Читать книгу Castillos en la arena - La caricia del viento - Sherryl Woods - Страница 10

Capítulo 3

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Boone se había quedado impactado al ver a Emily, eso estaba claro. Le temblaba la mano mientras reemplazaba las bombillas dañadas, tanto las que se habían fundido con el apagón como las que se habían roto cuando la tormenta había arrancado la protección de una de las ventanas delanteras.

En teoría, se suponía que la había olvidado. Eso era lo que le había dicho a Gabriella escasos minutos antes de que Emily entrara por la puerta y le pillara desprevenido, ¿no? Sí, eso era lo que él mismo había dicho… y lo había dicho convencido de que era la pura verdad, ¿no? No estaba dispuesto a permitir que aquella mujer pisoteara sus sentimientos por segunda vez, sobre todo teniendo en cuenta que tenía que pensar en su hijo.

Había tenido unas cuantas citas tras la muerte de Jenny, pero siempre había procurado dejar a B.J. al margen. Su propia madre había hecho desfilar por su vida a media docena de hombres antes de decidirse por el que había reemplazado a su padre, así que conocía de primera mano los peligros que conllevaba permitir que un niño se encariñara demasiado con alguien que al final iba a marcharse.

Por desgracia, eso no parecía factible con Emily, ya que en ese mismo momento B.J. y ella parecían estar pasándoselo de maravilla en la cocina junto con las demás integrantes de la familia Castle. Seguro que entre el niño y ella ya estaba creándose un vínculo afectivo, y que Cora Jane estaba contribuyendo a que así fuera.

Su hijo salió de la cocina justo entonces. Tenía la cara pringada de sirope de arce, sus ojos brillaban de entusiasmo, y el comentario que brotó de sus labios no hizo sino confirmar sus sospechas.

–¡Papá, Emily conoce a estrellas de cine!

–¿Ah, sí? –aunque fingió indiferencia, una perversa parte de su ser estaba deseando saber hasta el último detalle.

–¡Sí, ha estado en sus casas y todo! Habló una vez con Johnny Depp, ¿a que es genial?

Boone vaciló, no sabía cuál era la respuesta apropiada en ese momento. Se preguntó si debía mostrar un entusiasmo ficticio y explicar que un famoso era una persona como cualquier otra, o si era mejor dejarlo pasar y aceptar que Emily había impresionado a su hijo con un estilo de vida que él no podía igualar.

–Oye, papá, ¿por qué no me habías dicho nunca que conocías a una famosa?

–No sé si Emily es famosa por el mero hecho de trabajar con estrellas de cine…

–No, ella no, Samantha –le corrigió el niño con impaciencia–. Sale en las telenovelas esas que dan por la tele, y estuvo en una obra de teatro de Broadway. Ah, y también salió en un anuncio de los cereales que me gustan… ¿Te acuerdas?, ella hacía de madre. Yo no la he reconocido al principio porque es más guapa en persona.

Boone solo se acordaba de que, cada vez que había visto a Samantha en un anuncio, había pensado en Emily, así que por lealtad a Jenny se había esforzado por borrar de su mente todos esos recuerdos.

–¡Ven a la cocina!, ¡están contando unas historias geniales! –le dijo su hijo.

–Hemos venido a ayudar a limpiar a la señora Cora Jane.

–Ya, pero ella también está en la cocina. Me parece que está contenta por tener aquí a sus nietas.

Boone sabía que el niño tenía razón en eso, porque había visto la melancolía que aparecía en los ojos de Cora Jane al hablar de ellas. Sí, alardeaba con orgullo de los logros de las tres, pero había en su voz una tristeza que no podía ocultar, al menos ante él. No había duda de que estaba entusiasmada al ver que un huracán las había llevado de vuelta a casa.

Lástima que ninguna de las tres apareciera por allí cuando no había problema alguno.

B.J. le agarró de la mano y tiró de él, así que no tuvo más remedio que acompañarle a la cocina.

–¿Sabes qué? Emily no ha ido nunca a Disneyland, así que yo le he dicho que puede venir con nosotros cuando vayamos a California. Sí que puede, ¿verdad?

Boone se paró en seco. Las cosas estaban yendo demasiado deprisa. Se agachó y miró a su hijo a los ojos al advertirle:

–Emily está aquí de visita.

–Sí, ya lo sé, por eso le he dicho que nosotros iremos a verla –lo dijo como si fuera lo más razonable del mundo.

–Hijo, no cuentes con Emily para nada. ¿De acuerdo?

