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§1 Racionalización del trabajo en la antigüedad 1.A. RELATO DE LAS NORMATIVIDADES DEL TRABAJO EN LA ANTIGÜEDAD. LA FORMULACIÓN DEL TRABAJO ENTRE LO NATURAL Y LA OIKO-NOMOS

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Conceptuar el trabajo como actividad humana es una cuestión compleja. El trabajo representa la normalización de acciones que, aun diversas en su concreción, pretenden satisfacer una necesidad o deseo con cierta sistematicidad; esto concierne una metodología de previsión y racionalización determinadas1. Trabajar, por tanto, es la representación más extendida de cierta razón instrumental sistematizada.

Es tarea de los antropólogos la localización de técnicas instrumentales que, usadas por las variaciones del homo, marquen trabajos (Chirinos 2006) –del palo que extrae hormigas de un agujero a la elaboración de herramientas cortantes a partir del sílex–. Quizá en esa clave puede señalarse el origen, en un sentido laxo, del trabajo. Sin embargo, a efectos de las normas que lo hacen recurrente, que lo sistematizan, lo que nos interesa es bien distinto. Nos interesa localizar momentos en los que el ser humano comunica, documenta y precisa un fin para el uso de ciertos instrumentos o técnicas. Solo entonces podemos hablar de prácticas laborales, de conciencia del trabajo y de una conceptuación primaria del mismo, cuestión que reenvía a la relación con otros a través del instrumento, es decir, un modo primigenio de relación laboral comprendida en la dimensión social de la acción2 que refiere Weber (2014, 130).

De este modo, no tiene sentido para nuestros propósitos pensar las prácticas laborales en la Prehistoria, vale decir, antes de los documentos; pero tampoco debemos hipotecar estas prácticas laborales a su conformación originaria desde una determinada fuente normativa escrita. Debemos discernirlas, sin embargo, a partir de la abstracción de prácticas, de acciones sociales que encajen, al menos fenoménicamente, en la concepción de trabajo más básica que puede ser pensada retrospectivamente. Y la trascendencia de esta abstracción –hasta ser sancionada por autoridades que validen el uso y exportación del concepto– solo puede comprenderse en el tejido de ideas y principios de orden del mundo que caracterizan distintas épocas y territorios3.

La lingüística y la etimología (Rieznik 2007, 17) recogen esas primeras comunicaciones en discursos y significantes dispersos, desde los textos de Jenofonte a los de Cicerón, pasando por los de Aristóteles. Son esas comunicaciones las que, a su vez, señalan el ámbito de las posibilidades de acción laborales, ya que su mera concepción potencia su manejo en otros contextos. Se da, de este modo, una retroalimentación entre las prácticas humanas, su conceptuación como trabajo y, a partir de dicha simbolización comunicativa, su práctica reformulada.

Es en esta dinámica de conceptuaciones sobrevenidas cuando puede esbozarse un primer perímetro de lo económico. La economía es la disciplina de conocimiento que desborda aquella relación entre la acción instrumental y ciertas necesidades (Weber 2014, 188-189), ya que en tanto que irrumpen formas de tomar ventaja frente a otros que trabajan –que también actúan para prestarse los resortes básicos para sobrevivir– irrumpe igualmente una carrera de técnicas que excede la línea de la necesidad como límite inquebrantable de la acción práctica. Sin embargo, la sanción abstracta de la norma del trabajo gravitaría en torno a esta idea central durante siglos: el trabajo es el conjunto de acciones necesarias para la subsistencia del cuerpo; idea tan central como ilusoria materialmente, ya que el juego económico haría de estas acciones necesarias algo más que un ejercicio de subsistencia autárquico. El trabajo dejaría de ser mera técnica para convertirse en un modo de instrumentación óptimo (Weber 2014, 190-191) adaptado al resto de normatividades sociales (clavar un clavo para producir una silla se hará norma si no hay otro sistema más adaptado de producción de sillas, es decir, si la silla se produce en cierto marco de razonabilidad de mercado).

