Читать книгу Disfruta del problema - Sebastiano Mauri - Страница 7
ОглавлениеYa finalmente en casa, me lavo durante una hora y me paso alcohol etílico por todo el cuerpo. Los posibles escenarios amorosos entre esa pareja de viejos de Poughkeepsie y yo me dan náuseas. Trato de no pensar en eso, pero es preferible antes que pensar en Ere. Me hundo bajo mi plumón y me duermo con la mandíbula contraída.
Cuando me despierto, afuera ya está oscuro. Me siento en el borde de la cama. Querría llamar a alguien para desahogarme, aunque sea solamente para exorcizar el terror que me bloquea la respiración, pero no puedo hacerlo sin comprometer irremediablemente mi imagen de Macho.
Si pudiera contarle a alguien mi terror podría también admitir que ella no me gusta, y punto, pero no puedo hacer nada de eso. Qué cansador.
Siento que siempre tengo que demostrar algo, y me pregunto para quién hago ese esfuerzo y si alguien lo nota.
Me viene a la mente una frase de Olin Miller: “No te preocuparías tanto de lo que los demás piensan de ti si tan sólo supieras qué poco lo hacen”.
¿Y si tuviera razón? ¿Y si fuera todo un desperdicio de energías?
Me siento solo.
Y justamente para ahuyentar la soledad se me ocurre la peor idea de mi vida: terminar esa mitad de ácido que duerme desde hace meses en el fondo de mi billetera.
Veinte minutos después ya estoy volando, una sonrisa estúpida en mi rostro y un agujero negro en el lugar de mi cerebro.
Una sensación metálica que ya conozco muy bien se apodera de mí. Casi que me gusta ese efecto secundario del ácido, me hace sentir como el Terminator de metal líquido de Terminator 2. Dúctil e indestructible, más resistente y evolucionado que el propio Schwarzenegger.
Me pierdo en los preparativos. Me pruebo mil combinaciones distintas, cosa que nunca hago. Parezco Meryl Streep en Enamorarse, con la diferencia de que con cada cambio llego siempre al mismo resultado: mi ropa es anónima y de colores neutros. Esta noche me siento demasiado descuidado y demasiado rebuscado al mismo tiempo. Los zapatos acordonados me parecen una exageración, las Clarks, demasiado alarde. Con un buzo de cuello alto me veo cursi, con los pantalones ajustados, gay, con unos pantalones anchos, un adolescente.
Al final me visto todo de gris porque me parece el color más adecuado a mi nueva naturaleza metálica: camisa semiarrugada, New Balance en los pies y un par de pantalones de lino que me había olvidado que tenía.
Me observo en los grandes espejos junto a los ascensores y noto que mis pupilas están casi tan grandes como el iris: mis ojos se han vuelto negros como la brea y frunzo mis labios hacia adelante como si estuviese besando el aire.
Es un efecto del ácido. Anoto mentalmente que no tengo que hacer eso frente a Ere, pero otro efecto del ácido es la incapacidad de recordar absolutamente nada.
Por el camino paso frente a varios restaurantes vacíos muy esnobs pero sin ningún atractivo. En cambio, afuera de BondST hay una multitud de personas ansiosas que esperan conseguir una mesa. Siempre es así, en Manhattan, modas generadas por fuerzas misteriosas llevan a las personas a infligirse torturas inauditas con tal de estar en el lugar justo en el momento justo.
Apenas entro, siento que me mareo. Las mujeres con sus miradas tensas, los hombres con sus peinados embalsamados y las flores tan rígidas que parecen estar gritando.
Pisos, paredes y mesas, todos de madera; sillas y silloncitos en cuero, techos de yeso. Todas las gradaciones del beige páncreas me hacen acordar a la sala de espera de un escribano. No hay líneas curvas, sólo ángulos rectos. Las sillas cuadradas, los platos rectangulares, los apliques romboidales.
La recepcionista, dos metros de altura, ahogada dentro de un tailleur demasiado ajustado, me mira con desconfianza, no ve la hora de anunciarme que no queda ni una mesa disponible en los próximos seis meses.
Observo con el corazón en la boca a ver si encuentro a mi hermano y sus amigos en la mesa. Ya están todos ahí, sentados.
Ilia tiene puesta una camisa sastre impecable con gemelos y su mejor sonrisa de gala. A su lado, Julie, su novia, recién salida de la peluquería, mechas a los costados al estilo Farrah Fawcett y dos enormes aros argolla.
