Читать книгу Sentido dogmático del derecho penal del trabajo desde la evolución histórica de la ordenación jurídica laboral - Sergio Pérez González - Страница 6

1.B. (RJ1) RACIONALIZACIÓN JURÍDICA DEL TRABAJO EN LA ANTIGÜEDAD. LA ESCLAVITUD

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La diferencia apuntada metodológicamente entre la normatividad social dispersa y la ley jurídica adquiere un sentido cronológico en este primer capítulo. Si en la literatura griega –en la hegemonía de su demo-cracia– hemos señalado ciertas regularidades conceptuales del trabajo, es con la primacía del sistema político romano cuando se van a fijar jurídicamente tales normatividades22.

Se consagra en Roma, por tanto, una elevación a ley de las prácticas laborales: enmarañados en los vaivenes de la sociología jurídica (histó-rica), podemos hablar de una adaptación social del derecho, que recoge lo social y lo repropone como estaticidad (previsión) más operativa. La norma del trabajo se codifica en la esclavitud como institución23; y esta, como ley, preformará, a su vez, el desarrollo del trabajo como norma. Si la categorización efectiva de la esclavitud en Grecia ofrece un escenario estabilizador de la idea en liza, la categorización jurídica que sucede en la civilización romana supone, definitivamente, una posibilidad de delimitación formal y doctrinal estricta de la idea trabajo: “Los juristas romanos, en contra de la teoría aristotélica, según la cual la servidumbre era un producto de la naturaleza, afirmaban que ésta se deriva del ius gentium, y por tanto era un producto de la historia y consistía en un sometimiento a un amo contra naturam” (de Martino 1985, 97)24.

En Roma, las diatribas metafísicas helénicas se velan para reenviar el asunto a la certeza y orden jurídicos, que es el modo de marcar un origen cierto, negociable solo en los propios cauces jurídicos, es decir, en procesos autorreferenciales25. Se trata del tránsito que, desde lo griego, deriva en eso que Schumpeter (1994, 104 y 105) titula la carencia de trabajo analítico y la importancia del Derecho Romano, constatando así la fijación de un poder constituyente que no pide el principio y que cristaliza en una amplia literatura de jurisconsultos, urdidora de cierta lógica jurídica que marca sentidos venideros26. Las variantes a la constitución o manumisión del esclavo añadirían complejidad al estatuto de la esclavitud, así como lo harían más gestionable en función de circunstancias diversas, de normatividades sobrevenidas, diríamos en nuestra clave narrativa27.

La esclavitud quedaría regulada en el ius gentium, rama jurídica que regulaba todo tipo de relaciones que involucraban a los no-ciudadanos (Schumpeter 1994, 105), conformándose como un modo de normar más allá del derecho entre cives28 y, proyectado sobre nuestro objeto, como un modo de lógica jurídica atinente a cierta ordenación de lo económico más allá del mero intercambio entre propietarios29. De este modo, la esclavitud –que sin dejar de ser, según Aristóteles, el medio para procurar la felicidad de los más dignos– sería, además, el producto de la voluntad de otros individuos, los legisladores, trasladando de este modo los límites aparentes de la categoría trabajo a la confección misma del derecho30. Y decimos aparentes porque, si bien el derecho se erige como baliza para localizar lo laboral, no es menos cierto que esta identificación padece desajustes primigenios (siempre existieron actividades asimilables, según criterios extra-jurídicos, a las actividades serviles, aunque en régimen de no-esclavitud) que, estirados, pondrán en tela de juicio la sostenibilidad de lo social construida sobre esta identificación. Dicho de otro modo, hubo siempre más trabajo que el señalado jurídicamente, lo que rompería el equilibrio de aquello que el derecho pretendió contener permanentemente: la esclavitud, aun siendo el modo más apto de disponer el trabajo, no agotaría nunca la realidad del mismo31.

Sin embargo, por esta grieta atisbada en el derecho contenedor del trabajo se filtrarían, asimismo, soluciones jurídicas. Y es que, al normar jurídicamente las razones de la esclavitud, su funcionalidad desbordaría la idealización construida por el naturalismo aristotélico –de su normatividad natural– y asumiría otras circunstancias como variables cruzadas que atañen al comercio, la guerra o la sostenibilidad de la agricultura o la minería. Es decir, la esclavitud (que aún arrastraba las viejas razones naturalistas32) ya es en Roma contingente y, por tanto, el derecho romano está legitimado para gestionar el trabajo en tanto que actividad instrumental a través de otras fórmulas jurídicas. El pragmatismo romano, por tanto, deshipotecaría el trabajo de la esclavitud como estatuto natural, innegociable y, así, no disponible. Y esto solo fue posible mediante su gestión jurídica.

Aquí, por tanto, se sitúa la paradoja sobre la que se erige nuestra genealogía, como uno de esos orígenes insondables, es decir, como uno de esos no-orígenes: desciframos una sociedad que diferencia el trabajo servil del trabajo libre (Weber 1989, 39) y, en tanto que la modulación servil predomina sobre la libre –sociedad esclavista33–, se genera una literatura (filosófica en Grecia, jurídica en Roma) que, inédita y nítidamente, refiere una epistemología que discierne un ámbito de actividad productiva al margen de la búsqueda de la virtud, es decir, un ámbito de trabajo. En otras palabras, si bien la función trabajo ya había operado en otras épocas y espacios, ya había fluido a través de prácticas anteriores, es, paradigmáticamente, la formalidad jurídica34 la que proporciona herramientas para desvelar la función trabajo de modo inequívoco, facultando así al observador para estirar algunas características de la función más allá de la institución jurídica que la había desvelado. Y esta es la paradoja fundacional de la genealogía propuesta: a través de lo servil se revela lo laboral que, a su vez, desbordaría lo servil para reconocerse en lo libre. En cierto modo, esta paradoja fundacional de nuestra genealogía insinúa que la validez del concepto trabajo aplicado a una población libre pasa por una estabilidad previa del concepto en la que el poder público, el derecho como sujeto epistémico (Teubner 1989), lo señaló y confinó.

