Читать книгу Disfruta del problema - Sebastiano Mauri - Страница 5

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De cerca, nadie es normal

Me parece que no escuché el despertador. Voy a llegar tarde a mi clase de yoga de domingo a la mañana.

¿De quién es este brazo grueso y peludo apoyado sobre mi estómago?

Mi instinto me dice que no me mueva.

A mi derecha, un viejo dormido, completamente desnudo. No recuerdo haberlo visto nunca antes, es de él ese brazo sobre mi estómago.

A mi izquierda, una mujer enorme, de edad indefinida. Tiene puesto un enorme corpiño animal print que le marca una serie de surcos en el tórax. Sus ojos están cerrados, la respiración pesada. A ella tampoco la había visto nunca antes.

La habitación es amplia, decorada con muebles vagamente rococó, un estilo que detesto.

A través de las cortinas de la ventana veo ramas y hojas.

Cómo quisiera poder recordar cómo llegué a este lugar, pero nada.

Le toco el hombro a la mujer, no reacciona. La sacudo un poco, me ahuyenta la mano como si fuera una mosca.

“Disculpe, señora.”

Abre los ojos lo mínimo indispensable para ponerme en foco y en seguida se da vuelta para el otro lado.

“Larry, me está molestando.”

Me doy vuelta para ver si Larry se ha despertado.

Recibo una cachetada a mano abierta en plena cara.

Siento la marca de sus dedos gruesos que me quema en las mejillas, los ojos se me llenan de lágrimas.

“No seas pesado”, rezonga, y se duerme de nuevo.

El día anterior

En el ingreso al Whitney Museum hay una aglomeración de visitantes acalorados.

La fila está pegada al puesto del viejo cingalés que prepara garrapiñadas consumiendo todo el oxígeno a su alrededor. Se avanza lentamente y cuesta respirar.

Un nubarrón repentino oscurece la calle, muchos escrutan el cielo con aprensión. Hace muy poco que se estrenó Día de la independencia, anunciada con una campaña publicitaria tan agresiva que toda Nueva York vive aterrorizada por una inminente invasión alienígena.

Y eso para no hablar del vuelo TWA Nueva York-París, que explotó poco después del despegue. Digamos que julio de 1996 no quedará en los anales de la historia como el mes de los buenos presagios celestiales.

Ya no soporto el olor dulzón de las garrapiñadas.

En eso se me acerca un hombre elegante, con un par de entradas en la mano, que me dice en el preciso momento en que estoy abandonando la fila: “¿Le interesan?”.

“¿Disculpe?”

“Tengo una entrada de más, mi amiga me dejó plantado; si la quiere, con mucho gusto se la regalo”, me dice en tono amable.

“Cómo no, muchas gracias.”

Me ofrece la entrada: “Soy William Shaw”.

“Martino Sepe”, le doy la mano, “le agradezco mucho”.

Recorro la Bienal con mi nuevo amigo William, que es un tipo un poco al estilo Bond, James Bond, el original, no la versión insolente de Roger Moore sino la inigualable de Sean Connery. Parece que sabe mucho de arte, pero me habla además de una infinidad de temas y todo lo que dice me resulta interesantísimo.

Cuando salimos del museo, por un momento temo que se vaya sin proponerme que nos veamos de nuevo.

Pero me dice: “¿Sería demasiado descarado de mi parte invitarte a un cocktail en lo de un amigo mío esta noche?”.

“Voy encantado”, y le doy mi número.

“Te llamo más tarde y nos ponemos de acuerdo.”

Me gusta este William, pienso.

Al bajar del taxi me veo reflejado en los enormes botones dorados del doorman que está abriendo la puerta del auto.

A sus espaldas una marquesina larga y angosta conduce a la entrada del rascacielos: parece la réplica de un palacio señorial parisino con un montón de pisos de más.

“Buenas noches, señor, ¿es aquí el cocktail en el penthouse?”

Me gusta cómo suena “cocktail en el penthouse”, me la imagino a Mariah Carey haciendo fila para ir al baño.

Las paredes del ascensor están revestidas de mármol negro. Hay incluso un asiento de pana. Y un empleado con librea que parece un militar en posición de firme.

