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Capítulo 2 Jamie

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—Estás muy callado esta mañana, incluso para ser tú. —Holly desliza los dedos por mi espalda hasta llegar a mi trasero desnudo—. ¿Piensas en la Frozen Four?

—Sí —respondo. Técnicamente no es mentira. Seguro que esta mañana el viaje del viernes a Boston ronda por la cabeza de otras dos decenas de jugadores. Y en la de tropecientos aficionados.

Sin embargo, no solo pienso en ganar. Ahora que por fin nos dirigimos al campeonato, es hora de aceptar la idea de que podríamos enfrentarnos a Northern Mass. ¿Y quién es el jugador estrella del equipo? Nada menos que Ryan Wesley, mi antiguo mejor amigo.

—¿Qué pasa, cariño? —Holly se apoya en un codo para observarme. No suele quedarse a dormir, pero el maratón de sexo de anoche duró hasta las cuatro de la mañana, y me sentiría como un imbécil si la hubiera metido en un taxi a esas horas.

Con todo, no tengo claro lo que opino de tenerla acurrucada en la cama a mi lado. Dejando de lado el espectacular sexo matutino, su presencia me incomoda. Nunca le he mentido sobre lo que hay entre nosotros, o lo que no hay, no obstante, tengo bastante experiencia con las chicas para saber que, cuando aceptan ser amigas con beneficios, una parte de ellas espera conseguir un novio.

—¿Jamie? —me llama.

Empujo a un lado esa línea de pensamientos preocupantes y la reemplazo por otra.

—¿Alguna vez te ha despedido un amigo? —pregunto para mi sorpresa.

—¿Qué? ¿Como si fuera alguien para quien trabajas? —Sus grandes ojos azules siempre me toman en serio.

Niego con la cabeza.

—No. El máximo goleador del Northern Mass era mi mejor amigo cuando iba al instituto. ¿Conoces el campamento de hockey en el que trabajo en verano?

—¿Elites? —Asiente.

—Sí, buena memoria. Antes de ser entrenador ahí, fui alumno. Y también lo era Wes. El tipo estaba como una cabra. —Me río para mis adentros al recordar su aspecto desaliñado—. El chaval era capaz de cualquier cosa. En el centro de la ciudad hay un tobogán para trineos. En invierno puedes deslizarte con uno hasta el lago helado, sin embargo, en verano está cerrado y rodeado con una valla de tres metros de altura. Un día va y suelta: «Tío, cuando se apaguen las luces, saltamos esa cosa».

Holly me masajea el pecho con una de sus suaves manos.

—¿Lo hicisteis? —pregunta.

—Por supuesto. Estaba seguro de que nos descubrirían y expulsarían del campamento, pero nadie nos pilló. Eso sí, Wes fue lo bastante inteligente como para traer una toalla para deslizarse. Yo acabé con quemaduras en la parte posterior de los muslos por tirarme del maldito tobogán.

Holly sonríe.

—Aún me pregunto cuántos turistas tuvieron que borrar las fotos que tomaron del lago Mirror. Cuando Wes veía a un turista preparado para disparar, siempre se bajaba los pantalones.

Su sonrisa se convierte en una risita.

—Parece alguien divertido.

—Lo era. Hasta que dejó de serlo.

—¿Qué pasó?

Coloco las manos detrás de la cabeza e intento aparentar indiferencia, a pesar de la ola de incomodidad que me recorre la columna vertebral.

—No lo sé. Siempre rivalizábamos. Durante nuestro último verano juntos, me retó a una competición… —Me detengo, porque nunca le cuento cosas personales de verdad a Holly—. No sé qué pasó exactamente. Cortó el contacto conmigo después de ese verano. Dejó de responder a mis mensajes. Tan solo… me despidió.

Holly me besa el cuello.

—Suena como si continuaras enfadado.

—Así es.