El desarrollo posible, las continuidades y recovecos que se le desprenden a esta paradoja inicial no pretenden un determinismo marxiano en clave de lucha de clases, sino que, recordamos, apenas se trata de una prospección espasmódica que orienta en lo posible sobre las acumulaciones de sentido en torno a la idea trabajo. Porque en Roma, la pertenencia o adscripción al ámbito de lo servil (que irremediablemente reenviaba a la categoría que, en modo retrospectivo, titulamos trabajador) podía depender de causas muy diversas: del nacimiento, de la procedencia, de la disposición de un propietario, de comportamientos tipificados, etc., resultando en todo caso un conjunto poco homogéneo35. Existían diferencias entre esclavos como también, al margen de la esclavitud, se fueron desarrollando distintos modos de relacionar a los individuos con el trabajo36. En ocasiones, incluso –dependiendo de la época de bonanza o recesión económica– los esclavos podían considerarse socialmente más amparados que muchos individuos libres37, resultando poco probable la identificación en clave de clase para sí38.

El esclavo –en cuanto fuerza de producción frente al bracero libre– representaba una cierta seguridad productiva que, por otro lado, implicaba una carga39. Esta disyuntiva, en la medida en que el sistema continuaba su política de guerra y conquista, se resolvía en favor de la economía esclavista ya que, por un lado, se podía mantener la cuota de esclavos mediante prisioneros de guerra y, por otro lado, concurría el riesgo de que los braceros libres tuvieran por destino el ejército o las colonizaciones forzosas (Cfr. de Martino 1985)40. “La razón fundamental de la difusión de la economía esclavista radicaba en la facilidad de procurarse mano de obra barata” (de Martino 1985, 108), facilidad que informaba al ámbito jurídico hasta traslucir en un determinado estatuto personal permanente y relativamente estable frente a los potenciales vaivenes económicos.

Es cierto que existía una parte de la población no esclava que no podía ser controlada subsumiéndola directamente a este poder estabilizador de la esclavitud como estatus, sin embargo la función de estas “masas productoras no esclavas” –como las llama Salrach Maes (1997, 13)– venía condicionada por el margen de maniobra que la esclavitud habilitaba fuera de su perímetro, de manera que la labor fundamental del poder político en materia laboral recaía, inmersos en esta dinámica de guerra-conquista-esclavitud, en aprovisionar racionalmente de esclavos a los titulares de los campos e industrias41. Podemos concluir, por tanto, que “había un interés mayor en emplear racionalmente al esclavo, que constituía un empleo de capital y por lo tanto era administrado cuidadosamente” (de Martino 1985, 113). El resto de situaciones laborales quedaban relegadas, como inestabilidades de corto alcance42, hasta que las prime-ras insinuaciones de crisis voltearon la atención económica y jurídica del poder público hacia las mismas.

La genealogía propuesta viene esbozando hasta ahora un escenario relativamente estable en el que el estatuto jurídico de la esclavitud parece proyectarse como sólida referencia capaz de generar orden43. Lejos de desarrollarse dinámicas competitivas, el escenario parece adaptarse a las prescripciones aristotélicas que desaconsejaban la acumulación especulativa, la riqueza per se, para abogar por la búsqueda de la felicidad a través de una vida hecha de acciones virtuosas, fines por sí mismas. Sin embargo, este conformismo (que lo es solo desde nuestra viciada mirada retrospectiva) alcanzaría sus propios límites de sostenibilidad. La estabilidad jurídica se resquebrajaría cuando las regularidades sociales (las que veíamos en §1.a) interrumpieron su constancia. En el momento en el que el reclutamiento de esclavos dejó de estar garantizado, el sistema económico no pudo seguir sosteniendo el entramado político. La expansión militar –en constante búsqueda de nuevos grandes latifundios para ser racionalizados según el orden marcado por las grandes polis y el comercio44– fue ralentizándose a medida que se topaba con límites físicos, logísticos y técnicos, de manera que la reproducción de la esclavitud con base en las razzias para la captura de esclavos no pudo sostenerse más allá de lo que pudo expandirse la maquinaria de conquista romana45. Como advirtió tempranamente Plinio el viejo, latifundia perdidere Italiam (“los latifundios han sido la pérdida de Italia”) (cit. en Schumpeter 1994, 104).

Se trataba, por tanto, de una estabilidad que, en opinión de Weber (1989, 40) proveía “la baratura de los hombres (y) limitó el progreso técnico de la cultura antigua”. Porque el de los esclavos era un conjunto poblacional no reproductivo: los cuerpos capturados, como cápsulas de fuerza de trabajo, agotaban su provecho al morir, ya que los esclavos por nacimiento no suponían provisión suficiente como para renovar al ejército de trabajadores. Debía, por tanto, asegurarse la reproducción de una fuerza de trabajo que, durante siglos, había conformado un escenario de epistemología estable: fue imponiéndose una liberación gradual de esclavos (no hubo un momento abolicionista, sino una tendencia progresiva facilitada por la sofisticación del derecho romano46), de tal manera que pudo encontrarse una nueva dinámica económica en perjuicio, evidentemente, del entramado político centralista de Roma, su ejército, sus ciudades y su comercio: “Colocando al esclavo como vasallo en el seno de la familia independiente el señor se aseguraba el renuevo y, por tanto, una provisión permanente de fuerza de trabajo que ya no podía procurarse por la compra de esclavos en el mercado exhausto, cuyos últimos restos desparecieron en la época carolingia” (Weber 1989, 47).

En esta nueva dinámica, el derecho cambia sus propósitos. La figura jurídica a través de la cual las instituciones romanas procuraron la traslación de las funciones de la esclavitud ante las nuevas condiciones de operatividad fue la del colono, que, aun no siendo una figura novedosa47, fue enormemente potenciada48. Tal adaptación deparó un nuevo tipo de relación laboral que vinculaba el pago de una renta a la posibilidad de protección militar y de acceso a la tierra. Este ejercicio del trabajo en un marco libre de sujeciones formales garantizaba la reproducción del nuevo grupo poblacional49.

