescifrable.

El whisky era difícil de tragar. Al menos el primer trago. Hasta ese momento, no habíamos bebido más de una o dos cervezas, guardadas en nuestras taquillas. Que nos pillaran con alcohol o drogas habría supuesto un verdadero problema. Por lo que no tenía ningún tipo de paciencia con al alcohol. Sentí el calor del licor deslizarse por mi garganta justo cuando Wes anunció:

—Veamos algo de porno.

Ya han pasado casi cuatro años y me encuentro temblando en el baño del hotel. Cierro el grifo y tomo una toalla de la pila.

Supongo que es hora de bajar y comprobar si nuestra amistad tiene arreglo. Lo que sucedió aquella noche fue una locura, pero no una digna de recordar. Lo superé sin problemas.

En cambio, Wes no. No hay otra explicación de por qué cortó por lo sano.

Espero que no saque el tema a relucir. A veces es mejor dejar las cosas como están. A mi modo de ver, una noche de borrachera y estupideces no debería marcar una amistad de seis años.

Aun así, cinco minutos después, me siento muy nervioso cuando bajo por el ascensor. Además, odio la sensación de picazón en la columna vertebral; no me pongo tenso a menudo. Es probable que sea la persona más tranquila que exista, lo que sin duda guarda relación con el hecho de que mi familia es la definición andante de un californiano despreocupado.

El bar se encuentra a rebosar. No me sorprende. Es viernes por la noche y el hotel sigue lleno debido al torneo. Todas las mesas y zonas reservadas están ocupadas. Tengo que ir de lado para esquivar a la gente y no veo a Wes por ninguna parte.

Tal vez no sea más que una idea estúpida.

—Perdonen —digo a un grupo de hombres de negocios que bloquean el paso entre la barra y las mesas. Sin embargo, siguen riéndose de alguna broma y no se dan cuenta de que bloquean el paso.

Estoy a punto de volver a subir cuando lo escucho.

—Mamones.

Solo una palabra, pero reconozco la voz de Wes al instante. Profunda y un poco ronca. De repente, me transporto al instituto, a esos veranos en los que escuché esa voz burlándose de mí, desafiándome, chinchándome.

Un conjunto de carcajadas sigue a su comentario, entonces, giro la cabeza para buscarlo entre el grupo de jugadores de hockey que hay junto a la pared del fondo.

Él mueve la cabeza al mismo tiempo, como si percibiera mi presencia. Y, mierda, vuelvo a viajar en el tiempo. Parece el mismo, aunque diferente. Lo veo distinto pero igual.

Todavía lleva el pelo oscuro despeinado y la barba desaliñada, si bien ahora es más corpulento. Músculos sólidos y hombros anchos, más delgado que voluminoso, no obstante, definitivamente más fornido que a los dieciocho años. Lleva el tatuaje tribal en el bíceps derecho, eso sí, ahora hay mucha más tinta sobre su piel bronceada. Otro tatuaje en el brazo izquierdo. Algo negro y de aspecto céltico que asoma por el cuello de la camiseta.

No deja de hablar con sus amigos mientras me acerco. Por supuesto, sigue rodeado de gente. Olvidaba lo magnético que resulta; como si ardiera con más combustible que el resto de nosotros.

Un piercing que le atraviesa la ceja capta la luz cuando gira la cabeza, un guiño de plata apenas un tono más claro que sus ojos gris pizarra, que entrecierra cuando por fin nado a través del mar de gente para llegar a su lado.

—Joder, tío, ¿te has puesto mechas en el pelo?

Hace más de tres años que no estamos en la misma habitación y… ¿eso es lo primero que me dice?

—No. —Pongo los ojos en blanco a la par que me deslizo en el taburete que hay junto al suyo—. Es el efecto del sol.

—¿Todavía haces surf todos los fines de semana? —pregunta Wes.

—Cuando tengo tiempo. —Levanto una ceja—. ¿Aún te bajas los pantalones y enseñas el trasero sin razón aparente?

Sus compañeros de equipo estallan en carcajadas a nuestro alrededor y las risas retumban en mi pecho.

—Joder, ¿siempre ha sido así? —pregunta alguien.