El trabajo, así, toma un sentido diferenciado del de técnica en un campo de significados más amplio, en unas coordenadas económicas que criban las técnicas más aptas con arreglo a ciertos fines. En esa clave, la normatividad económica señalaría trabajos como técnicas reiterativas más provechosas que otras; e, inversamente, excluiría del perímetro conceptual del trabajo aquellas otras técnicas poco eficaces en un deter-minado mercado4.

De este modo, la normatividad económica iría construyéndose desde los factores sociales que harían variar las técnicas de instrumentación más provechosas y, por tanto, las más adaptadas. Así es como la sanción del soberano, la ley, atendería desde muy temprano a las relaciones económicas, en las que se depura el concepto de trabajo mediante una abstracción de las técnicas más adecuadas y extrapolables.

Desde una perspectiva historiográfica, Schumpeter (1994) conviene que es en la civilización grecorromana el contexto en el que se fraguan tantos conceptos económicos como para conformar una mínima disciplina de conocimiento económico. Si bien es cierto que ya en las “teocracias nacionales de la Antigüedad” pudo darse un “pensamiento económico general”, el “análisis económico (…) no empieza sino con los griegos” (Schumpeter 1994, 88).

Si bien ya durante las civilizaciones mesopotámica y egipcia se desarrollan unas primeras formas de esclavitud, no será hasta el desarrollo de las civilizaciones greco-romanas cuando la complejidad social –a través del comercio, la expansión bélica, el derecho, etc.– haga que el estatuto jurídico de la esclavitud adquiera una centralidad vertebradora (Weber 1989, 42)5. Vislumbramos, por tanto, los campos de constitución más relevantes que posibilitan una serie de enunciados compartidos: la labor agraria como piedra angular de la sostenibilidad de las poblaciones, la extracción minera (Chamocho Cantudo y Ramos Vázquez 2013, 38-40), las posibilidades comerciales marítimas del Mediterráneo, la política de guerra y expansión que garantiza el dominio de grandes superficies agrícolas y la captura de ejércitos enemigos empleados como mano de obra forzada. Todo ello concurriría hasta conformar cierto soporte ideológico tradicional que naturalizaría el estatus del esclavo y, sobre todo, un derecho que lo institucionalizaría positivamente en Roma.

Puede localizarse, por tanto, una primera referencia compartida, mínimamente pacificada, de la categoría trabajo en el esclavismo griego6. La normatividad económica, paulatinamente, genera otros conceptos relacionados. En la textura conceptual compuesta se cruzan diversas posibilidades técnicas que se condicionan entre sí, en su contraste, exportándose y generalizándose el uso de algunas. Los discursos –de procedencia mun-dana o soberana– se suceden como modo de afianzamiento de una norma de transformación entre varias, marcándose su validez a través de la fijación de conceptos como escasez, necesidad, función, tarea, etc. Los juegos de técnicas cada vez condicionarían más los protocolos virtuosos; y esa virtud, a su vez, se comunicaba. La historiografía económica rescata una serie de hitos que marcan ciertas regularidades instrumentales, técnicas –laborales, en definitiva– durante la antigua Grecia. Pero estos hitos solo pueden validarse en su provisionalidad, como balizas de corrientes complejas que recorren y problematizan su valor simbólico, siempre sujetas a análisis renovados; en este sentido, solo son útiles para nuestro estudio en tanto que son constantemente superadas; y así debemos seguir comprendiendo nuestro presente normativo.

Schumpeter (1994, 89) detecta ya esta tendencia hacia la obturación de cierto campo conceptual –que no implica, como decimos, la autonomía científica recursiva propia de las ciencias modernas– en el anclaje comunicativo que supone nominar y poner en juego ciertas normas de la casa (oikos-nomos), tal y como las titulase Jenofonte ([400 a.C.] 2006) en su El económico, como si así pudiera, simplemente, hablarse sobre economía. Es en este campo normativo donde podemos señalar cierta referencia común a esa racionalidad instrumental que, proponiendo un mismo sentido en diversas circunstancias, conceptuaríamos como trabajo.