Estaba claro que el niño no entendió la advertencia.

–¿Y qué pasa con Disneyland, papá? Tú me prometiste que iríamos, ¿por qué no puede venir ella con nosotros?

Boone contó hasta diez. B.J. no tenía la culpa de que aquella conversación estuviera enloqueciéndole.

–Te prometí que te llevaría al Disney World de Florida, para aprovechar y poder ir a ver a tus abuelos.

Lo dijo con paciencia, pero sabía que estaba librando una batalla perdida. B.J. tenía la tenacidad de un pitbull y no iba a dejar pasar aquel tema, al menos por el momento. A su hijo le valía cualquiera de los dos parques de atracciones y, lamentablemente, sus abuelos debían de parecerle menos interesantes que la glamurosa Emily; aun así, cabía imaginarse el escándalo que se montaría si optaba por llevar al niño a California y no a Florida. El cabreo de la familia de Jenny sería épico.

–¡Quiero ir a Disneyland, y que Emily venga con nosotros! ¡Me prometiste que iríamos! –insistió el niño, enfurruñado.

–Ya lo hablaremos después.

Boone se preguntó si existía la más mínima posibilidad de que sobreviviera a la visita de Emily con la salud mental intacta, sobre todo teniendo en cuenta que su hijo de ocho años parecía estar cautivado por ella… tan cautivado como él mismo lo había estado en el pasado.

Emily se había propuesto no mirar su móvil para comprobar si tenía algún mensaje hasta que hubiera pasado algo de tiempo con su familia, pero era difícil romper las costumbres arraigadas y, cuando oyó la señal que indicaba que había recibido otro mensaje más en la última media hora, se disculpó y se levantó de la mesa.

–Perdón, tengo que contestar.

–Os dije que no tardaría ni una hora en mirar su móvil –bromeó Samantha–. Me sorprende que tú no hayas mirado aún el tuyo, Gabi.

La aludida se ruborizó al admitir:

–He hecho un par de llamadas y he mandado unos correos electrónicos justo antes de que llegarais vosotras. Mi súper eficiente asistente lo tiene todo bajo control en la oficina, y sabe cómo contactar conmigo si surge algo que ella no pueda gestionar.

–Ojalá tuviera yo una así –comentó Emily–. A la mía se le da bien tomar nota de los mensajes y revisar los detalles, pero, cuando hay que tomar la iniciativa o apaciguar a algún cliente, soy yo quien tiene que hacerse cargo –indicó su móvil antes de añadir–: Como ahora, por ejemplo.

–Sal a hacer tus llamadas –le dijo Cora Jane.

Emily salió del restaurante y le devolvió la llamada a Sophia Grayson, una ricachona de Beverly Hills muy exigente que esperaba que todo estuviera hecho en un abrir y cerrar de ojos. Pagaba una buena suma de dinero a cambio de que fuera así, y el hecho de que hubiera contratado los servicios de Emily había sido una recomendación de primera en ciertos círculos.

–Has madrugado bastante, ahí no son ni las ocho de la mañana –comentó Emily.

–Estoy levantada a esta hora porque no he pegado ojo en toda la noche –protestó Sophia, con un teatral suspiro–. No podía dejar de pensar en esa desastrosa confusión que hubo con la tela de las cortinas. Ya sabes que voy a dar una fiesta muy importante en menos de dos semanas, Emily. Me prometiste que todo, hasta el más mínimo detalle, estaría listo con suficiente antelación.

–Y así será. Las cortinas nuevas ya están en marcha, yo misma hablé con Enrico y está horrorizado por el error que hubo. Le ha encargado el trabajo a sus mejores empleados, y las nuevas las tendrá listas para instalar mañana mismo.

–¿Y qué pasa con el color de las paredes del comedor? Es horrible, yo no lo habría escogido ni por asomo. La gente va a sentirse como si estuviera dentro de una calabaza.

–Te advertí que el naranja podía resultar pesado, pero tenemos preparado el reemplazo. Yo creo que este color visón va a gustarte mucho más. Es muy elegante, refleja mucho mejor tu buen gusto y el excelente estilo que tienes. Los trabajadores llegarán a tu casa a las nueve y acabarán esta misma tarde.

–Sí, ya sé que el visón quedará bien, pero esperaba dar un pequeño toque de color para cambiar un poco –comentó Sophia, con otro suspiro pesaroso.

