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7.– Por mi honor!

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El general, furioso, le dio un manotazo a la polvera que estaba en el escritorio de Efremov, volteó las cajas pesadas y desparramó todos los papeles. Una búsqueda rápida en la oficina del profesor no produjo ningún resultado. Cuando salía, el viejo Averianov le echó un vistazo a las tontas pinturas que estaban colgadas en las paredes.

– Un disidente secreto. – Dijo, entre dientes, el general.

Con el ánimo oscurecido se sentó en el auto. El hijo, temiendo equivocarse de más, con temor esperó la decisión del padre:

– Al Kremlin. – resignado ordenó el general.

Veinte minutos después, un pálido y sudoroso Grigori Averianov, en el medio de la pomposa oficina del Kremlin, se veía bastante deplorable. Terminó el infeliz reporte a Khrushchev y sin esperar la reacción del hosco secretario general, se apuró a pedirle:

– Nikita Sergeevich, deme una semanita, yo lo resuelvo. Volteo todo Uzbekistan, pero lo hallaré. —

– No tengo una semana! Tú me fallaste, fallaste a la patria, coño de madre! Hiciste poner de rodillas a toda la Unión Soviética! – estalló el secretario general, moviendo el puño cerrado de su mano gorda para todos lados. – Eso es una alevosa traición! Vas a ir a juicio! —

Cuando la explosión de ira pasó un poco, se dejó caer, cansado, en su sillón y buscó en el selector telefónico al ministro de la defensa. La puerta se abrió y apareció Malinovsky quien se quedó en el umbral en posición de esperar órdenes. Sin levantar la vista, Khrushchev movió los dedos, como si limpiara de burusas la mesa, y ordenó:

– Rodion, arresta al general. —

Malinovsky hinchó el pecho y dio un paso adelante. Grigori Averianov se apresuró a sacar la pistola del cinturón. Antes de entrar a la oficina le había dado la funda vacía al oficial de guardia. El ministro de la defensa se tensó y pasó una sombra de temor por sus ojos. El secretario general se encogió en su sillón y apretó el botón escondido en el escritorio. En el silencio que se hizo, claramente se oyó el clic del botón pulsado. La mano temblorosa del general de la KGB no logró controlar el arma y el cañón apuntó a todos lados hasta que se instaló en la sien canosa.

– Expiaré mi culpa. Yo solo. – dijo Averianov, con voz ronca.

Inclinó la cabeza, sus ojos se movieron y vieron la cinta del pantalón suelta. La alisó con su mano libre y levantó la cabeza con orgullo. La mirada ya era clara y dura.

– Por mi honor! – Como si estuviera reportándose al ministro de la defensa.

Estas fueron las últimas palabras del oficial. Sonó el disparo. El general cayó de cara en el parquet de madera antigua y costosa.

Esa preocupación se le quitó rápido a Khrushchev. Con repugnancia arrugó el entrecejo y se dirigió hacia la puerta, rodeando el largo cadáver y cuidando de no pisar las manchas de sangre. Con fuerza empujó la alta puerta y rápido atravesó la recepción, sin mirar a los oficiales de guardia que se levantaron asustados. Después de días de duro insomnio, el secretario general se sintió aliviado. Ahora, la solución de la crisis política para él, era evidente. Un conflicto militar con los EE. UU sin el Talismán de la Guerra, no podía comenzarse. Era necesario llegar a acuerdos.

Nikita Sergeevich Khrushchev se quitó la chaqueta arrugada y se la lanzó a su general asistente. Se desabotonó el cuello de la camisa sudada y ordenó transmitir al ministro de relaciones exteriores que, inmediatamente, hiciera la conexión directa con el presidente de Estados Unidos, John Kennedy.

El craneo de Tamerlan

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