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Como adelantamos, nuestra pretensión es ofrecer a lo largo de los nueve capítulos que conforman este volumen un panorama heterogéneo de los estudios sobre clases medias en nuestro país. Estos capítulos no comparten necesariamente ni un enfoque ni una literatura en común, pero sí son plenamente conscientes de los problemas que presenta el campo de investigación. Por otra parte, como ya hemos indicado, tocan una serie de cuestiones empíricas y temáticas concretas diversas, como el hogar y el espacio doméstico, el mercado inmobiliario, las localizaciones urbanas, el deporte y sus formas de organización institucional, la corrupción, el emprendimiento, las orientaciones políticas o el diseño. Sobre ellos, las autoras y los autores indagan, entre otros aspectos, en los procesos de conformación identitaria, en las moralidades, en la dimensión significativa y los usos lingüísticos, las creencias y la delimitación de fronteras sociales.

En el capítulo 1, “Clase media, género y domesticidad: el hogar como espacio de negociación de las distancias sociales en la Argentina de mediados del siglo XX”, Inés Pérez parte de las lecturas que han buscado trascender las miradas objetivistas, enfocándose en diversos procesos de construcción identitaria. Mas lo hace abandonando parcialmente la esfera pública, tantas veces privilegiada, para centrarse en el espacio doméstico y en los modos en que un modelo de domesticidad definido como “de clase media” fue difundido y apropiado por nuevos sectores gracias, en buena medida, al impulso dado por las políticas públicas del primer peronismo, política inclusiva que estuvo, a su vez, atravesada por diversas desigualdades y exclusiones, lo que facilitó que el consumo de bienes durables, por ejemplo, estuviera también “marcado por búsquedas de distinción de sujetos de distintos sectores sociales que tomaban la domesticidad de clase media como modelo” (nuestro subrayado). Centrándose en el caso de Mar del Plata, Pérez muestra cómo la clave para la búsqueda de la respetabilidad asociada al modelo de familia “de clase media” en el plano del consumo no radicaba solo en la posesión de determinados objetos (muchos de los cuales eran, incluso, publicitados poniendo un fuerte énfasis en su función distintiva, tal el caso de los bienes de consumo durables), sino que también se rodeaban de un discurso moral que distinguía prioridades y sancionaba los modos legítimos y oportunos de su adquisición y su uso. El capítulo plantea, así, el peso de la cultura material hogareña y los modos de significarla, a los fines de la construcción de identidades de clase media, y hace lo propio también con las relaciones establecidas en el espacio del hogar, fundamentalmente aquellas basadas en principios de diferenciación de clase entre mujeres. También revela cómo la figura de la empleada doméstica y las relaciones estructuradas en torno al trabajo doméstico remunerado adquirieron un lugar importante con relación a la construcción de las distancias de clase y, en particular, en la configuración de la identidad de clase media.

En el capítulo 2, “De inquilinos a propietarios: la construcción del mercado de la propiedad horizontal en Buenos Aires, 1947-1970”, Rosa Aboy se centra en la producción social del espacio, rastreando posibles fundamentos materiales de una construcción identitaria diferenciada para las clases medias, identificadas, a su vez, de manera creciente a medida que nos acercamos a la década de 1960 con la sociedad porteña en su conjunto. Muestra cómo la sanción de la Ley de Propiedad Horizontal en 1948 permitió por vez primera en la Argentina combinar los anhelos de “ser propietario” y de habitar un departamento moderno y, quizá, céntrico. La ley posibilitó un cambio de paradigma que afectó no solo la materialidad del tejido urbano, sino también su organización social y cultural. Así, sus efectos fueron asombrosos: en la ciudad de Buenos Aires los propietarios de la vivienda que habitaban pasaron del 17,6% en 1947 al 45,6% en 1960. Los departamentos, que en 1944 representaban el 20% de los hogares, llegaron al 75% en 1970. La ley abrió, pues, un nuevo mercado inmobiliario que incorporó al departamento al horizonte de aspiraciones y consumo de los porteños. El crecimiento en el número de propietarios estuvo, en buena medida, mediado por la creación de un nuevo mercado inmobiliario, dirigido principalmente a las clases medias. Diversos actores (arquitectos, desarrolladores, constructores, agentes inmobiliarios, muchas veces combinados todos ellos en una misma empresa familiar) fueron dando forma a ese mercado, que muy pronto se fue fragmentando simbólica y materialmente no solo respecto de distintos tipos de departamentos, sino también de los destinatarios de sus intervenciones. Así, si por un lado el gran incremento de propietarios y de habitantes de departamentos modernos facilitaban la creciente identificación de la mayoría de los porteños con la clase media, por el otro el mismo fenómeno tendía a fragmentarla en razón de la gran distancia, material y simbólica, que separaba a algunos proyectos inmobiliarios de otros. Desde su proyección, la diversidad de materiales, el espacio, los sistemas de financiación y las publicidades para su venta, Aboy muestra una clara contraposición entre dos modelos de distribución espacial, social y simbólica: por un lado, los departamentos “para las altas clases medias”, por el otro, “los departamentos mínimos”. Distancias abismales que, como concluye la autora, debieron funcionar “como ámbitos catalizadores de nuevas y diferenciadas identidades sociales de las clases medias participantes del mercado”.