El gobierno efectivo, por tanto, se ejercía mediante el control físico por parte de determinados señores sobre determinados territorios, conformándose una nueva dinámica económica en la que el comercio se retrajo hasta prácticamente la autarquía de cada pequeño territorio50. Ante esta nueva realidad sin posibilidad de enmienda política solo se pudo negociar un nuevo orden frente a las invasiones bárbaras mediante un procedimiento de concesión de tierras “a cambio del servicio de las armas”, procedimiento que, en palabras de Weber (1989, 54) puede considerarse como “remoto predecesor del feudo”. El ejército romano, por tanto, pasaría a convertirse en una red de milicias cristianas de señores terratenientes (cfr. Weber 1989, 56), adecuándose el cristianismo como elemento vertebrador que sustituye al poder imperial, como superestructura que, dialécticamente, –siguiendo la terminología marxista– sería, a su vez, crucial para desterrar definitivamente aquellas concepciones naturalistas griegas que impedían una concepción igualitaria de todos los seres humanos en un momento histórico en el que la esclavitud ya había dejado de ser sostenible51.

Parecía, por tanto, abrirse la posibilidad de nuevos marcos enunciativos en los que encajar la categoría trabajo. Sin embargo, para entonces, la estabilidad conceptual que el entramado jurídico había forjado era tal que, prosiguiendo nuestra genealogía, debemos tomarla ya como campo de constitución de dinámicas ulteriores, como ley que normaliza: el armazón de la idea trabajo quedaba vinculado irremediablemente a una clase social creada como castigo52. Es decir, de la no necesidad –para las polis, la República o el Imperio– del fomento del trabajo en la población libre –debido a la relativa centralidad de la esclavitud– se desarrolla una ideología denigrante del trabajo como actividad, de manera que quienes realizaban ese tipo de actividad lo hacían o bien en calidad de instrumenta vocali (un modo de infraclase) o bien en calidad de personas libres aunque suficientemente indignas como para necesitar asimilarse a esos instrumenta vocali53.

1. Decía Engels que “el trabajo ha creado al propio hombre” ([1876] 1952, 71), expresión que nos sirve para simbolizar la transformación epistemológica producida sobre el fenómeno laboral.

2. Weber (2014, 130) refiere el alcance de la acción social como aquella “en donde el sentido mentado por su sujeto o sujetos está referido a la conducta de otros, orientándose por ésta en su desarrollo”. En esta línea, Sahlins (1983, 13 y ss.) lanza una hipótesis sobre las sociedades primitivas de cazadores según la cual estas no podrían considerarse como economías de subsistencia –en las que el sujeto hace lo único que puede hacer (lo que le viene de dentro)–, sino que, asumiendo su contexto, ya el ser humano estaría componiéndose situaciones de opulencia –de exceso, según cierto punto de vista– por el uso de técnicas puestas en relación social (aunque retrospectivamente al observador actual le cueste reconocer tales opulencias).

3. En esta dispersión epistemológica que recorremos, nos topamos con mitos, dogmas, persistencias o, en último término, racionalizaciones científicas. En este sentido, como deducimos de la advertencia de Horkheimer (1973, 17), también podemos identificar el trabajo en los intentos de procurar fines metafísicos: “En el foco central de la teoría de la razón objetiva no se situaba la correspondencia entre conducta y meta, sino las nociones–por mitológicas que puedan antojársenos hoy–que trataban de la idea del bien supremo, del problema del designio humano y de la manera de cómo realizar las metas supremas”. De este modo, no restringimos la idea de trabajo a lo que la autoridad económica (la economía política ilustrada) titularía como tal, sino que la reconocemos también en instrumentalidades cobijadas bajo mitos o pretensiones metafísicas. Un recorrido clarividente y contextualizado en este sentido lo ofrece De Grazia (1963).

4. Las técnicas que conforman trabajos incorporarían esa “flexibilidad adquirida” que caracteriza tempranamente al ser humano, en palabras de Engels ([1876] 1952, 71). Por ejemplo, tallar puntas de lanza cuando una herrería las hace de bronce en menos tiempo y más eficaces; el tallador trabajará para cubrir sus propias necesidades, pero quedará fuera de la figura del trabajador tal cual toma sentido en un cierto mercado, es decir, en una comprensión compleja de la acción social.

5. Para sopesar la centralidad económica de la esclavitud en la Grecia clásica y proyectarle un sentido hegemónico en el plano jurídico y político según el tamiz de la filosofía platónica y aristotélica –hasta el punto de titular aquella sociedad como esclavista– puede consultarse también Castillo Didier (1962).

6. Comprendemos el origen como una representación ficticia de un proceso (Foucault 1983, 39-40). De este modo, la búsqueda de precedentes puede retrotraer apreciaciones del trabajo a civilizaciones anteriores (Schumpeter 1994, 88 y 89: asirios, babilonios, egipcios, chinos…), e incluso a modos de vida prehistóricos. Además, deben tomarse estas referencias con la cautela debida a los sesgos que señala de Martino (1985, 220), ya que los documentos refieren la opinión de las clases elevadas, de modo que resulta dificultoso pulsar opiniones populares de la época al respecto. En el mismo sentido, Schumpeter (1994, 88) diferencia, por un lado, “el aparato conceptual (…) de los filósofos (y), por otro lado, semiindependientemente (…) conceptos acumulados por los hombres de la práctica en sus discusiones de los problemas políticos cotidianos”. Schumpeter advierte que “no es posible separar estrictamente esas dos fuentes de la naciente ciencia económica (…). Por otro lado, las técnicas académicas han sido tan simples hasta la época de los fisiócratas que su mayor parte se encontraba al alcance del sentido común; fácilmente podían concurrir con ellas los hombres de la práctica”.

