Читать книгу Disfruta del problema - Sebastiano Mauri - Страница 12

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El primer día de grabación T.T. nos convoca en una esquina perdida de Brooklyn a las cinco y media de la mañana.

Nos espera de pie, rígido como un poste, con las piernas abiertas, en pose. Parece que estuviera haciendo stretching, inmóvil. El último de nosotros llega tres minutos tarde.

Quedamos once, ya antes de empezar.

“Esto es para hacerles entender que no hay ningún margen de interpretación, nunca. Los actores llegan a las siete. Hoy están convocados Harvey Keitel, Harold Perrineau y William Hurt. Deberán decirles Mister Keitel y Mister Perrineau. William Hurt, en cambio, no cree en el star system, y por lo tanto todos los miembros de la troupe, sin excepción, tendrán que dirigirse a él llamándolo Bill. Además, Mister Hurt no firma autógrafos en ninguna circunstancia, porque firmar un autógrafo significaría creerse una estrella. A ustedes corresponde entonces la tarea de evitar que alguien se acerque a menos de cinco pasos de Mister Hurt, cosa que lo enfrentaría a la incómoda situación de tener que negar un autógrafo. Pero lo más importante es que tienen que hacerlo sin que Mister Hurt note que están alejando a la gente de él, porque esas son cosas de estrella. Si llego a ver siquiera la sombra de una persona no autorizada acercándose a él, haré que se arrepientan de haber nacido, ¿entendido?”

“SÍ, TODO CLARO”, gritamos en bloque.

Aprovecho que T.T. se aleja un poco y me acerco a la mesa del catering, que parece haber sido preparada por la bruja de Hansel y Gretel. Tal vez el objetivo es atraer a quienes pasan por ahí y hacerlos morir de un pico de colesterol.

Es el primer día de filmación y aún no sé bien cuáles son mis derechos. Junto coraje para agarrar unos ositos de gelatina que guardo rápidamente en el bolsillo de mi campera.

“¿Aprovisionándote para los tiempos difíciles?”

Sorprendido in fraganti, me doy vuelta en seco.

William Hurt me mira, riéndose.

“No, no, disculpe.”

Sin pensarlo, vuelvo a colocar los ositos en el plato.

“No pidas disculpas, era una broma. Hola, soy Bill.”

“Mucho gusto, Martino.”

Le respondo manteniendo la cabeza baja y agrego: “Soy un asistente de producción”.

Lo pongo sobre aviso, porque tal vez no sea oportuno que él me dirija la palabra. Si me ve T.T. probablemente me corte la lengua delante de todos.

Tres asistentes de producción me observan a algunos metros de distancia.

“El gusto es mío”, me responde afable Bill, y toma un plato de plástico para servirse unos huevos.

“Nunca hay nada ni siquiera medianamente comestible en estos malditos buffets”, chilla, detrás de nosotros, la voz de una mujer.

De alrededor de cuarenta años, con el cabello rojo fuego todo parado, vestida con varias capas de prendas de lana de diferentes colores que la hacen parecer la tía loca de Pippi Mediaslargas.

“No se preocupen por el look de chiflada que tengo, es que soy actriz, este es el vestuario para la escena. Estas salchichas tienen un aspecto irresistible.”

“¿Qué papel hace?”, le pregunta Bill.

“Soy la Mujer Loca.”

“No la recuerdo”, le dice con un tono veladamente inquisitivo.

“Es la que da vueltas fuera del negocio de cigarros, la futura amenaza.”

“¿Qué amenaza?”

“No se sabe, queda como un misterio, corresponde al público hallar la respuesta.”

“¿Y rodamos hoy la escena de la amenaza?”

“Sí, es la primera que rodamos.”

“Pensaba que en la primera escena estaba solamente Harvey.”

Yo, mientras tanto, voy controlando la lista de los actores, y encuentro a Harvey Keitel pero no al personaje de la Mujer Loca.

“Hay por lo menos veinte actores en la próxima escena. Mi papel es una interferencia. Es más difícil transmitir emociones sin recurrir al uso de la palabra. Todo se basa en la expresividad, como en el cine mudo.”

Me agarra una duda terrible, controlo la lista de los extras. Ahí está, Mujer Loca, justo después del Barrendero y antes de la Niña en Bicicleta.

¿Cómo logró escapar de la sala de los extras y llegar hasta la mesa del catering para la troupe?

“¿No es increíble que estemos trabajando con Harvey Keitel?”, pregunta la mujer.

“Sí”, responde Bill, que ya se puso tenso.

“Me dijeron que estará también Stockard Channing mañana, ¿verdad?”

Esto yo tampoco lo sabía, en secreto me emociono.

“No, mañana no creo, será más adelante.”

“Me encanta Grease, debo haberla visto cien veces. No importa qué otros papeles haga, para mí ella siempre será Betty Rizzo. Me dijeron que está también Forest Whitaker.”

“Sí, es verdad, hacia el final del rodaje.”

