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Capítulo 1 Wes

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Abril

Hay bastante cola en la cafetería, aun así, seguro que llegaré a la pista de hielo a tiempo. A veces todo encaja.

Este fin de semana, mi equipo de hockey ha pasado las dos primeras rondas preliminares del Campeonato Nacional Universitario de la NCAA y nos hemos clasificado para el campeonato de la Frozen Four. No sé cómo he sacado un notable alto en un trabajo de historia que escribí en un coma inducido por el cansancio. Y mi sentido arácnido me dice que el tipo que tengo delante no va a pedir una bebida complicada. Por su manera de vestir, para mí que es un hombre sencillo.

En estos momentos, el viento sopla a mi favor. Estoy concentrado. Los patines se encuentran afilados y la pista, lisa.

La cola avanza y le toca a don Aburrido.

—Un té negro pequeño.

¿Veis?

Un minuto más tarde, llega mi turno, sin embargo, cuando abro la boca, la joven camarera suelta un gritito.

—¡Madre mía, Ryan Wesley! ¡Enhorabuena!

No la conozco, pero el jersey que llevo me convierte en una superestrella al menos durante esta semana.

—Gracias, preciosa. ¿Me pones un expreso doble, por favor?

—¡Marchando! —grita mi pedido a su compañera, y añade—: ¡Date prisa! ¡Tenemos un trofeo que ganar!

¿Y a que no lo adivináis? Se niega a aceptar mis cinco dólares.

Después de meter el billete en el bote de las propinas, salgo de la cafetería y me dirijo hacia la pista de hielo.

Mi humor es excelente cuando entro a la sala de proyecciones de las lujosas instalaciones del equipo en el campus de Northern Mass. Me encanta el hockey. Lo adoro. En unos meses, empezaré a jugar como profesional y me muero de ganas.

—Señoritas —saludo a mis compañeros mientras me dejo caer en mi asiento habitual. Las filas se distribuyen en un semicírculo de cara a una pantalla enorme en el centro de la sala y, cómo no, son de cuero acolchado; el lujo de la Primera División en su máxima expresión.

Desvío la mirada hacia Landon, uno de nuestros defensas de primer curso.

—Qué mala cara, colega. —Sonrío—. ¿Todavía te duele la barriguita?

Landon me responde con una peineta, no obstante, es un gesto poco entusiasta. Tiene un aspecto horrible, y no me sorprende. La última vez que me crucé con él, sorbía una botella de whisky como intentando que llegase al orgasmo.

—Tío, tendrías que haberlo visto cuando volvíamos a casa —suelta uno de tercero llamado Donovan—. Iba en calzoncillos y quería tirarse a la estatua de enfrente de la biblioteca sur.

Todos estallan en carcajadas, incluido yo, porque, si no me equivoco, la estatua en cuestión es un caballo de bronce. Lo llamo Galletita, y me parece que no es más que un monumento conmemorativo a un exalumno asquerosamente rico que logró entrar en el equipo ecuestre olímpico hará unos cien años.

—¿Intentaste cepillarte a Galletita? —pregunto al novato con una sonrisa.

Se sonroja.

—No —responde malhumorado.

—Sí —corrige Donovan.

Las risas continúan, pero ahora estoy distraído por la sonrisa burlona que Shawn Cassel me dirige.

Supongo que puedo considerar a Cassel como mi mejor amigo. De todos los miembros del equipo, es con quien más me entiendo. Además, a veces, quedamos fuera de los entrenamientos, pero el de «mejor amigo» no es un término que utilice a menudo. Tengo amigos. Un montón de amigos, en realidad. ¿Puedo decir con sinceridad que alguno de ellos me conoce de verdad? No lo creo. No obstante, Cassel casi lo hace.

Pongo los ojos en blanco.

—¿Qué?

Se encoge de hombros.

—Landon no es el único que se lo pasó bien anoche. —Ha bajado la voz, aunque importa más bien poco. Nuestros compañeros se encuentran demasiado ocupados burlándose del chaval por sus travesuras equinas.

—¿A qué te refieres?

Tuerce la boca y contesta:

—Me refiero a que te vi escabullirte con ese cabeza de chorlito. Seguíais desaparecidos cuando Em me arrastró a casa a las dos de la madrugada.

Enarco una ceja.

—No veo el problema.

—No lo hay. Pero ignoraba que te dedicases a corromper heterosexuales.

Cassel es el único del equipo con el que hablo de mi vida sexual. Como soy el único jugador de hockey gay que conozco, es un terreno delicado. Es decir, si alguien saca el tema, no voy a callarme y esconderme en el armario, aun así, tampoco lo proclamo a los cuatro vientos.