El origen de esta sedimentación de referencias que procuraban posibilidades comunicativas entre analistas o narradores de realidades diversas puede retrotraernos indefinidamente: en Los Trabajos y los días de Hesíodo ([700 a.C.] 1978), por ejemplo, se aborda la cuestión del trabajo a través de la escasez7: en ese concepto se señala la clave para una determinada rutina transformadora, laboral. Hesíodo vincula, así, la producción de bienes a lo necesario para la subsistencia de una comunidad, de tal modo que las técnicas que excedan este horizonte no serían económicamente razonables. Casi trescientos años más tarde, Demócrito –cfr., para consultar algunos de los fragmentos que se conservan del filósofo atomista, Bernabé (2008, 284 y ss.)– parecía litigar con Hesíodo –esencialmente porque ambos hablaban vagamente de economía– arguyendo la subjetividad ínsita al valor económico (Rothbard 1999, 39) y, por tanto, relativizando la posibilidad de cuantificar la escasez y, de ahí, la cantidad de trabajo necesario en una comunidad. En estas diferencias consustanciales a cada ser humano –a partir de la esencia atómica y el conocimiento por sensaciones (Bernabé 2008, 281)– radicaría su defensa de la propiedad privada, pudiendo así cada ciudadano procurarse los bienes adecuados para su provecho, valorado en cierta intimidad del cálculo. Todo un diálogo económico, por tanto, que contrastaba, avant la lettre, sistemas técnicos y laborales.

El rango de lo económico iría, paulatinamente, ampliando su operatividad, es decir, abstrayéndose de la realidad más inmediata que limitaba su validez. Así fue que Jenofonte ([400 a.C.] 2006), en su El económico, apuntaría cierta relación entre la división del trabajo y la extensión del mercado, vinculando las posibilidades laborales a la expansión de su producto. Y así fue que la polis se constituyó como totalidad, como universo del cálculo de trabajo, es decir, la polis como casa por normalizar y normar. Platón proyectaría esta idea a la Politeia, en su metarrelato político como representación de un todo irreductible, como novela de Estado (Schumpeter 1994, 91). En su República, Platón ([390 a.C.] 1981) introduce algunos elementos de análisis económico (si bien de cierta carga metafórica y, por tanto, poco susceptible de representar un campo de simbología cerrado) que implican una mínima operatividad de la noción trabajo: a partir de su sistema de castas parece suponer una naturaleza de la división del trabajo (Schum-peter 1994, 92), que vincula la ordenación económica a la conformación política (de la polis)8.

Pero sería con Aristóteles cuando la economía alcanza un grado de disciplina conceptual inédito. Acontece lo que Schumpeter (1994, 93) titula como el logro analítico de Aristóteles9, construido sobre la base de una observación global, “una amplia colección de constituciones de los estados griegos laboriosamente reunida por él mismo” desde la que proyectar un aparato conceptual operativo para diversas realidades. En concreto, es en la segunda parte del libro I de la Política (Aristóteles [330 a.C.] 1988, 53 y ss.), donde, explícitamente, el estagirita aborda la cuestión de la esclavitud, marcando su origen natural a modo de filosofía informadora de las leyes, constituciones y formas de gobierno posibles10. Esta obra se proyecta desde la Antigüedad como un modelo analítico que refleja y fija firmemente la hegemonía de un modo económico que, durante siglos, permaneció estable, conformando un perímetro comunicativo pacífico en cuyo interior podía hablarse de economía y aun de labores instrumentales11. Se trata de un modelo en el que, por tanto, canalizamos la conflictividad documental de esta genealogía, como guía correctora12.

