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2.B. (RJ2) RACIONALIZACIÓN JURÍDICA DEL TRABAJO EN LA EDAD MEDIA. FEUDALIZACIÓN DEL TRABAJO, DESARROLLO URBANO Y POBREZA

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Inferimos de las normatividades medievales, canalizadas sobre todo en la modulación de los dogmas cristianos, que el concepto trabajo alcanza una relevancia operativa inusitada. El perfil del trabajador muta (de la evitación de la pecaminosidad a su gracia en tanto que modo de amor al prójimo) y, en este nuevo juego de causalidades, el derecho afrontaría una complejidad que solo podría estabilizarse a través de estrategias regulativas inéditas. Las evoluciones epistemológicas sucedidas en el seno escolástico –y su continuidad beligerante en el protestantismo– habilitaron una función novedosa del ser humano ante su entorno.

Como ya anticipábamos, estas transfiguraciones religiosas del catolicismo se sustancian en un primer hito jurídico a través de la verificación y legitimación de la figura del colono, ya apuntada en los estertores de la hegemonía romana: esa disposición transitoria en la figura jurídica del colono (Borrajo 2010, 91) sustituiría, paulatinamente, al esclavo amparado en un proceso de normalización sobrevenido que desestructuraría la normatividad clásica (aun sin momento abolicionista preciso).

La creación jurídica de la institución del colonato se remonta, según algunos autores, al siglo III de nuestra era, es decir, a una época relativamente temprana, aunque suficientemente cercana a la manifestación de determinados síntomas anunciadores de los cambios macrosociales que aquí apuntamos (Lastra 2000, 200). La insostenibilidad de la esclavitud (decadencia de conquistas y razzias e imposibilidad social de esclavizar por decreto a ciudadanos ya libres) dispuso un punto de partida para otro sistema de relaciones laborales, caracterizado por la libertad formal de cualquier trabajador para dejar de serlo (como solo podía ser interpretado el nuevo hombre cristiano).

Se promocionó, por tanto, la figura del colono, caracterizada por su relativa libertad formal, aunque matizada por una innegociable sujeción a la tierra trabajada, así como por el pago de una renta al propietario de la misma. De esta manera pudo suplirse al esclavo, cuya continuidad ya no estaba garantizada, mediante el uso de personas libres. Así, la reproducción de los trabajadores en generaciones posteriores ya no dependía de guerras exteriores, sino de su propia voluntad de supervivencia91. Ya no se trataba, por tanto, de un siervo en sentido estricto, sino de un servus glebae, un servidor de la gleba, es decir, de la tierra cultivada, a la que quedaba afecto92.

La nueva relación laboral predominante contemplaba una cierta libertad formal, hipotecada a la necesidad de subsistencia a través de la labranza, ensanchándose la dignidad de esta frente a la del ocio. La nueva elite política iba asumiendo la necesidad de dignificar el trabajo de la tierra en cuanto que ya no era posible una sujeción legal del trabajador al trabajo a través de la institución de la esclavitud. La organización geopolítica varió igualmente, en tanto que el control, estabilización y garantía del sistema productivo ya no recaía en un poder central que gestionaba guerras en la periferia y comerciaba planificadamente a través de los grandes puertos, conformándose poderes dispersos que, localmente, articulaban la nueva relación señor feudal-dependientes, por extensión, señor feudal-vasallos93. Las labores quedaron vinculadas conceptualmente a la formalización aristocrática –que dejaba a los señores y al clero ocupados en actividades virtuosas de intendencia y espíritu, fuera del proceso productivo directo– y cuya constatación jurídica era mucho menos rotunda que en el caso de la esclavitud.

Sin embargo, esta libertad formal convergía, a través de diversos protocolos de ordenación, en determinados vínculos de subordinación formal entre individuos. Tras la decadencia del poder imperial ejerciente que promocionó la figura del colonato, la nueva formalización de la relación laboral pasó por una suerte de rituales y usos dispersos que, a modo de derecho consuetudinario igualmente disperso (y que son esos modos de comunicación jurídica que dan cuerpo a este punto racionalizador), fueron perfilando rutinas ordenadoras de las actividades productivas. Estas prácticas de cierta formalidad jurídica no pueden ser referidas, en todo caso, como contractuales, ya que todo elemento voluntarioso implícito quedaba determinado por el estatuto previo, así como por las disposiciones regias, que comenzaban a regular la movilidad y las posibilidades liberatorias (Borrajo 2010, 96).

La forma más extendida para estabilizar esta relación en torno a la labranza sería el homenaje: un individuo, el señor, y otro hombre suyo, es decir, homo suus, simbolizado “en un acto que desde el siglo XI se califica de hoominaticum, hominium u homagium” (Lastra 2000, 208). El homenaje se configura, por tanto, como una representación formalmente voluntaria de la dependencia y protección entre hombres, en un principio referida a una relación entre nobles, de modo que se establecería una pirámide vasallática entre reyes, duques, condes, marqueses, etc. que relacionan sus territorios y huestes en una paz tensa. Sin embargo, y por extensión, pasaron a considerarse vasallos todos los individuos sujetos, respectivamente, al reino, ducado, condado, marca, etc. La diferencia esencial de este tipo de dependencia radica en su voluntariedad formal, en contraste con la dependencia característica del trabajo en la Antigüedad, establecida forzosamente sobre el sujeto trabajador.

En este primer período se desarrolla una sociedad que Duby (cit. en Castel 1997, 37) caracteriza como “una sociedad campesina jerarquizada (…) fuertemente, pero una sociedad enmarcada, segura, provista, que generaba una sensación de seguridad económica”. Santos Ortega y Poveda Rosa (2002, 29 y ss.) caracterizan la sociedad por el fortalecimiento de la división antigua del trabajo, que arrastra viejas lógicas relacionales en un nuevo escenario sobre el que solo cabe una “economía de la salvación”.

Y en la economía de salvación, en el equilibrio continuado de la tierra labrada, la indignidad de las actividades necesarias para subsistir se diluyó en una lógica de linajes y religión que dividió la Cristiandad entre quienes homenajeaban y quienes eran homenajeados. Los primeros labraban –que es un modo de señalar en esta genealogía esos sentidos sedimentados hasta institucionalizar la categoría trabajo– mientras que los segundos blandían sus espadas, actividad noble ajena por completo a la milicia (laboral) decimonónica.

Sin embargo, a partir de la insostenibilidad de las viejas formas de protección/diezmo en el contexto de los nuevos centros de comercio, los burgos, irían ensayándose nuevas propuestas de orden jurídico. El equilibrio de la economía de salvación fue cediendo en su hegemonía cuando las experiencias económicas que la excedieron se mostraron más aptas. Estas nuevas formas de desarrollo empezaron a manifestarse, sobre todo, en los núcleos urbanos94, donde “el negociante y el funcionario, partiendo también, como el artista-artesano, de sus necesidades y de sus problemas prácticos, empezaron a desarrollar un acervo de conocimiento económico” (Schumpeter 1994, 118). Esos antiguos centros de comercio habían perdido buena parte de su importancia tras la caída del entramado político del Imperio. Sin embargo, en las ruinas de estos centros urbanos se conservaba la figura de los artesanos, cuya diferencia fundamental en términos estrictamente económicos con respecto a los trabajadores del campo era que mientras estos “producían los bienes de consumo o los servicios necesarios para la vida que exigían ser renovados, día tras día, sin dejar nunca de obtenerlos (…) los artesanos, en cambio (…) fabricaban objetos duraderos, acumulables” (Gorz 1995, 29). Se trataría, en todo caso, de actividades no pecaminosas y que, incardinadas en la estructura del gremio, se proyectarían como modos éticos de servir al prójimo, vale decir, a la comunidad (aún en un sentido cercano, sin alcanzar el perímetro de la patria como concepto moderno).