En el capítulo 3, “La clase media como lenguaje y los lenguajes de las clases medias en tres ciudades del interior bonaerense”, Gabriel Noel compara analíticamente sus experiencias de trabajo de campo etnográfico en Tandil, Villa Gesell y Verónica (cabecera del partido de Punta Indio). Noel destaca especialmente las disímiles imágenes que los habitantes de estas tres localidades proyectaban sobre ellas y, a su vez, las diferentes formas de identificación entre los habitantes de cada una de las ciudades, según su ubicación en el espacio urbano y situación social. Así, en Tandil en 2003, los habitantes del centro presentaban a la ciudad como un lugar próspero que usualmente se asocia con el estereotipo de la clase media (aunque no fuese nombrada explícitamente), en razón de los niveles y la calidad de los consumos de bienes y servicios o por la seguridad frente al delito que ofrecía. En contraposición, en un barrio popular, Las Tunitas, sus pobladores (considerados “extraños” por los habitantes del centro) se identificaban con una clase media en crisis, empobrecida. A su vez, en Villa Gesell en 2008, los sectores populares urbanos no se concentraban en barrios marginales, sino que eran una presencia significativa en toda la ciudad. “Los notables” (que invocaban una genealogía cuyo origen se remontaba a los “fundadores”) poseían una relativa hegemonía respecto de la representación de la ciudad y se presentaban como “autóctonos”, frente a las acusaciones políticas del gobierno del Frente para la Victoria, que había ganado la intendencia en 2007, según las cuales se trataba de un sector que tenía a la ciudad de rehén para su propio beneficio, condenando a la miseria al resto. Finalmente, en 2014, Noel encuentra que, de acuerdo con los relatos de sus habitantes, Verónica era presentada como un lugar en el que no había segmentaciones o quiebres como los que encontró en Tandil y Villa Gesell (pese a que las asimetrías y diferencias socioeconómicas eran reconocidas), siendo consideradas algo accidental, esto es, personas que atravesaban una “mala situación”. De tal modo, en Verónica las diferencias y desigualdades no responderían a “clases” ni “clases medias”, sino a asuntos fortuitos del dominio de lo individual. De manera relevante, Noel cuestiona tanto los usuales análisis de la clase media basados en estudios de la Ciudad de Buenos Aires y su conurbano proyectados acríticamente al conjunto del país, como el no tener en cuenta las formas de identificación especificas a las que apelan los conjuntos sociales para establecer sus fronteras, las cuales son, como lo ha señalado Philip Furbank, enunciados morales.