Luego, Marcel, su amigo del mes, con un blazer azul marino, una camisa color salmón con cuello blanco y su infaltable bufanda. Alguien debe haberle dicho que le queda bien. Karen está vestida toda de negro, salvo una larga llama de strass color rojo fuego incrustada entre sus cabellos.
Labios color violeta, párpados metalizados, pestañas postizas y cabellos recogidos en un intricado torbellino de ondas, sostenidas magistralmente con dos palillos de sushi de oro puro, Ere parece estar lista para la entrega de los Óscar.
A su lado, un asiento desocupado. Siento una puntada en el estómago, junto coraje pero al dar el primer paso, la recepcionista me detiene.
“¿En qué puedo ayudarlo?”, silba con su boca a la altura de la parte más alta de mi cráneo.
Levanto la cabeza para mirarla a la cara. Su rostro sin arrugas parece viejísimo, incapaz ya de asombrarse de la vida. Pienso que podría ayudarme de tantos modos.
Por ejemplo, prendiendo fuego el restaurante.
“Vengo a encontrarme con mis amigos”, y señalo la mesa de Ere.
A medida que me acerco, siento que mis rodillas metálicas se derriten. El ácido me ha duplicado el ritmo cardíaco, bajo la mirada para controlar que por debajo de la camisa no se note mi corazón latiendo agitado.
“Hola a todos, disculpen la tardanza.”
Mi hermano me lanza una mirada de reproche: “Pero ¿dónde te habías metido?”.
“¡Martino! ¡Querido! ¡Aquí estás, por fin!” Cada frase que sale de la boca de Karen termina siempre con un signo de exclamación.
“Tenía miedo de que no vinieras”, me dice Ere.
Me siento entre ella y Julie, y hago lo mejor que puedo para no llamar la atención; logro dominar el impulso de llevar los labios hacia adelante, pero muevo las piernas sin parar, haciendo tintinear los vasos.
“¿Por qué te vestiste todo de gris? Pareces un asiento de tren”, me susurra al oído Julie, con toda la elegancia que puede.
Tengo el estómago sellado por el ácido. No puedo tragar nada, salvo grandes cantidades de vodka tonic. El único aspecto positivo del LSD, si pudiera encontrar alguno con una lupa, es que me hace sentir, de algún modo, apartado de la situación. Como un telescopio invertido, todo lo que veo se vuelve minúsculo y remoto.
Me resulta imposible seguir la conversación general, me siento hipnotizado por el vestido de lentejuelas doradas de Ere que brilla como un tesoro.
En cada lentejuela se refleja un detalle del restaurante, de todos nosotros sentados a la mesa. Descubrí una en el pecho en la que me veo reflejado a contraluz, mis rulos revueltos. Parezco un aromo, pienso.
Se oye la erre arrastrada de Marcel: “Carrie Fisher dice que en la universidad George Bush experimentaba formas rudimentarias de armas químicas...”.
“¿El expresidente?”, pregunta Karen asombrada.
“Pero no el presidente, estoy hablando del hijo, es un milagro que haya llegado a ser gobernador de Texas. Era famoso por ser el único en tirarse pedos a pedido, y con olor garantizado. ¡Podemos esperar grandes cosas de ese hombre!”
Todos se ríen y yo me uno a ellos. Si hago lo mismo que los demás todo va a ir bien, me repito. En el fondo, es mi filosofía de vida. Sólo que no logro recordar quién es Carrie Fisher. Sé que la aprecio, pero no recuerdo el motivo. ¿Canta, es actriz, escribe? Me viene a la mente Carrie, pero no creo que tenga nada que ver. Por Dios, cuánta sangre en esa película. Me imagino el vestido de Ere empapado en sangre, habría que lavarlo inmediatamente. ¿Haría falta un cepillo blando, o debería ser lavado a seco? Sería una pena que las lentejuelas ya no reflejaran la luz y todo lo demás. Justo, acabo de encontrar el rostro de mi hermano sobre su seno derecho.
“¡Sólo una pieza, sólo una pieza!”, los oigo gritar.
¿Qué me perdí?
Aturdido, me uno al grupo aplaudiendo, entusiasmado: “¡Sólo una pieza, sólo una pieza!”.
Veo que el vestido de Ere permanece inmóvil, ella es la única que no bate las palmas.
“Bueno, bueno, si es tan bueno bailando, me la juego.” Y se da vuelta y me dice: “Ahora no me hagas hacer un papelón”.
Se alza un coro de grititos de aliento.
Tardo un poco en entender qué es lo que está sucediendo.
Ilia acaba de engancharme para que baile con Ere en el centro de BondST, con un plan elaborado con una diabólica atención a los detalles: apenas nos ponemos de pie, un merengue arranca a todo volumen, alarmando a varios clientes ya acostumbrados a la inocua música electrónica de fondo.