Se desarrollarían en el seno del taller artesano (Borrajo 2010, 98) los oficios y los gremios como modos de “organización racional de la enseñanza del oficio” (Weber 2015, 83), es decir, como delimitando tipologías de trabajos, estableciendo gradaciones profesionales y métodos de promoción, así como regulaciones competenciales, de precios, etc.95, que en definitiva eran estrategias jurídicas de orden destinadas a estabilizar modos virtuosos del actuar instrumental humano –a través, cada vez más, de la esfera del Yo–96. En opinión de Martín Valverde (1987, XXII) podemos hablar en relación con estos “enclaves de trabajo libre y por cuenta ajena” de “ámbitos de formación de algunas reglas jurídicas, análogas en su sustancia y en su orientación a las que luego reaparecerían en el marco de la legislación del trabajo”.

Sin embargo, a esta primera racionalización jurídica del trabajo en el gremio, a este entramado social floreciente se le desprendieron, como es lógico, una serie de problemas y cuestiones concernientes a la reubicación de la actividad laboral y sus posibles desajustes; y en este punto, a medida que aumenta la complejidad social derivada de esta escapatoria a la economía de subsistencia, el ámbito jurídico recobra la importancia ordenadora perdida tras la caída del Imperio.

El desarrollo jurídico pasaría, así, por la relajación en la sujeción del trabajador a la tierra y a la encomienda que, evidentemente, resulta pal-mario en la economía de ciudad97, generándose un derecho municipal a modo de intervención estatal (Borrajo 2010, 99 y 100), relativamente estructurado en torno a la emergencia de la pobreza, que teje una burocracia regulativa (Susín Betrán 2000, 34) y que capta información externa (social, podríamos empezar a decir) para implementar las soluciones jurídicas98.

Las migraciones hacia la ciudad remozada de talleres y comercio en ciernes, los infortunios en las cosechas, las epidemias y otras coyunturas99 trasladaron el problema de la pobreza a un lugar central entre las mentes más autorizadas del siglo XIV. El protocapitalismo que despuntaba en sus primeras manifestaciones mercantiles constituyó un campo de posibilidad que hizo de la figura del pobre una suerte de mesa de experimentación sobre la que se ensayaría una alquimia epistemológica que aún no mane-jaba, sin embargo, el concepto trabajo como clave de operaciones jurídicas. No se trata, por tanto, de un derecho proyectado sobre la actividad laboral en sí. No se trata de un derecho que estructura racionalmente la función económica despejada de su entorno (salvo ese perímetro concreto del taller, como veíamos), sino que, precisamente, las manifestaciones jurídicas más relevantes que discernimos en esta época –vinculadas a la nueva asunción individual del trabajo– se ejercen sobre esa sintomatología del nuevo ciclo productivo que va tejiendo lo social, es decir, sobre los desajustes en la reestructuración de la nueva geografía humana: la pobreza va a erigirse como objeto de las primeras legislaciones que, durante la baja Edad Media, pretenden un orden renovado ante la dinámica revolucionada del burgo (Susín Betrán 2000, 21 y ss.). La pobreza se observa por las autoridades (y fijar una fuente legal en abstracto para la época es complicado, ya que depende de las competencias según territorios) como “un problema de hecho” (Susín Betrán 2000, 23).

Emerge –como señala Castel (1997, 39)– la preocupación por el vagabundeo y la marginación, que, si bien pueden constatarse “incluso desde antes del año 1000”, no es menos cierto –continúa el autor francés– que latía con poca fuerza al margen de la comunidad, sustanciada en desviados del orden previsto, escasos100. Por ello resulta interesante la proliferación de reglamentaciones asistenciales (Castel 1997, 43) vinculadas al prójimo, a través de las cuales puede narrarse en términos jurídicos la adaptación del itinerario cristiano a las nuevas formas productivas, desde la concepción elogiosa del marginado, del excluido, del vagabundo, a su posterior relación utilitaria con el trabajo, con el fenómeno de la desocupación y, por tanto, con la falta de voluntad en el ámbito de la nueva y celebrada autonomía del individuo: “No hay asistencia eficaz si no es por el trabajo” (Díez 2001, 65).

En una primera fase regulativa de la pobreza101, el movimiento racionalizador es simple en tanto que construye vectores de sentido jurídico de modo binario: se distingue al pobre verdadero del falso o fingido, de tal modo que “los pobres ‘verdaderos’, los de condición ‘involuntaria’, sufrían un aislamiento que a partir del siglo XV y fruto de un proceso de racionalización administrativa va adquiriendo la forma del hospital general” (Susín Betrán 2000, 24). Por otro lado, “los pobres ‘fingidos’, los de condición ‘voluntaria’, no solo no recibían la acogida de la acción caritativa, sino que descubierta su condición se veían sometidos a una serie de medidas represoras estructuradas con base a una legislación que posteriormente recibió el nombre de ‘sanguinaria’ ” (Susín Betrán 2000, 25).

Una segunda fase racionalizadora de la pobreza la va a conectar ya abiertamente con el factor laboral que, aun sin sistematizarse en un corpus económico cerrado, empieza a circular entre los primeros mercantilistas como variable económica relevante; Castel (1997, 44) sitúa en el siglo XIV el momento en el que se toma conciencia de la existencia de “un nuevo perfil de poblaciones carecientes que planteaban el problema de una nueva relación con el trabajo (o con el no-trabajo), más bien que una relación con el auxilio”. Sin embargo, otros autores retrasan esta conexión del problema con la variable trabajo al siglo XVI (Susín Betrán 2000, 25) (la disparidad en la datación responde a la dificultad de homogeneización de las fuentes jurídicas y corrientes de pensamiento en una Europa tan heterogénea).

En todo caso, entre finales del siglo XIV y el siglo XVI, se comienza a tener en consideración ideológica el desempleo como tal, es decir, el carácter negativo de no desempeñar un trabajo102 (no necesariamente vinculado al oficio del gremio, aunque este fuera central en la ciudad, en la vieja polis, en tanto que ámbito político por normar). Y esta consideración, según la datación de Castel, se tiene en cuenta antes de que la reforma religiosa pudiera desarrollarse como plataforma para el cambio social.

A partir de este punto se irían sucediendo variaciones en el alcance y sentido de la caridad y asistencia cristianas. El momento referencial es, así, el que deslegitima la exaltación de la pobreza en cuanto virtud cristiana para encauzar la preocupación por el prójimo en nuevas hormas de racionalización, hormas cada vez más complejas e informadas que acotan las pobrezas susceptibles de caridad y asistencia.

Si señalábamos un juicio del mendigo basado exclusivamente en la voluntariedad del sujeto –juicio discriminatorio según una clasificación binaria–, en esta segunda fase de racionalización de la pobreza señalamos la importancia de otros factores decisivos para el juicio en tanto que conectados a la posibilidad de prestar trabajo. Emerge, por tanto, una regulación que racionaliza el auxilio, despojándolo de su autoridad moral erga omnes y transformándolo en un instrumento eficaz de medida y orden aplicado pericialmente, según criterios externos a la moral.