7. Hesiodo vivió en la pequeña y autárquica comunidad agrícola de Ascra, realidad que, sin duda, definiría los límites de sus apreciaciones sobre las normas de la casa (puede consultarse, para unas coordenadas más precisas, la introducción general de Aurelio Pérez y Alfonso Martínez a Hesiodo [700] 1978, 7 y ss.).

8. Así, Platón ([385 a.C.] 1987, 90) apunta ya la hipótesis dialogada entre Sócrates y Calicles por la que la igualdad entre individuos es tan solo una ficción insostenible que se rasga ante cualquier contextualización concreta (Gorgias, 490a), en evidente alusión a la esclavitud.

9. El análisis implica, para Aristóteles ([330 a.C.] 1988, 46), desmenuzar el problema, triturar el dogma: “Porque como en los demás objetos es necesario dividir lo compuesto hasta sus elementos simples (pues éstos son las partes mínimas del todo), así también, considerando de qué elementos está formada la ciudad, veremos mejor en qué difieren entre sí las cosas dichas, y si cabe obtener algún resultado científico” (Política I, 1252a). En esta línea, “Aristóteles basa categóricamente su análisis económico en las necesidades y su satisfacción” (Schumpeter 1994, 97), lo que le conduce a una disposición instrumental incontrovertible sustanciada en la esclavitud. Cfr., sobre los fundamentos y proyecciones económicas del pensamiento aristotélico, Bragues (2013).

10. Arendt (1998, 26) señala también a Aristóteles como el principal teórico de la Anti-güedad que distingue la vida política (el bios politikos) del resto de actividades destinadas a cubrir necesidades o utilidades.

11. Sobre todo, con Aristóteles podía empezar a hablarse de política, ya que, como indica Schumpeter (1994, 94), “hasta los tiempos de Hobbes, más o menos, todo lo que se transmitía bajo el nombre de ciencia política o de filosofía política caía bajo enseña aristotélica”. Una de las proyecciones de la política aristotélica apuntaba cierta operatividad de términos económicos; he aquí su interés para este estudio.

12. Observan Chamocho Cantudo y Ramos Vázquez (2013, 35) que “la esclavitud venía siendo justificada desde antiguo por filósofos como Platón, Aristóteles, Jenofonte, Cicerón o Tácito, como una condición consustancial a la propia naturaleza de la humanidad”. En Aristóteles, por tanto, se recoge de modo sistemático la perspectiva común de la filosofía griega respecto del trabajo: “A juicio de las clases elevadas, y en su ideología, el trabajo dependiente era algo sórdido. El origen de esta concepción estaba en la filosofía griega, que ensalzaba como virtudes de los ciudadanos la cultura, las artes liberales, la milicia, pero consideraba despreciables a los que ejercían actividades manufactureras. Aristóteles pensaba incluso en excluirlos de la condición de ciudadanos, siguiendo su idea de que el trabajo no es digno del hombre libre, sino del esclavo” (De Martino 1985, 218). Puede consultarse también un estudio muy detallado sobre la comprensión aristótelica del trabajo en Innerarity Grau (1990).

13. Escribe Aristóteles ([335 a.C.] 1985, 273): “El fin de la producción (poiesis) es distinto de ella, pero el de la acción (praxis) no puede serlo; pues una acción bien hecha es ella misma un fin” (Ética nicomáquea, VI, 1140b).

14. Aristóteles ([335 a.C.] 1985, 271-72, 393 y 399) articula éticamente esta idea en muchos pasajes: “Las actividades que se escogen por sí mismas son aquellas de las cuales no se busca nada fuera de la misma actividad. Tales parecen ser las acciones de acuerdo con la virtud” (Ética nicomáquea, X, 1176b); “Entre lo que puede ser de otra manera está el objeto producido y la acción que lo produce. La producción es distinta de la acción (uno puede convencerse de ello en los tratados exotéricos); de modo que también el modo de ser racional práctico es distinto del modo de ser racional productivo. Por ello, ambas se excluyen recíprocamente, porque ni la acción es producción, ni la producción es acción”. (Ética nicomáquea, VI, 1140a). “Ciertamente, la perfección de la virtud radica en ambas, y para las acciones se necesitan muchas cosas, y cuanto más grandes y más hermosas sean más se requieren. Pero el hombre contemplativo no tiene necesidad de nada de ello, al menos para su actividad, y se podría decir que incluso estas cosas son un obstáculo para la contemplación; pero en cuanto que es hombre y vive con muchos otros, elige actuar de acuerdo con la virtud, y por consiguiente necesitará de tales cosas para vivir como hombre” (Ética nicomáquea, X, 1178b). A partir de la lectura de Aristóteles, Gorz (1995, 26) concluiría que “el trabajo necesario para la satisfacción de las necesidades vitales era, en la Antigüedad, una ocupación servil que excluía de la ciudadanía, es decir, de la participación en los asuntos públicos, a quienes lo realizaban”. En cierto modo, existía una separación entre “las necesidades de la vida” –que debían resolverse en el seno de la familia– y los asuntos públicos, que eran competencia de los hombres libres y de su interacción en la polis (política, al fin y al cabo).

15. Escribe Aristóteles ([330 a.C.] 1988, 166, 459 y 55): “No es posible que se ocupe de las cosas de la virtud el que lleva una vida de trabajador o jornalero” (Política, III, 1278a). “El ocio, en cambio, parece contener en sí mismo el placer, la felicidad y la vida dichosa. Pero esto no pertenece a los que trabajan sino a los que disfrutan de ocio, ya que el que trabaja lo hace con vistas a un fin que no posee, mientras que la felicidad es un fin, la cual, a juicio de todos los hombres, no va acompañada de dolor, sino de placer” (Política, VIII, 1338a). “La vida es acción, no producción, y por ello el esclavo es un subordinado para la acción” (Política, I, 1254a).

16. Resulta importante destacar la relevancia que para la normación de la esclavitud tendrían estas razones objetivas en boca de Aristóteles o Platón, y que pasaban por sacralizar, per se, la vita contemplativa, como un modo de autorizar aquella práctica sin origen. Y en tanto que la contemplación era razón objetiva, bien supremo innegociable, la esclavitud se comprendía como medio adecuado a tal fin, como maquinaria cuya ratio no era sometible a ninguna necesidad de consenso.

