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Ludwig van Beethoven
(1770-1827) SINFONÍA Nº 1

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La Primera Sinfonía, en Do mayor, opus 21, fue terminada en 1800 por un Ludwig van Beethoven treintañero. Dedicada a Gottfried van Swieten, notable mecenas musical de la corte vienesa, prevé maderas por dos, dos cornos, dos trompetas, timbales y las cuerdas usuales. Su duración no supera la media hora.

El primer movimiento se abre, como el público de su época esperaba, con una introducción lenta: un Adagio molto, en compás cuaternario y tonalidad de Do mayor.

Pese a este dato aparentemente tranquilizador, el ingreso de Beethoven al mundo sinfónico no podría haber sido más inusual: un acorde de séptima de dominante y dos falsas cadencias (algo ciertamente muy curioso a la hora de comenzar un discurso sonoro), luego de los cuales una cadencia perfecta resuelve finalmente en Sol mayor, un ámbito armónico aceptable para explayar el material melódico a cargo de los violines.

La introducción es breve y da paso al Allegro con brio, en compás binario y siempre en Do mayor, dentro del que se desarrollará la forma sonata tradicional para un movimiento sinfónico inicial.

El primer tema, quizá reminiscente de la Sinfonía Júpiter de Mozart, es presentado por los violines primeros, para luego contagiarse al resto de la orquesta. El segundo tema, en la dominante como es usual en la forma sonata clásica, alterna grandes tutti con momentos de mayor economía instrumental.

En la reducida sección dedicada al desarrollo Beethoven da muestras de lo que quizá fue su máxima virtud: una ilimitada capacidad para variar y combinar sus materiales temáticos –aun los más modestos– en forma interesante y dinámica. La reexposición o recapitulación nos trae de regreso los dos temas principales, a los que se agrega una contundente coda a toda orquesta.

Un detalle para quien guste hojear la partitura (un ejercicio entretenido y hoy, gracias a internet, al alcance de todos): el primer movimiento termina con un compás de silencio, presente por razones puramente formales.

El segundo movimiento, Andante cantabile con moto, está en compás ternario, en la tonalidad de Fa mayor y, nuevamente, en forma sonata. Si el primer tema del movimiento inicial nos recordaba a Mozart, aquí la sombra que se proyecta ya desde el fugado inicial, inaugurado por los violines segundos, es la de Haydn.

Un segundo tema, más humorístico, impone al director la toma de una serie de decisiones interpretativas con relación a cómo realizar los dispares ritmos –binarios y ternarios– presentes en la escritura beethoveniana. Tras un brevísimo desarrollo y la necesaria reexposición de los temas, una pequeña coda parece refrendar el carácter más bien jocoso de este fragmento.

Lo que sigue lleva el título de “Minué”, sin perjuicio de lo cual el carácter del scherzo que se instalará posteriormente en el género sinfónico ya se insinúa fuertemente en este minué, cuya rapidez lo aleja de cualquier posibilidad coreográfica. La sección principal está marcada Allegro molto e vivace; se encuentra en compás ternario y en Do mayor.

El “Trío” del minué parece por un momento retrotraernos a una danza cortesana, pero el regreso de la sección principal (en la época del compositor, casi seguramente con todas sus repeticiones internas) nos lleva de vuelta a la realidad con una brusquedad muy beethoveniana.

El último movimiento nos reserva todavía algunas jugosas sorpresas. Nuevamente tenemos una forma sonata con introducción lenta, en compás binario y por supuesto en Do mayor.

El público de Beethoven se esperaba, con toda seguridad, un típico movimiento rápido de cierre, chispeante o triunfal. El compositor escribió algo por el estilo, pero antes de presentarlo decidió dar por tierra con las expectativas de sus oyentes por medio de cinco compases de Adagio bastante inusuales: ante todo, un estruendoso Sol tocado fortissimo por todos los instrumentos de la orquesta sobre seis octavas; luego, un curioso pasaje de los violines primeros, escrito ingeniosamente para que su correcta ejecución transmita la sensación de algo dudoso, como una idea que avanza con dificultad.

Son en total cinco los gestos musicales expuestos por los violines y el último es coronado por la prolongación de un calderón. Solo tras indicar el corte de ese último sonido el director puede finalmente acometer el Allegro molto e vivace, inaugurado por un primer tema, a cargo de los mismos violines primeros con acompañamiento de las restantes cuerdas, que es prácticamente una cita de Haydn.

El segundo tema es aún más risueño que el primero y conduce a un desarrollo tan breve como intenso. A continuación Beethoven escribe una amplia coda conclusiva, que incluye –otro rasgo inusual– un fugaz pasaje que se imprime en la memoria con la dignidad de un motivo temático: una especie de inicio de marcha, presentado por oboes y cornos, sospechosamente cercano a “Non più andrai, farfallone amoroso”, el aria marcial de Fígaro en las operísticas Bodas mozartianas.

Una serie de afirmativos acordes en fortissimo cierra la obra, aunque Ludwig nos reserva otro sutil guiño irónico: un último compás que nadie dirigirá, tocará ni escuchará, ya que contiene únicamente un silencio.

Con relación a este primer gran experimento sinfónico del maestro de Bonn se ha hablado de “sinfonía haydniana” y de “sinfonía mozartiana”. El influjo de los dos grandes genios es indudable; sin embargo, los signos del explosivo temperamento de Beethoven ya están presentes y por momentos, como se ha dicho ingeniosamente, “asoma la garra del león”.

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