“Un campo inesperado de inclusión social: negociaciones identitarias y movilidad socioeconómica en un equipo de triatlón en Santiago del Estero” es el capítulo 4, cuya autora es Sara Kauko. Se trata de un trabajo etnográfico donde pone su atención en un escenario: un gimnasio y su equipo de triatlón. Tal como ella lo presenta, en ese espacio se producía el encuentro entre deportistas considerados de clase media acomodada (“gente bien”, en su mayoría profesionales) y jóvenes provenientes de familias de bajos recursos (“negros”), que suplantaban sus carencias materiales y culturales con destrezas y esfuerzo físico, accediendo a becas para entrenar. Kauko ve en ese “campo deportivo” la posibilidad de analizar el cruce de dos mundos sociales radicalmente distintos, donde la identidad de clase media de unos se ve fortalecida, al tiempo que promueve las aspiraciones y posibilidades de movilidad social de los otros. El mundo del triatlón santiagueño se muestra, así, como un terreno en el que es posible apreciar tanto el papel activo de las jerarquías raciales y clasistas como la posibilidad de que ciertas formas de convivencia y solidaridad puedan emerger. Y, en particular, la difusión de las aspiraciones de ascenso social a través del esfuerzo individual a través del cual salir de la pobreza. El caso resulta particularmente instructivo, ya que revela que las prácticas de distinción de los sectores más favorecidos no solo afirman fronteras sociales que los separan de otros sectores sociales, sino que estos pueden disputarlas no contraponiendo otros valores, sino apropiándose de ellos. Y debido a la lógica misma del campo, pueden hallar allí reconocimiento social.

El interés por el deporte como un campo o escenario social se prolonga en el capítulo 5, “Universitario y de barrio: la construcción de un nosotros de clase media en un club social y deportivo platense”, de Julia Hang. Ella pone su atención en el Club Universitario de la ciudad de La Plata, fundado oficialmente en 1937. A través de un trabajo de campo etnográfico realizado entre 2013 y 2018, Hang muestra cómo una situación de crisis económica del club, que le exigía incrementar sus ingresos y ampliar la masa societaria, llevó a diferentes actores involucrados a (re)definir la identidad institucional. Hang sostiene que en el período estudiado se configuró un nosotros de clase media (de la clase media platense) en el cual se aunaron moralidades heterogéneas y hasta contradictorias. Así, los dirigentes promocionaron al club tanto como un lugar donde fuese posible practicar deportes y, simultáneamente, gozar de un “estilo de vida”, basado en un pasado deportivo glorioso pero con “espíritu barrial”: un lugar de encuentro de la clase media. En el club, sostenían, se preservaban valores “originarios”, como la humildad, lo universitario, el esfuerzo, la mesura y la familia. Pero otros impugnaron estas virtudes morales, calificándolas de “elitistas”. Estas definiciones convivirían de manera compleja con la presentación de la institución con aquellos valores que había estudiado Maristella Svampa en la década de 1990, con el surgimiento de los countries y barrios cerrados: como un espacio donde resultaba posible llevar un “estilo de vida verde y natural”. De tal modo, el requerimiento de un incremento de la masa de socios entraba en tensión con una representación de la institución como un espacio distinguido y exclusivo, que para algunos debía mantenerse, mientras que para otros era necesario disputar.

En el capítulo 6, “La corrupción como categoría clave para pensar la clase media argentina”, Sara Muir postula una interpretación acerca de cómo se conformaron los escenarios políticos recientes en la Argentina, caracterizados por la conflictividad entre opuestos irreconciliables. La autora rechaza la idea de que esto provenga de antiguos antagonismos (es usual atribuirlos a la segunda mitad del siglo XX, o incluso a diferentes momentos del siglo XIX); en su lugar, sostiene que es algo relativamente reciente, que responde a la configuración de la clase media tras la salida de la crisis de inicios del siglo XXI. A tal fin, Muir sostiene que lo que caracteriza a ese sector que se ve como “clase media” es el hecho de que las promesas de prosperidad han sido desmentidas, en razón de la instalación de una convicción: la crisis en la Argentina es una situación rutinaria. Aborda la corrupción etnográficamente, esto es, tratándola como una categoría social que opera en la vida cotidiana, la cual permite a quienes se perciben como miembros de la clase media describir y evaluar prácticas en cuanto “ilícitas”, “inmorales”, “espurias”. Tal categoría, señala, permite a quienes la asumen orientarse frente a las ambigüedades de orden ético-moral con las que deben tratar cotidianamente. La importancia del análisis de Muir es crucial para comprender las interpretaciones de la historia reciente en la Argentina, así como buena parte de lo acontecido en la esfera política.11 Así, a través de la autobiografía de un funcionario que aparece como una versión reducida de la historia nacional, la corrupción constituye el recurso interpretativo central, en particular para dar sentido a una versión fatalista de la historia (la crisis rutinaria). Muir sostiene que cualquier clase media puede ser vista como una configuración temporal y sociomoral; en el caso de la idea de la “clase media global”, esta moralidad está marcada por el optimismo respecto del progreso. Sin embargo, el caso argentino revela algo muy distinto, en la medida en que es el pesimismo lo que prevalece respecto del futuro frente al cual opone su pureza moral.