Una sonrisilla asoma por la comisura de la boca de Wes.

—Nunca he privado al mundo de la belleza masculina que me ha dado Dios. —Alarga el brazo para posar su gran mano en mi hombro y me da un apretón. Me suelta de nuevo en una fracción de segundo, pero siento su calor—. Chicos, os presento a Jamie Canning, un amigo de la infancia y el portero de esos gamberros de Rainier.

—Hola —digo con torpeza. Luego miro a mi alrededor, en busca de un camarero. Necesito una bebida en la mano, aunque sea un refresco, sin embargo, con el local tan abarrotado, el único camarero a la vista no está cerca.

Observo el vaso de Wes. Es algo gaseoso: una Coca-Cola, por lo que parece. O quizá zarzaparrilla, siempre la ha preferido. Es evidente que su entrenador les ha dado la misma charla sobre no beber.

Wes levanta la mano en el aire y la camarera se gira bruscamente en nuestra dirección. Él señala su vaso y ella asiente con la cabeza como si de una orden divina se tratara. Wes le dedica una sonrisa, su divisa favorita para los favores. Entonces, percibo otro destello metálico.

Lleva un piercing en la lengua. Eso también es nuevo.

Y ahora estoy pensando en su boca. Maldita sea. Los últimos cuatro años de silencio entre nosotros cobran un poco más de sentido de golpe. Tal vez algunas payasadas de borrachos sí que son capaces de arruinar una amistad.

O quizá eso es una mierda y, si continuásemos siendo amigos, podríamos haber superado una hora de estupideces hace mucho tiempo.

Mientras tanto, hace demasiado calor en este bar. Si la camarera me trae una zarzaparrilla, voy a tener la tentación de echármela por encima. Y el silencio entre mi examigo y yo se alarga cada vez más.

—Está muy lleno —consigo decir apenas.

—Sí. ¿Quieres un trago? —Me ofrece su vaso.

Bebo con avidez y nuestros ojos se encuentran por encima del borde del vaso. Su confianza ha disminuido un milímetro o dos. Me pregunta con la mirada si aguantaremos la próxima media hora.

Al tragar, tomo una decisión.

—Lástima que a los Bruins los destrozaran los Ducks el mes pasado.

Veo que el destello de arrogancia vuelve a la velocidad del rayo.

—Eso fue pura suerte. Y una decisión pésima en el tercer tiempo. Tu ala tropezó con sus propios pies de pato.

—Con un poco de ayuda de tu defensa.

—Oh, a la mierda. Te apuesto veinte dólares a que los Ducks no pasan de la primera ronda este año.

—¿Veinte es todo lo que estás dispuesto a perder? —Jadeo—. Parece que tienes miedo. Veinte y un vídeo en YouTube proclamando mi grandeza.

—Hecho, pero, cuando pierdas, harás ese vídeo con una camiseta de los Bruins.

—Claro. —Me encojo de hombros. La noche se hace más llevadera.

La camarera aparece con dos vasos de zarzaparrilla y le dedica una sonrisa hambrienta a Wes. Él le desliza un billete de veinte.

—Gracias, preciosa.

—Avísame si necesitas cualquier cosa —dice, excediéndose un poco. Por Dios. Los jugadores de hockey no se topan con muchos problemas para echar un polvo y, desde luego, es evidente que mi viejo amigo tiene dónde elegir. Además, está muy buena. Buenas tetas y sonrisa agradable.

Ni siquiera le mira el culo perfecto mientras se aleja.

En cuanto desaparece, Wes abre los brazos y sonríe al grupo de jugadores de hockey que lo rodean.

—Vaya panda de nenazas estamos hechos, ¿eh? Zarzaparrilla y ginger ale un viernes por la noche. Que alguien llame a la policía. Necesitamos una partida de dardos o algo.

¡Hockey de mesa! —grita alguien—. He visto uno en la sala de juegos.

—¡Cassel! —Wes golpea al tipo que está a su lado—. ¿Quién ganó nuestra última partida?

—Tú, imbécil. Porque hiciste trampa durante los penaltis.

—¿Quién, yo?

Todos se ríen. Pero mi mente se queda atascada en los «penaltis».

Cómo no.

Siempre él

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