–Ese toque nos lo darán los accesorios. Esta tarde tienes concertada una cita con Steve, de la galería de arte Rodeo. Seguro que encontrarás algún cuadro precioso para tu colección de nuevos artistas que te aportará el toque de color que quieres, y después podremos añadir varios toques más para acabar de redondearlo todo.

–Sí, supongo que sí. Sabes que confío en ti, Emily. No me has decepcionado nunca, pero ¿dónde estás?, ¿por qué no estás aquí? Lo que pago por tus servicios incluye tu supervisión personal, ¿no?

–Estoy encargándome de una emergencia familiar en Carolina del Norte, pero no tienes de qué preocuparte. Todo está bajo control. Si me necesitas, solo tienes que llamarme –al oír el pitido que le indicaba que estaba recibiendo otra llamada, añadió–: Tengo que colgar, querida. Te llamaré después para comprobar que todo va bien, mándame un mensaje de texto si me necesitas antes para algo.

Cortó la llamada antes de que Sophia pudiera quejarse de algo más, y al mirar la pantalla del móvil vio el nombre del cliente al que había conocido poco antes en Aspen.

–Nos gustan tus ideas –le dijo Derek Young, sin andarse con preámbulos–. ¿Cuándo puedes volver a venir para poner en marcha el proyecto? Nos gustaría que las instalaciones estuvieran listas a primeros de diciembre, para aprovechar al máximo la temporada de esquí. Si pudiera ser para Acción de Gracias, mucho mejor.

Emily se sintió fatal por tener que rechazar ese plazo, pero, como no tenía otra opción, admitió:

–Tardaré un par de semanas por lo menos. Si puedo ir antes, lo haré, pero voy a ser sincera contigo: Creo que pensar en abrir en diciembre sería muy optimista, incluso suponiendo que yo pudiera estar ahí mañana mismo. Vas a tener que decidir si quieres un trabajo de calidad o uno rápido.

–Quiero las dos cosas –le contestó él sin vacilar–. Si eso significa doblar la mano de obra, adelante.

Emily captó el mensaje, y se limitó a contestar:

–De acuerdo.

–Estamos hablando de un proyecto muy grande, es un hotel de montaña entero –insistió él. Estaba claro que quería subrayar lo que había en juego–. Seguro que la publicidad te vendría bien.

–Soy consciente de la oportunidad tan fabulosa que estás ofreciéndome, Derek, pero no puedo abandonar a mi familia en este preciso momento. El huracán lo ha destrozado todo a su paso.

Emily esperó con el aliento contenido, y le pareció oír a la esposa de su potencial cliente hablando con él en voz baja.

–Vale, haz lo que puedas –dijo él al fin–. Tricia acaba de recordarme que, a pesar de que yo no lo hago, de vez en cuando hay que darle prioridad a la familia por encima de los negocios.

Emily sonrió al admitir:

–Esa es una lección que a mí también me cuesta poner en práctica, dale las gracias de mi parte.

–¿Me llamarás?

–Por supuesto. Hay cosas que ya puedo poner en marcha desde aquí, no perderemos mucho tiempo.

Cuando cortó la llamada, se permitió unos segundos para disfrutar del triunfo que suponía haber conseguido el trabajo, pero suspiró al preguntarse si su abuela y sus hermanas iban a alegrarse por aquel logro. Seguro que se sentían decepcionas al ver que había prometido marcharse tan pronto, cuando lo más probable era que el restaurante aún no estuviera listo del todo.

Mientras contemplaba a sus niñas con el corazón henchido de amor, Cora Jane sintió que sus ojos se inundaban de lágrimas. Antes de que pudiera secárselas, Gabi se dio cuenta de lo que le pasaba y le preguntó en voz baja:

–¿Estás bien, abuela?

–Sí. Es que me siento muy feliz al volver a teneros a las tres bajo este techo, aunque haya un montón de goteras y todo esté hecho un desastre.

–No hay nada que no pueda arreglarse con un poco de trabajo duro. Yo me encargo de llamar para que arreglen el tejado.

–No hace falta, Boone ya se ha encargado de eso y vendrán mañana a primera hora para poner uno nuevo. En teoría, no tardarán más de un par de días en tenerlo listo, así que todo irá bien si no cae otra tormenta en ese plazo de tiempo.

–¿Estáis hablando de Boone? –preguntó Emily, que había entrado justo a tiempo de oír a Cora Jane.

–Se ha encargado de que vengan a arreglar el tejado –le contestó Gabi.

–Yo puedo hacer un par de llamadas, me dedico a negociar con contratistas –protestó ella, molesta.