17. Emerge, por tanto, la importancia del poder dispositivo que Weber (2014, 193) vincula con la fuerza de trabajo. Como veremos, esta técnica (la del instrumento humano) sería la afianzada por la ley griega y, durante siglos, el modo de normalización laboral mejor adaptado socialmente. La cursiva refiere que, formalmente, la ley griega no es tal. Procede una sanción de la esclavitud, pero no aún a través de una legislación soberana diáfana.

18. O aun el trabajo delimitaría, según cierta hipótesis, el contorno de lo humano, como notábamos con Engels ([1876] 1952). En definitiva, podemos afirmar que, si bien la esclavitud no marca el origen del trabajo, sirve a nuestros efectos para reconocerlo jurídica y económicamente. Con ello pretendemos esbozar una perspectiva a partir de las condiciones de posibilidad económicas, políticas y, en general –de modo transversal a cualquier estanqueidad disciplinaria– a partir de contextos epistemológicos notorios, trazando así un campo enunciativo en el que puede desenvolverse la categoría referida de trabajo que apunte a cierta continuidad normativa.

19. Aristóteles se afanaría por notar esta diferenciación figurativa incluso en lo morfológico, como señala Lastra (2000, 198): “La tesis aristotélica de la servidumbre natural menciona que la intención de la naturaleza es hacer diferentes los cuerpos de los hombres libres y de los esclavos: los últimos, robustos para el servicio necesario; los primeros, erguidos e inservibles para esta ocupación, pero útiles para la vida de la ciudadanía”.

20. Podemos, si acaso, proyectar en Aristóteles una cierta teoría del valor construida sobre las relaciones entre propietarios, basada en la justicia del intercambio y al margen del trabajo, reenviado este al estatuto de la esclavitud. El trabajo contenido en las mercancías quedaba velado, por tanto, en la medida en que no operaba socialmente su dinamismo –eso que, proyectado tendenciosamente, nos conduciría a la diferenciación marxiana entre trabajo vivo y trabajo muerto (Marx [1867] 2008, 279-280)–, sino que, si acaso, era considerado como mercancía absolutamente cosificada (instrumenta vocali) contenida en otras mercancías. Y solo en la medida en que los esclavos eran comparados y se suponían intercambiables en tanto que cosas puestas en juego por los amos, emergía un precio del trabajo. Un precio desvinculado totalmente del tiempo invertido o la tecnología empleada. Un precio surgido, si acaso, de la comparación de biotecnologías (músculo, dentadura, habilidad, docilidad…). Schumpeter (1994, 97) vislumbra en este sentido cierta hipótesis aristotélica de los precios construida a partir del elemento coste del trabajo deducido de algunos pasajes de la Ética nicomáquea (V, 1133a) en los que Aristóteles ([335 a.C.] 1985), 249) distingue entre reciprocidad proporcional y justicia distributiva entre oficios y mercancías: “Lo que produce la retribución proporcionada es la unión de términos diametralmente opuestos. Sea A un arquitecto, B un zapatero, C una casa y D un par de sandalias. El arquitecto debe recibir del zapatero lo que éste hace y compartir con él su propia obra; si, pues, existe en primer lugar la igualdad proporcional, y después se produce la reciprocidad, se tendrá el resultado dicho. Si no, no habrá igualdad y el acuerdo no será posible; pues nada puede impedir que el trabajo de uno sea mejor que el del otro, y es necesario, por tanto, igualarlos”. A su vez, y dando continuidad a estas consideraciones, Teofrasto, discípulo de Aristóteles, propondría, a partir de los fundamentos analíticos de su maestro, una clasificación de economías en la que constataría un ámbito de normas de la casa –de la patria, de lo propio, de la propiedad de los medios que procuran la felicidad– separado del resto de ámbitos por la vinculación a la polis, al Estado, al poder político; Teofrasto dispone, así, un campo de análisis diáfano en el que comprender la posibilidad gestora de la experiencia trabajo –posibilidad que, operativa y nominalmente, implicaba la capacidad gestora del esclavo– (cfr. Mirón Pérez 2004, 74).

21. Como señala Martín Valverde (1987, XIX), “en la esclavitud y en la servidumbre la regulación jurídica del trabajo no aparece o no está totalmente diferenciada, pero existe sin lugar a dudas”.

22. Es importante concebir la racionalización jurídica en Roma no tanto como voluntad unívoca de Estado, sino como adecuación normativa muchas veces coyuntural (en cierto sentido, mucho más identificable con la dispersión regulativa actual que con la centralidad soberana del Estado moderno): “Los romanos no recurrían a la figura del Estado para pensar la cosa pública y su manera de fundamentar la República sobre tres bases –el poder, la autoridad y la libertad– sin duda es más apta para dar cuenta de los tiempos presentes, signados por un retroceso general de la idea de soberanía” (Supiot 2007, 212). En este sentido, podemos notar ya aquí un momento de comunicación jurídica al menos según cierta “prioridad pragmática de la comunicación” (Oliver-Lalana 2011, 80-84).

23. Junto a la servidumbre, “instituciones de dominación personal” (Martín Valverde 1987, XVIII).

24. Extraído del Digesto: Servitus est constitutio iuris gentium, qua quis dominio alieno contra naturam subiicitur (cit. en Olis Robleda 1976, 3).

25. De Martino (1985, 95) afirma que “en sus orígenes Roma no conocía la esclavitud” –que es un modo de señalar que la esclavitud, como estatuto jurídico, fue conformándose en función de diversas causas sobrevenidas– mientras Weber (1989, 39) replica –en este diálogo que inventamos– que “desde el comienzo existe, junto al trabajo libre de la ciudad, el trabajo servil de la campiña” –que es un modo de decir que la esclavitud, como experiencia, era tan antigua que no se le podía encontrar origen–. Lo definitivo para señalar el hito propuesto es que, en todo caso, estas diatribas que pugnan por un origen legitimador pierden relieve ante el principio constituyente del derecho romano.

