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2.A.II. TRANSICIÓN ESCOLÁSTICA HACIA EL ESPÍRITU PROTESTANTE

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Introducidos en la epistemología cristiana, los saberes prácticos se desarrollarían durante siglos en torno a la interpretación, cada vez más refinada, de los textos sagrados. En ese refinamiento se irían inoculando perspectivas más funcionales que integrarían el trabajo como clave de lo social66. En este sentido, apuntábamos que la perspectiva católica naturalista funcionaría como productora de normas, como ordenadora del campo semántico y simbólico, y, por tanto, como gestora de concepciones operativas en un entorno cada vez más complejo67. De este modo, la terminología y perspectiva cristianas no deben ser descartadas como exabrupto metafísico, sino comprendidas como comunicación operativa (vale decir, que cumple con todos los requisitos de la comunicación social), incluso comunicación sofisticada elaborada por los filósofos escolásticos68.

La lógica aristotélica se proyectaría, como se sabe, en la Escolástica69, y en ello pudo conformarse una evolución de racionalidad notable. Weber (2015) escenifica la ruptura epistemológica en la Reforma religiosa, sin embargo, este hito puede comprenderse solo a partir de la evolución de la filosofía de la ciencia en el seno del catolicismo70. Esta resituación en sentido global fue, por tanto, el fruto de variaciones finísimas y de difícil rastreo que, antes que ser proyecciones enciclopédicas de autoridades primigenias, constituyentes, resultaron con posibilidades (cfr. Bueno 1972, 67, 80 y 88) cuya sedimentación, observada desde la historiografía económica, se auto-referiría como capitalismo: “En cuanto que nos damos cuenta de que el feudalismo puro y el capitalismo puro son creaciones análogamente irreales de nuestra inteligencia, se disipa completamente el problema de qué fue lo que convirtió uno de esos mundos en otro” (Schumpeter 1994, 119).

La Escolástica, lejos de cierta interpretación común que la supone contrapeso de la efervescencia capitalista, desarrolló una complejidad analítica sobre la que, como veremos, se erigiría la autonomía científica moderna, incluida la economía política como ámbito de gestación de protocolos políticos y jurídicos (cfr. Bueno 1972, 22-24). La transición filosófica que, en el seno de la Escolástica medieval, abre un campo analítico que heredaría la filosofía moderna, es la que lleva de la concepción platónica a la concepción aristotélica nominalista (Schumpeter 1994, 123), de modo tal que, sobre todo a partir de Tomás de Aquino y hasta el siglo XVII, los doctores escolásticos propondrían un instrumental teó-rico desde el que se proyectarían muchas de las nociones clásicas de economía, a modo de incipientes técnicas de análisis coyuntural, carentes aún de recursividad sistémica, es decir, lejos todavía de la reflexiva autonomía científica71.

La implementación teórica fundamental realizada a través de la mirada escolástica –y que introduce la asimilación del bien común al bien individual, pudiendo considerarse, así, más una ruptura con lo clásico que un lastre respecto de lo moderno– se deriva de la sacralización de la vida y de los cuerpos en tanto que obra de Dios, de modo que “la sociología escolástica y la economía escolástica en particular son estrictamente individualistas, si por individualismo entendemos que los doctores, cuando querían describir y explicar hechos económicos, partían invariablemente de los gustos y el comportamiento de los individuos” (Schumpeter 1994, 125).

El individuo, por tanto, iba trasladándose hacia el centro gravitacional de las relaciones. El ser humano se instauraba como medida de todas las cosas y, en este movimiento, se sucedían las interpretaciones sobre el modo en el que las cosas podían reordenarse para garantizar la entereza del individuo: “El pensamiento occidental comenzaba así a abandonar la búsqueda de causas concretas y singulares (causa próxima, remota, eficiente, etc.) para emprender la búsqueda de relaciones formales de causalidad” (Supiot 2007, 95); es decir, más allá de la lógica Deus ex machina que explicaba toda realidad a través de la Gracia, los perímetros de inferencias lógicas que implicaban libertades humanas eran cada vez más relevantes social y políticamente.