Aristóteles parece alcanzar esta concepción naturalista a partir de la dicotomía básica aplicable a las actividades humanas que traza en su Ética nicomáquea (Aristóteles [335 a.C.] 1985): hay actividades para la acción (praxis) y las hay para la producción (poiesis), resultando que, mientras que las primeras son un fin en tanto que tales, las últimas buscan un fin distinto de sí mismas13. Se infiere de esta dicotomía aristotélica que las actividades productivas lo son, bien para el sustento del cuerpo propio, bien para la acumulación y especulación que garantice, mediante riquezas, el sustento venidero, o bien para el sustento del cuerpo ajeno. En todo caso, se trata de actividades que, en tanto que necesarias antes que libres, no procuran felicidad y, por consiguiente, deben evitarse en la medida de lo posible14. Cartografiada en esta clave la subjetividad laboral, procede la externalización de las actividades que procuren el sustento del propio cuerpo, asumidas por quienes, indignos o desgraciados, han nacido para sustentar cuerpos ajenos: la lógica, en definitiva, de la esclavitud, lógica sublimada en la Política aristotélica15 a modo de filosofía que, si bien no legaliza el hecho, asienta su principio (Borrajo 2010, 88)16.

La fuerza normativa de la institución de la esclavitud supone, por tanto, la gran fijación del significado del trabajo durante la Antigüedad, la normalización de esas acciones instrumentales que, si bien no se harán ley hasta la llegada de los jurisconsultos romanos, funcionaría del mismo modo en los procesos de sanción soberanos helenos.

Porque en la constatación de la sociedad esclavista, en el aumento de complejidad que propicia la consecución y renovación de sus fines, en la ideología generada en torno y en la naturalización de esa institución, radica la pertinencia de un primer precedente de trabajo como función relacional patente. Sucede una suerte de primera disposición del trabajo como actividad susceptible de movilización, de uso contingente a disposición de una voluntad y que, por tanto, constriñe voluntades ajenas17. La constricción total hace del trabajador, del esclavo, mero instrumento. Y los usuarios de esos instrumentos entran en el juego económico como escenario de reglas cada vez más detalladas.

La obra de Aristóteles supone, por tanto, un punto de partida de suficiente enjundia como para comprender la discontinuidad de prácticas que, en principio, se diferencian del resto en tanto que desarrollan actividades para la subsistencia de los cuerpos; y en este juego de economía mediante esclavos, varía paulatinamente el propio alcance significativo de la subsistencia, aunque idealmente permanezca estable, ampliándose de este modo los objetivos del trabajo, generándose un comercio cada vez más ambicioso.

Es, de este modo, en la obra del filósofo griego donde encontramos un concepto embrionario de trabajo. Esto no implica que sea Aristóteles quien descubre esta discontinuidad que discrimina las actividades humanas destinadas a la subsistencia –ni siquiera la posibilidad de su encomienda, es decir, de su reenvío a un ámbito externo al propio, como comercio o usurpación de la vida y el tiempo ajenos–; sin duda que la función trabajo ya despuntaba en las rutinas de tribus primitivas y civilizaciones previas, sin embargo, con el filósofo griego se constata positivamente que esta interrupción, este límite, este concepto diferenciado, se inserta definitivamente en la racionalidad comunicativa de una determinada sociedad18.

Partiendo de esta disociación entre prácticas humanas destinadas a la producción o a la acción, las diversas sociedades que aumentan su complejidad comunicativa y relacional fraguan diferentes hormas para organizar el trabajo, es decir, hormas en las que articular el tiempo y los modos en los que, forzada o libremente, se gestionan las subsistencias. La organización del trabajo que, de modo manifiesto, permite retrospectivamente discernir la categoría en juego se escenifica, así, casi con perfección figurativa: amos y esclavos19.

Sin embargo, más allá de esta fijación de conceptos, Aristóteles apenas desarrolla cálculos más refinados en el campo económico20. Si bien el trabajo se desvela conceptualmente, no tendría en la práctica relevancia comunicativa entre agentes económicos21, ya que la diferencia de sujetos por razón de trabajo implicaba, de suyo, la enemistad resultante de la contienda que cristalizaba en un estatus cosificado para una de las partes, es decir, incomunicado. El derecho romano sancionaría, como veremos en lo que sigue, la validez de esta organización laboral, abriéndolo de este modo a una disposición más flexible.

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