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Empleadas domésticas, jerarquías sociales y consumos impropios
ОглавлениеEl 14 de septiembre de 1959, Irene de García presentó una denuncia a la policía porque desde hacía algunos meses había notado la falta de “prendas de vestir y otros efectos de su domicilio” (causa 4205, Archivo del Departamento Judicial de Mar del Plata; citada por Pérez, 2016).1 En ella, sostuvo que sospechaba de la empleada doméstica que trabajaba en su casa, Angélica Ortega. Tras tomar la denuncia, el oficial y uno de sus compañeros se trasladaron al domicilio de Irene y llevaron a Angélica a la comisaría. Interrogada por las prendas en cuestión, Angélica confesó haberlas tomado, según consta en la causa:
La patrona tenía el cuerpo muy similar a la declarante, las ropas de esta le quedaban bien y como el sueldo que ganaba era poco, no le alcanzaba para comprarse suficientes prendas y en diversas oportunidades, sustrajo ropas interiores, es decir una bombacha y una combinación de nylon, un par de aros, un mate, una bombilla, una lapicera, dos pañuelos y algún otro efecto que no recuerda. Que dichas cosas las llevó en distintas oportunidades y solo para su uso personal.2
Este caso forma parte del corpus que trabajé en una investigación en la que abordé expedientes caratulados como hurto en los que las acusadas eran empleadas domésticas y quienes iniciaban las denuncias sus antiguos empleadores, iniciados en la justicia penal de Mar del Plata (Pérez, 2016).3 Significativamente, en buena parte de los expedientes que encontré, las trabajadoras confesaban haber tomado de casa de sus empleadores y devolvían prendas de vestir, joyas o enseres domésticos, muchas veces de un valor monetario relativamente menor. En el expediente en el que Angélica Ortega se confesó culpable, la policía incautó:
Una combinación de nylon color rosa con encaje del mismo color. – Una botella de Cognac marca “TERRY” empesada. – Un pañuelo de seda floreado grande. – Uno idem estampado con bordes color marrón. – Un mate de loza con adornos floreado. – Dos fundas color blancas de dos plazas. – Una bombilla de metal blanco. – Dos pañuelos de mano color blancos de hilo. – Una tijera de cortar género. – Un paquete de the de un cuarto kilo marca “Starboard Tea”. – Una bombacha de mujer color blanca de nylon. – Una lapicera color verde y negro con capucho de metal blanco marca “RIVER”. – Una tasa de losa. – Un plato de losa. – Una cucharita de cafe. – Un corte de pluma de metal dorado. – Cuatro cajitas de asafran. – Un cepillo de limpiar discos. – Una sábana de una plaza color banca. – Un repasador. – Una revista de modelos. – Un libro de versos de nominado “Sus mejores Tangos” de Carlos Gardel. – Dos recortes de género, colores rojo y uno amarillo. – Un par de aros de oro con una piedra color colorada aplicada en los mismos con estuche color marrón.
Tras ser reconocidos por Irene, los bienes le fueron devueltos. Como en este caso, las trabajadoras que confesaban y devolvían los objetos hurtados solían dar cuenta de que los habían tomado de casa de sus empleadores para usarlos, no para venderlos. Estos objetos tenían un valor simbólico, más allá de su valor de uso o de cambio: como muestra la declaración de Angélica transcripta anteriormente, tenerlos y usarlos implicaba desestabilizar las jerarquías sociales establecidas, mostrando que las trabajadoras podían verse igual a sus empleadoras y que, de hecho, más allá de lo legalmente establecido, era justo que lo hiciesen.
Ahora bien, ¿por qué estos hurtos llegaron a la justicia penal? De acuerdo con Jurema Brites (2004), este tipo de hurtos, menos frecuentes de lo que los empleadores suponen, son, de todos modos, aún más raramente denunciados. A partir de un análisis etnográfico realizado en el Brasil contemporáneo, Brites observó que, ante la falta de algún objeto, lo que los empleadores suelen hacer es señalar su ausencia a las trabajadoras sin acusarlas directamente, dándoles así un tiempo para que los restituyan simulando que estaban perdidos. En otros casos, el descubrimiento de un hurto da lugar a la ruptura de la relación laboral. Lo que es poco frecuente es que lleguen a la policía y, aún menos, a la justicia penal. El escaso valor monetario de muchos de los bienes que aparecen en los casos que trabajé y lo engorroso que resultaba hacer una denuncia y comparecer en un juicio me llevaron a preguntarme por las motivaciones de los empleadores que de hecho iniciaron acciones legales contra sus empleadas.