La respuesta me pilla por sorpresa. Si ayer me hubieran preguntado si había algo que me molestara de mi pasado, habría dicho que no, pero ahora que Ryan Wesley ha vuelto a plantar su culo alocado en mi conciencia, se me ha removido todo de nuevo. Que se vaya a la mierda. Es lo último que necesito antes de los dos partidos más difíciles de mi vida.

—Y ahora tendrás que enfrentarte a él —señala Holly—. Es mucha presión.

Me frota la cadera. Creo que tiene planes para nosotros que implican otro tipo de «presión». Quiere ir a por el segundo asalto, pero no tengo tiempo.

Le atrapo la mano y le doy un beso rápido.

—Tengo que levantarme. Lo siento, nena. Nos ponen una grabación en veinte minutos.

Deslizo las piernas por el lateral de la cama y me giro para contemplar las curvas de Holly. Mi amiguita con derecho a roce es muy sexy y mi pene da un pequeño respingo de agradecimiento por lo bien que lo hemos pasado.

—Qué pena —lamenta Holly al tiempo que se tumba de espaldas de manera muy tentadora—. No tengo clase hasta la tarde.

Se pasa las manos por el vientre plano hasta llegar a las tetas. Con los ojos clavados en mí, se pellizca los pezones y luego se lame los labios. Mi polla no lo pasa por alto.

—Eres malvada y te odio.

Recojo los bóxeres del suelo y aparto la mirada antes de empalmarme de nuevo.

Ella suelta una risita.

—A mí tampoco me gustas.

—Ajá. Sigue creyéndote eso.

Aprieto los labios. A solo seis semanas de la graduación, no resulta prudente iniciar una conversación juguetona sobre lo mucho que nos gustamos. Lo nuestro es del todo casual, sin embargo, últimamente ha dejado caer comentarios sobre lo mucho que me echará de menos el año que viene.

Según ella, solo hay setenta kilómetros entre Detroit (donde viviré) y Ann Arbor (donde estudiará medicina). No sé qué haré si empieza a consultar apartamentos de alquiler a mitad de camino entre ambas ciudades.

No, no me apetece nada tener esa conversación.

Sesenta segundos más tarde estoy vestido y me dirijo a la puerta.

—¿Te importa cerrar al salir?

—No, tranquilo —responde, y su risa me detiene antes de que pueda girar el pomo—. No tan deprisa, semental.

Holly se levanta para darme un beso de despedida, y yo me obligo a quedarme quieto y devolvérselo.

—Nos vemos —susurro. Es mi despedida habitual. Hoy, sin embargo, me pregunto si hay otras palabras que espera escuchar.

Pero, desde que la puerta se cierra y ella se queda al otro lado, mi cabeza ya está en otra parte. Me cuelgo la mochila al hombro y salgo a la neblinosa mañana de abril. En cinco días estaré en la costa este intentando ayudar a mi equipo a ganar el campeonato nacional. La Frozen Four es un subidón. Participé una vez hace dos años, en cambio, por aquel entonces era el portero suplente.

No jugué y no ganamos. Me gusta pensar que ambas cosas tienen relación.

Esta vez será diferente. Esperaré en la portería, la última línea de defensa entre el ataque del otro equipo y el trofeo. Esa presión es suficiente para asustar incluso al portero más sereno de los deportes universitarios. Pero el hecho de que la estrella del otro equipo sea mi antiguo mejor amigo, el cual dejó de hablarme de repente, es un asco.

Me encuentro con varios de mis compañeros en la acera a medida que nos acercamos a la pista. Se ríen de las travesuras de alguien la noche anterior en el autobús, bromean y se empujan unos a otros a través de las puertas de cristal de camino al reluciente pasillo.

Rainier realizó una gran remodelación de la pista hace unos años. Es como un templo del hockey, con banderines de la liga y fotografías de los equipos en las paredes. Y eso no es más que la zona pública. Nos detenemos frente a una puerta cerrada para que Terry, un delantero de tercero, pase su identificación por el lector láser. La luz parpadea en verde y entramos a la opulenta zona de entrenamiento.