–¿A cuántos contratistas de la zona conoces que puedan encargarse del tejado mañana mismo? –le preguntó Boone, al entrar en la cocina junto a B.J.–. Pero haz lo que quieras, no voy a ofenderme si quieres intentarlo.

Emily se sonrojó.

–Solo digo que quiero que mi abuela pueda elegir a quien le ofrezca un presupuesto razonable.

–Vaya, no sé cómo no he pensado yo en eso –le contestó él, con un deje de sarcasmo en la voz.

Cora Jane miró al uno y a la otra con exasperación. Siempre igual. Si Boone decía que el cielo era azul, Emily aseguraba que tenía un tono gris plomizo. Nunca había conocido a dos personas que disfrutaran tanto llevándose la contraria, quizás se debía a que eran muy parecidos y esperaban mucho tanto de sí mismos como de los demás.

–Dejadlo ya –les ordenó–. Tommy Cahill vendrá mañana y me parece bien lo que va a cobrarme, así que se acabó la discusión. Para mí es una suerte que Boone haya conseguido que acepte empezar ya con un encargo tan pequeño con todo el trabajo que hay ahora en la zona. Ha dicho que sí para hacerle un favor a él, seguro que cualquier otro me habría hecho esperar semanas.

Emily se reclinó en la silla y contestó enfurruñada:

–Como quieras, abuela.

–Gracias –le contestó Cora Jane con sequedad–. Bueno, ahora propongo que nos pongamos manos a la obra y empecemos a adecentar este lugar. Me gustaría abrir mañana para servir desayunos, si consigo que los proveedores me traigan esta tarde el pedido.

–Eso es una locura, el local está hecho un desastre –protestó Emily–. Va a llevarme días hacer traer mobiliario nuevo, repintarlo todo y tener lista la nueva decoración. Durante el viaje desde Colorado he esbozado unas cuantas ideas.

Cora Jane sabía que la intención de su nieta era ayudar y que era una experta en el tema, pero no quería cruzar la puerta en un par de semanas y que el restaurante familiar que había abierto su difunto marido hubiera quedado irreconocible. A ella le gustaba cómo estaba decorado; quitando el estropicio y la humedad que había en ese momento, claro, y nunca les habían faltado clientes. El local siempre estaba lleno de gente de la zona y de turistas. Caleb había sabido ver lo que funcionaría en una comunidad costera como aquella, y ella se había limitado a seguir el camino que él había marcado.

–Esta noche repasaremos tus ideas, Emily. Es verdad que hay que dar una nueva mano de pintura, pero ten en cuenta que, además de la gente de la zona que va a volver, también van a venir un montón de obreros, y todos ellos van a tener que ir a comer a algún sitio. De momento nos las apañaremos con lo que tenemos, puede que más adelante podamos plantearnos hacer un par de cambios.

Dio la impresión de que Emily quería protestar, pero al final se levantó sin más y salió al porche lateral del restaurante.

Cora Jane se volvió hacia Boone.

–Ve a hablar con ella.

Tal y como cabía esperar, él se mostró alarmado ante semejante petición.

–¿Yo?, ¿por qué yo?

–Querido, lo sabes tan bien como yo. Tenéis que hablar, hacedlo ya y aclarad las cosas. Puede que discutir contigo la ayude a olvidarse por un rato de lo que la tiene tan enfurruñada.

–¿Crees que vamos a aclarar las cosas con una breve charla en el porche? –le preguntó él con escepticismo–. Suponiendo que no nos caigamos por culpa de las tablas rotas del suelo, claro.

–No, no creo que vayáis a aclararlo todo sin más, pero vais a tener que empezar a hacerlo antes o después. ¿Para qué perder más tiempo? B.J. puede ayudar a lavar estos platos, así que no te preocupes por él. No va a estorbar ni a meterse en líos.

Cuando Boone la miró con resignación y salió de la cocina, ella se volvió y vio que sus otras dos nietas estaban mirándola sonrientes.

–Bien hecho –le dijo Samantha–. ¿Tienes planeada alguna otra misión para las próximas semanas de la que debamos estar enteradas?

Cora Jane se rio con suavidad al oírla hablar con tanto descaro. Samantha tenía treinta y cinco años, pero para ella siempre sería una niñita.

–Supongo que vais a tener que esperar para ver lo que pasa –se limitó a contestar–. Y, por si las dudas, dejad que os aclare una cosa: Aunque creo que mantengo una relación bastante buena con Nuestro Señor, ni siquiera yo puedo provocar un huracán. Eso ha sido por voluntad divina –y ella empezaba a tener la sensación de que, en el fondo, dicho huracán iba a terminar por ser una bendición.