En esta lógica se engarzarían las primeras medidas al respecto que, en modo gradual y a veces contradictorio, asumiría el cristianismo medieval; la “dramaturgia cristiana” se desplegaría sobre una determinada caracterización física de la indigencia, una caracterización relacionada directamente con la incapacidad para el trabajo y que Castel llama handicapología: “La impotencia del cuerpo, la vejez avanzada, la infancia abandonada, la enfermedad (preferentemente incurable), los defectos y las mutilaciones (preferentemente intolerables a la vista) fueron siempre los mejores pasaportes para ser asistidos” (Castel 1997, 49). Toda una serie de datos concretos cuyo análisis jurídico sería tramitado como información; esa información que prescribiría un tratamiento jurídico determinado103.

En resumen, dos serían los criterios fundamentales que conformarían la lógica asistencial bajo-medieval en el universo de fe cristiana, introduciendo ciertas circunstancias condicionadas por la idea trabajo como clave sobre la que pivotar: la proximidad del prójimo y su incapacidad física; requisitos ambos necesarios, de manera que la asistencia se encarecería a medida que aumentaba la complejidad social medieval y, por tanto, los riesgos situacionales104.

Un momento paradigmático en el que la legislación hace de la función productiva en sentido estricto su objeto (y no se basa ya en su entorno sintomatológico), sucede con la ordenanza de 1349, promulgada en Inglaterra por Eduardo III y conocida como “Estatuto de los Trabajadores” (Statute of Labourers). Se trata de un precedente (Susín Betrán 2000, 28) fundamental en la regulación de desajustes derivados directamente de las nuevas y dispersas prácticas económicas, de modo que, aunque se derive de coyunturas muy concretas y surja como remedio a una situación no extrapolable (la epidemia de peste negra), la solución que propone se ordena en torno al fenómeno del trabajo como actividad virtuosa per se105.

A través de este producto legislativo se sentaron las bases de una diná-mica que, a mediados del siglo XIV, ya había invertido su función ideológica en lo concerniente al trabajo, pero que no se generalizaría, en opinión de Susín Betrán (2000, 27), hasta el siglo XVI: “Es un estado intelectual que surge en ese siglo, y prolongándose en la Ilustración defiende la necesidad de adoptar medidas legales contra aquellos vagabundos y mendigos que estén en condiciones de trabajar”. Señaladamente, este “estado intelectual” tomaría cuerpo jurídico a través del “derecho de pobres isabelino” entre los siglos XVI y XVII (Susín Betrán 2000, 28-29).

De esta complejización del dogma, de su traslación a lo social, se desprenderían conceptos con un alcance operativo muy marcado. Así resulta ilustrativa la figura del pobre vergonzante, en la que concurrirían, de una parte, la fuerza retrógrada de la ideología precristiana y, de otra, la innegociable movilidad a la que se sometía al nuevo sujeto social. Ese punto contradictorio es el que marcan los indigentes de alta cuna, pobres procedentes de puestos honorables en quienes recaen fuerzas ideológicas de sentido contrario; individuos dignos destinados al ocio por designio natural que, sin embargo, no han alcanzado rango señorial en el nuevo orden y, por tanto, no pueden adaptarse a las nuevas necesidades laborales (no ya por razones físicas, sino de abolengo). Incardinado, por tanto, en las viejas lógicas estatutarias, el pobre vergonzante debería ser asistido según una lógica de excepción temprana a la norma del trabajo (Castel 1997, 65-66).

De esta misma encrucijada entre las viejas latencias y las renovadas operatividades surge la figura del mendigo válido. En la línea lógica apuntada hasta aquí encaja la siguiente cita de la ordenanza dictada en Francia en 1351 por Juan II:

“Quienes quieran dar limosna no la den a personas sanas de cuerpo y de miembros que puede ser necesario hacer que puedan ganarse la vida, sino la den a gente contrahecha, ciegos, lisiados y otras personas miserables” (cit. en Castel 1997, 66).

Igualmente, para el caso inglés, Castel (1997, 66) rescata la diferencia establecida por la ordenanza del rey Ricardo II en 1388 y que distingue al mendigo válido (“every person that goeth to begging an is able to serve or labor”) del inválido (“impotent beggars”). Es en esta figura del mendigo válido donde Castel (1997, 68) ubica el nacimiento de un problema aún sin resolver: “La incapacidad para bastarse a sí mismos en personas que pueden trabajar”106.

En definitiva, se desprende de lo anterior que las bases formales de la modernidad laboral estaban conformándose en el plano jurídico. Podemos, incluso, tomar esta ordenanza de 1349 como el evento paradigmático que señala una nueva categorización del trabajo. A partir de esta ordenanza, y con el mismo sentido, se sucederían por toda Europa legislaciones análogas. La desarticulación política tras la caída del Imperio comenzaba a reestructurarse en un nuevo entramado jurídico-laboral107:

“Inglaterra, Francia, Portugal, Aragón, Castilla, Baviera: en la mayoría de las regiones donde comenzaba a afirmarse un poder central se tomaban al mismo tiempo un conjunto sorprendentemente convergente de medidas para imponer un código rígido de trabajo y reprimir la indigencia ociosa y la movilidad de la mano de obra” (Castel 1997, 76).

Y es que las renovadas necesidades económicas, la reorganización laboral, la formalización jurídica y la conformación de centros de poder que gestionasen esta complejidad, dispuso un panorama de economistas, juristas, políticos, militares, burócratas, etc. en proporción directa a cada uno de esos centros de poder, es decir, una complejidad dispersa –y distinta a la centralidad de Roma– que era el germen del mundo moderno: nuevos campos de posibilidad que abrían el panorama a nuevos enunciados comunes.

Sería posteriormente, al albur de las novedades conceptuales del Rena-cimiento y la Reforma, cuando se plantee formal y expresamente el debate sobre la pobreza108 “cuyo primer testimonio estructurado es la obra de Juan Luís Vives109, De subventione pauperum” (Castel 1997, 53), que sin duda sería el tratado axiológico sobre el pobre de referencia; la obra del valenciano, escrita en el norte de Europa, sería en España ampliamente tratada (Borrajo 2010, 107), como escenario en el que la doctrina católica debería resolver contradicciones demasiado expresas110, contradicciones que la obra de Vives dispone al materializar “el espíritu puritano y laborioso de la burguesía mercantil que impulsa sus obras” (Susín Betrán 2000, 38).

Estos cálculos renovados de orden harían evolucionar los viejos remedios frente a la pobreza y la mendicidad, de tal modo que la reclusión en hospitales y las penalidades van tendiendo hacia cierta disciplinarización en el trabajo: “Se cuenta con elementos reguladores que alimentan la ya mentada ‘micropenalidad constante’ y que se orientan hacia una ‘generalización efectiva del trabajo’ ” (Susín Betrán 2000, 43). Pero Vives no solo insinuaría la penalización al no trabajador (Vives [1525] 2007, 109 y ss.), sino que, precisamente, su renovación del tratamiento del pobre se fraguaría en la apuesta por un sistema municipal –no necesariamente eclesiástico, aunque incardinado en el cristinanismo (Vives [1525] 2007, 55 y ss.)– que asumiera las nuevas regularidades del trabajo que determinaban al pobre para, de este modo, dignificar su vida.