Todavía no he entablado conversación con nadie, pero nunca he sido tan hablador como el resto, así que ninguno me lo reprocha.

En la cocina del equipo, me sirvo una taza de café y tomo una magdalena de arándanos de la bandeja. Este lugar me hace sentir como un mocoso mimado, pero resulta útil cuando me quedo dormido.

Diez minutos más tarde estamos viendo la cinta en la sala de vídeo y escuchando el análisis del entrenador Wallace. Se encuentra en el podio con un pequeño micrófono que le amplifica la voz para que se oiga hasta en la última fila. Aun así, no lo escucho. Estoy demasiado ocupado viendo a Ryan Wesley volar por el hielo. Miro un vídeo tras otro de Wes, que atraviesa la línea de defensa como si fuera humo y crea oportunidades de gol con nada más que polvo de hielo e ingenio.

—El número dos en anotación ofensiva del país, el chico tiene unos cojones de acero —admite nuestro entrenador a regañadientes—. Y va tan rápido que sus oponentes parecen mi abuela de noventa y siete años.

Una vez más, un disparo imprevisto vuela hacia la red. La mitad de las veces, el Wes de la pantalla ni siquiera tiene los modales de parecer sorprendido. Simplemente, se desliza con la gracia y la facilidad de alguien que ha nacido con hojas de acero bajo los pies.

—Al igual que nosotros, Northern Mass habría llegado a la final el año pasado, pero en la postemporada se vieron perjudicados por las lesiones —explica el entrenador—. Son el equipo que derrotar…

Las imágenes resultan hipnóticas. La primera vez que vi a Wes patinar fue el verano de después de séptimo curso. A los trece años, todos nos creíamos muy buenos por el simple hecho de asistir a Elites, el campamento de entrenamiento de hockey de primera categoría en Lake Placid, Nueva York. Cómo rugíamos. En casa éramos los mejores, el equipo a batir en los partidos de hockey en el estanque.

En general, hacíamos el ridículo.

Sin embargo, incluso mi yo gamberro de secundaria veía que Wes era diferente. Desde el primer día del primer verano en Elites, me impresionó. Bueno, al menos hasta que descubrí lo cabrón que era. Después de eso, lo odié durante un tiempo, pero el hecho de que nos asignaran como compañeros de habitación me impidió seguir odiándolo.

Durante seis veranos seguidos, el mejor hockey que jugué fue contra Ryan Wesley, que tenía una visión brillante y una muñeca de acero. Pasaba los días intentando seguir el ritmo de sus rápidos reflejos y sus cañonazos voladores.

Cuando terminaba el entrenamiento, suponía un reto aún mayor. ¿Quieres echar una carrera hasta la cima del muro de escalada? Pregúntale a Wes. ¿Necesitas un cómplice que te ayude a entrar en el almacén del campamento a altas horas de la madrugada? Wes es tu hombre.

Estoy seguro de que los habitantes de Lake Placid suspiraban de alivio cada agosto cuando terminaba el campamento. La gente podía por fin retomar una vida normal que no incluyera ver el culo desnudo de Wes en el lago todas las mañanas durante su sesión de baño en pelotas.

Damas y caballeros: Ryan Wesley.

El entrenador habla sin parar desde la parte delantera de la sala mientras Wes y sus compañeros de equipo hacen su magia en la pantalla. Los momentos más divertidos que he pasado sobre una pista han sido con él. No es que nunca me hiciera enfadar, lo conseguía cada hora, pero, al mismo tiempo, sus retos y burlas me convirtieron en un mejor jugador.

A excepción de aquel último desafío. Nunca debí aceptarlo.

—Es el último día —se burló de mí mientras patinaba hacia atrás más rápido de lo que la mayoría de nosotros podía hacia adelante—. Todavía tienes miedo de enfrentarte a mí en penaltis, ¿eh? Aún lloriqueas por el último.