Según Natalia Milanesio, el acceso al consumo masivo de los trabajadores y la emergencia de la figura del consumidor obrero durante el peronismo dieron lugar a nuevas ansiedades entre la clase media. De acuerdo con su lectura, la imagen de la empleada doméstica que vestía el mismo tipo de prendas que su empleadora se había convertido en “el ejemplo más común de la creciente igualdad social durante el peronismo”, y el vestido expresaba una progresiva homogeneización del consumo que “dificultó la expresión inequívoca de la diferencia de clase y el establecimiento de divisiones claras entre los distintos sectores sociales” (Milanesio, 2014: 143). Las denuncias del hurto de prendas de vestir resultan comprensibles en ese escenario, en el que lo que estaba en juego trascendía el valor económico de los bienes en cuestión. La denuncia en la policía podía ser una forma de disputar la legitimidad del acceso de las trabajadoras a objetos que otrora resultaban clave para la definición del estatus social de los empleadores, reafirmando la inferioridad tanto social como moral de las trabajadoras.
Lo que estos hurtos evidencian, y la confesión de Angélica vuelve manifiesto, es que lo que estaba en cuestión era la deferencia esperada de las trabajadoras. Como han mostrado distintos análisis (Rollins, 1985; Romero, 2002; Gorbán y Tizziani, 2014), la deferencia es uno de los elementos centrales de las relaciones establecidas en el servicio doméstico. Parte del trabajo de las empleadas domésticas consiste en representar un papel. Independientemente de la imagen que tengan de sí mismas, frente a sus empleadores deben ubicarse en una posición de inferioridad social. El sentido de superioridad construido en esta relación fue particularmente importante para los empleadores de clase media en las décadas que siguieron a las transformaciones sociales iniciadas durante el primer peronismo, cuando otros elementos que anteriormente habían garantizado su estatus (como el consumo de ciertos bienes) se habían vuelto también accesibles para los trabajadores.
Las propias relaciones de servicio doméstico estaban experimentando fuertes cambios. Desde principios de siglo XX, había crecido el empleo con retiro y por horas, en detrimento del empleo “con cama”, había crecido el número de trabajadoras que eran migrantes internas desplazando a las provenientes de ultramar, y las ocupaciones más especializadas –y masculinizadas– habían dejado de ser consideradas parte del sector –al menos en términos legales– (Cárdenas, 1986). La sanción del decreto-ley 326 en 1956 constituyó otro hito relevante. Pese a que las protecciones que garantizaba eran limitadas, dicho decreto constituyó un primer régimen legal en el que las trabajadoras domésticas podían ampararse (Pérez, Cutuli y Garazi, 2018).
Las disputas por esos bienes eran más intensas cuando, como en muchos de los expedientes aquí analizados, los empleadores y las empleadas tenían un origen social no tan lejano. En el caso mencionado con anterioridad, ambas habían migrado a Mar del Plata desde localidades más pequeñas: la empleadora, Irene de García, que tenía treinta años y estaba casada, había nacido en Balcarce, una localidad ubicada a 74 kilómetros de Mar del Plata; Angélica Ortega, la trabajadora, tenía treinta y dos años y estaba soltera, había nacido en Monteros, a 53 kilómetros de San Miguel de Tucumán. Esta no era una situación excepcional en Mar del Plata, donde la afluencia de migrantes había sido muy intensa. Si en 1947 el partido de General Pueyrredón –del que Mar del Plata es cabecera– contaba con casi 124.000 habitantes, en 1960 llegaría a los 225.000 y en 1980, a los 434.000. La magnitud de este crecimiento se explica por el flujo migratorio hacia la ciudad: entre 1895 y 1947 se trató sobre todo de migrantes extranjeros; entre 1947 y 1960, de migrantes de localidades pequeñas y zonas rurales del país (Núñez, 2000).
