Читать книгу Disfruta del problema - Sebastiano Mauri - Страница 9

Оглавление

Al taxista le había dado la dirección del que sería mi primer departamento, encontrado, como hacían todos, en el diario Village Voice. Sólo que en mi caso la búsqueda la hizo un amigo mío y me parece que eligió el primer lugar que vio.

Me había tocado confirmar a pesar de su opinión: “Sí, está bien así, de todos modos, por ese precio, cualquier departamento es un asco en Manhattan”.

Quedaba en Hudson Street, en el corazón del Greenwich Village. Antes de partir me había llenado la cabeza de viejas películas en las que el Village era el epicentro del anticonformismo: de la vida bohemia y de la generación beat primero, y de los hippies y de la liberación homosexual después.

Sin embargo, ya cuando iba en el taxi comprendí que esos eran tiempos idos.

El Village se había convertido más que nada en una atracción turística: grandes carteles luminosos e interminables hileras de pequeños locales llenos de gadgets y remeras “I love New York”.

En las mesas de los bares no había poetas malditos ni músicos incomprendidos sino hordas de lo que se había dado en llamar la “Bridge and Tunnel Crowd” (y hay que pronunciarlo con cierto tono de superioridad), es decir, todos aquellos que para entrar en Manhattan tienen que pasar por un puente o por un túnel.

Al bajar del taxi frente a la puerta de mi edificio noté que a la izquierda había una librería gay, la Oscar Choice, mientras que a la derecha estaba el Tiny Toy, un video store, gay también. Mi casa entonces era el relleno de un sándwich hecho de viriles torsos desnudos, lenguas insinuantes y ropa interior diminuta. Situación inmediatamente definida por mi padre cuando vino a visitarme como “the gay after”.

Cuando llegué al quinto piso, arrastrando mis valijas por las escaleras, abrí la puerta lentamente, sin aliento, emocionadísimo.

Oscuridad completa, las cortinas cerradas.

Toqué las paredes pero no encontré nada. Empujé con el pie las valijas dentro de la casa y tanteando llegué a un interruptor. Encendí la luz.

El piso, el techo y las paredes estaban cubiertos de cientos de cucarachas que se movían enloquecidas en busca de un lugar donde esconderse.

Yo sentí el impulso de hacer lo mismo.

“Mierda, mierda, mierda”, repetía bajando precipitadamente las escaleras.

“Ni loco me quedo en este lugar”, pensé. Luego recordé que mi único amigo en esta ciudad no estaba, que ya había firmado el contrato por un año e incluso había pagado el depósito.

Tenía ganas de llorar.

Estaba recién llegado a un nuevo continente. No pretendía un chocolatín en la mesita de luz y un mensaje de bienvenida sobre un almohadón de pluma, pero dormir en medio de una colonia de cucarachas ya era demasiado.

Y sin embargo esa era mi casa, eso lo sabía.

Y además en Fama todos habían empezado así, amontonados en pequeños departamentos llenos de humedad.

Yo no iba a ser menos, iba a luchar por hacer realidad mi Sueño.

Fui al deli y compré un Baygon, una docena de “motel para cucarachas” (donde hacen check-in pero no check-out, como decía la etiqueta), un ejemplar del Daily News para el combate cuerpo a cuerpo y un par de bombas de humo insecticida, bombas de tiempo que explotarían sin dejar ninguna señal de vida.

Irrumpí en el departamento empuñando el Baygon, pero encontré sólo un par de cucarachas sobre la heladera que ni se inmutaron.

Evidentemente eran sin duda astutas como para esconderse cuando se encendían las luces. Rapidísimas. Parecía casi un departamento normal, salvo esa osada parejita sobre la heladera.

Un truco perfecto, pensé. Sólo que hubiera preferido no haberlo descubierto nunca.

Deposité mis armas junto a la ventana, aniquilé el par que estaba sobre la heladera y me puse a buscar sus escondites. Miré en las alacenas de la cocina, en los huecos de las paredes y en el baño. Nada. Y sin embargo tenían que estar en algún lado.