Me pregunta a qué piso voy.

“Al último, gracias.”

El ascensor toma velocidad para llegar al penthouse.

“Wow, da como un vacío en el estómago”, le digo excitado.

“Sí, señor”, me responde sin ningún énfasis en la voz, con la mirada fija en las vetas del mármol a pocos centímetros de su rostro.

En la puerta hay una mujer de una belleza deslumbrante, larguísimo cabello rojo a lo Jessica Rabbit y un vestidito estilo french maid que le cubre, apenas, la bombacha de encaje negro. Le pregunto por William, ella se hace la tímida, se ríe cubriéndose la boca con la mano. Un manga japonés de carne y hueso.

“Tout le monde est là-bas”, (1) dice señalando más allá de la enorme puerta en forma de arco que tengo frente a mí.

El salón es inmenso y con un mobiliario mínimo. Todo es negro o gris, incluso las paredes pintadas con enormes franjas verticales. Desde las puertas-ventana que se abren sobre un jardín zen suspendido en el piso treinta se ve el Central Park. En la oscuridad, esa reconfortante extensión verde de árboles parece haberse transformado en una amenazante mancha oscura, el corazón negro del cuerpo brillante de Manhattan.

Noto que los invitados pertenecen a dos tipologías bien definidas: unos, jóvenes y bellos como en una propaganda de Ralph Lauren; los otros, viejos y feos, como en un cuadro de Otto Dix. Sin excepciones.

Las chicas llevan vestidos ligeros con amplios escotes; los varones, pantalones ajustados y camisas entalladas.

Los viejos, en cambio, están todos de punta en blanco, con adornos de piedras preciosas y trajes dignos de un magnate del petróleo.

Cuanto más miro a mi alrededor más me doy cuenta de que no hay excepciones y que la brecha entre las dos categorías es muy marcada. Nunca vi un grupo de personas seleccionadas con tanto cuidado.

Otra french maid irresistible me ofrece una copa de champagne, me lo tomo de un solo trago.

Me siento observado con insistencia, tanto por los jóvenes como por los viejos. Yo no correspondo a ninguna de esas dos categorías porque tengo unos diez años más que los jóvenes y mínimo unos treinta menos que los viejos.

Es evidente que los jóvenes me consideran una de las opciones más atractivas, y los viejos la más fácil.

¿Vine a parar a la fiesta correcta? ¿Por qué habré sido invitado? ¿Y por qué todos tienen un aire malicioso, como si la situación fuera abiertamente sexy? ¿Y William, dónde está?

Me siento en desventaja con respecto a los demás porque no conozco las reglas de juego. Y estoy seguro de que se trata de un juego, o una secta, o peor todavía, de un club de Internet.

Una tercera french maid con unos dientes de blancura deslumbrante me ofrece otro champagne. Le pregunto dónde está William, pero ella sacude la cabeza, incómoda, como si le hubiese dicho una grosería.

Nervioso, empiezo a buscar a William. Llego a una puerta negra alta hasta el techo, la abro y me asomo.

Una viejita esmirriada está dándole chirlos en el culo a un joven elegante que gime, poco convencido, mientras un señor de aspecto milenario los observa sorbeteando un cocktail. Se vuelven hacia mí sin interrumpir su routine.

“Oh, pardon”, digo, retirándome.

Lo sabía, debe ser un encuentro de swingers, y la mitad de los invitados son gerontófilos. O, mucho más probable, les han pagado para que estén aquí.

De repente bajan las luces e irrumpe a altísimo volumen la voz de Édith Piaf que canta “La vie en rose”. Todos aplauden mientras una docena de french maids entra en la sala en fila india llevando bandejas con pastillas de todos colores. Las chicas se detienen frente a cada invitado, se ponen una pastilla en la boca y se la pasan, con un beso.

Esperan que cada uno trague la suya antes de ocuparse del invitado siguiente. Reparten pastillas amarillas, azules y negras como la brea, que parecen ser las más temibles.

El orden de entrega del surtido está claramente calculado, pero antes de que logre descifrar su posible significado me ofrecen una negra, que degluto obediente, para gran satisfacción de mi maid.