Todos se dan vuelta a mirar a la luminosa Ere y, junto a ella, a un joven aterrorizado y con las pupilas gigantescas que no logra ponerse en movimiento.
Ere se impacienta: “¿Empezamos?”.
Sin esperar mi respuesta me toma la mano y da el primer paso.
A partir de ese momento pierdo el sentido.
No me desmayo, pero todo sucede sin que yo tenga el más mínimo control o conciencia de lo que está pasando. Sigo la música manteniendo el contacto con la mancha de lentejuelas doradas que da vueltas frente a mí y que funciona en ese momento como un ancla.
Me doy cuenta de que el baile acaba cuando veo a Ere que se inclina y agradece. Miro a mi alrededor como si recién hubiera salido de un estado de coma y tratara de saber en qué año estamos.
“Volvamos a la mesa”, me dice, imperativa.
Obedezco y la sigo hasta nuestra mesa, donde Marcel me recibe con una palmada en el hombro, y las mujeres rodean a Ere susurrándole comentarios al oído.
Yo sigo sintiéndome en una cápsula espacial que fluctúa en una galaxia lejana.
Ilia me mira con una expresión triunfal. Con la boca mima las palabras: “Ya la tenemos”.
En lo único que pienso es en vengarme.
Es un momento crucial, el de los saludos a la salida del restaurante, tengo que jugar bien mis cartas.
Para empezar, bostezo lo más fuerte que puedo. Después miro la hora y digo: “Se hizo tardísimo, pobre de mí, que mañana tengo que levantarme a la madrugada”.
Mi hermano no puede creer lo que está oyendo.
No me la deja pasar: “¿Y por qué? ¿Qué tienes que hacer?”.
“Dentista”, le respondo, seco.
“¿Es algo tan grave, que vas de madrugada?”
“No, una visita de rutina.”
“Pero si tu dentista está en Loviate.”
“Sí, pero es urgente.”
“¿No era de rutina?” Lo mataría.
“Una visita de rutina urgente.”
Interviene Ere: “Me encantaría ir a tu casa así tomamos un último trago. Vives por aquí cerca, ¿no?”.
Noto con horror que el signo de pregunta se refiere solamente a la última parte de la frase. No funciona así, ella se tiene que hacer la difícil, y yo tengo que insistir para que venga a mi casa, conozco bien esa escena. ¿No leyó el guion?
“Sí, vivo aquí cerca”, ya sin saliva en la boca. El metal del que está compuesto mi cuerpo se contrae, mis movimientos se vuelven rígidos.
Al quedarnos solos, Ere me toma del brazo como si ya fuésemos una pareja.
Un par de veces consideré tirarme debajo de un auto arrastrándola conmigo. Mis restos mortales entreverados con los de ella, por toda la eternidad, en un único y trágico amasijo.
No pronuncio una palabra, pero ella no deja de hablar. Y cuando se detiene, le pregunto enseguida cualquier otra cosa, al azar, para que arranque de nuevo.
En las pocas cuadras que nos separan de casa, al menos una docena de personas comentan emocionadas la presencia de Ere.
Es por eso que ella nunca se cuestiona si su presencia es bienvenida, la concede como una gracia, como un don precioso que incluye una serie de ventajas colaterales, entre ellas la envidia de amigos, conocidos y desconocidos.
Frente a mi edificio me cruzo con Hiroshi, el único de los mendigos que no se fue después que remodelaron el edificio abandonado vecino al mío, donde tenían su cuartel general. Es idéntico al maestro de Karate Kid sólo que bebe siempre y no habla nunca. Se construye todas las noches un cubículo de cartones delante de la pretenciosa entrada del nuevo condominio, se sienta en posición de loto, con una frazada vieja sobre los hombros con aire ascético y la mirada fija delante de sí. Tiene un aire muy respetable y nadie se anima a decirle nunca nada, ni siquiera la policía.
“Mi madre se llamaba Ere”, pronuncia sorpresivamente estas únicas palabras, con una voz ronca, con acento japonés.
Ere lo mira con dulzura: “Es un honor para mí”.
Hiroshi vuelve a fijar su mirada en el vacío delante de sí.
Yo abro la puerta.
“Hace años que vivo aquí y hasta ahora nunca había oído su voz”, le digo.
“No sería mi primer milagro”, se ríe Ere, orgullosa de sus poderes.
Un milagro, justamente es lo que yo necesitaría, pienso.
A solas con Ere, siento inmediatamente que es insalvable la brecha entre nosotros.