26. Weber (2015, 83) contempla un precedente de la organización racional del trabajo en “las plantaciones y (en medida muy limitada) en los ergástulos de la Antigüedad”. En esta idea, quizás desorbitada en su proyección, reconocemos la capacidad preformadora de la marcación jurídica que, en todo caso, será sometida a análisis en los siguientes capítulos.

27. Puede consultarse la serie de causas concretas establecidas en el ius gentium en Lastra (2000, 199). Chamocho Cantudo y Ramos Vázquez (2013, 36) las sintetizan en las siguientes: “Nacimiento. Se nace esclavo de madre esclava, aun concebido por persona libre. Guerra. Es la causa de esclavitud más generalizada, la captivitas (…). Sentencia penal condenatoria. Solo por la comisión de determinados delitos sancionados con penas muy graves (…). Por imperativo legal. Aquellas personas libres que se vendían a sí mismas como esclavas, en fingimiento de un negocio jurídico en fraude de ley; la mujer libre que mantiene relaciones con el esclavo; desertar del ejército”.

28. Análogamente al modo de conformación del derecho laboral moderno, la juridificación de la relación laboral esclavista supone un modo de excepción. Hasta aquí el parangón, ya que, en la regulación de la esclavitud, los sujetos implicados –los esclavos– “no se consideran capaces jurídicamente ni para realizar negocios personales –connubium– o patrimoniales –comercium–, dado que su condición jurídica es la de cosa –res–” (Chamocho Cantudo y Ramos Vázquez 2013, 36).

29. Si bien, como señala Schumpeter (1994, 107-108), “no es correcto hablar de una teoría económica del Corpus iuris (…), aunque se puede decir sin error que, al aclarar conceptos, los juristas romanos han realizado un trabajo preparatorio para aquella teoría”; lo cierto es que “quedaba abierto un camino natural por el cual pasaron al terreno del análisis económico los conceptos, el espíritu y hasta, a veces, algunos amaneramientos de los juristas romanos”.

30. Aunque sea muy rudimentariamente, en esta primera constatación jurídica de la idea de trabajo comienza a trascender el sentido jurídico que, desde una perspectiva histó-rica, atisbaba Durkheim ([1893] 1967, 65) en lo relacionado con el tejimiento de la solidaridad orgánica a través de la división del trabajo (en su clásica dualidad de derecho represivo y derecho restitutivo). Sin duda que esta primera división del trabajo a través de la esclavitud es tajante, pero ya comienza a estructurar la sociedad a través de la división funcional que implica la aceptación de un rol. La tipología jurídica que se gesta, por tanto, iría paulatinamente abandonando la mecanicidad de lo represivo (la esclavitud como castigo, como punición por una acción o condición propia) e iría conformándose, según nuevas variables jurídicas, como un estado de las cosas (vale decir, de las personas-cosas) sujeto a factores y variables de restitución. En Roma, por tanto, la esclavitud adquiriría cierta organicidad.

31. Schumpeter (1994, 112) apunta, a partir de su dimensión histórica, esta insuficiencia que siempre es la base del movimiento jurídico y político: “Las sociedades no son nunca unidades estructuradas –salvo, acaso, las tribus primitivas y el socialismo perfecto–, y la mitad de los problemas que tienen se debe precisamente a que no son unidades estructurales”.

32. Finley (1979) argumenta que la Antigüedad está más gobernada por el estatus y la ideología civil que por la racionalidad económica, aún poco desarrollada. Dicho de otro modo, la fijación legal del sujeto y sus acciones posibles es muy rígida, hasta el punto de que la norma laboral queda enclaustrada en los dogmas naturalistas –cada vez menos funcionales– durante siglos.

33. Asumimos la nomenclatura sin necesidad, para nuestro estudio, de clasificar a las sociedades griega y romana como sociedades esclavistas en la medida en que las cata-logan determinados historiadores: puede considerarse como criterio válido a este respecto la teoría de los círculos de Euler aplicada a la esclavitud antigua (cfr. Zelin, 1979, 72 y ss.). Otros autores, sin embargo, han sido más restrictivos a la hora de asignar la nomenclatura sociedad esclavista. Así Bradley (1994, 12 y ss.) propone tres métodos de discriminación (con varias sociedades –antiguas y modernas– como objeto de análisis), de tal manera que hasta el siglo II o III a.C. no puede hablarse de sociedad esclavista en Roma, más concretamente en la Roma itálica. Para nuestro propósito vale constatar la innegable importancia del trabajo en régimen esclavista como característica determinante de la organización jurídica de las actividades necesarias, independientemente de que dicha característica sea suficientemente relevante como para erigirse piedra angular de las dinámicas sociales o ciudadanas de aquellas civilizaciones. Tomemos, si acaso, las palabras de Weber (1989, 39) para proponer sin polemizar que la “cultura antigua es una cultura de esclavos”, ya que, apoyándonos ahora en Kreissig (1979, 116), “la esclavitud marcó a la Antigüedad no por su simple existencia, sino porque se apoderó de la producción”.

34. “El término esclavo es a priori un concepto jurídico. Implica que un hombre es propiedad de otro hombre: ni más ni menos. No dice nada acerca de su situación económica en el marco de las relaciones de producción” (Kreissig, 1979, 115).

35. De Martino (1985, 106) nota esta heterogeneidad a través de la distinción de labores desempeñadas por los esclavos: “En el sistema esclavista no se buscaban sólo fuerzas de trabajo para los empleos más gravosos, como la agricultura y la mine-ría, sino también para todas las actividades industriales y comerciales y hasta para intelectuales”. Podemos hablar también, por ejemplo, de cierta peculiaridad de los Ilotas en Esparta, una suerte de cuerpo público de campesinos gestionado de modo forzoso para cubrir necesidades, aunque al margen del comercio esclavista (Cfr. Mossè 1980, 42).