Esto, que supuso la apertura a campos de causalidades que se harían disciplinas (campos de normativas cada vez más cerrados), desveló igualmente un horizonte renovado para normar jurídicamente la realidad, si bien “habrá que esperar hasta la Revolución francesa y la transformación del siglo XIX para que el Estado y la ciencia se emancipen completamente de la referencia religiosa y que se materialice la ‘hipótesis impía’ formulada en su momento por Grotius, es decir, la existencia de un jurista que supone la ausencia de Dios” (Supiot 2007, 95). Este jurista, por tanto, sería aquel capaz de implementar funciones humanas en sus prescripciones, desplazando la funcionalidad metafísica a un plano cada vez más simbólico y menos operativo72.

Así, a modo de bisagra entre el pensamiento clásico y las necesidades emergentes del ciclo económico, la Escolástica revisa y reinterpreta paulatinamente ideas ya en juego o novedades conceptuales que, de un modo u otro, se entroncarían con la tradición cristiana73. Sobre este telar conceptual cristaliza, durante el período que Schumpeter (1994, 133) data como el tercero de la historia escolástica, el origen de la economía científica. A juicio del economista austriaco, en función de una adaptación paulatina de los comportamientos debidos por el cristiano, a partir del siglo XIV puede distinguirse ya un corpus de prescripciones suficientemente diferenciado como para adivinarle la potencia autónoma venidera74: “En los sistemas de teología moral de estos escolásticos tardíos la economía conquistó definitivamente si no su existencia autónoma, sí al menos una existencia bien determinada; éstos son los autores de los que con menos incongruencia se puede decir que han sido los ‘fundadores’ de la economía científica” (Schumpeter 1994, 136). De este modo, “el sistema escolástico no tenía nada que impidiera nuevos desarrollos dentro de él o incluso desarrollos externos al terreno básico de sus obras clásicas” (Schumpeter 1994, 128); al contrario, contenían el germen de desarrollos que, paradójicamente, en muchas ocasiones, se encumbraron como antagonismo teó-rico de la Escolástica75.

Y los efectos que estas resituaciones tendrían sobre el trabajo como elemento central de lo económico serían relevantes. Schumpeter (1994, 129) lo apunta expresamente:

“Los doctores escolásticos consideraron el trabajo físico como una disciplina favorable a la virtud cristiana y como un medio de apartar a los hombres del pecado, lo cual implica una actitud muy diferente de la de Aristóteles; que para ellos la esclavitud no era ya una institución normal, y mucho menos fundamental; que bendijeron la caridad y la pobreza voluntaria; que su ideal de vita contemplativa tenía, natural-mente, una significación completamente ajena al correspondiente ideal de vida de Aristóteles, aunque también hay entre ellos analogías de importancia”.

Dicho de otro modo, la Escolástica estaría redefiniendo al sujeto trabajador como sujeto fuera de pecado y cuyo cuerpo, como el de Cristo, era contaminado por mundanidades instrumentales en aras de cierta salvación.

Así, a través del trabajo se obra la supervivencia del propio cuerpo, el mantenimiento de la vida. Esta es su gracia, ya en minúscula. A través de ella, iría construyéndose la razón del bien público76, como una unidad de destino que, diferenciándose del nacionalismo judío77, pretende la universalidad (Badiou 1999), es decir, la supervivencia de todos los cuerpos. Sin embargo, esta articulación entre la ausencia del pecado por el trabajo y la promoción del trabajo como contribución abstracta al bien público estaba lejos de quedar ajustada (y necesitaría, como veremos, del ajuste protestante). Digamos que la Escolástica no alcanzaba a prescribir aún la gracia del trabajo per se, como modo de contribución directa a lo común, sino que necesariamente el trabajo –que aún arrastraba la carga denostadora de los filósofos clásicos– quedaba dignificado como modo de salvación de cuerpos concretos.

El punto en el que podemos localizar, así, una falla fundamental que impide encajar el pensamiento escolástico en la estructura propuesta por la economía política moderna radica, precisamente, en esta caracterización del trabajo, que no era conceptuado como fuente de valor78 y, por tanto, no era asimilado como virtud por sí mismo. En cierto modo, reinterpretando la función de ciertas actividades en el proceso de circulación mercantil, la Escolástica aún no operaba en un terreno suficientemente desarrollado como para rasgar la teoría del Estado aristotélica (lo que habría supuesto trasladar a la clase servil –o asimilada como tal– el centro de gravedad de las nuevas preocupaciones políticas y jurídicas). La economía, para la Escolástica, trasladaría su clave de desarrollo a la voluntad cristiana de los sujetos económicos –el justiprecio en la teoría de Tomás de Aquino (Torres Sánchez 2000, 166-167)–: el amor al prójimo se implementaba en la economía a través de la observación de las reglas morales cristianas (que se iban conformando como una suerte de ética de vocación universalizante) en la participación en el negocio; el trabajo como fuente del valor y, por tanto, como fuente de bienes para todos quedaba lejos de ser sancionado79.