La problemática de la crisis recurrente vuelve en el capítulo 7 de Sonia Prelat, “El pasaje por la crisis: diferencias generacionales, valor y trabajo en la Argentina”. Prelat no hace de la clase media un objeto especial de indagación; ella prefiere referirse a pequeños propietarios, emprendedores o comerciantes de la ciudad entrerriana de Concordia, que es al momento de escribir esta introducción la ciudad más pobre del país. No obstante, no es la pobreza el eje de su análisis, sino cómo las crisis recurrentes que han caracterizado a la Argentina condicionan el trabajo de emprendedores y comerciantes de la ciudad. Prelat sugiere que no solo se deben tener en cuenta las restricciones resultantes de las situaciones de crisis, sino también las experiencias, los recuerdos, en la medida en que pueden servir de orientadores, precisamente, cuando el futuro resulta incierto. Señala que las crisis dan lugar a una memoria colectiva; ella encontró que las narrativas en las cuales se manifestaba la memoria diferían en función de las generaciones. Aquellas personas de más edad, que habían sobrellevado la crisis de inicios del siglo XXI, veían su práctica como una lucha personalizada para enfrentar adversarios como la inflación y la recesión. Prelat diferencia esta versión –a la que define como “no moral”– de la de los más jóvenes, influidos por los discursos de autoayuda tendientes a la autorrealización, que conferían al esfuerzo, al trabajo duro y a la disciplina una índole moral. Esta generación, que no había experimentado de manera directa la crisis de inicios de siglo, veía las interpretaciones de sus padres como algo arcaico. En su lugar, ponderaban la individualidad y la responsabilidad personal (como veremos enseguida, estos resultados de las indagaciones etnográficas de Prelat parecen entrar en conflicto con las de Vargas y Viotti, ya que, a diferencia de estos últimos, aquí la autorrealización conviviría con el esfuerzo y el trabajo duro entre los más jóvenes). En conclusión, la autora muestra cómo las memorias colectivas de crisis se estructuran diferencialmente en función de las experiencias generacionales, dando lugar a formas distintas de orientación práctica.

En el capítulo 8, “¿Orientaciones políticas de la «clase media», o la «clase media» y sus orientaciones políticas?”, Fernando Toyos estudia la relación entre la autopercepción de clase media y las orientaciones ideológico-políticas, haciendo foco especialmente en las formas de concebir la corrupción. En lugar de una etnografía de las prácticas cotidianas (como había sido el caso de Muir), Toyos basa su examen en la información derivada de grupos focales de residentes en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires entre 2017 y 2018, es decir, durante el gobierno de Cambiemos presidido por Mauricio Macri, a menudo señalado como “un gobierno de clase media”. Toyos también utilizó información proveniente de la encuesta Latinobarómetro, para América Latina y Argentina, entre 2011 y 2017, y de la Encuesta Nacional de Estructura Social (ENES-PISAC) realizada en 2017. Una de las conclusiones importantes del estudio es que prevalecen las personas que imaginan su ideología como “de centro” y, simultáneamente, se autoperciben como miembros de la “clase media”. Al mismo tiempo, entre quienes manifestaron su apoyo al gobierno de Macri también prevalecía un fuerte discurso sobre la corrupción como un mal. Si bien el estudio tiende a mostrar una conexión entre la autopercepción de clase media, la orientación “de centro”, el discurso contra la corrupción y la adhesión al macrismo, Toyos no concluye que de ello se desprenda necesariamente una idea homogénea de la identidad de clase media. Justamente, la información de los grupos focales abona la tesis de la heterogeneidad ideológico-política.