El sabor dulce de su lápiz labial es lo último que recuerdo.

Y ahora me encuentro aquí, desnudo, entre dos personas extrañas, y además hostiles.

No quiero ni imaginarme qué pasó entre estas sábanas, sólo tengo que lograr salir sin despertarlos.

Roncan. Junto coraje para deslizarme hasta los pies de la cama y levantarme.

Busco mi ropa pero en la habitación no la veo. Salgo en puntas de pie.

El pasillo está decorado con una enorme cantidad de lúgubres naturalezas muertas colgadas en las paredes, que se superponen a las flores del empapelado produciendo un efecto nauseabundo. En el living, desde una chimenea estilo Notre Dame me bendice una foto en formato póster de Juan Pablo II, enmarcada como si fuera un Holbein original.

Por suerte, en el sillón encuentro mi saco; la billetera y las llaves están en su lugar, suspiro aliviado; ahora tengo que salir lo más rápido posible de esta casa del horror, pero estoy vestido sólo por la mitad, y es la mitad equivocada.

Entro en el comedor, que es de un liberty desenfrenado: adornos por todas partes, pero de mi ropa ni noticias. No encuentro ninguna otra cosa con qué cubrirme. Descarto de plano el mantel con bordados de orquídeas.

Vuelvo a entrar en el dormitorio. Los dos están en la misma posición en la que los había dejado. Abro con cautela el armario y saco el primer par de pantalones que encuentro. Zapatos no veo. Pruebo en los cajones. Pero, ay, hacen ruido, ella deja de roncar.

Contengo la respiración.

Apenas empieza a roncar de nuevo corro hacia la puerta. Veo sus chinelas de pelo de conejo rosa y las agarro. En el living trato de vestirme, frenético, querría salir catapultado de este lugar, pero los pantalones son enormes, podría usarlos como cortinas. Me meto en la cocina, encuentro dos trapos, los anudo en las puntas, los enrollo y los uso como cinturón. Me da la impresión de tener puesta una pollera-pantalón. Apenas logro introducir mis pies en esas dos cabecitas de conejo, con unas hermosas orejas peludas y ojitos de vidrio, los dedos estrangulados, las uñas como dientes deformados.

Me miro en el espejo de la entrada, en precario equilibrio sobre los tacos de las pantuflas: un pordiosero que no puede resistirse a un toque de glamour transexual.

Se asoma mi anfitrión, todavía desnudo, su rostro tiene una expresión de desconcierto. Observa mi atuendo. Pasa del asombro a la euforia, y luego estalla en una incontenible risotada.

Es el momento de irse.

Con las manos temblorosas abro la puerta de entrada, y me encuentro en el set de Terciopelo azul: el patio blanco lechoso de una pretenciosa casa de familia da a un jardín rectangular rodeado de tulipanes amarillos. Inmediatamente después, la salvación. Me precipito a la calle.

“¿A dónde mierda vas con las pantuflas de mi mujer?”

Yo me alejo chancleteando a toda velocidad.

La tranquila avenida arbolada, los jardines bien mantenidos y delimitados con cercas blancas, banderas norteamericanas en las puertas. Esto no es Manhattan, ni siquiera Nueva York.

¿Dónde diablos estoy?

La situación es mucho peor de lo que pensaba: me parece que vine a parar a uno de esos suburbios ignotos de los que no podría ni siquiera pronunciar el nombre. El dolor de cabeza, que hasta ese momento no había registrado, me perfora el cráneo, tengo la vista nublada, ganas de vomitar, no sé qué dirección tomar.

Cuando llego a la esquina, veo una parada de ómnibus. Lo siento como una bendición del cielo. Busco en el cartel alguna indicación que pueda ayudarme a entender dónde estoy pero no encuentro escrito ni el nombre de una ciudad o localidad, ni el de un distrito. Sin embargo, parece que cada veinte minutos pasa un ómnibus que se dirige a la estación de trenes. Por miedo a que mis raptores sigan persiguiéndome, me escondo entre los arbustos que están junto a la parada.

No pasa un minuto que escucho la voz de una mujer:

“¡Arthur, Arthur!”

¿Serán ellos?