—Y una mierda —respondí.

No tenía miedo de perder contra Wes; todos lo hacían. Pero era difícil ganar a unos penaltis y ya le debía a Wes un paquete de cervezas. El problema era que mi cuenta bancaria estaba a cero. Al ser el último de seis hijos, enviarme a ese lujoso campamento suponía todo lo que mis padres podían hacer por mí. El dinero que había ganado cortando el césped ya me lo había gastado en helados y contrabando.

Si perdía una apuesta, no tenía con qué pagarle.

Wes patinó de espaldas en círculo a mi alrededor tan rápido que me recordó al Diablo de Tasmania.

—No por cerveza —aclaró como si me hubiera leído el pensamiento—. Mi petaca está llena de Jack, gracias a la paliza que le di a Cooper ayer. Así que el premio consistirá en algo diferente —concluyó, y dejó escapar una risa malvada.

—¿Como qué?

Conociendo a Wes, implicaría algún tipo de exhibición pública y ridícula. «El que pierda tendrá que cantar el himno nacional en el muelle de la ciudad con los huevos fuera». O algo así.

Coloqué los discos en fila y me dispuse a lanzarlos. El primero salió disparado y casi le dio a Wes, que cruzaba la pista a toda velocidad. Me preparé para el siguiente tiro.

—El que pierda se la chupa al que gane —dijo justo cuando tomaba impulso.

No le di al dichoso disco. Ni siquiera lo rocé. Wes soltó una carcajada y derrapó hasta detenerse.

Por Dios, el tipo sabía cómo jugar conmigo.

—Te crees muy gracioso.

Permaneció de pie mientras jadeaba a causa de todo ese patinaje rápido.

—¿Tan seguro estás de que vas a perder? No debería importarte el premio si confías en ti mismo.

De repente, sentí cómo me empezaba a sudar la espalda. Me tenía entre la espada y la pared, y lo sabía. Si rechazaba el reto, él ganaba. Sin embargo, si aceptaba, me tendría en jaque antes incluso de que el primer disco volara hacia mí.

Me quedé allí como un idiota, sin saber qué hacer.

—Tú y tus juegos mentales —murmuré.

—Ay, Canning —se rio Wes—. El noventa por ciento del hockey son juegos mentales. Llevo seis años intentando enseñarte eso.

—De acuerdo —accedí a regañadientes—. Acepto.

Soltó un silbido a través de la máscara y dijo:

—Ya pareces aterrorizado. Será divertido.

«Solo se está quedando contigo», me convencí a mí mismo. Podía ganar en los penaltis. Entonces le devolvería los juegos mentales y rechazaría el premio, por supuesto. Pero así podría amenazarle con el hecho de que me debía una mamada. Se lo recordaría durante años. Fue como si el dibujo de una bombilla se encendiera sobre mi cabeza. Dos podían realizar juegos mentales. ¿Por qué no me había dado cuenta de eso antes?

Coloqué un disco más y lo lancé con fuerza para que pasara por delante de la arrogante sonrisa de Wes.

—Esto va a ser pan comido —aseguré—. ¿Qué tal si nos jugamos esos penaltis, en los que te voy a patear el culo, justo después de comer? ¿Antes de la competición de despedida del campamento?

Durante un breve instante, su confianza se desvaneció. Estoy seguro de que lo vi: el repentino destello de «la he fastidiado».

—Perfecto —respondió al final.

—Vale.

Recogí el último disco del hielo y lo metí en el guante. Luego me alejé patinando, como si nada me preocupara. Ese fue el último día de nuestra amistad. Y no lo vi venir.

En la parte delantera de la sala, se reproduce otra cinta que destaca la estrategia ofensiva de Dakota del Norte. El entrenador ya no piensa en Ryan Wesley.

Pero yo sí.

Siempre él

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