“No es tan lindo como Harvey Keitel, pero tiene mucho talento, ¿no cree?”

“Sí.”

Me pregunto cómo alejar a la Mujer Loca sin llamar la atención.

La mujer lanza el tiro de gracia: “¿No hay ninguna otra estrella en la película?”.

Oficialmente, esta es una situación de Alarma Roja.

Los demás asistentes de producción están tensos como tambores, las manos sobre sus walkie-talkies, listos para pedir refuerzos.

¿Y ahora, qué hago?

Desde ya, no puedo decirle que él es una estrella. La más importante de la producción, si vamos al caso. Y ella no debería siquiera dirigirle la palabra. Pero no puedo decírselo porque él niega ser una estrella, haciendo imposible mi trabajo.

“Yo actúo en esta película”, le responde Bill, visiblemente molesto.

El asistente que está más cerca de nosotros empuña su walkie-talkie y llama con urgencia a T.T. a la mesa del catering para una situación “muy delicada”.

Tengo que detenerla a toda costa, pero ¿cómo?

“¿Y usted cómo se llama?”

Aparece T.T. al inicio del pasillo, se dirige hacia nosotros con paso rápido. Pocos segundos me separan de mi despido.

“William Hurt.”

La Mujer Loca mira hacia arriba y entrecierra los ojos como si estuviese haciendo complicadísimos cálculos para vincular ese nombre con algo familiar.

Vaya y pase si no ha visto Gorky Park, o Un tropiezo llamado amor, o Te amaré en silencio, pero ¿es posible que esta sea la única mujer norteamericana que no haya visto Reencuentro?

Lo único que me parece más grave que tratar a William Hurt como una estrella es tratarlo como si no lo fuese en absoluto.

T.T. está a pocos pasos de nosotros.

La Mujer Loca renuncia a sus cálculos. “No, me parece que no...”

Le piso con fuerza el pie derecho antes de que pueda terminar la frase.

“¡Ahhh!”

Le digo, todo de un tirón: “Por Dios disculpe justo pasó una cucaracha y quería aplastarla antes de que se le suba al pie pero le erré un error imperdonable de mi parte realmente lo siento mucho, la acompaño enseguida a sentarse y le ponemos hielo sígame enseguida apóyese en mí de este lado vamos lo más rápido posible”.

Antes de que T.T. llegue, yo ya estaba llevándome a la rastra a la Mujer Loca, recién convertida en la Mujer Renga.

Alcanzo a oír la voz de T.T.: “¿Todo bien, Bill?”.

“La verdad es que los huevos están fríos y el café quemado”, responde él, fastidiado.

“Me ocuparé enseguida, Bill, gracias por avisarme.”

El día que Stockard Channing llega al set, T.T. me asigna el prestigioso rol de ser su ayudante personal. Al igual que la Mujer Loca, me sé Grease de memoria y no veo la hora de conocer a Rizzo.

Por suerte para mí, se muestra muy fácil de satisfacer. Nunca hace pedidos más extraños que un café negro sin azúcar, es siempre puntual, y se maneja con los fans con gracia y rapidez.

Una mañana, mientras discute con Paul Auster, guionista de la película, me pide que le acerque su silla, con su nombre impreso en el respaldo, que está a dos metros de distancia. Yo la tomo y se la acerco.

Ojalá nunca lo hubiese hecho.

El tiempo parece detenerse. Miro a mi alrededor y veo, en este orden: a un asistente de producción que se tapa la boca presa del pánico, al ayudante de escenografía con los ojos desorbitados y a T.T. que abre sus fosas nasales como un toro enfurecido.

De repente lo recuerdo: los actores son nuestra jurisdicción, pero sus sillas no. Solamente Escenografía puede tocarlas.

No respeté las reglas.

Antes de que Stockard Channing o Paul Auster se dieran cuenta, me toma por un brazo y me saca afuera.

En el trayecto me pregunto si es una buena señal, para ahorrarme la humillación de ser despedido delante de todos, o pésima, para no tener testigos del acto violento que está por cometer.

Apenas llegamos a un punto donde nadie puede oírnos, suelta la presa y comienza a gritarme en la cara, con un tono ridículamente alto.

“¿Te volviste loco? El seguro no habría pagado ni un centésimo si hubiera ocurrido un accidente.”

“¿A la silla? Pero la llevaba con cuidado.”

“A ti, idiota. Puedes lastimarte sólo en las modalidades previstas en el contrato, y tú recién rompiste el contrato. Tendría que despedirte.”

Se traicionó, acaba de comunicarme que no me despedirá.

“Lo lamento mucho, no volverá a suceder.”

“Por supuesto que no, desde mañana te ocuparás de los extras, por lo menos ellos no tienen sillas.”

Hasta que termina el rodaje de la película, me encuentro suplicándoles con el megáfono a un tropel de extras indisciplinados. En una sola jugada pasé del rol de mayordomo de la reina al de empleado de seguridad en Disneyland.

Disfruta del problema

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