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Capítulo 3 Wes

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La silueta de Boston aparece por la ventana del autobús antes de que esté preparado.

Northern Mass se encuentra a solo una hora y media del pabellón TD Garden. El campeonato de la Frozen Four siempre se celebra en una pista neutral, no obstante, si este año hay alguien que cuente con la ventaja de jugar en casa, ese soy yo. Me he criado en Boston, así que jugar en el estadio de los Boston Bruins es un sueño hecho realidad.

Al parecer, también es el sueño del cabrón de mi padre. No solo se recrea con poder invitar a los imbéciles con los que trabaja a mi partido, sino que además quedará como un campeón. Le bastará con alquilar una limusina, en lugar de un avión privado.

—¿Sabes qué es lo que más me gusta del plan? —pregunta Cassel desde el asiento contiguo mientras hojea el itinerario que nos ha repartido el coordinador.

—¿Que este evento es la mayor convención de grupis del hockey?

Cassel resopla y contesta:

—Vale, lo que tú digas. Pero yo me refería a que estaremos en un buen hotel, no en un cuchitril en la carretera.

—Tienes razón. —Aunque el hotel, sea cual sea, no le llega ni a la suela de los zapatos a la mansión que mi familia posee a solo unos kilómetros. Sin embargo, eso no lo mencionaría jamás. No soy un esnob, sé que la riqueza no implica sabiduría ni felicidad. Si no, que se lo pregunten a mi familia.

Pasamos la próxima media hora atrapados en un atasco porque Boston es así. Son casi las cinco cuando por fin bajamos del autobús.

—¡Dejad el equipo dentro! —grita el coordinador—. ¡Tomad solo lo que necesitéis!

—¿No hace falta que carguemos con el equipo? —Cassel se siente eufórico—. Boston, aquí estoy. Vete acostumbrando a esta vida, Wes. —Me da un codazo—. Seguro que el año que viene, en Toronto, tienes un asistente que te lleve el palo de un lado para otro.

No quiero gafar mi contrato con la liga profesional antes de jugar el campeonato, así que cambio de tema:

—Eso suena genial. Me encanta cuando otro tío me agarra el palo.

—Te la he dejado a huevo, ¿verdad? —pregunta mientras recogemos nuestras bolsas de la acera en la que el conductor las ha tirado.

—En bandeja.

Dejo que Cassel entre por la puerta giratoria primero para poder sujetarla y atraparlo dentro.

Atascado, Cassel se gira para hacer una peineta. Cuando no suelto el mango, se da la vuelta de nuevo y se dispone a desabrocharse el cinturón y enseñarme el culo a mí y a cualquiera que pase por delante del hotel este ventoso viernes de abril.

Libero la puerta y le doy un empujón que hace que reciba un golpe en el trasero casi desnudo.

Así somos los jugadores de hockey, no nos pueden sacar de casa.

Y entonces entramos en el reluciente vestíbulo.

—¿Qué te parece el bar? —pregunto.

—Abierto —responde Cassel—. Y eso es lo único que importa.

—Estoy completamente de acuerdo.

Encontramos un rincón en el que no molestemos a nadie para esperar a que el coordinador reparta las habitaciones. Tardará un rato, porque el vestíbulo está cada vez más lleno. En nuestro lado de la sala reinan el verde y el blanco; se ven chaquetas del Northern Mass por todas partes.

En cambio, al otro lado de la estancia, otro color capta mi atención: el naranja. En concreto, la combinación de naranja y negro de las chaquetas de otro equipo. Los jugadores entran entre empujones por las mismas puertas que acabamos de cruzar y, en general, se comportan como animales llenos de testosterona. Lo normal.

De pronto, la habitación se tambalea cuando fijo la mirada en una cabellera rubia como la arena. Me basta con mirarlo de reojo para reconocer la forma de su sonrisa.

Mierda, Jamie Canning se aloja en este hotel.

Todo mi cuerpo se tensa a la espera de que gire la cabeza, de que me mire, pero no lo hace. Se encuentra demasiado absorto hablando con uno de sus compañeros de equipo y riéndose de algo que este acaba de decir.

Solía troncharse así conmigo. No he olvidado el sonido de su risa: grave, ronca y melódica de una forma despreocupada. No había nada que desanimara a Jamie Canning; era el epítome de «dejarse llevar», supongo que gracias a la actitud relajada típica de los habitantes de California.