36. Citamos a de Robertis (1981, 83) para constatar las distintas figuras laborales de la clase agrícola, “costituita dai piccoli contadini indipendenti, dai coloni affittuarii, dai braccianti liberi, nella grandissima maggioranza indigeni, e dagli schiavi”. Del mismo modo debemos dar cuenta de la existencia de legislación laboral más allá de la mera propiedad formal de la fuerza de trabajo a través de la esclavitud: figuras jurídicas como el aprendistato o el tirocinio, así como una regulación de la formación profesional de artesanos, de horarios y condiciones laborales, etc. (de Robertis 1981, 158 y ss.). Chamocho Cantudo y Ramos Vázquez (2013, 38) reconocen “cinco tipologías de trabajadores” en las distintas fases políticas de la civilización romana: “La de los hombres libres, la de los libertos, la de los esclavos, la de los colonos y la de los econmendados”. Asimismo, los hombres libres que trabajaban podían estar organizados en los collegia (Chamocho Cantudo y Ramos Vázquez 2013, 43-44) que eran un modo de estabilización de algunos oficios: “Los trabajadores de la fundición de metales preciosos, herreros, tintoreros, zapateros, curtidores o alfareros, entre otros, solían conformar un colegio profesional”.

37. “Epicteto advertía con pesimismo que un esclavo, tras haber deseado la libertad y haberla obtenido, se veía obligado, para no morir de hambre, a transformarse en un asalariado y soportar una esclavitud más dura que la de antes” (de Martino, 1985, 106). Es por esta heterogeneidad por lo que, como dice Kreissig (1979, 116) –en aras de aislar el factor relevante de los esclavos en cuanto clase social– “no tomamos en cuenta, en tanto que no pertinentes socialmente, a esclavos tales como los domésticos, los esclavos empleados en un puesto elevado o en oficios no productivos, ni tampoco los esclavos que, en tanto que propietarios o poseedores de empresas financieras o medios de producción (tierra), no pueden definirse como tales más que en sentido jurídico”. Dan cuenta de esta heterogeneidad en el seno de la esclavitud los casos descritos por Bradley (1994, 1). Heterogeneidad que ponía en duda la relevancia efectiva de los esclavos en el proceso productivo (“Many slaves, moreover, were not directly involved in primary production at all” (Bradley 1994, 15). Del mismo modo existía gran heterogeneidad en el conjunto de los amos de esclavos, quienes podían pertenecer a escalas sociales muy diferentes, con fortunas muy diferentes (Cfr. Bradley 1994, 12).

38. En este sentido Kreissig (1979, 115 y 116) apunta que, “de hecho, es entre pequeños y grandes propietarios entre los que se desarrolla la lucha de clases en la Antigüedad, mientras que los esclavos –con la excepción de las grandes guerras de Sicilia entre 131 y 101, así como la rebelión de Espartaco– no servían más que de pedestal masivo a estos combatientes”.

39. “Los terratenientes se habrán encontrado en la disyuntiva de elegir entre la seguridad de la mano de obra servil y el menor costo de la libre contratada intermitentemente, aunque con el riesgo de no encontrarla en el mercado” (de Martino, 1985, 137).

40. Así podemos constatar con Weber (1989, 42) que “únicamente las explotaciones por esclavos eran el elemento progresivo”. Salrach Maes, (1997, 14) apunta que “la pequeña y mediana propiedad fue dominante en Italia hasta el siglo III a.C. Posteriormente el propio proceso de conquistas bajo la dirección de la nobilitas rompió el equilibrio. Los senadores, señores de la guerra, acapararon lo esencial de las riquezas conquistadas, en particular las tierras y los hombres, y controlaron la explotación de un ager publicus en constante expansión”. De Martino (1985, 216) incide en esta línea constatando que “el trabajo libre no había sido eliminado del todo por el de los esclavos, pero éste predominaba enormemente”. Y este predominio, a su vez, mantenía al trabajo asalariado en una indignidad similar a la de la esclavitud: “Los salarios eran muy bajos y apenas alcanzaban para mantener con vida al trabajador dependiente” (de Martino 1985, 220). “La guerra antigua era, a la vez, caza de esclavos; llevaba sin interrupción material humano al mercado de esclavos, y de esta suerte fomentaba el trabajo servil y la acumulación de hombres. Por esta causa, la industria libre quedó condenada a estacionarse en la fase del trabajo a jornal y de encargo […] Sólo el trabajo de los esclavos podía producir para cubrir las necesidades propias y para el mercado, cada vez en mayor escala” (Weber 1989, 40).

41. Es conveniente tener presente la afirmación de Weber (1989, 43) para conformar una imagen de la situación: “El tipo del gran terrateniente romano no es del granjero que dirige por sí mismo la explotación. Por el contrario, es el hombre que vive en la ciudad, practica la política, y quiere, ante todo, percibir rentas en dinero. La gestión de sus bienes está en mano de siervos inspectores (villici)”. En todo caso, apenas existía regulación laboral expresa más allá de la mera habilitación civilista (cfr. de Robertis 1981, 190 y ss.). Si acaso podemos rescatar alguna excepción como la lex fufia caninia, que regulaba el número de esclavos por amo (cfr. Bradley, 1994, 10 y ss.).

42. En palabras de Weber (1989, 50), “producir para la venta en las condiciones comerciales de la Antigüedad, por medio del trabajo prestado, era imposible. Para la producción comercial era supuesto imprescindible el cuartel disciplinado de esclavos”.

43. Weber (1989, 41) propone en este sentido trazas de reconocimiento entre la Anti-güedad y la Edad Media: “En la Edad Media se prepara el tránsito de la producción local de encargo a la producción interlocal, gracias a la lenta penetración de la empresa y del principio de concurrencia, de fuera adentro en lo hondo de la comunidad económica local, mientras que en la Antigüedad el comercio internacional fomenta los oiken (unidad económica doméstica), sustrayendo así a la economía del comercio local toda posibilidad de desenvolvimiento”. La centralidad y la provisión de mano de obra barata durante la Antigüedad impide la generación de estructuras independientes que ingenien nuevas maneras de desarrollo de la producción y el comercio.