Finalmente, en el capítulo 9, “Entre el esfuerzo y el confort: autonomía y cambio cultural”, Patricia Vargas y Nicolás Viotti prolongan las inquietudes de Prelat respecto de las diferencias en las perspectivas generacionales y algunos elementos ya presentes en el estudio de Hang. Vargas y Viotti se plantean la necesidad de reparar en las transformaciones que se han producido en el mundo de los valores de las clases medias. Más específicamente, señalan que a los valores tradicionales del esfuerzo y el sacrificio que han sido propios de estas clases, es indispensable ahora tener en cuenta una serie de prácticas más vinculadas a valores como la autonomía, lo emotivo y el desarrollo personal, donde lo que se priorizaría sería el confort. Vargas y Viotti definen esto como una corriente cultural que tiene la cualidad de organizar la experiencia de ciertos conjuntos sociales identificados con la clase media. La médula del texto reside en exponer un caso de lo que llaman “modo de vida alternativo”, a través de la historia de vida de una empresaria de cuarenta años, Anabela. Con esta historia de vida pretenden exponer el lugar que tienen estos nuevos valores, poniendo de manifiesto que Anabela no separa o establece diferencias entre su realización personal, laboral o económica; al contrario, sus interpretaciones incluyen preguntas y respuestas en torno al significado del éxito, el trabajo o la vida. Es más, este proceso de transformación puede corroborarse poniendo atención en la importante circulación a través de los medios de comunicación de cuestiones tales como el consumo de alimentos orgánicos, actividades laborales no convencionales, el neorruralismo, las terapias alternativas, las prácticas de la Nueva Era, etc. En definitiva, Vargas y Viotti están convencidos de que esta transformación en el mundo de valores está aconteciendo, en una escala que futuros estudios deberán precisar y que, por consiguiente, demandará un replanteo de los análisis, posiblemente, como también lo señalaba Prelat, estimando la relevancia de las experiencias generacionales divergentes.

Obviamente, los temas tratados aquí no son una muestra representativa de los estudios sobre clases medias en nuestro país, ni sobre los que se llevan a cabo sobre otras partes del mundo, ni mucho menos agotan los temas que todavía no se han desarrollado. En buena medida, la bibliografía que ha servido para redactar esta introducción, así como aquella con la que entran en diálogo los autores de los capítulos, puede ayudar a los lectores a elaborar una cierta aproximación al horizonte de posibilidades temáticas que los estudios sobre clases medias comprenden. Como hemos insinuado, aun nuestro país está en los albores en cuanto a la constitución de un campo de investigación, siendo mucho lo que hay por hacer. Poco sabemos todavía acerca del papel que juegan los usos idiomáticos, los modismos, las jergas en la fabricación de fronteras sociales y simbólicas. Nos falta mucho por conocer respecto de la manera en que se construyen las imágenes corporales en relación con determinados tipos de persona social (algo iniciado por Alejandro Damián Rodríguez), las variables articulaciones entre clase, etnicidad y género (algunos aportes al respecto pueden encontrarse en los capítulos aquí publicados de Pérez y Kauko) o las actividades de consumo cotidiano (como los estudiados por Daniel Miller, 1999). Sin embargo, a través de los capítulos pretendemos estimular la investigación de estos y otros campos, que ayuden a entender mejor a este país que, como podemos ver a diario, oscila entre insistir con su imagen estereotípica de “clase media” y, al mismo tiempo, rechazarla sin contemplaciones, denunciando en su lugar la realidad de un país profundamente pobre y desigual.

1. En Gabriela Benza et al. (2016) puede hallarse un interesante y exaustivo análisis de los estudios desarrollados entre 2003 y 2014 sobre las clases sociales en general, con un apartado especial dedicado a las clases medias.