No me había dado cuenta de lo mucho que lo echaba de menos hasta ahora.

«Ve a saludarlo».

La voz en mi cabeza es persistente, aun así, la silencio en cuanto aparto la mirada de él. Con la inmensa culpa que me corroe, resulta evidente que se trata de un buen momento para disculparme con mi viejo amigo.

Pero ahora no me siento preparado. No aquí, con toda esta gente alrededor.

—Parece que es hora punta —musita Cassel.

—Eh, tío. Tengo que ir a comprar algo. ¿Me acompañas? —Es una idea al azar, pero me sirve.

—¿Claro?

—Vamos por la puerta trasera —indico, y lo empujo hacia una salida cercana.

Fuera me doy cuenta de que estamos cerca de un gran centro comercial lleno de tiendas de souvenirs. Perfecto.

—Vamos. —Tiro de Cassel hacia las primeras tiendas.

—¿Te has dejado el cepillo de dientes?

—No, tengo que comprar un regalo.

—¿Para quién? —Cassel se cuelga la bolsa al hombro.

Dudo antes de responder. Nunca he compartido mis recuerdos de Canning con nadie. Son míos. Cada verano, durante seis semanas, él era mío.

—Un amigo —admito al fin—. Uno de los jugadores de Rainier.

—Un amigo —repite Cassel y suelta una risita por lo bajo—. ¿Intentas mojar antes del partido de mañana? ¿A qué tipo de tienda me llevas?

Maldito Cassel. Debería haberlo dejado en el abarrotado vestíbulo.

—Tío, no es eso. —«Aunque ojalá lo fuera»—. Canning, el portero de Rainier…, éramos muy amigos. —Y añado a regañadientes—. Hasta que fastidié nuestra amistad como un imbécil.

—¿Quién? ¿Tú? Qué sorpresa.

—¿A que sí?

Observo la hilera de escaparates. Están repletos de tonterías para turistas en Boston que, por lo general, siempre ignoro: langostas de juguete, banderines de los Bruins, camisetas del Freedom Trail. Sin duda, algo de aquí será perfecto para lo que tengo en mente.

—Venga. —Guío a Cassel hacia la tienda más cursi y busco en las estanterías. Todo es muy estrafalario. Levanto un muñeco de Benjamin Franklin y lo dejo en su sitio.

—Mira qué gracioso —dice Cassel divertido, y me enseña una caja de condones de los Red Sox.

Me río antes de pensar si es una buena idea.

—Sí, aunque no es lo que busco.

Da igual lo que elija, no puede estar relacionado con el sexo. Solíamos enviarnos todo tipo de regalos de broma, cuanto más obscenos, mejor.

Pero esta vez no.

—¿Puedo ayudarles en algo? —pregunta la dependienta, que lleva un atuendo colonial y un vestido encorsetado con volantes.

—Claro, preciosa. —Me apoyo en el mostrador con un gesto de lo más chulesco y sus ojos se agrandan un poco más—. ¿Tienes algo con gatitos?

—¿Gatitos? —Cassel se atraganta—. ¿Por qué con unos malditos gatitos?

—Juega con los Tigres, ¿recuerdas? —Es obvio.

—¡Claro! —La encorsetada dependienta se anima ante la petición, quizá porque es imposible que su trabajo sea más aburrido—. Un segundo.

—¿De qué va esto? —Cassel tira la caja de condones sobre la mesa—. A mí nunca me compras nada.

—Canning y yo éramos compañeros de campamento. Buenos amigos, aunque solo nos veíamos seis semanas al año. —Seis semanas muy intensas—. ¿Tienes amigos así?

Cassel niega con la cabeza.

—Yo tampoco. No antes de aquello y tampoco después. No hablábamos durante el resto del año. Nos enviábamos mensajes y la caja.

—¿La caja?

—Sí…—Me rasco la barbilla—. Creo que empezó por su cumpleaños. Cuando cumplió… ¿catorce? —Joder, ¿éramos tan jóvenes?—. Le envié una coquilla lila horrorosa. Lo metí en una de las cajas de habanos de mi padre.

Todavía recuerdo envolver el paquete en papel marrón y con un montón de cinta para que llegara de una pieza. Tenía la esperanza de que lo abriera delante de sus amigos y se muriera de la vergüenza.