En definitiva, siguiendo a Sotelo, podemos sintetizar el surgimiento de una nueva política social que toma al trabajo como referencia del siguiente modo:

“En suma, tres son los caracteres que conviene retener de la primera política social que se inicia con el despegue de las ciudades: 1) securalización, la caridad pasa de manos de la Iglesia a instituciones civiles; 2) burocratización, el cuidado de pobres queda en manos de organizaciones especializadas; 3) racionalización, como resultado de introducir criterios, pretendidamente objetivos, para prestar las ayudas, en las que prevalece el afán de disciplinar” (Sotelo 2010, 145-146).

Pero este afán de disciplinarización expresa, de acuerdo a un canon de orden positivo, no irrumpiría hasta que el desarrollo de la ciencia econó-mica no ofreciera un corpus de referencia más cerrado111. Castel (1997, 73) sintetiza las nuevas intenciones en cuatro puntos: a) El imperativo categórico del trabajo como tal; b) la obligación de aceptar las condiciones tradicionales de la tarea asignada (las geográficas y las propias del oficio); c) fijación de la retribución, bloqueada y no sujeta a negociaciones; d) prohibición de sustituir el trabajo por el socorro asistencial.

Estos problemas de prescripción a través de la prohibición ya fueron objeto para la labor política de las primeras administraciones relativamente complejas de los reinos medievales. Fueron, por tanto, objeto de legislación, que es un modo de decir que serían la causa de un entramado jurídico cada vez más tupido. No cabe “hablar, en términos rigurosos de una legislación o de un Derecho del Trabajo preliberales (…) Pero no es menos cierto que antes de la revolución liberal, en un clima ideológico nada hostil a la intervención pública, aparecieron con frecuencia regulaciones semejantes en su contenido a las de algunas normas laborales contemporáneas” (Martín Valverde 1987, XXII).

54. Dice Platón ([385 a.C.] 1987, 374), por boca de Sócrates: “No es cosa de cualquier hombre el imponer nombres, sino de un ‘nominador’. Y éste es, según parece, el legislador, el cual, desde luego, es entre los hombres el más escaso de los artesanos” ( Crátilo, 389a).

55. Las literalidades evangélicas que afianzan esta idea son numerosas: “Mi mandamiento es que os améis unos a otros” (Juan, 15:12; Sagrada Biblia 1119), que además era un mandamiento principal, según señala Mateo (22:39-40; Sagrada Biblia 1039): “(…) amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas”; y bajo esta Ley, no habría diferencias: “A todos los que lo recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Juan, 1:12; Sagrada Biblia 1101). En definitiva, la nueva religión propone un modo inédito de relación entre individuos: “Si, pues, vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre celestial os perdonará también” (Mateo, 6:14; Sagrada Biblia 1022). Usamos, para las referencias bíblicas, la edición Sagrada Biblia, versión directa de los textos primitivos y de la traducción de la vulgata latina al español, por Juan Straubinger, publicada en 1979 por Antalbe.

56. “La encarnación del Dios de los cristianos en los rasgos de su Hijo le confiere un rostro (prospon) y por lo tanto una personalidad (…). Su cuerpo mortal es el templo de un alma inmortal. Una concepción que fue sistematizada por los juristas del periodo medieval” (Supiot 2007, 59). Y es que “fue con el cristianismo cuando la personalidad se volvió un atributo reconocido para cualquier ser humano” (Supiot 2007, 59), un atributo que facultaría para la acción social.

57. En Roma ya comienza a darse cuenta del cambio epistemológico que, sin embargo, no se produce a golpe de decreto. Sanchís Gómez (2004, 38-39) ilustra este solapamiento de lógicas notando extrañas gradaciones e inciertas taxonomías que parecen palpar, desde la ideología clásica, las aristas de lo que se adivinaban como nuevos tiempos; en el mismo sentido, de Martino (1985, 218) afirma: “El trabajo dependiente se considera iliberal y sórdido, porque es retribuido no por el arte de quien lo ejerce; el salario es, pues, símbolo de esclavitud. Asimismo, se juzga con desprecio a los comerciantes y artesanos, porque no pueden tener las cualidades de un hombre libre. Los peores de todos son los que proveen a los placeres físicos, carniceros, pescaderos, cocineros, polleros. También los perfumeros, los bailarines y todos cuantos se exhiben en escenarios. Las artes liberales, como medicina, arquitectura, enseñanza, son recomendables, en cambio, pero el pequeño comercio no. Pero es muy significativo que se considere útil el comercio a gran escala, pues procede a la importación de muchos bienes y los distribuye a muchos sin engaño (…). En efecto, entre todas las cosas que producen riqueza, ninguna mejor que la agricultura, ni existe otra más rentable, más dulce, más digna de un hombre libre (…). Para la mentalidad romana lo repugnante era la propia idea de retribución, porque era como si el individuo se vendiese a sí mismo al vender a otros su trabajo”.

58. Hasta el punto de que, al menos en el pensamiento cristiano primitivo, Schumpeter (1994, 109) niega siquiera cualquier tentativo analítico económico o cualquier prescripción diáfana sobre el ámbito de lo que, retrospectivamente, podemos reconocer como social: “Nada de ello hay en los escritos de Clemente de Alejandría (c. 150-215), ni en los de Tertuliano (155-222), ni en los de san Cipriano (200-258), por no citar sino algunos de los que se ocuparon de los aspectos morales de los fenómenos económicos de su mundo (…) Ni siquiera (…) con el Edicto de Milán de Constantino (313), ha intentado la Iglesia un ataque frontal al sistema social existente o a alguna de sus instituciones más importantes”.

59. Santos Ortega y Poveda Rosa (2002, 28) hablan abiertamente de un reforzamiento del conjunto de significados negativos acerca del trabajo por parte de la teología cristiana, “inspirada en el pecado original y la condena divina”.

60. Mumford (2010, 433 y ss.) estira aún más el compromiso cristiano en esta reorientación positiva hacia las labores, y localiza, incluso, referentes tecnológicos y de ordenación disciplinaria; remite, en concreto, a la orden benedictina que, a partir del siglo VI, implementó “el desempeño de la labor cotidiana como deber cristiano”.

61. “Quien lea las fuentes sin los modernos prejuicios en pro del trabajo, se sorprenderá de lo poco que los padres de la Iglesia se aprovecharon para justificar el trabajo como castigo por el pecado original. Así, Santo Tomás no vacila en seguir a Aristóteles, en vez de la Biblia, en esta cuestión y en afirmar que sólo la necesidad de mantenerse vivo obliga a realizar el trabajo manual”. Así, “contrariamente a lo que algunos intérpretes modernos han creído ver en las fuentes cristianas, no hay indicaciones de la moderna glorificación de la labor en el Nuevo Testamento” (Arendt 1998, 341). Cfr. también, sobre este asunto, Jähnnichen (2013).