La subjetividad laboral, en definitiva, quedaba liberada de culpa a partir del tratamiento escolástico, pero aún no era preceptiva como conformadora del bien público, cuya consecución dependía más de una ética material coyuntural a cada negocio (el justiprecio) que de una ética del trabajo articulada hacia lo común.

Sin embargo, a través de este paso re-conceptualizador del trabajador –aún tímido–, el derecho ampliaría notablemente su margen de acción: en la medida en que el trabajo deja de ser pecaminoso, le sobrevendría una utilidad jurídica al concepto, y es que serviría como dispositivo de valoración de la pobreza. Como el trabajo podía procurar la supervivencia, la pobreza como estado podía vincularse causalmente a la ausencia de trabajo, de tal modo que la desgracia del pobre quedaría relativizada, resoluble entre individuos y no ya asumida como castigo divino inevitable80.

Posteriormente, la racionalidad católica, en su pensar dialéctico derivado de las verdades reveladas, entraría en conflicto con las primeras escuelas racionalistas (en un sentido reflexivo), que pretenderían ocupar su sitio como fuentes de verdad (la “ampliación de la esfera del Yo” –Supiot 2007, 97– sobrepasaba lo soportable por una amplia interpretación católica de las Escrituras). Y es que el siguiente paso sería el de trasladar la sofisticación del análisis escolástico a la ética del individuo, que ya no recibiría el mandato ministerial a modo de orden externa (en la Iglesia), sino que lo interiorizaría hasta componerse una estructura de mundo formalmente autónoma (a través de las Biblias traducidas)81. Había eclosionado, también en los campos de batalla de la epistemología, la guerra de religiones.

Como es sabido, Weber (2015) localiza este enfrentamiento epistemológico señaladamente en la reubicación que hace la ética protestante del concepto trabajo82. Y es que los dogmas religiosos seguirían siendo el vehículo del cambio; el sociólogo alemán explica, así, la reorientación econó-mica a través del alcance de significantes precisos en los que se tramita cierto cambio de paradigma83.

El sociólogo alemán representa en la renovación protestante un proceso de aislamiento del trabajo como elemento recursivo de racionalidad84. En la Escolástica se entrevera la racionalidad comercial y mercantil, pero la laboral queda aún encasquetada en las viejas inercias que mantienen indigno el trabajo. La separación protestante más evidente respecto del paradigma católico sucede a partir de la noción de profesión, de deber profesional (Weber 2015, 111), que canaliza la difusa idea del trabajo a través de una rutina concreta e individualizable. Y es que el cambio de ratio que señala Weber se sustancia, sobre todo, en la metabolización de una nueva disposición vital a través del trabajo, que ya no solo es tolerado o aun auspiciado por el viejo dogma moral, sino que se conforma como estructura de vida a través del oficio bien practicado. La ruptura, así, no radica en el mero afán de lucro85, que informaba también, subrepticiamente, la razón subjetiva precapitalista (Weber 2015, 114-116), sino que, en la medida en que el afán de lucro se normaliza en la vida del sujeto a través de un modo de relación permanente, se asienta el campo de posibilidad del capita-lismo (en tanto que relación).

Por tanto, la mutación de la economía apunta a un cambio cualitativo precisamente a través del perfeccionamiento paulatino de la profesión. Frente a otras variables que hacían oscilar al sistema económico entre el tradicionalismo y el capitalismo86 (Weber 2015, 124), la normalización de la profesión normaliza, a su vez, la nueva dimensión ética de medios/fines que retrospectivamente caracterizamos como capitalismo87.