Emily estaba llorando. Boone lo supo en cuanto la vio con los hombros encorvados y oyó los suaves sollozos que ella se esforzó por disimular al oír que la puerta que daba al porche se abría y se cerraba.

–Vete –murmuró, enfurruñada.

–Lo siento, me han ordenado que viniera.

Ella se volvió de golpe al oír su voz.

–¡Boone!

–¿Quién pensabas que era?

–Samantha, Gabi, puede que mi abuela.

Él se echó a reír y admitió:

–Sí, yo también las habría enviado a ellas antes que a mí.

Ella lo miró sorprendida, pero al cabo de unos segundos dijo con resignación:

–Era de esperar que la abuela te enviara a ti.

Boone se apoyó junto a ella en la baranda y miró hacia el océano, que se extendía ante sus ojos al otro lado de la carretera. Costaba creer que, escasos días antes, aquel mismo océano hubiera estado azotando la carretera con unas gigantescas y destructivas olas. En ese momento el cielo tenía un resplandeciente tono azul, y las olas lamían con suavidad la arena salpicada de tablones, cascotes y tejas.

–Cora Jane cree que tú y yo tendríamos que aclarar las cosas.

–¿Qué cosas?

–Nuestra relación, supongo. No nos despedimos de forma demasiado amistosa, y eso es algo que a ella le pesa.

–Sí, es verdad, pero los dos seguimos adelante con nuestras respectivas vidas. Todo eso es agua pasada… ¿verdad? –su voz reflejó un ligero matiz de esperanza.

–Eso es lo que yo pensaba hasta que has entrado por la puerta esta mañana –admitió él con sinceridad–. Tu llegada anuncia complicaciones.

Emily le miró y suspiró antes de admitir:

–La verdad es que yo he reaccionado igual que tú –se quedó desconcertada al ver que se echaba a reír–. ¿Qué te hace tanta gracia?

–No esperaba que lo admitieras.

–Yo nunca he mentido, Boone. Tú sí.

Él frunció el ceño al oír aquella acusación.

–¿A qué te refieres?, ¿cuándo te mentí?

–Me dijiste que me amabas, y de buenas a primeras me enteré de que te habías casado con Jenny.

Le sorprendió el profundo dolor que le pareció detectar en su voz, y se preguntó si ella había estado reescribiendo la historia según su conveniencia.

–Me dejaste muy claro que no pensabas regresar jamás. ¿Qué se suponía que tenía que hacer?, ¿morirme de amor?

–Podrías haberme dado algo de tiempo para que me aclarara las ideas, eso es lo único que te pedí.

Boone la miró sorprendido.

–¿Cuándo me pediste tiempo? Si lo hubieras hecho, puede que te lo hubiera dado. Me dijiste que lo nuestro se había acabado, y te mostraste muy categórica –la observó pensativo antes de añadir–: Aunque puede que esa fuera la mentira que tuviste que decirte a ti misma para poder marcharte sin mirar atrás.

Emily le dio vueltas a esa posibilidad antes de admitir:

–Sí, algo así. Vale, los dos cometimos errores. Yo no fui lo bastante clara, y tú sacaste conclusiones precipitadas. Soy capaz de admitirlo, ¿y tú?

Él vaciló por un instante antes de contestar.

–Sí, supongo que sí.

–Vaya concesión tan efusiva –murmuró ella con sequedad, antes de mirarle a los ojos–. Pero, en el fondo, eso no cambia en nada las cosas. Mi vida sigue sin estar en este lugar.

–Soy plenamente consciente de eso, te lo aseguro. Entre Cora Jane y B.J. me han puesto al corriente de todo. Samantha y tú habéis impresionado mucho a mi hijo, sois las primeras personas famosas que conoce.

Emily soltó una pequeña carcajada que sirvió para aligerar un poco la tensión que había en el ambiente.

–Samantha sí que es famosa, yo solo trabajo para unas cuantas. La mayoría de mis clientes no son tan célebres.

–No, solo ricos, ¿verdad?

–¿Qué tiene de malo ser rico? Tu familia no era pobre ni mucho menos. Tu padre era un abogado de renombre, y tu madre se casó con un tipo que ganaba millones fabricando no sé qué aparatitos.

Él sonrió al oírla hablar con tanta indiferencia de su padrastro, que era el propietario de una multinacional.