—¡Mirad! —La dependienta regresa y coloca una serie de objetos en el mostrador. Ha encontrado un estuche de Hello Kitty, un gato de peluche enorme con una camiseta de los Bruins y unos bóxeres blancos con gatitos.

—Estos. —Le doy los calzoncillos. No quería ir a por ropa interior, pero los gatitos son incluso del mismo naranja que los del equipo—. Ahora, para sumar puntos, necesito una caja. Si puede ser, parecida a una de puros.

La dependienta vacila:

—Las cajas para regalo tienen un coste adicional.

—No hay problema.

Le guiño un ojo y se ruboriza un poco. Me está mirando los tatuajes que sobresalen por el cuello de la camiseta. No puedo culparla; la mayoría de las mujeres lo hacen. Aún mejor, los hombres también.

—Voy a ver qué encuentro —contesta, y se escabulle.

Me vuelvo hacia Cassel, que está mascando chicle y me observa sin entender nada.

—Sigo sin pillarlo.

Vale, cómo se lo explico.

—Pues, unos meses más tarde, recibí la caja por correo. Sin ninguna nota. Tan solo la misma caja que le envié, pero esta vez llena a rebosar de Skittles lilas.

—Qué asco.

—Qué va, tío. Me encantan los Skittles lilas. Aunque tardé un mes en acabármelos. Había un montón. Pasado un tiempo, volví a enviarle la caja.

—¿Qué llevaba?

—Ni idea. No me acuerdo.

—¿Qué? —Cassel se sobresalta—. Pensaba que ibas a rematarlo.

—No exactamente.

Hasta ese momento no me había dado cuenta de que el regalo que contenía no era lo importante, sino el hecho de enviarlo. Por mi parte, como cualquier otro adolescente, sufría la rutina de ir a clase y a los entrenamientos, y de tener que hacer los deberes y comunicarme a través de mensajes y gruñidos. Cuando la caja aparecía sin avisar, era como si fuera Navidad, pero mil veces mejor. Mi amigo había pensado en mí y se había molestado en enviarme algo.

A medida que crecíamos, las bromas se volvían cada vez más ridículas: caca falsa, bolsas de pedorretas, una señal de prohibido tirarse pedos, pelotas antiestrés en forma de pechos. El regalo en sí no parecía tan importante como el hecho de tener un detalle.

La dependienta regresa con una caja para regalo que es más o menos del tamaño adecuado, aunque no se abre por arriba como la que usábamos.

—Esta servirá —digo, sin embargo, no me satisface del todo.

—Así que… —Cassel echa un vistazo alrededor de la tienda, ya aburrido—. ¿Le vas a enviar esta?

—Sí, seguro que tengo la antigua en mi casa. —Si no fuera un imbécil, sabría dónde—. Rompí la cerradura hace unos años, así que habrá que usar esta.

—Voy a preguntarle al coordinador si ya tiene las llaves de nuestra habitación —dice Cassel.

—Sí, vale —respondo mientras observo cómo la dependienta envuelve los calzoncillos en papel de seda y los mete en la caja.

—¿Quiere poner una nota? —me pregunta antes de dedicarme una sonrisa y una mejor vista de su escote.

«Eso no funciona conmigo, cariño».

—Por favor.

Me pasa una tarjeta de cartulina y un bolígrafo. Escribo una sola palabra y lo dejo caer en la caja. Ya está. Enviaré este regalo a la habitación de Jamie en el hotel en cuanto regresemos.

Luego, cuando pueda llevarlo a algún lugar tranquilo, me disculparé. No hay manera de deshacer el desastre de hace cuatro años. Es imposible retractarme de la ridícula apuesta a la que lo presioné o del incómodo resultado. Si pudiera retroceder en el tiempo y frenar a mi estúpido yo de dieciocho años para que no hiciera esa tontería, lo haría sin dudarlo.

Pero no es posible. Ahora, solo puedo armarme de valor, estrecharle la mano y decirle que me alegro de verle. Puedo mirar a esos ojos marrones que siempre me dejan sin palabras y disculparme por ser tan imbécil. Y después puedo invitarlo a una copa y tratar de dirigir la conversación hacia los deportes y las bromas. Temas seguros.

El hecho de que haya sido el primer chico al que quise y el que me hizo enfrentarme a cosas aterradoras sobre mí mismo… Bueno, no diré nada de eso.

Y entonces mi equipo machacará al suyo en la final. Pero así es la vida.

Siempre él

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