La verdad es que mi orientación sexual es quizá el secreto peor guardado del equipo. Los chicos lo saben y los entrenadores también. Simplemente, no les importa.

A Cassel sí, pero de una manera diferente. No le importa una mierda que me guste acostarme con tíos. No, quien le importa soy yo. En más de una ocasión me ha dicho que estoy desperdiciando mi vida por saltar de un encuentro a otro con desconocidos.

—¿Quién ha dicho que fuera heterosexual? —replico con sorna.

A mi amigo le entra la curiosidad.

—¿En serio?

Vuelvo a arquear una ceja y él se ríe.

La verdad es que dudo que el tipo de la fraternidad con el que me enrollé anoche sea gay. Es más bien heteroflexible, y no voy a mentir: ese fue el atractivo. Resulta más fácil liarse con los que luego, por la mañana, fingen que no existes. Una noche de diversión sin ataduras, una mamada, un polvo, lo que sea que su coraje líquido les permita probar, y desaparecen. Actúan como si no hubieran pasado las horas previas admirando mis tatuajes e imaginando mi boca alrededor de sus pollas. Como si no hubieran pasado sus codiciosas manos por todo mi cuerpo mientras suplicaban que los tocara.

Las aventuras con los gais son potencialmente más complicadas. Podían querer algo más; una relación o promesas imposibles.

—Un momento… —Le llamo la atención tras analizar lo que me ha dicho—. ¿A qué te refieres con que Em te arrastró a casa?

Cassel aprieta la mandíbula.

—Es justo lo que parece. Se presentó en la fraternidad y me sacó a rastras. —Su cara se relaja, pero no demasiado—. Estaba preocupada por mí. No le contestaba los mensajes porque me quedé sin batería en el móvil.

No digo nada. Hace tiempo que desistí de intentar que Cassel vea cómo es realmente esa chica.

—Habría acabado hecho un desastre si ella no hubiera aparecido. Así que… sí, supongo que tuve suerte de que viniera a buscarme antes de que me emborrachara demasiado.

Me muerdo la lengua. No, no me voy a involucrar en su relación. El hecho de que Emily sea la chica más pegajosa, cabrona y loca que he conocido no me da derecho a interferir.

—Además, sé que no le gusta que salga de fiesta. No debería haber ido ya de entrada…

—Ni que estuvierais casados —suelto.

Mierda. Adiós a lo de mantener la boca cerrada.

La expresión de Cassel se ensombrece.

Me apresuro a retractarme:

—Lo siento. Eh… no me hagas caso.

Sus mejillas se hunden y tiene la mandíbula tensa como si quisiera molerse los dientes hasta hacerlos polvo.

—No. Eso… Maldición. Tienes razón. No estamos casados —dice, y murmura algo que no logro entender.

—¿Qué?

—Digo que… no todavía, al menos.

—¿No todavía? —repito horrorizado—. Por el amor de Dios, tío, por favor, por favor dime que no te has comprometido con esa chica.

—No —responde con rapidez. Luego vuelve a bajar la voz—. Pero no deja de insistir en que quiere que le pida matrimonio.

¿Matrimonio? Con solo pensarlo, se me pone la piel de gallina. Maldita sea, voy a ser el padrino en su boda, estoy seguro.

¿Es posible hacer un brindis sin mencionar a la novia?

Por suerte, el entrenador O’Connor entra en la sala antes de que esta locura de conversación haga que la cabeza me dé más vueltas.

La estancia se sume en el silencio cuando entra el entrenador. El hombre es… autoritario. No, más bien aterrador: mide un metro noventa y cinco, tiene el ceño siempre fruncido y lleva la cabeza afeitada, no porque esté calvo, sino porque le gusta parecer un cabrón de cuidado.

Comienza la reunión recordándonos, uno por uno, qué hicimos mal en el entrenamiento de ayer. Algo innecesario por completo, pues esas críticas aún me arden por dentro. La fastidié en una de las prácticas de duelos, hice pases que no tenía que hacer y fallé el gol cuando lo tenía a tiro. Fue uno de esos entrenamientos de mierda en los que nada sale bien, y ya he prometido que me pondré las pilas cuando salgamos al hielo mañana.

La postemporada se reduce a dos partidos cruciales, por lo que tengo que estar atento. Necesito estar centrado. Northern Mass no ha ganado un campeonato de la Frozen Four en quince años y, como anotador principal, estoy decidido a cosechar dicha victoria antes de graduarme.