Abrí el horno, y encontré muchísimas más cucarachas que las arañas que había en la película Aracnofobia.

Caminaban encimadas unas sobre otras, en varias capas; podía escuchar el sonido de millones de patitas inquietas. Probablemente era la colonia de cucarachas más grande que jamás haya sido vista por el hombre.

Analicé las variadas oportunidades que se me ofrecían: o terminar en el libro Guinness de los récords como el Inquilino que Comparte su Departamento con la Mayor Cantidad de Cucarachas del Mundo, o subalquilarlo bien caro como set de filmación para una película de terror.

Las veía correr en zigzag desesperadas. Ninguna se animaba a alejarse de la masa protectora de las compañeras. El horno parecía vivo, una repugnante boca completamente abierta. Mi boca completamente abierta, en cambio, enmarcada por dos manos sobre las mejillas, me daba el aspecto de un tonto, como el de Macaulay Culkin en los pósteres de la inminente Mi pobre angelito pegoteados por todo el aeropuerto.

Apunté a las fauces del monstruo y las inundé de veneno.

Un craso error.

Las cucarachas salieron de su cueva en busca de oxígeno, desparramándose por el techo, el baño, el dormitorio.

Yo volví al ataque, persiguiéndolas por grupos.

Empecé a sentir un dolor de cabeza insoportable a causa del veneno que inhalé y por eso me vi obligado a la retirada por la escalera de incendios.

El primer round no había terminado bien: el departamento estaba ahora invadido por miles de píxeles marrones enloquecidos.

Si recién había sufrido un Pearl Harbor, ahora estaba por contraatacar un Hiroshima y Nagasaki: iba a detonar una Bomba y la colonia quedaría aniquilada.

Agarré la bolsita del deli y leí las instrucciones.

Un desastre. Después de detonar la bomba iba a tener que abandonar el departamento durante algunas horas. No me quedaba otra opción que dormir en un hotel por esa noche. Al día siguiente tendría que quitar del campo de batalla los cadáveres y la escoria bacteriológica.

Con el aerosol de Baygon como arma defensiva, volví a entrar en el departamento, activé la Bomba de humo y salí corriendo a los gritos para cubrir el crujido de las cucarachas aplastadas bajo las suelas de mis zapatos.

Estaba completamente deshidratado, ya sin saliva y con gusto a Baygon en el fondo de mi boca. Entré en un deli a comprar agua, pero cuando llegué a la caja me di cuenta de que me había olvidado la billetera en el departamento, al que no podía volver a entrar hasta la mañana siguiente.

De sangrienta, la situación había pasado a ser dramática.

El coreano detrás del mostrador me miró impasible mientras yo me quedaba ahí, inmóvil con una botella de agua mineral en una mano, el aerosol de Baygon en la otra, y los ojos llenos de lágrimas.

“¿La va a comprar, el agua, o no?”, fueron sus palabras de consuelo.

En ese momento caí en la cuenta de qué solo estaba. Volví a dejar la botellita en la heladera, y bajo la mirada desconfiada del cajero salí del deli.

Caminé durante horas, aferrado al aerosol de Baygon como si fuera la cosa más valiosa que hubiera tenido en mi vida.

Cuando ya me sentí demasiado cansado para seguir, busqué un lugar donde descansar, no muy aislado para no tener que agregar robo, asalto o violación a esa noche ya suficientemente rica en nuevas experiencias.

Intenté mantener un aspecto decoroso a pesar de estar acurrucado en la vereda, pero finalmente el cansancio me ganó y me quedé dormido.

Duró pocos minutos. Me despertó un fastidioso sonido de sirena y la voz distorsionada de un altoparlante de la policía que me invitaba a levantarme y circular.

Circular es lo que había hecho durante horas. ¿No se puede hacer ninguna otra cosa más que circular en esta ciudad de mierda?

Disfruta del problema

Подняться наверх