–Eso no tiene nada que ver conmigo. Yo empecé desde cero y me he ganado a pulso todo lo que tengo. Además, no estaba juzgando a nadie. Solo digo que el hecho de tener dinero conlleva un estilo de vida concreto, hay que guardar las apariencias y todo eso.

–En eso tienes razón. ¿Adónde quieres llegar?

Él la observó de arriba abajo con una mirada penetrante que la hizo sonrojar antes de contestar:

–Me gustaría saber qué pensarían esos clientes tuyos si te vieran en pantalón corto y con una camiseta que lleva en la espalda la etiqueta de una tienda barata –le guiñó el ojo al quitarle dicha etiqueta, y le rozó la piel desnuda con los dedos más tiempo del necesario antes de añadir–: Yo creo que estás increíblemente sexy.

Ella contuvo el aliento, y no pudo disimular cuánto estaba costándole mantener la compostura.

–Boone, por favor, no vayamos por ahí. No tenemos más remedio que intentar llevarnos bien durante un par de semanas por el bien de mi abuela, pero cada uno volverá a tomar su propio camino después de eso. Cometer una locura solo servirá para ponernos las cosas más difíciles cuando llegue la despedida.

La advertencia estaba clara, y él la entendió a la primera.

–Vale, nada de locuras, aunque me gustaría que concretaras bien cuál es la locura que crees que deberíamos evitar.

–Nada de peleas, de caricias ni de besos –le contestó ella de inmediato, ruborizada–. Sabes perfectamente bien lo que quiero decir, así que no te hagas el tonto. Está claro que aún basta con muy poco para encendernos.

Él sonrió al oír aquello.

–Si tú eres capaz de morderte la lengua y de mantener las manos quietecitas, yo también.

–De acuerdo.

A Boone le pareció ver cierta desilusión en su mirada, pero se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Al verla dar media vuelta para volver a entrar en el restaurante, le puso una mano en el hombro para detenerla y notó que el contacto la acaloraba aún más y la estremecía.

–Una cosa más –le dijo, sin dejar de sostenerle la mirada–, ¿por qué estabas llorando cuando he salido a hablar contigo?

–Por nada, bobadas mías.

Estaba claro que no quería hablar del tema, pero él sabía que no estaba siendo sincera, que se trataba de algo más hondo. Durante todo el tiempo que habían estado juntos, la había visto luchar por ganarse la elusiva aprobación de su padre… y también, en cierta medida, la de su abuela. En su opinión, Cora Jane nunca había escatimado a la hora de darle su aprobación a sus nietas, pero eso era algo que Emily había sido incapaz de ver en algunas ocasiones; en cuanto a Sam Castle, la distancia que le separaba de sus hijas siempre había sido insalvable.

–Te has ofendido cuando Cora Jane ha rechazado tu ofrecimiento, ¿verdad? Has pensado que ella no te necesita aquí, y que por eso no ha aceptado tus sugerencias respecto a las reformas.

–Puede ser –las lágrimas que le inundaron los ojos sirvieron para corroborar la teoría de Boone.

Él le puso un dedo bajo la barbilla antes de asegurarle con voz firme:

–Tu abuela te necesita, Em. Necesita teneros a las tres aquí, y no por lo que podáis hacer ni por la ayuda que podáis prestarle, sino porque está envejeciendo y os echa de menos. Tenlo en cuenta, por favor. Os quería lo suficiente como para dejaros ir, pero eso no quiere decir que no quiera teneros a su lado de vez en cuando. Le hace falta cuidaros, entrometerse un poco en vuestras vidas, volver a sentirse querida por vosotras –se sintió mal al ver que ella lloraba aún más.

–¿Cuándo demonios te has vuelto tan listo y sensible? –le preguntó, con la voz entrecortada.

–Siempre lo he sido –le aseguró él, sonriente–. A lo mejor no te diste cuenta en aquel entonces porque lo único que te interesaba de mí era mi cuerpo.

Como ante eso no tenía ninguna respuesta que no fuera una mentira descarada, Emily dio media vuelta y se alejó mientras se secaba con exasperación las lágrimas.

Boone se echó a reír al ver que no contestaba, pero no pudo evitar seguirla con la mirada y preguntarse hasta qué punto iba a complicarse su vida. A pesar de lo que ella había afirmado, a pesar de lo que él le había prometido, estaba convencido de que lo que había entre ellos no había terminado ni mucho menos… y lo más probable era que eso causara unos problemas y un dolor que él no estaba preparado para afrontar de nuevo.

Castillos en la arena - La caricia del viento

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