En este escenario, no era necesario poseer un patrimonio muy importante para lograr establecer diferencias con quienes habían llegado a Mar del Plata más recientemente, ubicándose en sectores urbanos más periféricos, pero también aceptando peores empleos que aquellos que residían en la ciudad desde hacía más tiempo y habían logrado acumular ya algún tipo de capital, no solo económico, sino también social. En este sentido, podemos señalar que, en septiembre de 1959, al momento de la denuncia a partir de la que se iniciara el proceso por hurto, Irene vivía en una casa de tres dormitorios, cocina, baño y comedor, a la que se accedía por el local (un negocio de despensa y bar) que ella misma atendía. La casa estaba ubicada en el centro de la ciudad, en la esquina de Córdoba y Colón. Angélica vivía a cien metros de esa casa, en un hotel situado en Santiago del Estero y Colón. Aunque sus posiciones sociales eran evidentemente desiguales, sus trayectorias muestran que la distancia que las separaba era menor a la que existía entre empleadores y trabajadoras domésticas algunas décadas antes.
No es solo que esas distancias fueran menores en términos materiales. En la confesión de Angélica ya transcripta lo que se observa es un cuestionamiento a las distancias simbólicas. Ella enfatizaba la similitud de su cuerpo y el de Irene, en virtud de la cual a ambas la misma ropa les quedaba bien. Ahora bien, puede que su cuerpo fuera uno de los sitios clave a partir de los que Irene construía su distancia social respecto de Angélica. Aunque ambas eran migrantes internas, Irene provenía de una localidad situada en la provincia de Buenos Aires, relativamente cercana a Mar del Plata, e incluso a la Capital Federal. Angélica, en cambio, provenía de una localidad, quizás similar en términos de su tamaño, pero ubicada en la provincia de Tucumán. No sabemos nada de la apariencia de estas dos mujeres, pero esta diferencia de origen puede haber sido relevante en términos de la racialización de sus distancias de clase. Enrique Garguin (2009) ha señalado que el ser descendiente de inmigrantes europeos que se asentaron en el litoral fue un elemento clave en la conformación de la identidad de clase media en la Argentina, a partir de un contraste explícito con quienes habían migrado del “interior” del país. En ese contexto, la similitud corporal señalada por Angélica y reforzada por el uso de las mismas prendas pudo haber atizado las ansiedades de Irene, motivándola a hacer una denuncia por bienes cuyo valor material era relativamente menor.
La singularidad de Mar del Plata también permite pensar en otros escenarios en los que el estatus de quienes se identificaban como clase media podía ser tensionado por los usos que los trabajadores hacían de espacios y bienes que les pertenecían y que eran marcas claras de su lugar en las jerarquías sociales. En 1965, por ejemplo, una mujer que vivía en la ciudad de Buenos Aires pero poseía una casa de veraneo en Mar del Plata presentó una denuncia a la policía acusando a los caseros de haber hurtado un juego de cubiertos de plata, cuatro cuchillos, una manguera, una máquina de cortar césped, una tusadora, entre otros elementos. Los caseros, una pareja de hermanos, respondieron a esa acusación indicando que era falsa y que había sido hecha “en carácter de venganza” (denuncia 440.601, Archivo del Departamento Judicial de Mar del Plata, citada por Pérez, 2016). Puntualmente, la casera sostuvo:
[…] al parecer a la [denunciante] le fastidió que su hermano hubiera usado algunos platos de la cocina, como también que la declarante hubiera tendido ropa en el cordel en el parque, por lo cual esta le solicitó las llaves a la declarante, entregándoselas, previa revisación de dicha persona en el inmueble manifestando que todos los efectos existentes se encontraban en la casa, no faltándole nada […] Que cuando la denunciante volvió a irse a Capital Federal clausuró la puerta de entrada con maderas, así que era imposible entrar. Que ignora quién sustrajo las cosas de la casa, si es que ha habido sustracción.
Aunque es imposible establecer la veracidad de las acusaciones cruzadas entre empleadora y caseros a partir del expediente, resulta evidente que, independientemente de un posible hurto –que no fue probado–, el uso de ciertos bienes y espacios resultaba motivo de tensión. El caso permite pensar lo desestabilizadores que podían ser los usos de los caseros para los dueños de esas casas de veraneo que, fuera de su vigilancia, podían comportarse como si fueran ellos los propietarios, no solo de las casas, sino de los objetos con los que estaban equipadas. A mediados del siglo XX, si el servicio doméstico en el propio hogar confirmaba el estatus social del empleador, también era un permanente recordatorio del nuevo estatus alcanzado por los trabajadores y, en este sentido, de la vulnerabilidad de las jerarquías establecidas.