44. Encajan en esta idea las palabras de Cicerón en su De Officiis: mercatura magna et copiosa non est admodum vituperanda (“el comercio al por mayor no es digno de censura”) (cit. en Domínguez Ortiz 2004, 28), tal vez porque convenía al mantenimiento y promoción del modo productivo de la época frente a la condición prescindible de los pequeños comerciantes que trataban de subsistir.

45. Weber (1989, 45) propone incluso un momento icónico para representar este proceso, a sabiendas de la idealización que esto supone y pudiéndose tomar si acaso como referencia ilustrativa en la que convergen variables de distinto tipo: “Si se pregunta cuál es la primera fecha en que debe datarse la decadencia, primero latente y enseguida patente, de la cultura y el poderío romano, pocas cabezas alemanas podrán resistir al tópico de que la batalla de Teutoburgo señala el comienzo. Y, en realidad, en esta idea popular hay un germen de justificación (…). Lo decisivo no fue, en verdad, la batalla misma (…) sino lo que a ella se enlazó: la suspensión de la guerra de conquista en el Rin (…). De esta suerte, se preparaba un fin a la tendencia expansiva del Imperio romano, y con la pacificación interior y –en lo principal también– exterior del antiguo ámbito cultural, se contrajo y redujo el aprovisionamiento regular del mercado de esclavos con material humano. La consecuencia parece haber sido –ya bajo Tiberio– una aguda crisis de mano de obra”.

46. Además de las distintas figuras laborales posibilitadas según el estatuto o relación entre sujetos (cfr. Chamocho Cantudo y Ramos Vázquez 2013, 38), la regulación romana habilitaría distintos modos contractuales capaces de recoger trabajo más allá de la relación servil: la locatio conductio operis, en la que un sujeto conductor quedaba obligado a la realización de una obra (una casa o un vestido, por ejemplo) en unas condiciones determinadas; y la locatio conductio operarum, en la que un sujeto conductor se obligaba ante el locutor a la prestación de determinados servicios (de transporte o agrícolas, por ejemplo) (cfr. Chamocho Cantudo y Ramos Vázquez 2013, 41-42).

47. El colono es una figura que se remonta a épocas muy pretéritas, pero cuyas funciones, moduladas, se mantendrían durante siglos: desde el siglo VIII a.C., la expansión de los pueblos helenos por el Mediterráneo a través de esta figura respondía a una estrategia de dominio (frente a las incursiones fenicias) pero también un modo de procurar el orden de la polis originaria, en la que las fluctuaciones demográficas y el reparto de tierras aconsejaban migraciones de ciudadanos (Lane Fox 2013, 66).

48. Bajo el formato del colonato se implementaría una disposición del trabajo que trasladaba su servilismo a la tierra: “El colono se convirtió en un siervo de la gleba, atado de por vida a la circunscripción señorial y, por tanto, bajo el señorío del propietario. Respecto al Estado estaba, en cierto modo, mediatizado. Y sobre el colono se encumbró la clase de los señores ‘inmediatos del Imperio’, de los possesores (…). La organización en clases y estados había empezado a sustituir la antigua y sencilla oposición de libre y esclavo” (Weber 1989, 49). “El colono se unía a perpetuidad a la tierra ajena con el propósito de cultivarla, asegurando una renta al propietario de ella. Esta institución fue afirmándose en la vida social del pueblo romano y mereció la atención y protección del gobierno imperial” (Lastra, 2000, 200).

49. Como veremos, esta ausencia de sujeciones formales implica, desde nuestra perspectiva, la ausencia de un marco jurídico que identifique el concepto trabajo. De este modo, aunque la sujeción permanecía, la representación jurídica se difuminaba; no se trataba de una relación laboral de libre contratación, sino de una “subordinación indirecta al propietario de la tierra y directa a la tierra misma (…). es un régimen de absoluta servidumbre; tan ominoso como el de la esclavitud, la tierra marca el destino de la persona” (Lastra 2000, 203).

50. Tal era la dispersión del poder hasta entonces centralizado que “los emperadores predican contra la emigración al campo, principalmente contra el hecho de que los possesores levantan y derriban sus casas de la ciudad y trasladan sus artesonados y su instalación a las quintas campestres”; en cualquier caso, era un hecho cada vez más fehaciente que “el Imperio iba dejando de ser un conglomerado de ciudades que explotaban el campo y cuyo centro de gravedad estaba en las costas y el comercio litoral, para convertirse en un Estado que intentaba incorporar y organizar comarcas interiores que vivían de su economía natural”. (Weber 1989, 51).

51. Así, hasta la llegada del cristianismo, la ideología dominante no contemplaba apenas ningún modo de asistencia. De Robertis (1981, 145 y ss.) nos recuerda cómo en Roma los esclavos moribundos se abandonaban en la isla tiberina. El cristianismo, sin embargo, trajo consigo la caridad y ciertas intenciones ideales que configuraron la base intelectual igualitaria entre seres humanos: “si dia lavoro ai validi, l’assistenza agli invalidi”.

52. Más ampliamente, Sanchís Gómez (2004, 38) apunta que, en general, “las formaciones sociales anteriores [a la sociedad capitalista] no estaban estructuradas por el trabajo y tenían una concepción negativa de lo que hoy entendemos por trabajo”.

53. Sanchís Gómez (2004, 38 y 39) ratifica esta idea al señalar que es precisamente la institución de la esclavitud la que fomenta ya en la sociedad clásica griega una distinción entre las actividades manuales e intelectuales, de modo que sólo quienes estuvieran destinados (por naturaleza o méritos) a una vida libre de actividades manuales, podían ser felices (en el sentido eudeimonista, como en una tendencia natural al propio ser).

Sentido dogmático del derecho penal del trabajo desde la evolución histórica de la ordenación jurídica laboral

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