Golpetea con la mano en el sofá, invitándome a su lado, como si yo fuera un perrito faldero.
Con una cierta reticencia, obedezco.
En este punto ya me siento como un robot con los engranajes oxidados.
Ella me mira abriendo y cerrando intermitentemente los ojos, como Norma Desmond en El ocaso de una vida.
Creo que está tratando de seducirme, pero en mi cerebro, en ese momento más bien propenso a las alucinaciones, la veo como un extraterrestre, de esos con los ojos enormes y el cuello fino de Encuentros cercanos del tercer tipo. Su piel adquiere una tonalidad verde ácido.
Me pregunto si está tratando de hipnotizarme.
Ere, que vale veinte mil dólares la hora y no es de las que pierden tiempo, me dice: “Este es el momento justo para que me beses, si es eso lo que te estás preguntando”.
Yo en realidad me preguntaba a mí mismo cómo era posible que este ejemplar de extraterrestre hablara mi idioma. Me limito a asentir por enésima vez. Estoy aquí para eso, ¿no?
Para obedecer a Ere, a mi hermano, a mis amigos que van a la cancha y a Marcel, con su ridícula bufanda. Para obedecer a la Civilización Occidental en bloque y a la vida en general, tengo que satisfacer los deseos de esta mujer.
Es extraño besar a alguien sin querer hacerlo, uno se concentra en los detalles de la acción, esos que habitualmente no se registran. Siento el sabor de la saliva, la consistencia de su lengua, la punzante presencia de los dientes.
Ninguna magia, mecánica solamente.
Quién sabe si los extraterrestres se besan con la lengua. Quién sabe si tienen lengua.
Después de estar besándonos durante un cuarto de hora, Ere me aparta con sus manos.
“No me besaban así, durante tanto rato, desde que tenía catorce años”, me dice, y se toma un trago para asegurarse de que la deje respirar un momento.
Otra vez, acaba de llamarme al orden.
Ya no hay escapatoria. Terminaré en la cama con ella.
No me queda otra opción que Interpretar mi Rol.
Los únicos sentimientos por los cuales preocuparse son los del Personaje.
Hay que terminar enseguida la escena porque la Estrella se está poniendo impaciente.
Siguiendo el guion de mil películas ya vistas, la abrazo por un costado acercándola hacia mí, le beso el cuello apenas detrás de la oreja y acaricio con delicadeza su pecho firme.
Noto que mientras me besa, Ere observa algo detrás de mí. Trato de dar vuelta la cabeza para ver qué es lo que mira, pero no puedo.
Ere se aparta.
“Martino, ¿puede ser que te guste vestirte de mujer?”
Me ruborizo inmediatamente, como si me hubiera sorprendido en falta, aunque la única vez que me vestí de mujer tenía cinco años. Sentirme culpable es siempre mi primera reacción.
“¿Cómo? Por supuesto que no. ¿Por qué? Absolutamente no.”
Ere se pone de pie y señala las pantuflas de conejo rosas apoyadas junto a mi escritorio.
“¿Son de alguna mujer de la que querrías hablarme?”
Miro las caritas huecas de los conejos sobre las pantuflas, parecen divertidas. Es más, juraría que me están tomando el pelo.
“Son solamente un recuerdo”, le digo para tranquilizarla.
Ere me corta en seco: “Quiero ponerme horizontal”.
Horizontal, cierto.
Ni siquiera el Personaje logra controlarla, ella siempre va un paso adelante.
Sin decir nada más la llevo al dormitorio.
Ere, con un único movimiento, deja caer su vestido al suelo y se queda en bombacha y tacos altos. Tiene dos piernas larguísimas y unos pechos que parecen dibujados con aerógrafo. Quizás sea el ácido, pero juraría que su piel brilla. Es más, me parece que es fosforescente. Tendría que apagar la luz para saberlo.
Ere se recuesta en la cama y se quita los zapatos lanzándolos por el aire.
Con un aire estudiadamente malicioso se quita los bastoncitos dorados que sujetan sus cabellos y sacude la cabeza para liberarlos. Juraría que logra hacerlo en slow motion.
Estoy a punto de vivir el que resulta, al menos según las últimas encuestas, el Sueño de Todo Hombre.
Me quiero morir.
Me preparo para seguir el guion, me desvisto parcialmente y la alcanzo en la cama para dedicarme a su cuerpo, paso mi lengua por sus axilas, le mordisqueo los pezones, acaricio sus glúteos talle cero.