62. De Sócrates a los escolásticos, pasando por Platón y Aristóteles, la quietud, el pensamiento, el diálogo interno, la inactividad externa, etc, eran el estado en que “la verdad se revela finalmente al hombre” (Arendt 1998, 317) y, si acaso, la vita activa se consideraba benévolamente en la medida en que podía procurar ese estado contemplativo. No es casual, por tanto, la etimología de la palabra trabajo en castellano, utilizada hasta el siglo XVI para señalar la actividad del verdugo: “…del término latino tripalium, que hacía referencia a un instrumento de tres palos usado para atar y proceder a la tortura de los reos y para herrar a los caballos” (Santos Ortega y Poveda Rosa, 2002, 27); En el mismo sentido cfr. Sanchís Gómez (2004, 39). Puede considerarse también, según otros autores, aunque con denotaciones similares, la etimología “de trabs, trabis, traba, porque es el instrumento de sujeción del hombre” (Lastra, 2000, 195). Así, puede deducirse el modo en que dicho significante, partiendo de un punto ínfimo, fue ampliando su atribución de realidades hasta que –llegados al protocapitalismo– asume buena parte de las actividades desarrolladas en otros oficios, llegando incluso a convertirse en la palabra que define cualquier actividad remunerada. Hasta entonces, tal y como apuntan Santos y Poveda (2002, 27), se empleaban los términos laborar y obrar: “El primero procede de la palabra latina labor y el segundo de la igualmente latina opera, cuyo uso concreto se refería a las actividades que deben desempeñarse respecto a alguien –como por ejemplo algunos trabajos que el liberto debía cumplir respecto a su antiguo dueño–. A su vez, opera proviene del vocablo griego “ponos”, cuyo significado aludía a la pena. Operarius era, por tanto, en el antiguo imperio romano un hombre apenado, afligido, que debía realizar tareas para otros”. Solo las traducciones protestantes darían un sentido renovado al término que recogía las actividades mundanas de supervivencia: beruf, en alemán, proyectaría el trabajo como profesión (Weber 2015, 133), enraizada en cierto deber de conducta.

63. Ejemplos de estas ambivalencias de la religión cristiana son las siguientes que constata Sanchís Gómez (2004, 39): en el Génesis, “la idea de trabajo aparece relacionada con la de pecado, castigo y padecimientos” mientras que “Dios fue el primer trabajador” así como “puso a Adán en el Paraíso para que lo cultivase y guardase”. Igualmente rescatamos la “invitación evangélica a abandonarse en manos de la Providencia sin dejarse abrumar por los problemas cotidianos (…). Y, en el otro extremo, la admonición paulina –‘quien no trabaje que no coma’–. Más allá, por tanto, de elucubraciones acerca del ajuste ortodoxo entre los dogmas cristianos y las emergentes relaciones de trabajo, basta con señalar a la nueva religión como “religión abierta al trabajo” (Sanchís Gómez 2004, 39). Weber (2015, 130) advierte que el embrión capitalista bajo la hegemonía católica piensa el trabajo, si acaso, como “algo éticamente indiferente, tolerado, pero peligroso para la salvación debido al riesgo continuo de colisionar con la prohibición eclesial de la usura”. Puede consul-tarse la prolija clasificación histórica de ideologías y tradiciones que, entre eclecticismos y derrapajes, tramitan la idea del trabajo a través de valores cristianos (Le Goff 1983, 103 y ss.; 141 y ss.).

64. “La prioridad de la vida sobre todo lo demás había adquirido (…) la categoría de ‘verdad axiomática’, y como tal ha sobrevivido hasta nuestro mundo actual” (Arendt 1998, 342).

65. No podemos obviar que estas prácticas quedaban amparadas por los principios objetivos de la moral cristiana, que aún conservaba su papel probatorio: “Durante los siglos en que a la tradición le cabía todavía el papel de recurso probatorio, la fe en ella misma derivaba de la fe en la verdad objetiva” (Horkheimer 1973, 43). “Cuando estaban vivas las grandes concepciones religiosas y filosóficas, los hombres pensantes alababan la humildad y el amor fraterno, la justicia y el sentimiento humanitario, no porque fuese realista mantener tales principios, y en cambio riesgoso y desacertado desviarse de ellos, o porque tales máximas coincidieran mejor con su gusto, presuntamente libre. Se atenían a tales ideas porque percibían en ellas elementos de la verdad, porque las hacían armonizar con la idea del logos, bajo la forma de Dios, de espíritu trascendente o de la naturaleza como principio eterno” (Horkheimer 1973, 45). De este modo, y como se hará patente en los siguientes capítulos, los dogmas cristianos, sobre todo en su derivación católica, funcionarían posteriormente como elementos éticos de resistencia a la instrumentalización descarnada de la vita activa.

66. La Escolástica adelanta el método ilustrado de conocimiento mediante interpretaciones analíticas de lo revelado: “El catolicismo y la filosofía racionalista europea concordaban plenamente respecto a la existencia de una realidad acerca de la cual podía obtenerse semejante entendimiento” (Horkheimer 1973, 28). Según Bueno (2015), etic, la Ilustración sería el resultado de cierta evolución –negada– en el racionalismo católico, que desembocaría en el proceso de laicización de los métodos analíticos. En palabras de Supiot (2007, 93), “el giro de la ciencia moderna se dio cuando en vez de convertirse en guardianes de las leyes divinas, los doctos se dedicaron a descifrarlas en su invariabilidad. La hipótesis de la existencia de ‘leyes que Dios ha establecido en la naturaleza’ (la expresión pertenece a Descartes) hacía pensable, en efecto, el descubrimiento de dichas leyes y su expresión matemática”.

67. Agamben (2008) propone, a modo de diccionario de epistemologías, la proyección de la gloria, según la terminología cristiana, en la oikonomia moderna, como una forma de poder que funciona a través de la aclamación del consenso. El estudio, lejos de quedarse en una hipótesis sobre totalidades borrosas, analiza los resortes simbólicos y operativos del cristianismo, proyectándolos hacia la Modernidad, que los recoge y re-articula.

68. “A menudo se ha negado que los argumentos escolásticos fueran de naturaleza analítica, por la razón de que esas argumentaciones no pueden haber sido sino argumentos de autoridad: puesto que estaban sometidos a la autoridad del papa, aquellos intelectuales no tenían más método posible para asentar o refutar una proposición que el de aducir a favor o en contra suyo autoridades literarias reconocidas por la suprema autoridad pontificia. Pero no ha sido así. Una referencia a santo Tomás podría aclarar la cuestión. Santo Tomás enseñaba, en efecto, que la autoridad era de importancia decisiva en las cuestiones relacionadas con la Revelación –la autoridad de aquellos a quienes ha sido hecha la Revelación–, pero también decía que en todo lo demás (incluyendo, naturalmente, el campo de la economía) todo argumento de autoridad es ‘sumamente débil’ ” (Schumpeter 1994, 115).

69. “Todas las cosas se siguieron embutiendo en la horma aristotélica, y ninguna cosa, por cierto, de modo tan completo como la economía escolástica” (Schumpeter 1994, 127).

70. “Poca verdad contiene la leyenda de que una nueva luz brilló repentinamente sobre el universo y fue tenazmente combatida por los poderes de las tinieblas, o que un nuevo espíritu de libre investigación chocó con los sicarios de un obstinado auto-ritarismo” (Schumpeter 1994, 118); esta misma sentencia es central en la siguiente afirmación de Bueno (2009): “La contribución de la Iglesia cristiana, o si se prefiere, de los científicos cristianos que ocuparon la primera línea en la evolución de la ciencia moderna o contemporánea, deja en ridículo a la visión que, desde la Ilustración principalmente, pero sobre todo a lo largo del siglo XIX (Draper, por ejemplo), pretendió presentar al cristianismo, y en particular al catolicismo, como una corriente reaccionaria que frenó las posibilidades que en el Renacimiento se habrían abierto para reanudar el racionalismo antiguo (los famosos ‘casos’ de Giordano Bruno y de Galileo). Porque el Renacimiento no puede entenderse al margen, precisamente, del aliento de la Iglesia romana”.