—Muy bien, manos a la obra —anuncia el entrenador en cuanto termina de echarnos en cara la pena que damos—. Empezaremos con el partido Rainier contra Seattle de la semana pasada.

Mientras la imagen congelada de un estadio universitario llena la inmensa pantalla, uno de nuestros extremos izquierdos frunce el ceño.

—¿Por qué con Rainier? En la primera ronda jugaremos contra Dakota del Norte.

—Nos centraremos en ellos la próxima vez. Rainier es el que me preocupa ahora.

El entrenador le da al portátil que está sobre el escritorio y la imagen en la pantalla gigante se descongela. El sonido de una multitud resuena en la sala de proyecciones.

—Si nos enfrentamos a estos tipos en la final, lo pasaremos mal —comenta el entrenador en tono sombrío—. Quiero que observéis al portero. El chico es perspicaz como un halcón. Tenemos que encontrar su punto débil y explotarlo.

Centro la mirada en el partido que se está disputando y me fijo en el portero de uniforme negro y naranja que está en el área de juego. Sin duda, es muy perspicaz. Evalúa el campo de juego con la mirada firme, aprieta el palo con fuerza y para el primer tiro que le llega. Es rápido. Atento.

—Mirad cómo controla el rebote —ordena el entrenador mientras el equipo contrario suma otro tiro a puerta—. Fluido. Controlado.

Cuanto más lo observo, más inquieto estoy. No puedo explicarlo. No tengo ni idea de por qué se me eriza el vello de la nuca; algo de ese portero me pone alerta.

—Coloca el cuerpo en un ángulo perfecto. —El entrenador suena pensativo, casi impresionado.

Igual que yo. Esta temporada no he seguido a ninguno de los equipos de la costa oeste. Me he mantenido muy ocupado centrándome en los de nuestra zona y analizando las grabaciones de los partidos para encontrar la forma de ganar. Pero, ahora que la postemporada ha comenzado, es momento de evaluar a los equipos contra los que podríamos enfrentarnos en el campeonato si llegamos a la final.

No dejo de observar y analizar. Maldita sea, me gusta cómo juega.

Conozco su forma de jugar.

Lo reconozco desde el preciso instante en que el entrenador dice:

—El chico se llama…

«Jamie Canning».

—… Jamie Canning. Es de último curso.

Mierda.

Joder, maldita sea.

Mi cuerpo ya no está alerta, sino temblando. Hace tiempo que sé que Canning va a Rainier, aun así, cuando busqué información sobre él la temporada pasada, descubrí que había sido relegado a portero suplente y sustituido por un joven de segundo año del que se rumoreaba que era imparable.

¿Cuándo recuperó Canning la titularidad? No voy a mentir, le seguía la pista, pero dejé de hacerlo cuando la cosa empezó a rozar el acoso. Quiero decir, es imposible que él se interesara por mí, no después de que yo acabara con nuestra amistad como un imbécil.

El recuerdo de mis acciones egoístas es como un puñetazo en el estómago. Maldición. Fui un amigo horrible, una persona horrible. Era mucho más fácil lidiar con la vergüenza cuando Canning estaba a miles de kilómetros, pero ahora…

El miedo me sube por la garganta. Lo veré en Boston durante el torneo. Puede que incluso me enfrente a él.

Hace casi cuatro años que no nos vemos ni hablamos. ¿Qué demonios le voy a decir? ¿Cómo puedes disculparte con alguien por haberlo apartado de tu vida sin tener una explicación?

—Su juego es perfecto —apunta el entrenador.

No, perfecto no.

Se repliega demasiado rápido, un movimiento que siempre fue un problema para él, ya que, al regresar a la red cuando un tirador se acercaba a la línea azul, le proporcionaba un mejor ángulo para disparar. Además, siempre dependió demasiado de las almohadillas, por lo que creaba oportunidades de rebote.

Me muerdo el labio para no desvelar esa información. Contar a mis compañeros de equipo las debilidades de Canning me parece… mal, supongo. Sin embargo, tendría que hacerlo. En realidad, debería, porque nos jugamos la maldita Frozen Four.

Con todo, hace años que no coincido con Canning. Es probable que hubiera perfeccionado su estilo desde entonces. Hasta puede que ni siquiera tenga los mismos puntos débiles.

Yo, por otra parte, aún conservo los míos. Tengo la misma jodida debilidad de siempre. Sigue ahí mientras miro fijamente esa gran pantalla; mientras veo a Jamie Canning detener otro vertiginoso cañonazo; mientras admiro la gracia y la precisión mortal con la que se mueve.

Mi debilidad es él.

Siempre él

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