2. Ejemplos de esta perspectiva pueden ser, entre otros, Ruth Sautu (2001), Ana Wortman (2003) y Sebastián Carassai (2013). También la compilación de Rolando Franco, Martín Hopenhayn y Arturo León (2010) sobre América Latina. Este enfoque es semejante al que suele exponerse en los medios de comunicación, en el discurso público, en la boca de políticos, consultores, analistas de opinión e incluso expertos como economistas o politólogos.

3. Llamativamente, estas afirmaciones emergían en el mismo momento en que se estaba produciendo una inusitada incorporación de jóvenes procedentes de familias identificadas como de “clase media” a las filas de la militancia política peronista, de izquierda y revolucionaria (Gillespie, 1998, 87-99; Altamirano, 1997, 2001; Tortti, 2006).

4. También, debemos considerar dos estudios sobre poblaciones reconocidas como de “clase media urbana”: el de Rubén Reina (1973), sobre la ciudad de Paraná, Entre Ríos, y el de la antropóloga norteamericana Julie M. Taylor (1979, 1981) sobre “los mitos de Eva Perón”, una indagación de las concepciones sobre género, sexualidad y moralidad de la clase media urbana en Buenos Aires.

5. El proyecto de Kocka fue crucial para superar la tendencia a considerar ciertas pautas de conducta como consustanciales a la clase media (como el liberalismo), para poner las prácticas, históricamente variables, en el primer plano de la observación y considerarlas como constituyentes (y no como derivadas) de las distintas clases medias. En este proceso se fue tornando cada vez más evidente la peculiaridad (y no la excepcionalidad) de cada caso (Fradera y Millán, 2000; Kocka, 1995; Kocka y Mitchell, 1993). No obstante, los estudios de Kocka no estaban exentos de los usuales problemas en el tratamiento de las clases medias, tales como el esencialismo, el eurocentrismo y la teleología (Adamovsky, 2014a; Joshi, 2012).

6. Véanse también las recientes obras de Candina Polomer (2009), Kopper (2016a y 2016b), López-Pedreros (2019) y Stern (e/p), A su vez, discusiones comparativas respecto de América Latina pueden verse en la compilación de Parker y Walker (2013) y en el dossier de la revista Contemporánea, coordinado por Isabella Cosse (2014b).

7. También, en diferentes momentos, lo integraron Santiago Canevaro, Diego Zenobi, Nicolás Viotti, Ricardo Fava, Natalia Cosacov, Bárbara Guerschman, Soledad Gallo, Lucila Dallaglio y María Florencia Esmoris, entre otros.

8. Cosse realizó un importante aporte a través de su estudio de la historieta Mafalda, relacionándola con los modelos de familia de la década de 1960. Mostró cómo la historieta, sus imágenes y texto, plantearon un diálogo con la clase media en cuanto identidad. Más que una mera representación de una clase media preexistente, Mafalda es presentada por Cosse como articulando, dando voz y constituyendo una experiencia novedosa, signada por la heterogeneidad sociocultural y política de la clase media de los años 60.

9. Vargas estudió etnográficamente el contexto de la poscrisis de 2001, realizando trabajo de campo con personas que se autoadscribían como “de clase media” y, a la vez, como “diseñadores y emprendedores”. Mostró que la identidad de “emprendedor” constituye una categoría moral dependiente de valores como el esfuerzo personal.

10. Véase también el más reciente Pastoriza y Torre (2019).

11. Nos referimos al papel que ha jugado la interpretación de la historia nacional en términos de “una esencia corrupta ante la cual lucha la parte sana de la población”. En general, esta “parte sana” es identificada por quienes se ven a sí mismos como “aquellos que trabajan y se esfuerzan”, quienes “no viven del Estado”, etc.; es un discurso que se ha ido imponiendo con fuerza desde fines de los años 90 en adelante, y ha conferido identidad a los proyectos políticos de la Alianza para el Trabajo, la Justicia y la Educación, que ganó las elecciones nacionales en 1999, y de Cambiemos, en 2015 (Visacovsky, 2018a).

Argentina y sus clases medias

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