71. Se trata de la revolución teológico-filosófica que, en lo que respecta al análisis sociológico y económico, renueva sus posibilidades a partir de “la resurrección del pensamiento aristotélico” (Schumpeter 1994, 126). “La sociología y la economía no tenían departamentos propios. Al principio fueron parte de la teología moral, o ética, que era ella misma parte de la teología sobrenatural y de la teología natural. Luego, sobre todo en el siglo XVI, los temas sociológicos y económicos se trataron dentro del sistema de la jurisprudencia escolástica. A veces se estudiaron aisladamente cuestiones concretas, sobre todo acerca del dinero y el interés. Lo mismo se puede decir de las cuestiones políticas. Pero nunca se trató de un modo sustantivo la economía en su conjunto o como un cuerpo unitario de problemas” (Schumpeter 1994, 122). “Santo Tomás (…) sólo alude a fenómenos económicos cuando éstos suscitan problemas de teología moral” (Schumpeter 1994, 129).

72. Aristóteles (su obra), a través de la Escolástica, quedaría despojado de su naturalismo y debería asumir los presupuestos cristianos que, sacralizando la vida y la autonomía de los cuerpos, añadirían cortapisas a las viejas prácticas políticas y económicas: “Por eso les bastó la enseñanza de Aristóteles y no fueron casi más allá en este terreno. Había sin duda una diferencia de tono moral y visión cultural, así como un cambio de acentos que se explica por la diferencia entre los esquemas sociales del griego y los escolásticos” (Schumpeter 1994, 129).

73. Schumpeter apunta algunas sustanciaciones de esta vehiculización dirigida en clave cristiana, como la del comercio: “Después del siglo XIII se produce un cambio importante en la actitud de los doctores escolásticos respecto de la actividad comercial. Pero la escolástica del siglo XIII mantiene sin duda la opinión expresada por santo Tomás, a saber, que el comercio como tal tiene ‘algo de vil’ ” (Schumpeter 1994, 129). Como vil pudo considerarse la propiedad privada en el ámbito de una comunidad delimitada, como la comunidad monacal (el correlato del oiko –la casa– clásico), donde se vislumbra con claridad la idea de bien público, reinterpretada en la pluma de Tomás de Aquino: “La veta individualista y utilitarista y la acentuación de un Bien Público racionalmente percibido atraviesan toda la sociología de santo Tomás. Baste con un ejemplo, que es el más importante de todos: la teoría de la propiedad (…) Los hombres se esforzarán más denodadamente en beneficio propio que en el de los demás” (Schumpeter 1994, 131).

74. “Es evidente que el motivo del análisis escolástico no fue la curiosidad científica pura, sino el deseo de entender algo que estaban llamados a juzgar desde un punto de vista moral (…). Tenían que exponer ante todo preceptos morales que fueran inmutables por principio. En segundo lugar tenían que enseñar la aplicación de esos preceptos a casos individuales que se produjeran en una variedad casi infinita de circunstancias” (Schumpeter 1994, 141). En cierto modo, Smith ([1759] 2013; [1776] 2009), quien también se inicia en la economía a partir de la moral (escribe su teoría de los sentimientos morales en 1759, diecisiete años antes que su investigación sobre la riqueza de las naciones), puede considerarse, como veremos, el avance definitivo que desgarra las prescripciones dirigidas a la persona para componer una sistemática dirigida a las poblaciones (a sus legisladores y gobernantes).

75. Bueno (1972, 22-23) refiere incluso que la propia reflexividad científica de la economía política –concebida a través de lo que Althusser (1976, 52 y ss.) llamaría el corte epistemológico– pudo ser representado por los propios escolásticos a partir de la idea de abstracción. En este sentido, la Escuela de Salamanca representaría esta capacidad de abstracción económica que comunica en términos enteramente económicos (teoría del valor-escasez), aunque sin enjuagar el sentido moral de sus proposiciones (el justiprecio y la condena de la usura); –cfr., por ejemplo, Grice Hutchinson (2005); Azevedo y Moreira (2013), Melé (2013) y Dierksmeir (2013)–; en concreto, la obra del escolástico navarro Martín de Azpilcueta encarna de modo muy concreto y cercano aquellas elucubraciones –cfr., por ejemplo, Muñoz de Juana (2000).

76. Interpretamos, por tanto, retrospectivamente, que en el canal de pensamiento escolástico sedimentaron buena parte de las concepciones adaptadas al nuevo modelo de intercambio y acumulación: “Su concepto axial fue el de Bien Público, el cual dominó también su sociología económica. Ese bien público se concebía de un modo inequívocamente utilitarista, con referencia a la satisfacción de las necesidades económicas de los individuos tal como las identifica la razón o ratio recta (…) del observador”. (Schumpeter 1994, 136). La lógica escolástica, antes que proponer abiertamente el cambio de estructuras, abría posibilidades de desarrollo que, como es sabido, desbordarían por completo esa ratio recta de las necesidades del individuo, buscando nuevas hormas, nuevas estructuras en las que encajar. Cfr. también, en este sentido, Fraile (2002).

77. San Pablo caracterizaría al cristianismo por una ruptura radical con la esencia territorialista judía, por una desvinculación del culto y la sacralidad tópica ligada al Templo de Jerusalén, como institucionalización de ciertas prácticas heterodoxas de espiritualización del Templo (Johnson 2010, 33-34; 65 y ss.).

78. En la medida en que las actividades invertidas en la confección de la mercancía no serían fundamentales para comprender los nuevos modos de intercambio y relación, el pensamiento escolástico no acabaría de definir la operatividad del término trabajo en la economía venidera: “Los escolásticos tardíos, particularmente Molina, dejan completamente en claro que el coste, aunque es un factor de la determinación del valor de cambio (o precio), no es la fuente lógica o “causa” de éste (…) Aún menos se puede atribuir a estos autores una teoría del valor-trabajo (…) Habría que tener presente que la mera acentuación de la importancia del elemento trabajo o esfuerzo en el proceso económico no equivale a la postulación de la tesis según la cual el gasto de trabajo explica o causa el valor” (Schumpeter 1994, 137).

79. La Escolástica se mantiene, por tanto, en cierta fijación mercantilista del valor de cambio heredada de los clásicos que, sin embargo, deja entrever al “hombre económico de épocas posteriores”, que asoma “ya en la concepción de la ‘razón económica prudente’, frase tomista que adquirió una connotación nada tomista por la interpretación de Juan de Lugo: la prudente razón implica en efecto, según Lugo, la intención de conseguir ganancias por cualquier medio legítimo. Esa tesis no equivalía a una redonda aprobación moral de la caza de beneficios” (Schum-peter 1994, 138).

80. La parábola del Evangelio en la que Cristo, para estupefacción de los rabinos, perdona al paralítico antes de sanarlo (Mateo 9:1-8; Sagrada Biblia, 1024. Y Lucas 5: 17-26; Sagrada Biblia 1979, 1074) ilustra este cambio de concepción en la gobernación misma: los rabinos consideran insoportable que un hombre perdone a otro hombre, ya que solo Dios puede perdonar; esta nueva política introduciría inusitadas posibilidades normativas en torno a la pobreza (ahora perdonable) que irían caracterizando la Modernidad desde resortes teóricos cristianos: “Mientras que el hombre medieval sólo ocupaba un lugar subordinado a la omnipotencia divina, el hombre moderno podrá pensarse como el centro intelectual del mundo. A través del Estado jurista, fundará por sí mismo el orden de la sociedad humana” (Supiot 2007, 98).