Luego la mujer silba y repite varias veces: “Good boy!, good boy!”.

Permanezco inmóvil, espero que no pase nada malo. La mujer y el perro pasan cerca de mí sin notar mi presencia. Emito un suspiro de alivio, un hilo de voz, pero antes de tiempo. El perro se da vuelta de golpe y viene derecho hacia mí, olfateando la vereda. Mira fijamente el pelo rosado de las pantuflas y ladra rabioso.

“¡Arthur! ¡Ven aquí!”

“¡Shht! ¡Shht!”, susurro al perro, y él ladra más fuerte todavía.

La mujer vuelve sobre sus pasos, mira entre los arbustos buscando un gato y en cambio encuentra ahí un par de pies encerrados dentro de dos conejitos. Lanza un grito, toma al perro en brazos y escapa a toda velocidad.

Me da terror pensar que pueda llegar un auto de policía a buscarme con las sirenas a toda marcha. Ir a la cárcel con un par de pantuflas de piel rosa en los pies sería el fin para mí.

Gracias al cielo llega el ómnibus. Agito los brazos para estar seguro de que se detenga.

El chofer me mira con desconfianza.

“¿Llega hasta la estación de trenes?”

Me hace un gesto afirmativo.

“¿En qué ciudad estamos?”

“No estamos en una ciudad.”

“¿Dónde estamos, entonces?”

“Este es un pueblo, Poughkeepsie.”

El nombre no me resulta en absoluto tranquilizador.

“¿Sería tan amable de decirme en qué estado estamos?”

“¿No sabe en qué estado se encuentra?”

“Soy un turista.”

Él baja la vista hacia mis pantuflas, como si fueran la prueba de que estoy mintiendo.

“Estamos en el estado de Nueva York.”

“¿Y cuánto se tarda para llegar en tren a la ciudad de Nueva York?”

“Depende del tren que tome, más de una hora, menos de dos.”

Empiezo a relajarme, tal vez lo logre.

El chofer me sigue con la vista por el espejo retrovisor mientras camino haciendo equilibrio sobre las chinelas y me hundo en un asiento desocupado.

Yo recibí la información que necesitaba, él no.

Veinte minutos después estoy sentado en un tren que se dirige hacia la Grand Central Station.

En el baño veo que tengo el cuello lleno de moretones multicolores. Se me pone la piel de gallina.

Mañana a primera hora iré a hacerme un test de VIH, y todos los lunes, durante los próximos seis años.

Cuando desciendo en Grand Central camino por la Park Avenue pegado a las paredes, llevo la cabeza gacha para no cruzarme con la mirada de los transeúntes.

Entro en el primer negocio de ropa que encuentro. Enorme y bañado en luz de neón. La pared donde se exhiben los zapatos es tan grande que asusta. Compro un buzo azul con cuello alto, un par de jeans y unas New Balance negras que me hacen sentir afortunado, ya que hace tiempo que las quería.

Este hecho fortuito me regala un instante de buen humor, inmediatamente borrado por las risitas de los empleados que hacen insinuaciones con respecto a la amplitud de los jeans que acabo de abandonar. Las chinelas, en cambio, les pido que me las pongan en una bolsita y me las llevo.

Subo a un taxi.

Me siento impotente, sucio y drogado. Víctima de un crimen del que no tengo pruebas ni, sobre todo, ningún recuerdo. Muy probablemente la píldora negra era un sedante, de esos que te vuelven dócil como un corderito e incapaz de recordar.

Yo sé que nunca voy a denunciar a nadie, aunque más no sea para ahorrarme la molestia de tener que relatar esta historia a un policía del Lower East Side.

Saco de la bolsita las pantuflas de conejo rosas. Ellas probablemente sí saben qué sucedió ayer a la noche. Las miro a los ojos. Tienen un aire inocente. No creo que sean cómplices. Las vuelvo a guardar y observo las calles familiares de mi barrio.

A pocas cuadras de casa, paso por delante de mi centro de yoga.

Si me apuro puedo llegar a tiempo a la clase y retomar mis planes de Iluminación.

1 En francés en el original: “Están todos ahí” [N. de la T.].

Disfruta del problema

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