La profesión bien practicada sería, por tanto, el modo objetivador88 de esa tolerancia escolástica hacia el trabajo, la fórmula que haría del trabajo –en tanto que medio adecuado para salvaguardar la vida (la propia y la ajena)– el modo de socializar la moral cristiana. Sin embargo, esa objetivación no se impone expresamente, a partir de un juicio de racionalidad previo, sino que tal juicio se conforma a través de una adaptación89 de las normas –en forma de dogmas religiosos– como criterios virtuosos. Esta educación religiosa conforma “el suelo (…) muy favorable a aquella concepción del trabajo como fin en sí mismo, como ‘profesión’ ” (Weber 2015, 120). Así es como, imbuidos en la episteme de la época, el pensamiento religioso supone el modo de vehiculizar la nueva ética, el espíritu del capitalismo.

Desde la perspectiva ilustrada, esta transición, sin embargo, se observa como un óbice para el desarrollo de la razón económica. La originalidad weberiana pasa por constatar que la razón económica es el resultado de la modula-ción dogmática religiosa –y no su negación– que impregna las mentes de las pujantes clases medias –trabajadoras, cabría apuntar tendenciosamente– y que no se coligen de un plan del patriciado comercial, de una racionalidad omnímoda prefabricada (Weber 2015, 122 y 125)90. En este sentido, el protestantismo –como variante evolucionada del cristianismo– no puede comprenderse como adelanto de la racionalidad económica, sino como modo de componer tal racionalidad a través de rupturas o mutaciones interpretativas; es decir, como modo de construir una racionalidad que –afianzada sobre un serpenteo de dogmas– pudo ser de otro modo. Y es que “se puede ‘racionalizar’ la vida desde puntos de vista últimos sumamente diversos y en direcciones muy diferentes (esta sencilla frase, que a menudo se olvida, debería figurar al principio de todo estudio que se ocupe del ‘racionalismo’ ” (Weber 2015, 133).

Las formas concretas que propone Weber (2015, 133 y ss.) como catalizadoras de la nueva ética recorren variantes diversas de la ruptura protestante. Señaladamente, la traducción luterana de la Biblia marca un momento visible de la alquimia conceptualizadora del trabajo, ya que a través del término alemán Beruf el trabajo identifica no ya la penosidad de la tarea (como en las diversas etimologías latinas del término), sino la encomienda (Calling en inglés) de Dios al hombre, que no puede juzgarse, por tanto, como negativa:

“Así pues, en el concepto de ‘profesión’ o Beruf se expresa aquel dogma central de todas las tendencias protestantes que rechaza la distinción católica de los mandamientos morales cristianos en praecepta y consilia y que acepta como único medio para vivir de una manera que complazca a Dios no una superación de la eticidad intramundana mediante el ascetismo monacal, sino el cumplimiento de los deberes intramundanos que se derivan de la posición del individuo en la vida, la cual se convierte de este modo en su ‘profesión’ ” (Weber 2015, 139).

La ruptura protestante fue también una ruptura epistemológica que condicionaría la “conducción ética de la vida”, a tal punto que la profesión sería la cristalización más palpable, más próxima al individuo, del nuevo orden divino, sublimado en la rígida versión calvinista de la predestinación (Weber 2015, 145-146; 154 y ss.).

La relación del individuo con el colectivo, por tanto, discurriría por nuevas vías a partir de las operatividades ofertadas por la ruptura protestante. Weber (2015, 156 y ss.) distingue cuatro vías de ascetismo intramundano que implicarían una visión individualista del trabajo como modo ético de conducta (calvinismo, pietismo, metodismo y otras sectas del anabaptismo). Esa ética, por tanto, sería un modo de reordenación –a través del dogma, a través de la normalización de la profesión– de la insostenibilidad previa, amarrada aún a la estaticidad de la contemplación, inadaptada en una encrucijada de nuevas actividades comerciales y mercantiles. No se trata de que la ruptura epistemológica –desde la perspectiva de los agentes implicados– tuviera en cuenta estas resonancias (Weber 2015, 148-152); pero lo cierto es que aquellas opciones vitales fueron las que generaban posiciones de poder, hegemonías. La religión, por tanto, había asumido un papel fundamental como normalización de prácticas que, a la postre, conformarían una nueva perspectiva económica.

Sentido dogmático del derecho penal del trabajo desde la evolución histórica de la ordenación jurídica laboral

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