81. De este campo de batalla se evaden dos líneas de pensamiento que habilitan la formalidad del proceso subjetivista como único juicio válido para contribuir al bien común: “Las dos fuerzas espirituales que no estaban de acuerdo con esta premisa especial eran el calvinismo, con su doctrina del deus absconditus, y el empirismo con su opinión, primero implícita y luego explícita, de que la metafísica se ocupaba exclusivamente de pseudoproblemas (…). La Iglesia católica se oponía a la filosofía precisamente porque los nuevos sistemas metafísicos afirmaban la posibilidad de una comprensión que autónomamente había de determinar las decisiones morales y religiosas del hombre” (Horkheimer 1973, 28).

82. Algunos autores, como Borrajo (2010, 94), señalan otros precedentes que ya evidenciaban la ruptura epistemológica en torno al trabajo, notando así la transición gradual apreciable en el movimiento escolástico: “La vocación y el trabajo, las dos grandes afirmaciones del luteranismo poco tiempo después, se presentaron desde los siglos XIV y XV como factores de promoción individual y social”. En todo caso, es reseñable –para calibrar los tiempos evolutivos según los territorios– la permanencia, en España y, en general, en el sur de Europa, de cierta “moral de hidalgo” que mantendría latente la indignidad del trabajo (Borrajo 2010, 104) en eso que Sanchís Gómez (2004, 42) titula “la excepción española”.

83. La escenificación historiográfica basada en la ruptura protestante no recoge, para Schumpeter, la importancia de los estudios escolásticos: “Los autores laicos e incluso clérigos (…) no conseguían entender la lógica finamente tejida por los escolásticos y, por lo tanto, la despreciaban como mera sofística; y en parte porque, como muchos de ellos eran enemigos de la Iglesia Católica o de los doctores escolásticos por razones políticas y religiosas, no podían discutir esta cuestión de política sin desprecio o invectivas. Esto produjo la impresión de una batalla entre principios teóricos viejos y nuevos, impresión que, pues deforma la imagen de una fase de la historia del análisis económico, parecía importante disipar” (Schumpeter 1994, 146).

84. “El ethos del protestantismo ascético logra que la acción racional conforme a valores se eleve a principio rector de la actividad racional conforme a fines: que toda actividad según fines adquiera un carácter de práctica ‘vocacional’ (…). Razón objetiva es la acción vocacional, ya no la contemplación (…). Ese fin-valor debe cumplirse en el tiempo que dura la vida completa del sujeto. Y la porción de mundo, espacio en el que ha de actuar por deber, coincide con el marcado por la actividad diaria” (Ruano 1999, 110). Cfr. en este sentido, el análisis de Bericat Alastuey (2001).

85. “El lucro despiadado que no se vincula interiormente a ninguna norma ha existido en todas las épocas de la historia siempre que de hecho fue posible” (Weber 2015, 116). Tomás de Aquino –cfr. Weber (2015, 129)– advierte ya la existencia de un lucro no pecaminoso, que es un lucro torpe, impuro (turpitudo), un lucro que, lejos de la usura, es inevitable en tanto que implícito en las actividades rutinarias. La ampliación gradual de estas banalidades rutinarias hasta la normalidad del trabajo sería cuestión de tiempo y literatura que lo validase.

86. “Era una forma de organización ‘capitalista’ en todos los aspectos si consideramos el carácter puramente comercial de los empresarios, el hecho de que fuera imprescindible la intervención de capitales para invertirlos en el negocio y el aspecto objetivo del proceso económico o la manera de llevar la contabilidad. Pero era una economía ‘tradicionalista’ si consideramos el espíritu que animaba a los empresarios: la actitud tradicional ante la vida, la cuantía tradicional del beneficio, la medida tradicional del trabajo…” (Weber 2015, 124).

87. En realidad, no podemos comprender estas relaciones conceptuales en términos de automatismo, sino como “relación de adecuación” (Weber 2015, 122). Un ejemplo de rutinas que escenifica el proceso sostenido de cambio de paradigma (o modulación del paradigma anterior) puede ser el siguiente: “Lo que pasó fue a menudo simplemente esto: que algún joven de una de estas familias de empresarios de trabajo doméstico se marchó de la ciudad al campo, eligió cuidadosamente los tejedores que necesitaba, aumentó rápidamente la dependencia y control de estos por su parte, educó a estos campesinos para ser trabajadores, se encargó de la venta visitando personalmente a los compradores últimos…” (Weber 2015, 124); en esas actividades directivas que giran en torno al trabajo como clave de sostenibilidad de la empresa (y que extienden, por tanto, el simple encaje coyuntural del producto en el mercado inmediato) se gesta la nueva ética.

88. Objetivador en tanto que formula un fin a través del propio medio: “Aquí es imprescindible no sólo un sentimiento de responsabilidad muy desarrollado, sino sobre todo una mentalidad que al menos durante el trabajo no se esté preguntando continuamente cómo ganar el sueldo habitual con un máximo de comodidad y un mínimo de rendimiento y realice el trabajo como si fuera un fin en sí mismo (una ‘profesión’)” (Weber 2015, 119).

89. “Quien no adapta la conducción de su vida a las condiciones del éxito capitalista sucumbe o no triunfa” (Weber 2015, 127).

90. Debe notarse también que este relato de causalidades no se arroga la univocidad marxiana que hace depender la superestructura de las relaciones materiales (Weber 2015, 131), ya que ambos campos de lo real se condicionan mutuamente en relaciones heterogéneas, al punto de que en este punto cabe el relato contrario al de la vulgata marxista, según el cual la religión estaría haciendo economía.

91. La formalidad jurídica del colono le hacía libre y, más allá de la materialidad de esta circunstancia, sujeta a muchas particularidades, lo cierto es que la formalidad funcionaba como modo de proyectarle un futuro posible: “El colono era un hombre libre; podía casarse, adquirir y hacerse acreedor o deudor; pero le estaba prohibido en absoluto enajenar sin el consentimiento de su amo. Sus bienes garantizaban el pago del censo y del impuesto territorial. No podía ejercer ningún cargo político” (Lastra 2000, 200).

92. Borrajo (2010, 95 y 96) apunta la categorización de García Gallo para equiparar la vieja dicotomía del pasado: si bien aún podía distinguirse entre pueblo libre y siervos, la vinculación de la subsistencia a la tierra homogeneizaba a ambos grupos formales en torno a la labranza.

93. El sistema feudal “creó una forma de organización social en su conjunto, en todos los niveles, desde el económico hasta el ideológico, pasando por el institucional y político. El feudalismo es el producto de la síntesis de ‘formas germánicas y romanas, que dieron origen a un nuevo orden social’ ” (Lastra 2000, 206).

94. El desarrollo de las ciudades y de la industria –en el sentido que puede tener tal significante en la Antigüedad– se destapó como tangente escapatoria al círculo de guerra-conquista-esclavitud, integrando en las nuevas hormas de ordenación del trabajo la posibilidad del trabajo asalariado (Cfr. de Martino 1985, 214 y ss.); o, como apunta Borrajo (2010, 93), manteniéndose esta posibilidad metropolitana a modo de línea inmanente que, tras su emergencia, fagocitaría la lógica de la labranza.

