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1.– Moscú. El Kremlin. 1962

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El regordete dedo índice del secretario general del CC del PCUS1 apartó la pesada cortina. Nikita Sergeevich Khrushchev miró a través de la gran ventana. El cielo triste de ese Octubre de 1962 agobiaba a Moscú. El viento frío arrastraba nubes color metálico desde occidente. Esas nubes gordas trataban de atrapar las estrellas rojas de las puntas de las torres del Kremlin. En cualquier momento podían estallar truenos. Y podía esparcirse la desagradable neblina con ayuda del viento.

Una inestabilidad similar había en el alma del secretario general. De la decisión que tomara ahora dependía la suerte del planeta. En la habitación contigua esperaba la orden el ministro de defensa. El jefe del comando de misiles estratégicos se rascaba las manos de la impaciencia. Ahh, como me gustaría disparar estos cohetes patrióticos, que pusimos en Cuba, a la madriguera del imperialismo, los Estados Unidos de América. Las fuerzas armadas de la gran Unión Soviética estaban listas como el sprinter en los tacos de salida. Los submarinos con sus cabezas nucleares colocados cómodamente frente a Washington, los pilotos en las cabinas de los bombarderos estratégicos se turnaban, las escotillas de los compartimientos de los cohetes balísticos estaban abiertas. Todos esperaban las órdenes del comandante supremo Khrushchev.

En la víspera, el Buró Político había aprobado los escenarios por las provocaciones del adversario. El ministro de relaciones exteriores había preparado un discurso sobre el necesario golpe de respuesta y los embajadores en países amigos habían recibido instrucciones detalladas sobre el tratamiento de la crisis del Caribe.

Pero el secretario general estaba tomando demasiado tiempo para decidir. El esperaba el paquete, de vida o muerte, que le traerían de Samarkanda. Nikita Sergeevich recordaba muy bien las misteriosas palabras de Stalin, dejadas caer, en una de las sobremesas de su estrecho círculo de allegados: “El Talismán de la Guerra, – pronunció en voz baja el bigotudo dueño de la mitad de Europa y de Asia y entonces, con malicia, arrugó los ojos y terminó la frase. – Es el Talismán de la Victoria”.

Con el ánimo caído, Khrushchev se miró la uña mordida. En minutos de nerviosismo le volvía, invariablemente, la costumbre infantil de meterse un dedo a la boca. Con irritación, su mano gorda sostenía la cortina. El secretario general dirigió su mirada al pomposo reloj de piso con el escudo de la Unión Soviética y lleno de piedras preciosas.

Grigori Averianov, general de la KGB, enviado a una misión secreta en Samarkanda, se demoraba en volver. Él debía traer al Kremlin una reliquia temible, una reliquia que tenía una enorme fuerza mística. Si solo la tocara, Khrushchev estaría listo para tomar una decisión, crucial para el país y para todo el planeta: dar la orden a los mariscales impacientes que ya tenían diecisiete años nostálgicos por las acciones guerreras grandes.

Khrushchev levantó la bocina de uno de los innumerables teléfonos que tenía en su escritorio y preguntó:

– Donde está Averianov? – El nervioso dedo del secretario general estaba en una comisura de los labios.

– Nikita Sergeevich, el avión está aterrizando en Vnukovo2. – El asistente reportó suavemente.

– Bueno. – suspiró el secretario general y se mordió la punta de la uña.

Con mucha prestancia, Grigori Averianov saltó del avión militar a la pista del aeródromo, sin esperar a que pusieran la escalerilla. El chorro de aire que generaba la gran hélice golpeó al general. El trató de mantener el equilibrio pero, al parecer, la edad le jugó una broma. El cuerpo regordete del general se cayó sobre su lado izquierdo de tal manera que la banda roja decorativa del pantalón se separó de éste y quedó batiéndose en el aire inelegantemente. El general se soltó en una sarta de improperios, que además se le habían acumulado en el corto e inútil viaje a Uzbekistan.

El “Volga” negro dio vuelta frente a la trompa del avión y se dirigió hacia el general que se levantaba sacudiendo, nerviosamente, el abrigo que se ensució. De la puerta del chofer saltó un joven teniente de la seguridad del estado, cuyos rasgos recordaron ligeramente el severo perfil de Averianov y se apuró a recoger la gorra caída del general.

– Donde puede estar ahorita ese maldito profesor? – sin responder al saludo, bramó el general.

– En su sitio de trabajo, en el instituto de paleontología. —

– Vamos para allá. Rápido! – ordenó Averianov y tiró la gorra en el asiento trasero del auto.

– Llamo al grupo de apoyo, camarada general? —

– Tu por quien me tomas, hijo? De este infeliz me encargo yo solo. Averianov no perdona a quienes tratan de engañarlo! —

El automóvil nuevo con placas oficiales pasó sin problema por la alcabala vigilada del aeropuerto y se dirigió hacia Moscú por el camino que estaba solitario. El teniente Grigori Averianov se inclinó hacia el abrigo polvoriento del general Averianov. Preguntarle algo a su padre alterado, después que este había hecho un viaje inútil a Samarkanda, era peligroso. Solo notó que el general sacó la pistola de la incómoda funda y se la puso en la cintura habiendo comprobado el cargador. Después de eso el general, cansado, cerró los ojos. Las preocupaciones se le marcaban en el entrecejo.

1

CC del PCUS: Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética.

2

Uno de los aeropuertos de Moscú.

El craneo de Tamerlan

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