Su piel es suavísima, tersa y elástica, hidratada con cremas de mil dólares cada pote. Los pezones carnosos tienen gusto a frutilla. Creo que se pasó ahí una crema con aroma a frutos del bosque.
Mi verga es una purista del método Stanislavski: o logra compenetrarse en su rol, o se niega a entrar en escena.
La odio por su integridad profesional.
Afortunadamente, Ere ni siquiera nota ese camaroncito blando acovachado entre mis muslos: está tan acostumbrada a ofrecerse como un paquete de regalo que ni intenta tocarme.
Arranco quemando etapas con tal de cubrir la escena muda que hace mi compañero. Le quito la bombacha y hundo mi rostro entre sus piernas.
Hago todo lo posible para ahuyentar el convencimiento de que es un extraterrestre, pero tengo terror de que por algún lado asome un tentáculo.
Para mi gran asombro, en pocos minutos, Ere tiene un orgasmo como el de Sally en el restaurante en Cuando Harry conoció a Sally: largo, ruidoso y liberador.
Me abraza y apoya su cabeza sobre mi hombro, sollozando como una niña desconsolada.
Y ahora ¿por qué llora?
“Estuve con una docena de hombres desde que nació Asia, pero nunca había logrado tener un orgasmo.”
¿Qué?
No puedo ni siquiera imaginarme con quién se habrá topado antes de encontrarme a mí.
De pronto, me da mucha pena.
Se la ve tan vulnerable, a años luz de la Ere de la publicidad, “la mujer que obtiene siempre lo que quiere”.
Se seca la nariz con el brazo y me dice: “Fuiste muy generoso conmigo, gracias, eso es raro en un hombre”.
Está claro que malinterpretó la situación, tomando mi jugada de emergencia como un acto de generosidad sexual.
“Ni siquiera hicimos el amor”, le aclaro.
“Son muchas más las veces que los hombres no logran tener una erección que aquellas en las que sale todo bien. Es normal, lo dice Walter Benjamin.”
¿Qué tiene que ver Walter Benjamin ahora?
“No entiendo.”
“Es culpa de los pósteres gigantes y de las tapas de las revistas.”
“¿Ah, de verdad?”
“Tengo demasiada aura. Como la Mona Lisa. Soy el original de una excesiva cantidad de reproducciones. Es lógico que yo provoque ansiedad de rendimiento.”
Ere está sinceramente afligida por esta constatación.
“Lo lamento, por la cuestión del exceso de aura, quiero decir.”
“Yo te pido disculpas por haberme invitado sola a tu casa.”
“Pero no hay problema, lo pasé muy bien contigo.”
“Realmente estabas muy nervioso, y ni hablar de tus pupilas, ¿con qué te diste?”
“Con nada, mis pupilas son así. Cambian con la luz.”
Ere se ríe a carcajadas.
“Pero por favor.”
“Tomé un poco de ácido antes de la cena, me parece que no fue una buena idea.”
“Daría la impresiónde que no. Pero eres un libro abierto, y me gusta.”
“Te equivocas, soy un libro codificado y la tapa es engañosa.”
“Hasta ahora acerté en todo, me hiciste acabar.”
Esta sí que no me la esperaba.
“¿Qué es lo que te habría hecho pensar eso?”
“Veamos, varias razones. Fuiste muy atento con Asia, tuviste una relación durante diez años, eres un poco gay pero no lo quieres admitir. Todos elementos que podía utilizar a mi favor.”
Detengan todo. Aprieten rewind y permítanme escuchar de nuevo la última frase.
¿Un poco gay?
¿No sabe que es anticonstitucional para cualquiera que sea amigo de un amigo de alguien que me conozca asociarme a mí con la palabra gay? ¿Cómo se permite decirlo así, sin emplear siquiera una metáfora?
“¡Yo no soy gay! ¿Quién te dijo eso? No soy para nada gay.”
“Calma, tranquilo, dije un poco gay, no gay, hay una gran diferencia, si no, ¿a hacer qué te traía a la cama? Olvida que te lo dije. Escucha, esta noche duermo aquí, si no te molesta. Mañana a la mañana tengo que levantarme a las seis y media, tengo un vuelo a San Pablo. Y como lo del dentista era todo un cuento, seguramente no te vas a levantar a la madrugada, viendo el estado en que estás, y cuando despiertes todo te parecerá un sueño.”
La miro sorprendido, me pregunto qué será de nosotros.
“¿Amigos como antes?”
Otra que libro codificado y tapa engañosa. Me lee el pensamiento, ya no tengo dudas.
“Amigos como antes”, le respondo, consciente del hecho de que no éramos amigos antes, y no lo seremos tampoco en el futuro.