95. La organización gremial adquiere un doble sentido en función del orden histó-rico que la observe: si la legislación antigremial venidera sería fundamental para comprender una evolución mercantilista de estos embriones de empresa, desde la perspectiva del orden medieval, sin embargo, se elaborarían medidas contra esta dinámica de acumulaciones primeras, asunto de “oligarcas urbanos y nobles subversivos”, que serían un modo de evitar la libertad laboral (Blanchard, Monsalvo [et al.] 1996, 57). Sobre la proyección de cierta función empresarial de los gremios, cfr. Campana (2010).

96. En el gremio se sustancia aquella disciplina benedictina que refiere Mumford (2010, 433 y ss.), recogida también por Ruano (1999, 110): “Resulta ya obvia la continuidad de ‘sentido’ entre el ascetismo monacal cristiano (ascetismo extramundano) y este tipo de ascetismo ‘vuelto al mundo’ (intramundano) (…) Pero el ascetismo protestante se caracteriza y distingue del ascetismo extramundano de las órdenes monacales por su interesada implicación en la transformación técnico-pragmática del mundo, pues sólo esta transformación permite al piadoso autorreconocerse como verdadero instrumento divino (…). Filtra, pues, en el ámbito de la práctica profesional la estructura de pensamiento que ya existía –aunque ‘enclaustrada’ en el plano cultural– en la ascesis religiosa del medievo’ ” (Ruano 1999, 109-110).

97. Si bien Borrajo (2010, 97) ya destaca a partir del siglo XII un aumento destacado de la prestación de servicios libres en el campo.

98. Porque “la política social se remonta a épocas muy anteriores a la explosión de la ‘cuestión social’ ” (Sotelo 2010, 140). Podemos decir que el derecho ya comenzaba a implementar sensibilidades poco documentables, poco explícitas en la burocracia, pero ya presentes de algún modo: “Y es en esta tarea de codificación, de formalización de la cuestión de la pobreza, donde interesa prestar atención a la ‘fuerza de la norma’ ” (Susín Betrán 2000, 30).

99. Cfr. Mollat (1988, 193 y ss.) para una tesis panorámica de las causas del aumento de la pobreza.

100. “Ése era el universo de la selva y las landas en torno a la ermita, del caballero errante, de los carbonarios, los salteadores y también las fuerzas mágicas y maléficas –pero fuera de los límites y en rigor excluidos del mundo organizado–” (Castel, 1997, 39).

101. Díez (2001, 66-68) refiere algunas de las primeras regulaciones que castigaban el ejercicio de la mendicidad y la vagancia; en España, por ese desfase en la implantación del tratamiento del pobre que señalábamos en la nota 31, la problemática moral sería central aun en el siglo XVIII (cfr. Pérez Estévez 1976), cuando ya algunos territorios europeos se internaban en los recodos de la economía moderna.

102. Remarcamos la consideración ideológica del desempleo como no trabajar, ya que el concepto técnico no se fraguaría hasta finales del siglo XIX (cfr. Topalov 1994).

103. En este sentido, las leyes de pobres inglesas “son un punto de referencia básico a la hora de comprender la genealogía del discurso liberal sobre el gobierno de pobres” (Susín Betrán 2000, 27).

104. “Se delimita la zona de la asistencia, o por lo menos su núcleo, en la intersección de estos dos ejes” (Castel 1997, 62). De este modo, la seguridad frente a esos riesgos no puede encontrarse más allá de la consideración popular de estar concurriendo aquellas circunstancias, ya que, en un principio, no existe organización administrativa del poder al respecto, salvo la propia del sistema de feudos (Castel 1997, 64).

105. El Estatuto fue consecuencia directa de la peste negra: el descenso de mano de obra provocaría un vertiginoso aumento de salarios y una insoportable inflación consiguiente, reduciendo así la capacidad competitiva del Reino. Tal racionalización jurídica hubo de atajar la desviación de esa norma social hasta entonces imperante que mantenía el salario de los trabajadores en el montante de la subsistencia (a modo del sobrevenido dogma doctrinal mercantilista de la utilidad de la pobreza, cuya hegemonía, sin embargo, fue puesta en duda por diversos autores (cfr. Díez 2001, 76). Se dio, por tanto, una situación casual que adelantó las circunstancias generales por las que, a partir del siglo XVI, el tratamiento de la pobreza estaría directamente vinculado con la actividad laboral, con la disponibilidad de la mano de obra y la movilidad del sujeto trabajador.

106. En España encontramos una normalización de esta disciplina en la conocida como ordenanza de Menestrales, publicada por las Cortes de Valladolid en 1351 (Borrajo 2010, 98), en la que se traza la excepción a la norma de trabajar por parte de aquellos et aquellas que ovieren tales enfermedades et lissiones o gran grand vejez quelo non puedan ffazer, et moços et moças menores de hedat de doze annos (cit. en Luchia 2012, nota 36, referida a la publicación: Cortes de León y Castilla, Real Academia de la Historia, T. II, Madrid, 1863, “Ordenamiento de fijosdalgos”, p. 76).

107. “El proceso económico estaba desarrollando esquemas de vida que requerían formas jurídicas –especialmente un sistema de contratos– del tipo elaborado por los juristas romanos” (Schumpeter 1994, 127).

108. Cfr. en este sentido Díez (2001 64 y 65), concretamente sus apuntes sobre la importancia de la política de pobres en el pensamiento de Bernardo Ward y Pedro R. Campomanes.

109. Vives ([1525] 2007) sería el primer sistematizador de la pobreza como problema colectivo, de tal modo que su análisis de la cuestión le lleva a considerar factores originarios ligados al trabajo (Sotelo 2010, 141 y ss.): “Frente a la idea tradicional de que la pobreza sería un mal imposible de erradicar, la Modernidad lo enfoca como un fenómeno social que cabe paliar y, a la larga, incluso tal vez suprimir (…) Para Vives resulta evidente que para resolver el problema de la pobreza es condición ineludible dar empleo a todo el que lo necesite, pero ante la imposibilidad de llevarlo a cabo, las autoridades se han de preocupar cuanto menos de adiestrar a los más desfavorecidos en un oficio que ayude a obtenerlo” (Sotelo 2010, 143). En esta misma línea, Susín Betrán (2000, 32) señala que “Vives encabeza (…) toda una reflexión sobre una nueva racionalización de la caridad que con la base de la estigmatización y represión de la mendicidad y la divinización del valor trabajo como elemento integración-anulación, se va a desarrollar”. Debe notarse que este “valor trabajo” que refiere Susín aún no está codificado en clave económica, sino que toma sentido moral en tanto que se estructura, a partir de la relación entre trabajo y pobreza, una axiología de nuevo cuño, esta vez más terrenal o más deducida de elementos de medición más posible. “Vives (…) establece una diversidad de destinos para los pobres. El trabajo si son útiles, los hospitales si necesitan ser socorridos y las penas que causen aflicción si no respetan las leyes” (Susín Betrán 2000, 37).

110. En España, “ninguna de (estas propuestas) consiguió romper de forma absoluta con la concepción y el tratamiento tradicional y sacralizado de la pobreza” (Susín Betrán 2000, 52).

111. Las primeras workhouses surgen en el siglo XVII, aunque es cierto que no se estandarizaría su uso hasta el siglo XVIII, en una fase de racionalización jurídica posterior (cfr. infra §4.b.i).

Sentido dogmático del derecho penal del trabajo desde la evolución histórica de la ordenación jurídica laboral

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